Un convertido de María de Magdala. Parábola para el pequeño Benjamín y lección sobre quién es grande en el reino de los Cielos.
Y justo mientras se incendian el cielo y el lago por el fuego del ocaso, regresan hacia Cafarnaúm. Están contentos. Vienen hablando unos con otros. Jesús habla poco, pero sonríe. Hacen la observación de que, si el mensajero hubiera sido más preciso, habrían podido ahorrar camino. Pero también dicen que la fatiga ha merecido la pena, porque un grupo de hijos de tierna edad ha recuperado a su padre sano, cuando ya se estaba enfriando por la cercana muerte; y también porque ya no están sin un mínimo de dinero. -Ya os había dicho que el Padre proveería a todo – dice Jesús. -¿Y es un antiguo amante de María de Magdala? – pregunta Felipe. -Parece… Según lo que nos han dicho… – responde Tomás. -¿A ti, Señor, que te dijo el hombre? – pregunta Judas de Alfeo. Jesús sonríe evasivamente. -Yo lo he visto más de una vez con ella cuando iba a Tiberíades con amigos. Esto es cierto – afirma Mateo. -¡Venga hombre, hermano, condesciende a nuestra pregunta!… ¡El hombre te pidió sólo la salud o también ser perdonado? – pregunta Santiago de Alfeo. -¡Qué pregunta más sin sentido! ¿Pero cuándo el Señor no exige arrepentimiento para conceder una gracia? – dice Judas Iscariote con mucho desdén hacia Santiago de Alfeo. -Mi hermano no ha dicho una estupidez. Jesús cura, o libera, y luego dice: «Ve y no peques más» – le responde Judas Tadeo. -Porque ve ya el arrepentimiento en los corazones – rebate Judas Iscariote. -En los endemoniados no hay arrepentimiento ni voluntad de ser liberados. Lo cual no lo ha demostrado sólo uno. Recuerda todos los casos y verás que o huían o arremetían como enemigos, o por lo menos intentaban una o la otra cosa, y si no lo llevaban a cabo era sólo porque se lo impedían sus parientes – replica Judas Tadeo. -Y por el poder de Jesús – añade el Zelote. -Pero en ese caso Jesús tiene en cuenta la voluntad de los parientes, que representan la voluntad del endemoniado, el cual, si no estuviera impedido por el demonio, desearía la liberación. -¡Cuántas sutilezas! ¿Y para los pecadores entonces? Me da la impresión de que usas la misma fórmula, aunque no sean endemoniados – dice Santiago de Zebedeo.-A mí me dijo: «Sígueme», y no le había dicho todavía ni una palabra respecto a mi estado» observa Mateo. -Pero te la veía en el corazón – dice el Iscariote, que quiere tener siempre razón, a toda costa. -¡Bueno, bien! Pero ese hombre, que según la opinión general era un gran lujurioso y un gran pecador, no endemoniado, o, mejor, no poseído – porque un demonio, con los pecados que tenía ese hombre, lo debía tener por maestro, si no incluso por posesor -, moribundo, etc. etc., ¿qué ha pedido?, en definitiva. Estamos paseando por las nubes, me parece… Estamos en la primera pregunta – dice Pedro. Jesús condesciende a su deseo: -Ese hombre ha querido estar solo conmigo para poder hablar con libertad. Lo primero que ha expuesto no ha sido su estado de salud… sino el de su espíritu. Ha dicho: «Estoy muriendo, pero no cuanto he hecho creer a los demás para poderte tener pronto. Necesito tu perdón para sanar. Pero me basta tu perdón. Si no me curas, me resignaré. Lo he merecido. Lo que te pido es que salves mi alma» y me ha confesado sus muchos pecados. Una nauseante cadena de pecados… Jesús dice esto, pero su rostro resplandece de alegría. -¿Y sonríes, Maestro? ¡Me sorprende! – observa Bartolomé. -Sí, Bartolmái. Sonrío. Porque esos pecados ya no existen, y por-que junto con los pecados he sabido el nombre de la redentora. En este caso el apóstol ha sido una mujer. -¡Tu Madre! – dicen bastantes. Otros: -¡Juana de Cusa! Si él iba a menudo a Tiberíades, quizás la conoce. Jesús menea la cabeza. Le preguntan: -¿Entonces quién? -María de Lázaro – responde Jesús. -¿Ha venido aquí? ¿Por qué sin que la viéramos ninguno de nosotros? -No ha venido. Ha escrito a su antiguo compañero de pecado. He leído las cartas. Todas suplican lo mismo: escucharla, redimirse como ella se ha redimido, seguirla