Un alto en el camino en Betania.
El ocaso arrebola el cielo cuando Jesús llega a Betania. Sudorosos, llenos de polvo, le siguen los suyos. Y Jesús y los apóstoles son los únicos que desafían al horno del camino, poco amparado por los árboles que se extienden desde el Monte de los Olivos hasta los relieves de Betania.
El verano se intensifica. Pero más aún se intensifica el odio. Los campos están pelados y agostados: hornos son que reflejan soplos de fuego. Los corazones de los enemigos de Jesús están todavía más pelados, no digo ya de amor, sino de honradez, de moral incluso humana, agostados por el odio… Y para Jesús sólo hay una casa. Hay sólo un refugio: Betania. Allí hay amor, alivio, protección, fidelidad… El Peregrino perseguido se dirige allí con su indumento blanco, su rostro apenado, su paso cansado – como quien no puede detenerse por venir detrás, aguijoneándole, los enemigos – y la mirada resignada como quien ya contempla la muerte que de hora en hora, a cada paso, se acerca, y que ya acepta, por obediencia a Dios…
La casa, en medio de su vasto jardín, está toda cerrada y muda, en espera de horas más frescas. El jardín está vacío y mudo; en él sólo el sol reina, despótico.
Tomás llama con su fuerte voz de barítono.
Una cortina se separa, una cara mira… Luego un grito:
-¡El Maestro! – y los siervos se apresuran a salir afuera, seguidos por las asombradas amas, que ciertamente no esperaban a Jesús en esa hora todavía de fuego.
-¡Rabbuní!, ¡Mi Señor!
Marta y María saludan desde lejos, ya inclinadas, preparadas para postrarse, cosa que hacen en cuanto, abierta la cancilla, Jesús no está ya separado de ellas.
-Marta, María, la paz a vosotras y a vuestra casa.
La paz a ti, Maestro y Señor… Pero, ¿cómo a esta hora? – preguntan las hermanas (indicando a los domésticos que se marchen para que Jesús pueda hablar libremente).
-Para dar reposo al cuerpo y al espíritu donde no se me odia… – dice con tristeza Jesús mientras tiende hacia ellas las manos como para decir: « ¿Me queréis con vosotras?», y se esfuerza en sonreír pero es una sonrisa bien triste, contradicha por la mirada de sus ojos apenados).
-¿Te han hecho algún mal? – pregunta María encendiéndose.
-¿Qué te ha sucedido? – pregunta Marta, y, materna, añade:
-Ven, te daré alivio. ¿Desde cuándo andas, que estás tan cansado?
-Desde el alba… y puedo decir que sin parar, porque la corta pausa en casa de Elquías el Anciano ha sido peor que un largo camino.
-¿Allí te han angustiado?…
-Sí… y antes en el Templo…
-¿Pero por qué has ido a casa de esa serpiente? – pregunta María.
-Porque no ir hubiera servido para justificar su odio, que me habría acusado de despreciar a los miembros del Sanedrín. Pero ya… vaya Yo o no vaya, la medida del odio farisaico está colmada… y ya no habrá tregua…
-¿En esta situación estamos? Quédate con nosotros. Maestro. Aquí no te harán ningún mal…
-Faltaría a mi misión… Muchas almas esperan a su Salvador. Debo ir…
-¡Pero no te van a dejar ir!
-No. Me perseguirán permitiéndome moverme para estudiar todos los pasos que dé, dejándome hablar para estudiar todas mis palabras, vigilándome como los sabuesos a su presa para tener… algo que pueda parecer falta… y todo servirá para ese fin…
Marta, que es siempre tan discreta, se siente tan invadida de piedad, que alza la mano como para una caricia en la mejilla enflaquecida; pero se detiene y se ruboriza. Dice:
-¡Perdona! ¡Me has hecho sentir la misma pena que me hace sentir nuestro Lázaro! ¡Perdóname, Señor, por haberte amado como a un hermano que sufre!
