Un alto en la casita de Salomón. Improvisa turbación de Judas Iscariote.
Para no ser vistos por la gente, entran en el pueblecillo donde está la casita de Salomón subiendo por el ribazo del río. Precaución que me parece inútil, porque cae el precoz atardecer de Noviembre o de finales de Octubre y la gente está ya en las casas. La calle se ve vacía, completamente vacía, y, si no fuera por algún balido, se diría que es un lugar desierto. Mueven la cancela. Está cerrada: bien cerrada a la entrada del huertecillo, que en la penumbra vese todo ordenado. -¡Llamad! Está en la cocina. Un hilo de luz se filtra por los cuarterones – dice Jesús. Tomás, con su voz potente, se encarga de llamar al anciano, el cual abre enseguida la puerta y mira hacia la calle. Se muestra incierto a causa de la poca luz externa, él que viene de la cocina, donde resplandece el fuego y hay una lámpara encendida. Pero cuando Jesús dice: «Somos nosotros», el anciano reconoce inmediatamente la voz y grita: « ¡El Maestro!». Luego baja el tosco escalón y se apresura a abrir. -¡Mi Señor! Entra, entra en tu casa. ¡Bendito sea este día que concluye con tu venida! – dice mientras se afana en abrir los cierres de la cancilla, y explica: -Estoy solo y cierro muy bien… Los bandidos son capaces de todo. Hay algunos que hacen daño, ora aquí ora allá, bajando de los montes de Galaad. No es que tema por mi vida, pero tenía cosas preparadas para ti y… Mira, Maestro, ven. Este anochecer es húmedo. Tienes el pelo mojado por el relente… -Y tú eres más solícito que la esposa del Cántico, padre. No te pe-a incomodarte para acoger al Peregrino – dice Jesús sonriendo. -¿Incomodarme? ¡Qué largo era este tiempo! Un día y otro, y otro y otro. Había sembrado vuestras semillas y veía crecer bien las verduras. Decía: «Si viniera, esto seguro que le gustaría». Pero han madurado y no has venido… Y veía que tomaban color las frutas en los árboles, y las comía con dolor porque Tú no las comías. Aquella oveja me ha dado un cordero, todo blanco. Lo reservé, por tanto, para comerlo contigo. Esperaba verte antes de los Tabernáculos. Luego… un cordero todo para mí… ¡Demasiado! Lo cambié por una ovejita, y fueron buenos conmigo no queriendo ninguna diferencia. Pero de frutas y quesos he reservado lo más que he podido para ti, y pescado seco y legumbres, y todavía tengo algún melón; y un poco de vino… Yo no bebo vino, pero lo he preparado para ti, para el invierno. Habla mientras limpia la mesa, pone encima la loza, atiza el fuego, aumenta el agua del caldero. Trajina contento. Ya no parece el mismo pobre viejo de pocos meses antes. Sale, vuelve con leche, pide disculpas: -Es poca, porque una es la oveja que da leche. Pero dentro de poco serán dos. De todas formas, para ti es suficiente. Se muestra paternal, devoto y paternal al mismo tiempo. Ha tomado los mantos húmedos, las sandalias embarradas, y los ha llevado a otro lugar. Ha vuelto con unas manzanas y unas granadas y uvas y todavía algunos higos medio pasos, y explica: -Los he secado así, al menos para que los probaras. Pensaba… pensaba que a mi Ananías le gustaban mucho preparados así… La voz, antes serena, se baja, adquiriendo un tono triste, mientras dice estas palabras, y termina: -Y… y pensaba que te gustarían, y, preparándolos, me parecía prepararlos todavía para el hijo de mi hijo. Menea la cabeza, se esfuerza en sonreír con un brillo de llanto en los ojos. Jesús, que se había sentado a la mesa, se levanta y le pasa un brazo por los hombros y estrecha contra sí al viejecito: -Me gustan mucho. Es