en el Bien como la había seguido en el pecado, y, con palabras de lágrimas, esas cartas le ruegan que alivie el alma de María del remordimiento de haber seducido su alma. Y lo ha convertido. Tanto, que se había aislado en su campiña para vencer las tentaciones de las ciudades. La enfermedad, más de remordimiento del alma que física, ha acabado de prepararlo a la Gracia. Eso es. ¿Estáis contentos ahora? ¿Comprendéis ahora por qué sonrío? -Sí, Maestro – dicen todos. Y luego, viendo que Jesús alarga el paso como para aislarse, se ponen a conversar en tono bajo entre sí… Están a la vista de Cafarnaúm cuando, en la confluencia del camino que han recorrido ellos con el que bordea el lago viniendo de Magdala, se cruzan con los discípulos, que han venido a pie, evangelizando desde Tiberíades. Todos, menos Margziam, los pastores y Manahén, que han ido desde Nazaret hacia Jerusalén con las mujeres. Es más, los discípulos han aumentado, por algún otro que se ha unido a ellos de retorno de la misión y que trae consigo nuevos prosélitos de la doctrina cristiana. Jesús los saluda dulcemente. Pero enseguida se vuelve a aislar en una meditación y oración profundas, unos pasos más adelante que ellos. Los apóstoles, por su parte, se unen al grupo de los discípulos, especialmente con los más influyentes, o sea, Esteban, Hermas, el sacerdote Juan, Juan el escriba, Timoneo, José de Emaús, Hermasteo (que por lo que entiendo vuela en el camino de la perfección), Abel de Belén de Galilea, cuya madre va al final del nutrido grupo con otras; mujeres. Y discípulos y apóstoles se intercambian preguntas y respuestas sobre las cosas acaecidas desde que se dejaron. Así, se habla de la curación y conversión de hoy, y del milagro del estáter en la boca del pez… Esto, por las causas que lo han originado, suscita grandes comentarios, que se propagan de fila en fila cual fuego aplicado a pajas secas… Veo, andando por un camino, a Jesús, seguido y circundado por sus apóstoles y discípulos. Se entrevé poco lejano el lago de Galilea, resplandeciente, todo sereno y azul, bajo un lindo sol de primavera o de otoño (porque no es un sol violento como el de verano). Pero me inclinaría a pensar que es primavera, porque la naturaleza se ve muy fresca, sin esos tonos dorados y cansinos del otoño. Parece que, acercándose la noche, Jesús se está retirando a la casa que lo hospeda; parece que se dirige, por tanto, al pueblo que se ve ya aparecer. Jesús, como hace frecuentemente, va unos pasos más adelante de los discípulos; dos o tres, no más: lo suficiente como para poder aislarse en sus pensamientos, necesitado de silencio después de una jornada de evangelización. Camina absorto. Lleva en la mano derecha una ramita verde, que, sin duda, ha arrancado de alguna mata, y con ella golpea levemente, ensimismado, las hierbas del ribazo. Por el contrario, los discípulos, detrás de Él van hablando animadamente. Evocan los episodios de la jornada y no son demasiado delicados al sopesar los defectos o bribonadas ajenos. Todos, más o menos, critican el hecho de que los de la recaudación del tributo al Templo hayan querido que Jesús les pagara. Pedro, siempre vehemente, define el hecho como un sacrilegio, porque el Mesías no está obligado a pagar el tributo: -Esto es como pretender que Dios se pague a sí mismo – dice – Y no es justo. Y si lo que pasa es que creen que no es el Mesías, pues entonces ya es un sacrilegio. Jesús se vuelve un momento y dice: -¡Simón, Simón, muchos habrá que duden de mí! Incluso de los que se creen seguros e inquebrantables en la fe en mí. No juzgues a los hermanos, Simón. Júzgate, siempre primero a ti mismo.Judas, con una sonrisita irónica, dice al humillado Pedro que ha agachado la cabeza: -Ésta es para ti. Por ser el más anciano siempre quieres hablar como un doctor. ¿Quién ha dicho que a uno lo juzguen los méritos por la edad? Entre nosotros hay quien te supera en saber y en poder social. Se enciende una disputa sobre los respectivos méritos: quién se jacta de ser uno de los primeros discípulos, quién apoya su tesis