-Soy el hermano que sufre… Amadme con puro amor de hermanas… Pero, ¿y Lázaro?
-Cada vez más desfallecido, Señor… – responde María, y a las lágrimas que ya le irritan los ojos da rienda suelta con esta confesión, que se une a la pena de ver tan afligido a su Maestro.
-No llores, María. Ni por mí ni por él. Hacemos la divina voluntad. Se debe llorar por quien no sabe hacer esta voluntad…
María se inclina para tomar la mano de Jesús y la besa en la punta de los dedos.
Entretanto han llegado a la casa. Entran y van inmediatamente a donde Lázaro; los apóstoles por su parte descansan y se refrescan con lo que ofrecen los criados.
Jesús se inclina hacia el consumido Lázaro, cada vez más consumido; lo besa sonriente para aligerar la tristeza de su
corazón.
-¡Maestro, cuánto me quieres! Ni siquiera has esperado a la caída de la tarde para venir a mí. Con este calor… -Amigo mío, Yo me deleito en ti y tú en mí. Lo demás es nada.
-Es verdad. Es nada. Incluso mi sufrimiento me es nada… Ahora sé por qué sufro, y qué puedo con mi sufrimiento – y Lázaro sonríe con una íntima, espiritual sonrisa.
-Así es, Maestro. Casi se diría que nuestro Lázaro ve con placer la enfermedad y… – un sollozo quiebra la voz de Marta, que calla.
-Sí, dilo, ¿por qué no?: y la muerte. Maestro, diles a ellas que me deben ayudar, como hacen los levitas con los sacerdotes.
-¿A qué, amigo mío?
-A consumar el sacrificio…
-¡Y sin embargo tenías miedo de la muerte hasta hace poco tiempo! ¿Entonces ya no nos quieres? ¿Ya no quieres al Maestro? ¿No le quieres servir?… – pregunta más fuerte, pero pálida de dolor, María, acariciando la mano amarillenta de su hermano.
-¿Y lo preguntas tú, precisamente tú, alma ardiente y generosa? ¿No soy tu hermano? ¿No tengo tu misma sangre y tus mismos santos amores: Jesús, las almas y vosotras, amadas hermanas?… Pero desde Pascua mi alma conserva una gran palabra. Y amo la muerte. Señor, te la ofrezco por tu misma intención.
-¿Entonces ya no me pides la curación?
-No, Rabbuní. Te pido bendición para saber sufrir y… morir… y, si no es demasiado pedir, para redimir… Tú lo dijiste… -Lo dije. Y te bendigo para darte todas las fuerzas.
Y le impone las manos. Luego lo besa.
-Estaremos juntos y me instruirás…
-No ahora, Lázaro. No me detengo. He venido unas pocas horas. Cuando se haga de noche me marcho. -¿Por qué – preguntan, desilusionados, los tres hermanos.
-Porque no puedo detenerme… Volveré en otoño. Y entonces… estaré mucho aquí y mucho haré aquí… y en los alrededores…
Silencio triste. Luego Marta suplica:
-Entonces, al menos, descansa y repón fuerzas…
-Nada me dará como vuestro amor nuevas fuerzas. Haced que descansen mis apóstoles y a mí dejadme estar aquí, con vosotros, con esta paz…
Marta sale, llorando, y vuelve con unas tazas de leche fría y fruta temprana…
-Los apóstoles han comido y ahora duermen cansados. Maestro mío, ¿verdaderamente no quieres descansar?
-No insistas, Marta. No habrá surgido todavía el alba y ellos ya me estarán buscando aquí, en el Getsemaní, en casa de Juana, en todas las casas amigas. Pero para el alba Yo ya estaré lejos.
-¿A dónde vas, Maestro? – pregunta Lázaro.
-Hacia Jericó, pero no por el camino usual… Tuerzo hacia Tecua y luego retrocedo hacia Jericó.
-Camino molesto en este período… – susurra Marta.
