Una lección extraída de la naturaleza y espigueo milagroso para una viejecita. Cómo ayudar a quien se enmienda.
Por una campiña toda gualda de mieses pasa Jesús con sus discípulos. Hace mucho calor, a pesar de que el día esté en sus primeras horas. Los segadores hacen vacíos en el oro de los cereales cortando con las hoces entre los surcos repletos de espigas. Las hoces brillan un instante bajo el sol, desaparecen entre las altas espigas, vuelven luego un instante por la otra parte, y el manojo se pliega y se recuesta, como cansado de haber estado enhiesto muchos meses, en la tierra caliente de sol. Pasan unas mujeres, atando gavillas, detrás los segadores. La campiña, por todas partes, está dedicada a este trabajo. La cosecha ha sido muy buena y los segadores exultan. Muchos, cuando el grupo apostólico pasa por el camino y están ya cerca, suspenden un momento el trabajo; se apoyan en la hoz, se secan el sudor y miran, y lo mismo las mujeres que atan las gavillas. Vestidas de colores vivos, cubierta su cabeza con un pedazo de tela blanca, parecen flores que emergen de la tierra despojada de trigo: amapolas, lises, margaritas. Los hombres, vestidos con cortas túnicas, pardas o amarillentas, son menos visibles. No tienen, de tono claro, nada más que el pedazo blanco de tela atado a la cabeza con una cuerdecita y que cae sobre el cuello y los carrillos. En el marco de ese blanco, los rostros bronceados por el sol parecen incluso más negros.
Jesús, cuando se ve observado, pasa saludando:
-La paz y la bendición de Dios sea con vosotros – y ellos responden: «Se revierta sobre ti la bendición de Dios», o también, más sencillamente: «Sea también contigo».
Algunos, más locuaces, reclaman el interés de Jesús por la cosecha diciendo:
-Ha sido buena este año. Mira qué espigas más granadas, y lo apretadas que están en los surcos. Se siegan con dificultad ¡Pero es pan!…
-Mostraos agradecidos al Señor. Y ya sabéis que la gratitud se debe mostrar no con palabras sino con obras. Sed misericordiosos en esta cosecha vuestra, pensando en el Altísimo, que ha sido magnánimo en rocío y sol para vuestros campos, para que tuvierais mucho trigo. Recordad el precepto del Deuteronomio (24, 19). Pensad, mientras recogéis la riqueza que os ha dado Dios, en quien no la tiene, y dejad para ellos un poco de lo vuestro. Santa ficción esta que es caridad con el prójimo vuestro, y que Dios ve. Mejor ser diligentes en dejar que ávidos en recoger. Dios bendice a los generosos. Dar es mejor que recibir, porque obliga al justo Dios a dar más abundante retribución a aquel que fue compasivo.
Jesús pasa y va repitiendo sus consejos de amor.
Viene el sol más caliente. Los segadores suspenden el trabajo: los que están cerca de sus casas entran en ellas; los que están lejos se recogen a la sombra de árboles y allí descansan, comen, se adormecen.
También Jesús se refugia en una arboleda muy espesa que hay en el interior de la campiña, y, sentado en la hierba, después de haber orado ofreciendo la parca comida de pan, queso y aceitunas, distribuye las fracciones y come mientras habla
con los suyos. Hay sombra y aire fresco y un gran silencio. El silencio de las horas llenas de sol del estío. Un silencio que invita al sueño. La mayoría, efectivamente, se quedan traspuestos después de la comida. Jesús no. Descansa con la espalda apoyada contra un árbol, y, entretanto, se interesa por el trabajo de los insectos en las flores.
Pasa un tiempo. Hace una señal a Juan, a Judas Iscariote y a uno de los más ancianos – Bartolomé – y, cuando están a su lado, dice:
-Observad qué trabajo está haciendo este pequeño insecto. Mirad. Hace bastante tiempo que lo observo. Quiere arrebatar a este cáliz tan pequeñito la miel que llena su fondo, y, dado que no pasa, mirad, alarga primero una patita y luego la otra, las unta en la miel y luego se la come. Dentro de poco la habrá vaciado. ¡Observad qué cosa más admirable es la providencia de Dios! No ignorando que sin ciertos órganos el insecto, creado para ser un crisólito volador sobre la hierba de los prados, no podría nutrirse, lo ha provisto de esos minusculísimos filamentos en la superficie de sus patitas. ¿Los veis? ¿Tú, Bartolomé? ¿No? Mira. Ahora lo cojo y te le enseño a contraluz – y, delicadamente, coge el escarabajo, que parece de oro bruñido, y lo pone boca arriba en la mano.