de preferencia en que para seguir a Jesús ha dejado un puesto influyente, quién dice que ninguno tiene tantos derechos como él porque ninguno se ha convertido tanto a sí mismo como él al pasar de publicano a discípulo. La disputa se alarga, y, si no temiera ofender a los apóstoles, diría que asume el tono de una verdadera discusión. Jesús se abstrae de ello. Da la impresión de no oír ya nada. Mientras tanto, han llegado a las primeras casas del pueblo, que sé que es Cafarnaúm. Jesús prosigue, y los otros detrás discutiendo todavía. Un niño pequeño, de unos siete u ocho años, viene tras Jesús corriendo y dando brincos. Adelanta al grupo vocinglero de los apóstoles. Es un niño guapo, de cabellos castaño oscuro muy rizados, cortos. En su faz morena tiene dos ojitos negros e inteligentes. Llama: confidencialmente al Maestro como si lo conociera bien. -Jesús – dice – ¿me dejas ir contigo hasta tu casa? -¿Tu mamá lo sabe? – pregunta Jesús, mirándolo con una sonrisa buena. -Lo sabe. -¿De verdad? Jesús, aunque sigue sonriendo, mira con una mirada penetrante. -Sí, Jesús, de verdad. -Entonces ven. El niño da un salto de alegría, y agarra la mano izquierda que Jesús le tiende. ¡Con qué amorosa confianza el niño mete su manita morena en la larga mano de mi Jesús! ¡Quisiera hacer lo mismo yo! -Cuéntame una parábola bonita, Jesús – dice el niño, que va dando saltitos al lado de Jesús y mirándolo de abajo arriba con una carita resplandeciente de alegría. También Jesús lo mira con una alegre sonrisa que le entreabre la boca sombreada por el bigote y la barba rubio-roja, que el sol enciende como si fuera de oro; los ojos de zafiro oscuro le ríen de alegría mientras mira al niño. -¿Y qué vas a hacer con la parábola? No es un juego. -Es más bonita que un juego. Cuando me voy a la cama la pienso para mí y la sueño y mañana la recuerdo y me la repito para mis adentros para ser bueno. Me hace ser bueno. -¿La recuerdas? -Sí. ¿Quieres que te diga todas las que me has dicho? -Eres grande, Benjamín; más que los hombres, que olvidan. Como premio te voy a decir la parábola. El niño ya no salta. Camina serio y mesurado como un adulto, y no se pierde ni una palabra, ni una inflexión, de Jesús, al cual mira atentamente sin preocuparse siquiera de en dónde pisa. -Un pastor muy bueno, habiendo venido a saber que en un lugar del mundo había muchas ovejas que habían sido abandonadas por pastores poco buenos, y que corrían peligro por caminos perversos y en pastos nocivos, y que se acercaban cada vez a barrancos sombríos, fue a ese lugar, y, sacrificando todo lo que poseía, adquirió esas ovejas y corderos. Quería llevarlos a su reino, porque ese pastor era también rey, como lo han sido muchos reyes en Israel. En su reino, esas ovejas y esos corderos encontrarían pastos sanos, frescas y puras aguas, caminos seguros y refugios invulnerables contra los ladrones y lobos feroces. Por eso ese pastor reunió a sus ovejas y corderos y les dijo: «He venido a salvaros, a llevaros a un lugar donde ya no sufriréis, donde ya no conoceréis peligros ni dolor. Amadme, seguidme, porque yo os amo mucho y por teneros me he sacrificado en todos los modos. Pero, si me amáis, mi sacrificio no me pesará. Venid tras mí y vamos». Y el pastor delante, detrás las ovejas, tomaron el camino que conducía al reino de la alegría. El pastor, a cada momento, se volvía para ver si le seguían; para exhortar a las cansadas, infundir coraje a las desanimadas, socorrer a las enfermas, acariciar a los corderos. ¡Cómo las quería! Les ofrecía su pan y su sal. Probaba antes él el agua de las fuentes y la bendecía, para experimentar si era sana y hacerla santa. Pero las ovejas – ¿lo crees, Benjamín? -, las ovejas, pasado un tiempo, se cansaron. Primero una, luego dos, luego diez, luego cien, se quedaron atrás a rozar la hierba hasta llenarse y no poder moverse; luego se echaron, cansadas y llenas en el polvo y en el lodo. Otras se asomaban prominentemente a los precipicios, a pesar de que el pastor dijera: «No lo hagáis»; y algunas, dado que él se ponía donde había