Un alto en casa de Nique.
El camino, a pesar de que corte verdes campos orlados de árboles frondosos en su linde con él, es un horno bajo el sol cenital. De los campos – los cereales se encaminan rápidamente a su maduración – viene un calor y olor como de horno en que la flor de la harina se transforma en pan. La luz es deslumbradora. Cada espiga, entre las glumas áureas y las aristas puntiagudas, parece una pequeña lámpara de oro, y los visos del sol en la paja de los tallos molestan a los ojos, como también los reflejos del camino, cegador de tanto sol. En vano los ojos buscan alivio en las frondas: si se alzan buscándolo, quedan aún más a merced del sol despiadado y han de bajarse enseguida, huyendo de esa violencia, y restringirse, reducirse a una abertura sutil entre las pestañas polvorientas, entre los bordes de los párpados enrojecidos y doloridos. El sudor forma líneas brillantes en los carrillos polvorientos. Los pies cansados se arrastran levantando nuevo polvo que atormenta, atormenta, atormenta. Jesús consuela a sus cansados apóstoles. Aunque Él también suda, se ha puesto sobre la cabeza el manto, para defenderse del sol, y aconseja a los demás que hagan lo mismo. Ellos obedecen sin decir nada. Están demasiado cansados para encontrar la fuerza necesaria para una de sus habituales manifestaciones de descontento. Van como borrachos… -¡Ánimo!, que allá entre los campos hay una casa… – dice Jesús. -Si es como las otras… lo único será el desconsuelo de recorrer mucho camino sin sentido por esas tierras abrasadoras – rezonga Pedro bajo el manto. Y los otros lo confirman con un « ¡mmm!» desconsolado. -Voy Yo. Quedaos aquí, debajo de esta poca sombra. -No. No. Vamos también nosotros. Aquí no falta el agua. A1 menos tendrán un pozo… Y bebemos para apagar el fuego que tenemos dentro. -Beber tan sudorosos os haría daño. -Moriremos.., pero en todo caso será mejor que lo que tenemos ahora… Jesús no rebate. Suspira y se pone a caminar delante del grupo, por un senderillo que hay entre los campos de cereales. Los campos no llegan hasta la casa, sino sólo hasta los límites de un pomar maravilloso, lleno de sombra, donde la luz y el calor están mitigados, y que forma un cinturón óptimo y reconfortador en torno a la casa. Y los apóstoles, con un «¡ah!» de alivio, se lanzan adentro. Jesús sigue andando, sin tener en cuenta sus peticiones de quedarse allí un buen rato. Zurear de palomas, chirrío de garruchas, serenas voces de mujer vienen de la casa y se esparcen en el silencio soleado del campo. Jesús aparece en una placita que circunda a la casa, como una acera ancha y limpia sobre la que una pérgola de uva extiende un bordado de frondas y sombra protectora. Dos pozos, uno en el lado derecho, otro en el lado izquierdo de la casa, ensombrados por la vid. Arriates junto a las paredes de la casa. Cortinas ligeras, de rayas oscuras, ondean en las puertas abiertas. Voces de mujeres y rumor de movimiento de loza salen de una habitación. Jesús se dirige a ella, y a su paso una docena de palomas, que estaban picoteando unos granos de cereales, alzan el vuelo con fuerte aleteo. El ruido atrae la atención de quien está en la habitación, y mientras Jesús aparta la cortina con la mano por la parte derecha, al mismo tiempo una criada la aparta por la izquierda… y se queda asombrada ante el Desconocido.