una cosa que me recuerda mi infancia… Y a mi padre. Pero no debías privarte de tantas cosas por mí. A los ancianos les vienen bien. Tienes que estar sano y fuerte, para acogerme así siempre. ¡Es tan dulce encontrar una casa así, con un padre que nos espera! ¿No es verdad, vosotros, amigos míos? -¡Cierto, es verdad! Tan bonito, que uno se empereza sin ayudar a Ananías – dice Pedro, y se levanta diciendo: -Venga, vamos a preparar nuestras camas mientras Jesús habla con el hombre. -¡No hace falta! Siempre están preparadas. Y todo está limpio allí… La única cosa es que… No son suficientes. Sois más de doce. Pero duermo en el heno y… -Eso no, padre. Voy yo al heno, entonces – dice Juan. -No, yo – dicen Andrés y otros. -No es necesario. Yo me amodorro aquí, encima de esta mesa. Seguro que no es más dura que el fondo de mi barca, y Margziam… – dice Pedro. -Duerme conmigo – le interrumpe Jesús. -O conmigo, si quieres… como hacía el pequeño Ananías – dice el anciano, y sus ojos suplican. -Sí, Maestro. Tú me tienes todavía. Él… Voy con él – dice Margziam. Jesús lo acaricia, comprendiendo su gesto. -Han venido varias veces a buscarte después de Pentecostés. Más no han vuelto a venir – dice luego el viejecillo. -¿Quién lo buscaba? -¡Pues fariseos! Y otros como ellos. Querían hacerte preguntas. Pero yo les he dicho: «Id a su ciudad. No está aquí, ni sé cuándo vendrá…». Era verdad. Y se cansaron de venir. Y buscaban a otro, a un cierto Juan, que decían que estaba contigo y que pensaban que quizás se escondía aquí. Yo dije: «Pero si es su apóstol. Está con Él». Dijeron: «^Acaso es tuerto su apóstol? ¿Es viejo?, ¿está enfermo?, ¿moribundo?». Comprendí que no eras tú y respondí: «Conozco sólo al apóstol Juan, un joven más bueno que un niño y sano de corazón y de carne». Me amenazaron. Pero ¿qué podía decir sino eso? Ésta es la verdad… -Sí. Esto es verdad. Sé siempre veraz; aunque tuvieras que perjudicarme, no mientas nunca, padre. -Señor, mi pelo ha encanecido tratando siempre de obedecer al Señor. Y entre las obediencias está también la de no decir cosas falsas. Pero… ¿por qué te buscan así, Señor? Yo estaba ciego. Por tanto, no iba a Jerusalén. Ahora he vuelto… Por el puro rito. Porque quería estar aquí esperándote… Y he percibido odio y amor respecto a ti… Y he juzgado que hay más odio que amor entre los jefes del pueblo. Estaba en el Templo aquella mañana que te querían agredir… y huí desolado a esperarte y llorar aquí. ¿Por qué el hombre es tan malo? -Porque ha matado su espíritu, y con el espíritu su capacidad de sentir el remordimiento de ser injusto. -¡Es verdad!… ¿Y te buscan para hacerte algún daño? -Sí. -¿Sí!? ¿Israel quiere dañar a su Rey? ¡Qué horror! ¡Israel se condena a los castigos proféticos!… ¡Oh, me siento contento, ahora, de que mi hijo haya muerto… y quisiera morir también yo para no ver el pecado de Israel… Se produce un gran silencio. Sólo tiene voz la leña en el hogar. -¡Hablemos de otra cosa! ¡Siempre voces de muerte, de odio, de traición! ¡Basta! ¡Basta! ¡No tolero oírlas! – dice Judas Iscariote, profundamente alterado, torvo, agitado y agitándose por la cocina con las piernas, con los brazos, con todo su ser. -Judas tiene razón – dicen muchos. -Pero, no querer oír no es útil. Lo útil es no consentir – dice Jesús con su gesto de resignación de abrir las manos, con las palmas hacia arriba, sobre la tosca mesa. -¿Qué quieres decir? ¡Consentir! ¿Quién consiente con esto? Judas le agita las manos casi delante de la cara, estando curvado, casi echado a lo largo de la mesa para