mayor peligro para impedirles que fueran a esos sitios, le chocaron con la cabeza proterva y trataron de despeñarlo más de una vez. Así, muchas terminaron en los barrancos y murieron míseramente. Otras se enzarzaron y, a fuerza de cornadas y mochadas, se mataron unas a otras. Sólo un corderito no se distrajo nunca. Corría, balando, y con su balido decía al pastor: «Te quiero». Corría tras el pastor bueno. Cuando llegaron a las puertas de su reino, sólo quedaban ellos dos: el pastor, el corderito fiel. Entonces el pastor no dijo: «entra», sino dijo: «ven» y lo tomó en brazos y lo estrechó contra su pecho y lo llevó adentro; luego llamó a todos sus súbditos y les dijo: «Mirad. Este me ama. Quiero que esté eternamente conmigo. Vosotros amadlo, porque es el predilecto de mi corazón». La parábola ha terminado, Benjamín. ¿Ahora sabes decirme quién es ese pastor bueno? -Tú, Jesús. -¿Y ese corderito quién es? -Soy yo, Jesús. -Pero Yo ahora me voy a marchar y te olvidarás de mí. -No, Jesús. No me olvidaré de ti porque te quiero. -Se te terminará el amor cuando dejes de verme. -Diré dentro de mí las palabras que me has dicho y será como si estuvieras presente. Te voy a querer y a obedecer así. ¿Y Tú, Jesús, dime: te vas a acordar de Benjamín?-Siempre. -¿Y cómo vas a hacer para acordarte? -Me diré a mí mismo que me has prometido amarme y obedecerme; y así me acordaré de ti. -¿Y me vas a dar tu Reino? -Si eres bueno, sí. -Seré bueno. -¿Cómo vas a llevarlo a cabo? La vida es larga. -Pero también tus palabras son muy buenas. Si me las repito y hago lo que tus palabras dicen que hay que hacer, me conservaré bueno toda la vida. Y lo voy a hacer porque te quiero. Cuando se ama no cuesta ser bueno. A mí no me cuesta obedecer a mi mamá, porque la quiero. Y no me va a costar obedecerte a ti porque te quiero. Jesús se ha parado y está mirando a esta carita encendida más que por el sol por el amor. La alegría de Jesús es tan viva, que parece que otro sol se ha encendido en su alma y emite sus resplandores a través de las pupilas. Se agacha y besa en la frente al niño. Se ha detenido a la altura de una casita modesta que tiene en la parte de delante un pozo. Jesús va luego a sentarse junto al pozo, y allí le alcanzan los discípulos, que siguen todavía midiendo las respectivas prerrogativas. Jesús los mira. Luego los convoca: -Venid aquí, alrededor, y oíd la última enseñanza de la jornada, vosotros que os quedáis roncos celebrando vuestros méritos y tenéis vuestro pensamiento centrado en adjudicaros un puesto según la medida de ellos. ¿Veis a este niño? Está más que vosotros en la verdad. Su inocencia le da la llave para abrir las puertas de mi Reino. Ha comprendido, en su sencillez infantil, que en el amor está la fuerza para llegar a ser grandes, y en la obediencia realizada por amor la fuerza para entrar en mi Reino. Sed sencillos, humildes; amad con un amor que no sea sólo para mí, sino recíproco entre vosotros; sed obedientes a mis palabras, a todas, también a éstas, si queréis llegar al lugar en que habrán de entrar estos inocentes. Aprended de los pequeños. Como el Padre les revela a ellos la verdad, no se la revela a los sabios. Jesús, mientras habla, mantiene contra sus rodillas, derecho, a Benjamín, y tiene apoyadas las manos en los hombros del niño. El rostro de Jesús ahora se muestra lleno de majestad. Está serio; no enojado, pero sí serio. Verdaderamente como Maestro. El último rayo de sol forma un nimbo de rayos encima de su cabeza rubia. La visión se me termina aquí, y me deja llena de dulzura en medio de mis dolores. Bien, pues los discípulos no han podido entrar en la casa. Es natural. Por el número y por respeto. Nunca lo hacen, si no es por invitación del Maestro a todos o a algunos en particular. Observo siempre un gran respeto, una gran discreción, a pesar de la afabilidad del Maestro y la ya duradera familiaridad con él. Incluso Isaac (del que podría decir que es el primero del número de los discípulos), no se permite jamás la libertad de acercarse a Jesús si una sonrisa, al menos una sonrisa del Maestro, no lo llama. ¿Un poco distinto, no? respecto al modo como muchos tratan lo sobrenatural: a la ligera y casi burlescamente… Es un comentario mío que veo justo, porque no acabo de digerir el que la gente tenga para con lo que está por encima de nosotros maneras que no usamos para con los hombres como nosotros por el solo hecho de que estén una miaja por encima… ¡En fin!