E1 escarabajo se hace el muerto y los tres observan sus patitas. Y luego se pone a mover las patas para huir. No lo consigue, naturalmente, pero Jesús le ayuda y lo apoya sobre las patas. El animalito camina por la palma, sube a la punta de los dedos, se balancea, abre las alas. Pero está receloso.
-No sabe que no quiero sino el bien de todos los seres. Sólo dispone de su pequeño instinto; perfecto en relación con su naturaleza, suficiente para todo lo que necesita, pero muy inferior al pensamiento humano. Por eso el insecto no es responsable si hace una mala acción. No así el hombre. El hombre dispone de una luz de inteligencia superior, y la aumentará en la medida en que aumente su instrucción en las cosas de Dios. Por eso será responsable de sus acciones.
-¿Entonces, Maestro – dice Bartolomé -, nosotros, instruidos por Ti, tenemos mucha responsabilidad?
-Mucha. Y más tendréis en el futuro, cuando el Sacrificio se cumpla y venga la Redención y con ésta la Gracia, que es
fuerza y luz. Y, después de ella, vendrá uno que os hará aún más capaces de querer. Quien, luego, no quiera, tendrá mucha
responsabilidad.
-¡Entonces muy pocos se salvarán!
-¿Por qué, Bartolomé?
-¡Porque es muy débil el hombre!
-Pero, si fortalece su debilidad con la confianza en mí, se hace fuerte. ¿Creéis que no comprendo vuestras luchas y no
me compadezco de vuestras debilidades? ¿Veis? Satanás es como esa araña que está tendiendo su lazo desde aquella ramita a
este talluelo. ¡Es tan fina y subrepticia…! Mirad cómo resplandece ese hilo. Parece plata de una impalpable filigrana. Por la
noche será invisible, mañana al alba estará esplendoroso de gemas, y las moscas imprudentes, que dan vueltas por la noche en
busca de alimento poco limpio, caerán dentro, y también las mariposas ligeras, que se ven atraídas por lo que resplandece… Otros apóstoles se han acercado y están escuchando esta lección sacada de los reinos vegetal y animal.
-…Pues bien, mi amor hace, respecto a Satanás, lo que ahora hace mi mano. Destruye la tela. Mirad como huye la araña
y se esconde. Tiene miedo del más fuerte. También Satanás tiene miedo del más fuerte. Y el más fuerte es el Amor. -¿No sería mejor destruir a la araña? – dice Pedro, que es muy práctico en sus conclusiones.
-Sería mejor. Pero esa araña hace su deber. Es verdad que mata a las pobres mariposas, que son tan bonitas, pero extermina también a un gran número de moscas sucias que transmiten enfermedades y contaminaciones de enfermos a sanos, de muertos a vivos.
-¿Pero, en nuestro caso, qué hace la araña?
-¿Que qué hace, Simón? – Simón es muy anciano, y es el que se quejaba de los reumatismos -. Hace lo que hace la buena voluntad en vosotros. Destruye las tibiezas, los quietismos, las vanas presunciones. Os obliga a estar vigilantes ¿Qué es lo que os hace dignos de premio? La lucha y la victoria. ¿Podéis vencer sin luchar? La presencia de Satanás obliga a una vigilancia continua. Por su parte el Amor, que os ama, hace que esta presencia no sea inexorablemente nociva. Si estáis cerca del Amor, Satanás intenta, pero queda incapacitado para perjudicar verdaderamente.
-¿Siempre?
-Siempre. En las cosas grandes y en las pequeñas. Por ejemplo, una cosa pequeña: a ti inútilmente te aconseja tener cuidado de tu salud. Es un consejo subrepticio para tratar de separarte de mí. El Amor te tiene bien cogido, Simón, y tus dolores pierden valor incluso ante tus ojos.
-¡Señor! ¿Lo sabes?…
-Sí. Pero no te deprimas. ¡Ánimo, ánimo! El Amor, que ahora es el primero en sonreír ante tu humanidad que tiembla por sus reumas, te dará mucho coraje.
Jesús ríe ante su desconcertado apóstol y, para consolarlo, lo abraza. Aun riendo muestra plena dignidad. También los otros ríen.
-¿Quién viene a ayudar a aquella pobre anciana? – dice Jesús señalando a una viejecita que, desafiando al sol tórrido, espiga en los surcos segados.
-Yo – dice Juan y, con él, Tomás y Santiago.
