Una premonición del apóstol Juan.
-¿A dónde vamos?, porque cae ya la tarde – se preguntan entre sí los apóstoles. Y van hablando con circunspección sobre las cosas que han sucedido. Pero no dicen nada alto para no abrumar al Maestro, que se ve muy pensativo. Cae la tarde mientras prosiguen detrás del Maestro pensativo. En esto, un pueblo aparece al pie de una cadena de montes muy recortados. -Quedémonos ahí para pernoctar – ordena Jesús – Mejor: quedaos ahí; Yo voy a aquellos montes a orar… -¿Solo? ¡No, no! ¡No vas solo al Adomín, no! ¡Con todos esos bandidos que te acechan! ¡De ninguna manera!… – dice muy resueltamente Pedro. -¿Y qué piensas que me van a hacer? ¡No tengo nada! -Tienes… a ti mismo. Me refiero a los bandidos más auténticos, a los que te odian. Para ésos es suficiente tu vida. No debes morir como… como… eso… en una mísera emboscada. Y dar a tus enemigos la forma de inventar qué sé yo qué cosa para alejar a las turbas incluso de tu doctrina – rebate Pedro. -Simón de Jonás tiene razón, Maestro. Serían capaces de hacer desaparecer tu cuerpo y decir que has huido porque te habías visto desenmascarado. 0, de… pues de llevarte incluso a un lugar malo, a casa de una meretriz, para poder decir: «¿Veis dónde y cómo ha muerto? En una pelea por una meretriz». Tú has dicho bien: «Perseguir una doctrina quiere decir aumentar su poder», y he notado, porque no lo he perdido nunca de vista, que el hijo de Gamaliel aprobaba con la cabeza mientras lo decías. Pero decir que cubrir de ridículo a un santo y su doctrina es el arma más segura para derrumbar la doctrina y para quitar al santo la estima de las turbas, también es exacto – dice Judas Tadeo. -Sí. Y no tiene que suceder eso contigo – termina Bartolomé. -No te prestes al juego de tus enemigos. Piensa que esta imprudencia acarrearía no sólo la anulación de ti, sino también de la Voluntad de quien te ha enviado; y que se vería que los hijos de las Tinieblas habrían derrotado a la Luz, al menos momentáneamente – añade el Zelote. -¡Sí, hombre! Siempre dices, que han de matarte, y cuando lo dices nos traspasas el corazón. Recuerdo tu reprensión a Simón Pedro y no te digo: «No suceda jamás eso». Pero creo que no soy Satanás si digo: «Que al menos suceda de forma que signifique glorificación para ti, inequívoco sello de tu Ser santo y condena segura para tus enemigos. Que las multitudes sepan, puedan tener elementos para distinguir y creer». Al menos esto, Maestro. La misión santa de los Macabeos nunca apareció así tanto como cuando Judas, hijo de Matatías, murió como héroe y salvador sobre el campo de batalla. ¿Quieres ir al Adomín? Bien, nosotros contigo. ¡Somos tus apóstoles! Donde estés Tú, la Cabeza, allí hemos de estar nosotros, tus ministros – dice Tomás, y pocas veces lo he oído hablar con tanta solemne elocuencia. -¡Es verdad! ¡Es verdad! ¡Y si te asaltan, tienen que asaltarnos antes a nosotros! – dicen varios. -¡No nos asaltarán tan fácilmente! Están medicándose la quemazón de las palabras de Claudia y… son astutos, mucho, demasiado. No pasan por alto en su reflexión el hecho de que Poncio sabría a quién castigar por tu muerte. Se han traicionado demasiado a sí mismos, y ante los ojos de Claudia, así que lo meditarán, estudiando trampas más seguras que una vulgar agresión. Quizás nuestro miedo es estúpido. Ya no somos los pobres desconocidos de antes. ¡Ahora está Claudia! – dice Judas Iscariote. -Bien, bien… Pero no nos sometamos a nosotros mismos a dura prueba. ¿Y qué es lo que quieres hacer en el Adomín? – pregunta Santiago de Zebedeo. -Orar y buscar un sitio para orar todos, en los días futuros, para prepararnos a las nuevas luchas, cada vez más ensañadas. -¿De nuestros enemigos? -También de nuestro yo. Tiene mucha necesidad de ser fortalecido. -¿Pero no has dicho que quieres ir a los confines de Judea y a la Transjordania? -Sí. Iré. Pero después de la oración. Iré a Acor, y luego por Doc a Jericó.-¡No, no, Señor! Son lugares nefastos para los santos de Israel. ¡No vayas allí, no vayas allí! ¡Yo te lo digo, lo percibo! Hay algo en mí que me lo dice. ¡No vayas allí! ¡En nombre de Dios, no vayas! – grita Juan, que parece próximo a salir de sus sentidos, como dominado por una especie de éxtasis terrible… Todos lo miran estupefactos, porque así no lo han visto nunca. Pero ninguno se burla de él. Tienen todos la percepción de que están en presencia de un hecho sobrenatural, y, respetuosos, mantienen silencio. También Jesús calla, hasta que no ve a Juan adquirir de nuevo su aspecto habitual y decir: -¡Oh, mi Señor! ¡Cómo he sufrido! -Lo sé. Iremos al Carit. ¿Qué dice tu espíritu? Me impresiona profundamente el respeto con que Jesús se dirige al inspirado… -¿Me preguntas esto a mí, Señor? ¿Tú, Sabiduría Stma., al pobre muchacho ignorante? -A ti. Sí. El más pequeño es el más grande cuando, con humildad, comunica con su Señor para el bien de los hermanos. Habla… -Sí, Señor. Vamos al Carit, donde hay hoces seguras para recogerse en Dios, y están cerca los caminos de Jericó y los que van a Samaria. Nosotros bajaremos para reunir a los que te aman y esperan en ti, y los conduciremos a ti, o te conduciremos a ti a ellos, y luego seguiremos nutriéndonos de oración… Y descenderá el Señor a hablar a nuestros espíritus… a abrir nuestros oídos, que oyen al Verbo pero no lo comprenden enteramente… y, sobre todo, a invadir nuestros corazones con su fuego. Porque sólo si ardemos sabremos resistir los martirios de la tierra. Porque sólo habiendo sufrido antes el dulce martirio del completo amor podremos estar preparados para sufrir los del odio humano… Señor… ¿qué he dicho? -Mis palabras, Juan. No temas. Entonces nos quedamos aquí, y mañana, al alba, iremos a los montes.