… Vamos a seguir adelante… Los discípulos, pues, se han esparcido, por la margen del lago, para comprar pescado para la cena, pan y las demás cosas necesarias. Vuelve también Santiago de Zebedeo y llama al Maestro, que está sentado en la terraza, con Juan, que está acoclado a sus pies, en un dulce y sosegado coloquio. Jesús se levanta y se asoma por el guardalado. Santiago dice: -¡Cuánto pescado, Maestro! Mi padre dice que has bendecido las redes con tu llegada. Mira: esto es para nosotros – y enseña una cesta de pescado, de un pescado que parece de plata. -Dios le sea grato por su generosidad. Preparadlo, que después de cenar vamos a ir a la orilla, donde los discípulos. Y así lo hacen. La noche pone negro el lago, en espera de la Luna, que se levanta tarde. Más que vérsele, se le oye borbollar, gorgotear entre los cantos del guijarral. Sólo las inverosímiles estrellas propias de los países de oriente se reflejan en las aguas tranquilas. Se sientan en círculo, alrededor de una barca vuelta, sobre la que se ha sentado Jesús. Han traído al centro del círculo los pequeños faroles de las barcas, los cuales apenas si iluminan las caras más cercanas. El rostro de Jesús está todo iluminado, de abajo arriba, por un farolillo colocado a sus pies; todos, por tanto, lo pueden ver bien mientras habla a uno o a otro de los presentes. A1 principio es una conversación sencilla, familiar. Pero luego adquiere el tono de una lección. Es más, Jesús lo dice abiertamente: -Venid. Escuchad. Dentro de poco nos vamos a separar. Quiero adoctrinaros más para formaros mejor. Hoy os he oído disputar, y no siempre con caridad. A los mayores de entre vosotros les he dado ya la lección. Pero quiero dárosla a vosotros también. No les vendrá mal tampoco a éstos, mayores que vosotros, oírla repetir. Ahora no está aquí, apoyado contra mis rodillas, el pequeño Benjamín. Está durmiendo en su cama, soñando sus sueños inocentes. Pero quizás su alma cándida está de todas formas aquí, en medio de nosotros. Imaginad que él, o cualquier otro niño, estuviera aquí, para ejemplo vuestro. En vuestro corazón tenéis todos una obsesión que os preocupa, una curiosidad, un peligro. La obsesión: ser el primero en el Reino de los Cielos. La curiosidad: saber quién será este primero. Y, en fin, el peligro: el deseo, aún humano, de oírse responder: «Tú eres el primero en el Reino de los Cielos», o bien de los compañeros con un sentido de aprobación, o bien y sobre todo del Maestro, cuya verdad y penetración de las cosas futuras conocéis. ¿No es, acaso, así? Las preguntas tiemblan en vuestros labios y viven en el fondo del corazón.El Maestro, mirando a vuestro bien, secunda esta curiosidad, a pesar de que aborrezca condescender con las curiosidades humanas. Vuestro Maestro no es un charlatán al que se le consulta por dos centavos en medio del bullicio de un mercado; no es uno poseído por un espíritu pitónico que le procura dinero con el oficio de adivino, para secundar las restringidas mentes del hombre, que quiere conocer el futuro para «saberse guiar». El hombre no se puede guiar por sí solo. Dios lo guía, ¡si el hombre tiene fe en Él! Y no aprovecha el conocer, o creer que se conoce, el futuro, si luego no se dispone de los medios para desviar ese futuro profetizado. Sólo hay un medio: la oración al Padre y Señor para que por su misericordia nos ayude. En verdad os digo que la oración confiada puede transformar un castigo en bendición. Pero quien recurre a los hombres para intentar, como hombre y con los medios de los hombres, desviar el futuro no sabe orar o sabe orar muy mal. Yo, esta vez, dado que esta curiosidad puede daros una buena enseñanza, le doy