acercarse al Maestro. -¿Que quién? Todos los que ya sueñan verme perecer en mi sangre. ¡Sangre! ¡Sangre de tu Mesías! ¡Sangre sobre ti, Tierra que no quieres a tu Señor! ¡Sangre más resplandeciente que esas llamas! ¡Sangre, fuego en el hielo y en las tinieblas de un mundo de delito! Esperan matar la Luz quitándole la sangre. Pero Luz es el espíritu; la sangre es todavía materia. La materia grava al espíritu. La sangre arrojada a una lámina de mica debilita la luz, ¿no es, acaso, verdad? Pues bien, en verdad, en verdad os digo que, de la misma forma que aquella leña no ha lucido hasta que no se ha hecho llama y hasta que sus resinas, encendiéndose, no se han transformado en esplendor -de forma que ahora es un resplandor incandescente-, cuando todo esté cumplido y la sangre y la carne hayan sido consumidos por el sacrificio, entonces, como aquel fuego, que ahora ha transformado todo en luz, el espíritu mío más que nunca resplandecerá sobre el mundo, y seré Luz más que nunca. Una Luz de tal naturaleza, que cegará para siempre a los que odian la Luz, a sus asesinos. Una Luz de tal naturaleza, que se fundirán las áureas puertas de los Cielos, cerradas para la Humanidad desde hace tantos siglos, y el Cielo se abrirá para los justos. Una Luz de tal naturaleza, que perforará las rocas que son bóveda del Abismo, y el atroz fuego del Infierno se hará atrocísimo bajo los resplandores de mis rayos. Y ¡ay, ay, ay de aquellos que hayan atentado contra la Luz! ¡Sangre y Luz! Estas dos cosas estarán ante ellos hasta convertirlos en locos y desesperados. ¡Demonios! Jesús -que se había puesto en pie cuando decía «en verdad» y que había infundido miedo, de tan majestuoso como estaba, en esta baja cocina, de paredes oscuras, aureolado por las llamas del hogar- ahora se sienta y calla. Se miran todos unos a otros. Todos, menos Judas, que parece hipnotizado mirando la leña que arde… Hipnotizado y espantado. Un espanto que le pone una máscara atroz de una palidez lívido-verdastra en que el fuego de la leña traza dedadas rojizas. Me recuerda su espantosa cara del Viernes Santo. Luego se vuelve repentinamente y grita: -¡Calla! ¡Calla! ¿Por qué nos atormentas? – y sale, dando un violento portazo…-A su manera. Es verdad. Pero te quiere mucho… y sufre al oír ciertas palabras – dice Tomás. Y termina: -¡Nos hacen tanto daño a nosotros también…! Pero nosotros somos menos.., extraños, digamos: extraños… Ningún otro habla. El mismo Jesús calla… -Las verduras están cocidas, la leche está caliente… – dice en tono bajo el viejecito, que se ha quedado atemorizado y casi no se atreve a decir ni estas comunes palabras, después de un incidente como el que se ha producido… -Llamad a Judas. Vamos a cenar – ordena Jesús. Juan sale a llamar a su compañero. Entran… Judas tiene un rostro atormentado. Pero el suyo es un tormento sin paz… De todas formas, se sienta a la mesa y se alza junto con los otros cuando Jesús ofrece y bendice, y mira a Jesús de reojo, cuando hace las partes y reserva para sí la última. Todos quisieran romper la tristeza que reina en el lugar. Ninguno lo logra, hasta que el mismo Jesús habla al viejecito preguntándole si el pueblecillo y los lugares cercanos han acogido la palabra del Señor. -Sí, sí, Maestro. Y muy muy bien. Yo diría que aquí mejor que en la otra orilla. Ya sabes… está muy viva aquí la memoria de Juan el Bautista; y sus discípulos, que ahora son tuyos, la mantienen viva, y sobre la base de sus palabras te explican a ti. Además… aquí… pocos fariseos hay en Perea y en la Decápolis, así que…