-Precisamente por eso está solitario. Caminaremos de noche. Las noches son claras, incluso antes de que se alce la Luna… Y el alba viene tan rápido…
-¿Y luego? – pregunta María.
-Y luego la Transjordania. Y a la altura de Samaria, en su septentrión, pasaré el río y vendré a esta parte. -Ve pronto a Nazaret. Estás cansado… – dice Lázaro.
-Antes tengo que ir a la orilla del mar… Luego… iré a Galilea. Pero también me perseguirán allí…
-Tendrás en todo caso a tu Madre, que te consuela… – dice Marta.
-¡Sí, pobre Mamá!
-Maestro, Magdala es tuya. Ya lo sabes – recuerda María.
-Lo sé, María… Conozco todo el bien y todo el mal…
-¡Separados así!… ¡durante tanto tiempo! ¿Me encontrarás vivo, Maestro?
-No lo dudes. No lloréis… Hay que habituarse también a las separaciones. Y son útiles para probar la fuerza de los afectos. Se entienden mejor los corazones amados viéndolos con ojo espiritual, desde lejos. Cuando, no bajo el efecto del gusto humano por la cercanía física del amado, se puede meditar en su espíritu y en su amor… se comprende más el yo de la persona lejana… Estoy seguro de que pensando en vuestro Maestro lo comprenderéis mejor todavía cuando veáis y contempléis en paz mis acciones y mis afectos.
-¡Oh, Maestro! ¡Pero nosotros no tenemos dudas respecto a ti!
-Ni yo respecto a vosotros. Lo sé. Pero me conoceréis más todavía. Y no os digo que me améis, porque conozco vuestro corazón. Digo solamente: orad por mí.
Los tres hermanos lloran… ¡Está tan triste Jesús!… ¿Cómo no llorar?
-¿Qué queréis? Dios había puesto el amor entre los hombres. Pero los hombres, en su lugar, han metido el odio… Y el odio divide no sólo a los enemigos entre sí, sino que también se introduce astutamente para separar a los amigos.
Un silencio largo. Luego Lázaro dice:
-¡Maestro, vete de Palestina durante un tiempo!…
-No. Mi puesto está aquí. Para vivir, evangelizar, morir.
-Pero encontraste un remedio para Juan y la griega. Ve con ellos.
-No. A ellos había que salvarlos. Yo debo salvar. Y ésta es la diferencia que explica todo. El altar está aquí, y aquí está la cátedra. No puedo ir a otro lugar. Y además… ¿Creéis que ello cambiaría lo que está decidido? No. Ni en la Tierra ni en el Cielo. Lo único que haría sería empañar la pureza espiritual de la figura mesiánica. Sería «el cobarde» que se salva con la fuga. Debo dar el ejemplo, a los del presente y a los del futuro, de que en las cosas de Dios, en las cosas santas, no hay que ser cobardes…
-Tienes razón, Maestro – suspira Lázaro…
Y Marta, apartando la cortina, dice:
-Tienes razón… La tarde avanza. Ya no hay sol…
María se echa a llorar angustiosamente, como si esta palabra hubiera tenido el poder de disolver su fuerza moral, que contenía su llanto vertiendo lágrimas sólo silenciosamente. Llora más desconsoladamente que en la casa del fariseo, cuando con su llanto pedía perdón al Salvador…
-¿Por qué lloras así? – pregunta Marta.
-¡Porque has dicho la verdad, hermana! Ya no hay Sol… El Maestro se marcha… Ya no hay Sol para mí… para nosotros… -Calmaos. Os bendigo. Quede con vosotros mi bendición. Y ahora dejadme con Lázaro, que está cansado y necesita
silencio. Velando a mi amigo descansaré. Asistid a los apóstoles y haced que estén preparados para la hora de las sombras…
Las discípulas se retiran y Jesús se queda silencioso, recogido en sí mismo, sentado al lado del amigo que pierde vigor y
que, satisfecho con esa cercanía, se duerme con una leve sonrisa en el rostro.