Un mendigo samaritano en el camino de Jericó.
Veo a Jesús yendo por una calzada de primer orden llena de polvo y sol. No hay ni un hilo de sombra ni una pizca de verdor. Polvo en el camino y en las incultas tierras que lo bordean. Ciertamente no son las dulces colinas de Galilea, ni los montes más bosquivos de Judea, tan ricos en agua y pastos. Este terreno no es desértico por propia naturaleza, pero ha venido a serlo por la acción del hombre, que lo ha dejado yermo. Es llanura. No veo ninguna colina, ni siquiera en la lejanía. No conociendo en absoluto Palestina, no puedo decir qué región es. Eso sí, es una región que no he visto nunca en las precedentes visiones. A un lado de la calzada hay montones de pedralla; quizás acumulados para repararla, pues está en pésimas condiciones. Por ahora uno se hunde en la arena. Cuando llueve debe transformarse en un torrente de lodo. No veo ninguna casa, ni cercana ni lejana.
Jesús, como siempre, va algunos metros delante de los apóstoles, que lo siguen en grupo, sudorosos y cansados. Para resguardarse del sol se han echado sobre la cabeza los mantos: parecen una cofradía vestida con hábitos multicolores. Jesús, sin embargo, lleva la cabeza descubierta. Parece que no le da ninguna molestia el sol. Viste una túnica de lino blanco, de mangas cortas hasta el codo, muy amplia y suelta; no lleva siquiera el habitual cinturón de cordones: es un indumento verdaderamente indicado para este lugar tórrido. También el manto debe ser de lino – teñido de azul -, porque es muy fino y cae liviano sobre el cuerpo, al que arropa mucho menos de lo habitual; cubre los hombros pero deja libres los brazos. No sé cómo lo ha sujetado para hacer que esté así.
Sentado, semiechado más bien, en uno de los montones de pedralla, hay un hombre. Un pobre, un mendigo sin duda. Está vestido – digámoslo así – con una sucia y andrajosa, pequeña túnica que quizás ha sido blanca pero que ahora es de color barro. Calza dos miserables sandalias destaconadas: dos suelas semidesfondadas sujetas con unos cordeles. En las manos, un bastón hecho con una rama de árbol. En la frente una venda sucia; en la pierna izquierda, entre la rodilla y el extremo superior, otro trapajo sucio y ensangrentado. El pobre está demacrado: un montón de huesos; abatido, sucio, hirsuto, despeinado.
Antes de que él invoque a Jesús, Jesús va hacia él. Se acerca al mísero y pregunta:
-¿Quién eres?
-Un pobre que pide pan.
-¿Por este camino?
-Voy a Jericó.
-El camino es largo y la región está despoblada.
-Lo sé, pero es más fácil que me den un pan y una moneda los gentiles que pasan por este camino, que no los judíos. Vengo de estar entre judíos.
-¿Vienes de Judea?
-Sí. De Jerusalén. Pero he tenido que dar una vuelta grande para pasar por donde ciertas personas buenas de los campos, que siempre me ofrecen ayuda. En la ciudad no. No hay piedad.
-Es como has dicho. No hay piedad.
-Tú la tienes. ¿Eres judío?
-No. De Nazaret.
-Hace tiempo tenían mal nombre los nazarenos. Pero ahora hay que decir que son mejores que los de Judá. También en Jerusalén sólo los seguidores de ese Nazareno que llaman Profeta son buenos. ¿Lo conoces?
-¿Y tú lo conoces?
-No. Había ido porque, mira, tengo la pierna muerta y agarrotada, y me muevo con dificultad. No puedo trabajar. Me muero de hambre, y también por los golpes. Tenía esperanza de encontrarlo, porque me dicen que cura a quien toca. Es verdad que no soy del pueblo elegido… pero dicen que es bueno con todos. Me habían dicho que estaba en Jerusalén para la fiesta de las Semanas. Pero yo andaba lento… y me han pegado, y he enfermado por el camino… Cuando llegué a Jerusalén ya se había marchado, porque, me han dicho, los judíos le han tratado mal también a Él.
-¿Y a ti te han maltratado?
-Siempre. Sólo los soldados romanos me dan un pan.
-¿Y qué se dice en Jerusalén, entre el pueblo, de este Nazareno?
-Que es Hijo de Dios, un gran profeta, un santo, un justo.
-¿Y tú qué crees que es?
-Yo soy… soy un idólatra. Pero creo que es el Hijo de Dios.
-¿Cómo puedes creerlo, si ni siquiera lo conoces?
-Conozco sus obras. Sólo un Dios puede ser bueno como Él y decir las palabras que dice Él.
-¿Quién te ha referido esas palabras?
-Otros pobres, enfermos curados, niños que me traen el pan… Los niños son buenos y no saben nada ni de creyentes ni de idólatras.
-¿Pero de dónde eres?
-~-Dilo. Yo soy como los niños. No tengas miedo. Sólo sé sincero. -Soy… samaritano. Pero no me pegues…
-No pego a nadie. No desprecio nunca a nadie. Tengo piedad de todos. -Entonces… ¡Entonces eres el Rabí de Galilea!
El mendigo se postra, se arroja abajo desde su montón de piedras, como un cuerpo muerto, rostro en tierra delante de
Jesús.
-Levántate. Soy Yo. No temas. Levántate y mírame.
El mendigo alza el rostro, aunque sigue de rodillas, muy ladeado por su deformidad.
-Dad un pan y de beber a este hombre – ordena Jesús a los discípulos que ya han llegado. Es Juan el que da pan y agua – Ponedlo sentado, que coma tranquilamente. Come, hermano.
El pobre llora. No come. Mira a Jesús con los ojos de un pobre perro vagabundo que por primera vez se ve acariciado y alimentado por una persona compasiva.