respuesta, aunque aborrezco las preguntas dictadas por la curiosidad e irrespetuosas. Os preguntáis: «¿Quién de entre nosotros es el mayor en el Reino de los Cielos?». Anulo la limitación «entre nosotros». Amplío los límites a todo el mundo, presente y futuro, y respondo: «El mayor en el Reino de los Cielos es el más pequeño entre los hombres». O sea, aquel que es considerado «mínimo» por los hombres. El sencillo, el humilde, el que no desconfía, el inexperto. Por tanto: el niño, o aquel que sabe construirse de nuevo un alma de niño. No es la ciencia ni el poder ni la riqueza o la actividad (aunque sea buena) lo que os harán «el mayor» en el Reino bienaventurado, sino el ser como los pequeñuelos, en benevolencia, humildad, sencillez, fe. Observad cómo me aman los niños, e imitadlos; cómo creen en mí, e imitadlos; cómo recuerdan lo que digo, e imitadlos; cómo ponen en práctica mis enseñanzas, e imitadlos; cómo no se ensoberbecen de lo que hacen, e imitadlos; cómo no experimentan rivalidades contra mí o contra sus compañeros, e imitadlos. En verdad os digo que si no cambiáis vuestra manera de pensar, actuar y amar, reconstruyéndola según el modelo de los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Ellos saben lo mismo que vosotros sabéis de esencial en mi doctrina. ¡Pero con qué diferencia practican lo que enseño! Vosotros, a cada acto bueno que realizáis, decís: «Lo he hecho yo»; el niño me dice: `Jesús, me he acordado de ti hoy, y por ti he obedecido, he amado, he contenido un deseo de reñir… y estoy contento porque Tú, lo sé, sabes cuándo soy bueno y te alegras». Observad también a los niños cuando cometen una falta. Con qué humildad me confiesan: «Hoy he sido malo. Lo siento, porque te he apenado». No buscan disculpas. Saben que Yo sé las cosas. Creen. Sienten dolor por mi dolor. ¡Oh, amados de mi corazón, niños, en los cuales no hay soberbia, doblez, lujuria! Os digo: Haceos como los niños, si queréis entrar en mi Reino. Amad a los niños como al ejemplo angélico que todavía podéis tener. Porque como ángeles deberíais ser. Podríais decir para disculparos: «No vemos a los ángeles». Pero Dios os da a los niños por modelos, y los tenéis en medio de vosotros. Y si veis a un niño abandonado material o moralmente, y que puede perecer, acogedlo en mi Nombre, porque son los muy amados de Dios. Quienquiera que reciba a un niño en mi Nombre me recibe a mí mismo, porque Yo estoy en el alma de los niños, que es inocente. Y quien me recibe a mí recibe a Aquel que me ha enviado, es decir, al Señor Altísimo. Y guardaos de escandalizar a uno de estos pequeños, cuyos ojos ven a Dios. No se debe nunca escandalizar a nadie. Pero, ¡ay!, ¡tres veces ay de aquel que tan sólo roce el ingenuo candor de los niños! Dejadlos ángeles lo más que podáis. ¡Demasiado repugnante es el mundo y la carne para el alma que viene del Cielo! Y el niño, por su inocencia, es todavía todo alma. Tened respeto hacia el alma del niño, y a su propio cuerpo, como lo tenéis para con un lugar sagrado. También el niño es sagrado, porque tiene a Dios dentro de sí. En todo cuerpo está el templo del Espíritu; pero el templo del niño es el más sagrado y profundo, está más allá del doble Velo. No mováis tan siquiera las cortinas de la sublime ignorancia de la concupiscencia con el viento de vuestras pasiones. Yo querría un niño en cada familia, en medio de cada grupo de personas, para que fuera freno de las pasiones de los hombres. El niño santifica, da confortación y frescura, con sólo el rayo de sus ojos sin malicia. Pero, ¡ay de aquellos que sustraen santidad al niño con su manera de actuar escandalosa! ¡Ay de aquellos que con sus licencias infunden malicia en los niños! ¡Ay de aquellos que con sus palabras e ironías lesionan la fe en mí de los niños! Sería mejor que a todos éstos se les atara al cuello una piedra de molino y se los arrojara al mar para que se ahogaran junto con su escándalo. ¡Ay del mundo por los escándalos que da a los inocentes! Porque, si es inevitable que sucedan escándalos, ¡ay del hombre que los provoca! Nadie