Pero Pedro toma a Juan por una manga, se lo lleva un poco aparte y le dice:
-Pregúntale al Maestro que qué es lo que le produce tanta felicidad. Yo ya se lo he preguntado, pero sólo me ha dicho: «Mi felicidad es ver que un alma busca la Luz». Pero si se lo preguntas tú… A ti te dice todo.
Juan se debate entre la discreción y el deseo de complacer a Pedro. Se llega lentamente donde Jesús, que está ya en las tierras espigando. La viejecita, al ver a todos esos jóvenes, pone un gesto de desconsuelo y se empeña en ser rápida.
-¡Mujer! ¡Mujer! – grita Jesús – Estoy espigando para ti. No estés al sol, madre. Ahora voy.
La viejecita, desorientada por tanta bondad, lo mira fijamente; luego obedece y lleva su cuerpecito delgaducho, curvado y un poco tembloroso, a la estrecha faja de sombra del ribazo. Jesús se mueve diligentemente, recogiendo espigas. Juan le sigue de cerca. Más lejos están Tomás y Santiago.
-¡Maestro! -dice afanado Juan – ¿Cómo encuentras tantas espigas? ¡Yo en el surco de al lado encuentro tan pocas!
Jesús sonríe y no habla. No podría jurarlo, pero me parece que donde se deposita la mirada divina surgen espigas cortadas y no recogidas. Jesús recoge y sonríe. Tiene un verdadero fajo de espigas entre los brazos.
-Ten, Juan, el mío. Así tienes muchas también tú y la pequeña madre se pondrá contenta.
-Pero, Maestro… ¿Estás haciendo un milagro? ¡No es posible que encuentres tantas!
-¡Chist! Es para esa pequeña madre… pensando en la mía y en la tuya. ¡Mira de qué viejecita se trata!… El buen Dios, que da de comer al pajarillo recién nacido, quiere llenar el minúsculo granero de esta abuelita. Tendrá pan para estos meses que le quedan. No verá la nueva cosecha. Pero no quiero que pase hambre en su último invierno. ¡Ahora vas a ver qué exclamaciones! Prepárate, Juan, que se te van a lastimar los oídos; como Yo me preparo a ser lavado de llanto y besos…
-¡Qué contento estás, Jesús, desde hace unos días! ¿Por qué?
-¿Lo quieres saber tú o alguien te manda?
Juan, ya rojo por el esfuerzo, se pone carmesí.
Jesús comprende:
-Di a quien te manda que hay un hermano mío que está enfermo y busca curación. Su voluntad de curarse me llena de
alegría.
-¿Quién es, Maestro?
-Un hermano tuyo, uno a quien ama Jesús, un pecador.
-¿Entonces no es uno de nosotros?
-Juan, ¿crees que entre vosotros no exista el pecado? ¿Crees que Yo sólo exulto por vosotros?
-No, Maestro. Sé que también nosotros somos pecadores y que quieres salvar a todos los hombres.
-¿Entonces? Te dije: «No indagues» cuando se trataba de descubrir el mal. Te digo lo mismo ahora que hay una aurora de bien. ¡Paz a ti, madre! Aquí están nuestras espigas. Mis compañeros vendrán después con las suyas.
-Que Dios te bendiga, hijo. ¿Cómo has encontrado tantas? En verdad que veo poco, pero son dos gavillas grandísimas… La anciana las palpa, su mano temblorosa las acaricia, las quiere alzar. No puede.
-Te ayudaremos. ¿Dónde está tu casa?
-Aquélla – señala a una casita que está detrás de los campos.
-¿Estás sola, verdad?
-Sí. ¿Cómo lo sabes? ¿Quién eres
-Soy uno que tiene una madre.
-¿Éste es tu hermano?
-Es mi amigo.
El amigo, desde detrás de Jesús, hace grandes gestos a la ancianita. Pero ésta, que tiene veladas sus pupilas, no los ve. Y además está demasiado centrada en observar a Jesús. Su anciano corazón de madre se conmueve.
-Estás sudando, hijo. Ven aquí a la sombra de este árbol. Siéntate. ¡Mira cómo te gotea el sudor! Sécate con mi velo. Está raído pero limpio. Toma, toma, hijo mío.
-Gracias, madre.
-¡Bendita la que es madre de ti, que eres bueno! Dime tu nombre y el suyo. Para decírselos a Dios y que os bendiga. -María y Jesús.