-¡Come! – ordena Jesús sonriendo.
El pobrecillo come entre un sollozo y otro, y las lágrimas mojan el pan. Pero en su llanto hay también una sonrisa. Poco a poco se tranquiliza.
-¿Quién te ha hecho esta herida? – pregunta Jesús, tocando con sus dedos la venda sucia de la frente.
-Me atropelló, adrede, con su carro, un fariseo rico… Yo me había puesto en un cruce pidiendo un pan. Dirigió contra mí a los caballos, tan rápido que no pude apartarme. Por eso he estado a punto de morir. Tengo todavía un agujero en la cabeza que mana materia putrefacta.
-¿Y ahí quién te ha golpeado?
-Me había acercado a la casa de un saduceo, donde había un banquete, para pedir las sobras de las mesas, después de que habían elegido los restos mejores para los perros. Me vio y me embriscó los perros. Uno me desgarró el muslo.
-¿Y esta cicatriz grande que te deforma la mano?
-Fue un golpe con un palo que me dio un escriba hace tres años. Me reconoció como samaritano y me golpeó y me rompió los dedos. Por esto no puedo trabajar. Deformada la derecha, muerta una pierna, ¿cómo puedo ganar para vivir?
-¿Pero por qué sales de la Samaria?
-La necesidad es dura, Maestro. Somos muchos los necesitados y no hay pan para todos. Si Tú me ayudaras… -¿Qué quieres que haga contigo?
-Sanar para trabajar.
-¿Crees que puedo hacerlo?
-Sí, lo creo, porque Tú eres el Hijo de Dios.
-¿Crees tú esto?
-Lo creo.
-¿Tú, samaritano, lo crees? ¿Por qué?
-Por qué, no lo sé. Sé que creo en ti y en quien te ha enviado. Ahora que has venido, ya no hay diferencia de adoración. Basta adorarte a ti para adorar a tu Padre, Señor eterno. Donde Tú estás está el Padre.
-¿Oís, amigos? (Jesús se vuelve a los discípulos). Este hombre habla por el Espíritu que le ilumina la verdad. Y este hombre, en verdad os digo, es superior a los escribas y fariseos, a los saduceos crueles, a todos estos idólatras que mentirosamente se dicen hijos de la Ley. La Ley dice que hay que amar al prójimo, después de a Dios. Y éstos al prójimo que sufre y pide pan le dan palos; contra el prójimo que suplica lanzan caballos y perros; al prójimo que se rebaja, que se coloca más abajo que los perros del rico, le embriscan a los mismos perros para hacerlo todavía más infeliz de lo que ya la enfermedad lo hace. Despreciadores, crueles, hipócritas, no quieren que Dios sea conocido ni amado. Si lo quisieran, lo darían a conocer a través de las obras, como éste ha dicho. Son las obras, no las prácticas, las que revelan a Dios vivo en el corazón de los hombres y llevan a los hombres a Dios. ¿No debo, Judas que me echas en cara que soy imprudente, censurarlos? Callar, fingir que los apruebo, sería aprobar su conducta. No. Por la gloria de Dios, no puedo Yo, su Hijo, permitir que la gente humilde, infeliz, buena, crea que apruebo los pecados de éstos. He venido para hacer, de los gentiles, hijos de Dios. ¿Pero cómo puedo hacerlo si ellos ven que los hijos de la Ley – se llaman eso a sí mismos, pero son bastardos – practican un paganismo más culpable que el suyo?, porque estos hebreos han conocido la Ley de Dios y ahora escupen encima de nosotros el vómito de sus pasiones apagadas a la manera de animales inmundos. ¿Debo creer, Judas, que tú eres como ellos? ¿Tú que me censuras por las verdades que digo? ¿O debo pensar que estás preocupado por tu vida? El que me sigue no debe tener preocupaciones humanas. Lo he dicho. Estás a tiempo todavía, Judas, de elegir entre mi vida y la de los judíos que apruebas. Pero piensa: la mía va a Dios; la otra, al Enemigo de Dios. Piensa y decide. Pero sé auténtico. Y tú, amigo, levántate y anda. Quítate esas vendas. Vuelve a tu casa. Estás curado por tu fe.
El mendigo lo mira asombrado. No se atreve a tratar de extender la mano… luego prueba. Está intacta. Vuelve a ser idéntica a la izquierda. Deja el bastón, apoya las manos en el montón de piedras y hace fuerza. Se levanta. Se sujeta de pie. La parálisis que agarrotaba la pierna está curada. Mueve la pierna, la dobla… da un paso, dos, tres. Camina… Mira a Jesús con un grito y un sollozo de alegría. Se quita la venda de la cabeza de un tirón. Se toca hacia el occipital, donde estaba el agujero purulento. Nada. Todo curado. Se quita, también bruscamente, del muslo el andrajo ensangrentado: la piel está intacta.
-¡Maestro! ¡Maestro y Dios mío! – grita alzando los brazos para arrojarse luego de rodillas a besar los pies de Jesús.
-Ve a casa ahora y cree siempre en el Señor.
-¿Y a dónde debo ir, Maestro y Dios, sino tras ti, que eres santo y bueno? No me rechaces, Maestro…
-Ve a Samaria. Y habla de Jesús de Nazaret. La hora de la Redención está cercana. Sé mi discípulo entre tus hermanos. Ve en paz.
Jesús lo bendice y luego se separan. El curado va raudo hacia el norte. Se vuelve de vez en cuando para mirar otra vez. Jesús con los apóstoles deja el camino, y se adentran hacia oriente por los campos incultos, para tomar una vereda que corta al camino de primer orden y que no se hace más ancha hasta mucho más adelante. Quizás es el camino de Jericó. No lo sé.