tiene derecho de hacer violencia a su cuerpo ni a su vida, porque vida y cuerpo nos vienen de Dios y solamente Él tiene derecho a tomar o partes o el todo. Pero Yo os digo que si vuestra mano os escandaliza es mejor que la cortéis, que si vuestro pie os lleva a dar escándalo conviene que lo cortéis. Es mejor para vosotros entrar mancos o cojos en la Vida, que ser arrojados al fuego eterno con las dos manos y los dos pies. Y si no es suficiente tener un pie cortado o una mano, haced que os corten también la otra mano o el otro pie, para no escandalizar más y para tener tiempo de arrepentiros antes de ser arrojados adonde el fuego no se extingue y roe eternamente como un gusano. Y, si es vuestro ojo el que os es motivo de escándalo, sacáoslo: es mejor no tener un ojo que estar en el infierno con los dos: con un ojo sólo, o incluso sin ojos, llegados al Cielo veríais la Luz, mientras que con los dos ojos escandalosos sólo tinieblas y horror veríais en el infierno. Recordad todo esto. No despreciéis a los pequeños, no los escandalicéis, no os burléis de ellos. Son más que vosotros, porque sus ángeles ven siempre a Dios, que les dice las verdades que han de revelar a los niños y a los que tienen el corazón de niño. Y vosotros, como niños, amaos unos a otros. Sin disputas, sin orgullos. Estad en paz unos con otros. Tened espíritu de paz con todos. Sois hermanos, en el nombre del Señor; no enemigos. No hay, no debe haber enemigos para los discípulos de Jesús. El único Enemigo es Satanás. De ése sed enemigos acérrimos. Descended a combatir contra él y contra los pecados que llevan a Satanás a los corazones. Sed incansables en combatir el Mal, cualquiera que fuere la forma que asuma. Y pacientes. No hay limitación al actuar del apóstol, porque no hay limitación al actuar del Mal. El demonio no dice nunca: «Basta. Ahora estoy cansado, así que voy a descansar». Es el incansable. Pasa de un hombre a otro, ágil como el pensamiento y más aún; tienta y atrapa y seduce y atormenta y no da tregua. Asalta traidoramente y derriba, si uno no está más que vigilante. A veces se instala como conquistador por debilidad de la víctima; otras veces entra como amigo, porque el modo de vivir de la víctima buscada es ya tal que constituye alianza con el Enemigo. Hay veces que, habiendo sido arrojado de uno, da vueltas para caer sobre el mejor, para vengarse de la afrenta recibida de Dios o de un siervo de Dios. Pues bien, vosotros debéis decir lo mismo: «No descanso». Él no descansa para poblar el infierno, vosotros no debéis descansar para poblar el Paraíso. No le deis tregua. Os predigo que cuanto más combatáis contra él más os hará sufrir. Pero no debéis tener en cuenta esto. Puede recorrer, agresivo, la tierra, pero en el Cielo no entra. Por tanto, allí no os molestará más. Y allí estarán todos aquellos que hayan combatido contra él… Jesús interrumpe bruscamente y dice: -Pero bueno, ¿por qué estáis siempre molestando a Juan? ¿Qué quieren de ti? Juan se pone rojo como el fuego. Bartolomé, Tomás y Judas Iscariote, viéndose descubiertos, agachan la cabeza. -¿Entonces? – pregunta imperativamente Jesús. -Maestro, mis compañeros quieren que te diga una cosa. -Pues dila. -Hoy, mientras estabas en casa de ese enfermo y nosotros estábamos por el pueblo como habías dicho, hemos visto a un hombre, que no es discípulo tuyo y que nunca hemos visto entre los que escuchan tu doctrina, que arrojaba demonios en tu nombre de un grupo de peregrinos que iban a Jerusalén. Y lo conseguía. Ha curado a uno que tenía un temblor que le impedía cualquier tipo de trabajo; y ha devuelto el habla a una niña que había sido agredida en el bosque por un demonio con apariencia de perro que le había trabado la lengua. Decía: «Vete, demonio maldito, en nombre del Señor Jesús, el Cristo, Rey de la estirpe de David, Rey de Israel. Él es el Salvador y Vencedor. ¡Huye ante su Nombre!», y el demonio huía realmente. Nosotros nos hemos resentido. Y se lo hemos prohibido. Nos ha dicho: «¿Qué hago de malo? Honro al Cristo liberándole el camino de los demonios