-María y Jesús… María y Jesús… Espera. Una vez lloré mucho… El hijo de mi hijo había caído muerto por defender a su niño. Mi hijo murió de dolor por esto… Entonces se decía que había caído el inocente porque se buscaba a uno de nombre Jesús… Ahora estoy a las puertas de la muerte y vuelve ese nombre…
-En aquellos días lloraste por aquel Nombre, madre. Bendígate ahora ese nombre…
-Eres Tú aquel Jesús… díselo a una que se acerca a la muerte, y que ha vivido sin maldecir porque le dijeron que su dolor era para salvar el Mesías, a Israel.
Juan redobla sus gestos. Jesús calla.
-¡Oh! ¡Dímelo! ¿Eres Tú? ¿Tú que me bendice al final de mi vida? En nombre de Dios, habla.
-Yo soy.
-¡Ah!
La viejecita se postra contra el suelo.
-¡Salvador mío! He vivido esperando y no esperaba ya verte. ¿Veré tu triunfo?
-No, madre. Como Moisés, morirás sin conocer ese día. Pero te anticipo la paz de Dios. Yo soy la Paz, el Camino y la Vida. Tú, madre y abuela de justos, me verás en otro, eterno triunfo, y te abriré las puertas, a ti y a tu hijo, al hijo de tu hijo y a su niño. ¡Consagrado al Señor aquel niño muerto por Mí! ¡No llores, madre!…
-¡Y yo te he tocado! ¡Y Tú me has recogido las espigas! ¡Oh, ¿cómo he merecido este honor?!
-Por tu resignación santa. Ven, madre. A tu casa. Y que este trigo te dé pan para el alma más que para el cuerpo. Yo soy el Pan verdadero que ha bajado del Cielo para saciar todas las hambres de los corazones. Vosotros – Tomás y Santiago han llegado con sus manojos – tomad estas gavillas. Y vamos.
Y van los tres cargados de espigas, y Jesús los sigue con la abuelita que llora y susurra palabras de oración. Llegan a la casita. Dos cuartitos, un horno minúsculo, una higuera, un poco de vid. Limpieza y pobreza. -¿Este es tu nido?
-Este. ¡Bendícelo, Señor!
-Llámame hijo. Y pide porque mi madre tenga consuelo en su dolor, tú que sabes lo que es el dolor de una madre. Adiós, madre. Te bendigo en el nombre del Dios verdadero.
Y Jesús alza la mano y bendice la pequeña morada. Luego se agacha para abrazar a la viejecita, la aprieta contra su corazón y la besa en la cabeza cubierta de pocos pelitos blancos. Y ella llora y pasa sus labios por las manos de Jesús, lo venera, lo ama… y a mí me abate el dolor, porque pienso en mi madre, que tuvo miedo de ti, Jesús, cuando te vio… ¿Por qué miedo de ti, Jesús?
Dice Jesús (a María Valtorta):
-La otra pregunta que tienes en tu corazón es saber si Yo sabía que Judas no se salvaría a pesar de aquel conato hacia la salvación. Lo sabía. ¿Y entonces por qué estaba contento? Porque el simple deseo de ese momento, flor en la landa del corazón de Judas, hacía que el Padre mirase benignamente a este discípulo mío que Yo amaba y que no podría salvar. ¡La mirada de Dios sobre un corazón! ¿Qué más quisiera Yo, sino que el Padre os mirase a todos y con amor? Y debía estar dichoso, para dar al desdichado también ese medio para resurgir. El acicate de mi alegría al verlo volver a mí. Un día, después de mi muerte, Juan supo esta verdad, y la comunicó a Pedro, Santiago, Andrés y a los otros, porque así se lo había ordenado Yo al Predilecto, el cual no desconoció ningún secreto de mi corazón. Lo supo y lo dijo, para que todos dispusieran, después, de una norma en la guía de los discípulos y fieles.
Al alma que, caída, va al ministro de Dios y confiesa su error, al amigo o hijo, al marido o hermano que, habiendo errado, vienen diciendo: «Tenme contigo. Quiero no cometer más errores para no causar dolor a Dios y a ti», no se le debe – además de las otras cosas – privar de la satisfacción de ver nuestra dicha por verlos deseosos de hacernos felices. Se requiere un tacto infinito en el cuidado de los corazones. Yo, Sabiduría, aun sabiendo que en el caso de Judas era inútil, tuve este tacto para enseñar a todos el arte de redimir, de ayudar a quien se redime.
Y ahora te digo a ti también, como a Simón cananeo: «¡Ánimo, ánimo!», y te abrazo para hacerte sentir que hay quien te ama. De estas manos descienden castigos y también caricias, y de mis labios palabras severas y también – más numerosas y dichas con mucha más alegría – palabras de complacencia.
Ve en paz, María. No has causado dolor a tu Jesús. Ello sea tu consuelo.