que no son dignos de verlo». Le hemos respondido: «No eres exorcista según Israel ni discípulo según Cristo. No te es lícito hacerlo». Ha dicho: «Hacer el bien es siempre lícito», y se ha rebelado contra nuestra orden diciendo: «Y seguiré haciendo lo que hago». Bien, querían que te dijera esto, especialmente ahora que has dicho que en el Cielo estarán todos aquellos que hayan combatido contra Satanás. ‘ -Bien. Ese hombre será uno de ellos. Lo es. Tenía razón. Los equivocados habéis sido vosotros. Los caminos del Señor son infinitos. No se puede afirmar que sólo los que tomen el camino directo llegarán al Cielo. En cualquier lugar, siempre, de mil modos distintos, habrá criaturas que vendrán a mí quizás por un camino inicialmente malo. Dios verá su recta intención y los atraerá hacia el camino bueno. Y, de la misma forma, habrá algunos que por concupiscente y ternaria embriaguez saldrán del camino bueno y tomarán un camino más largo, o incluso desviado. Por tanto, no debéis jamás juzgar a vuestros semejantes. Sólo Dios ve. Cuidad de no saliros vosotros del camino bueno, en el que, más que vuestra voluntad, la voluntad de Dios os ha puesto. Y, cuando veáis a uno que cree en mi Nombre y por él actúa, no lo llaméis extranjero ni enemigo ni sacrílego. Es en todo caso un súbdito mío, amigo y fiel, porque cree en mi Nombre, espontáneamente y mejor que muchos de vosotros. Por eso mi Nombre, en sus labios, obra prodigios como los vuestros y quizás mayores. Dios lo ama porque me ama, y terminará de llevarlo al Cielo. Ninguno que haga prodigios en mi Nombre puede ser enemigo mío ni hablar mal de mí; antes al contrario, con su actuación da honor a Cristo y testimonio de fe. En verdad os digo que creer en mi Nombre es Salvación. Así que os digo: si lo encontráis otra vez, no se lo volváis a prohibir. Antes al contrario, llamadle «hermano», porque lo es, aunque esté todavía fuera del recinto de mi Redil. Quien no está contra mí está conmigo. Quien no está contra vosotros está con vosotros. -¿Hemos pecado, Señor? – pregunta, afligido, Juan. -No. Habéis actuado por ignorancia, pero sin malicia. Por tanto, no hay pecado. Pero en lo sucesivo sería pecado, porque ahora ya sabéis. Y ahora vamos a nuestras casas. La paz sea con vosotros. Dice luego Jesús(a los que leen este Evangelio): -Lo que he dicho a mi pequeño discípulo os lo digo también a vosotros. El Reino es de los corderos fieles que me aman y me siguen sin perderse en lisonjas. Me aman hasta el final. Y os digo también a vosotros lo que dije a mis discípulos adultos: `Aprended de los pequeños». Lo que hace conquistar el Reino de los Cielos no es el hecho de ser doctos, ricos, audaces. No es serlo humanamente, sino con la ciencia del amor, que hace a uno docto, rico, audaz, sobrenaturalmente: ¡Cómo ilumina el amor para comprender la Verdad!., ¡cuán rico lo hace a uno para adquirirla, cuán audaz para conquistarla!, ¡qué confianza inspira, qué seguridad! Haced lo que el pequeño Benjamín, mi pequeña flor que perfumó mi corazón en aquel atardecer y cubrió el olor de la humanidad que fermentaba en los discípulos; que le cantó una música angélica y cubrió el rumor de las disputas humanas. ¿Quieres saber lo que fue de Benjamín después? Siguió siendo el pequeño cordero de Cristo, y, una vez perdido su gran Pastor, porque había vuelto al Cielo, se hizo discípulo del que más se me parecía, y de la mano de éste recibió el bautismo y el nombre de Esteban, el primer mártir mío. Fue fiel hasta la muerte, y con él sus parientes, que fueron atraídos a la Fe por el ejemplo de su pequeño apóstol de familia. ¿No es conocido? Son muchos los desconocidos de los hombres que son conocidos por mí en mi Reino. Y esto los hace felices. La fama del mundo no añade ni un destello a la aureola de los bienaventurados. Pequeño Juan (a María Valtorta), camina siempre con tu mano en la mía. Irás segura, y, cuando llegues al Reino, no te diré «entra», sino «ven», y te tomaré en mis brazos para colocarte en el lugar preparado por mi Amor y merecido por el tuyo. Ve en paz. Te bendigo.