-¡Paz a esta casa! ¿Podéis darme refrigerio, como peregrino? – dice Jesús desde la puerta de esta habitación, que es una cocina grande donde las domésticas están lavando la loza usada para la comida del mediodía. -La ama no te cerrará su casa. Voy a avisarle. -Pero traigo conmigo a otros doce, y si pudiera darme refrigerio sólo a mí preferiría quedarme sin él. -Vamos a decírselo a la ama sin duda… -¡Maestro y Señor! ¿Tú aquí? ¿En mi casa? ¿Qué gracia especial es ésta? – interrumpe una voz; y una mujer, Nique, se acerca rápidamente y se arrodilla a besar los pies de Jesús. Las criadas parecen estatuas. La que estaba lavando los platos se ha quedado con el trapo en la derecha y un plato que gotea en la izquierda enrojecida por el agua hirviendo. Otra, que estaba sacando brillo a los cuchillos, en un rincón, sentada en el suelo sobre los talones, se yergue sobre sus rodillas para ver mejor, y se le caen los cuchillos al suelo con estrépito. Una tercera, que estaba vaciando de ceniza los fogones, levanta la cara cenizosa y se queda así, por encima del nivel del hogar, con la boca abierta. -¡Aquí estoy. Nos han rechazado en muchas casas. Estamos cansados y sedientos. -¡Oh! ¡Ven! ¡Ven! No aquí. A las salas de septentrión, que son frescas y umbrosas. Y vosotras preparad agua para los cuerpos y bebidas aromáticas. Y tú, niña, corre a despertar al administrador; que te ayude para las primeras cosas de comer, en espera del banquete… -¡No, Nique! No soy el invitado mundano. Soy tu Maestro perseguido. Te pido alojamiento y amor más que comida. Pido piedad. Más para mis amigos que para mí mismo… -Sí, Señor. Pero ¿cuándo habéis comido por última vez? -Ellos no lo sé. Yo ayer, al rayar el día, con ellos. -¿Lo ves?… No voy a derrochar. Pero, como una madre o hermana, voy a darles a todos lo necesario, y a ti, como sierva y discípula, honor y ayuda. ¿Dónde están los hermanos? -En el huerto. Pero quizás ya vienen. Oigo voces. Nique corre fuera y los ve. Los llama y luego los conduce, junto con Jesús, a un fresco vestíbulo donde ya hay barreños y toallas y pueden refrescarse la cara, brazos y pies, del abundante polvo y del sudor. -Por favor, quitaos esa ropa tan sudada; dádselo todo inmediatamente a las criadas. Es un gran descanso tener los vestidos limpios y las sandalias frescas. Y luego venid a esa sala. Os espero allí. Y Nique se marcha, cerrando la puerta… …¡Ah! ¡Pues se está bien en esta sombra y así, bien refrescados! – suspira Pedro entrando en 1a sala donde Nique los espera, atenta y respetuosa. -Mi alegría por poderos aliviar es más grande que tu propio alivio, apóstol de mi Señor. -¡Mmm! Apóstol… Ya… bueno… Mira, Nique, vamos a hacer una cosa simple, ¿eh? Tú sin mostrar que eres rica y culta, yo sin mostrar que soy apóstol; así… como buenos hermanos, que tienen necesidad el uno del otro para el alma y el cuerpo. Me da demasiado… miedo pensar que soy «apóstol». -¿Miedo a qué? – pregunta sorprendida la mujer, y sonríe. -De… ser demasiado… demasiado voluminoso respecto a la arcilla que soy, y de que vaya a romperme por el peso… Miedo a… hacerme un engreído por la soberbia… Miedo de que… con la idea de que soy el apóstol, los otros… quiero decir, los discípulos… y las almas buenas, se mantengan distantes de mí y callen aunque me equivoque… Y yo esto no lo quiero, porque entre los discípulos, incluso entre los que creen, así, llanamente y sin más, hay muchos que son mejores que yo, unos en una cosa, otros en otra; y yo quiero hacer como… como esa abeja que ha entrado y se ha chupado un poco de esto un poco de lo otro de las cestas de fruta que has mandado traer para nosotros, y ahora, para completar, añade los jugos de esas flores, y luego irá afuera a chupar tréboles y flores de lis, manzanillas y convólvulos. Toma de todos. Y yo necesito hacer como ella… -¡Tú libas la más hermosa flor: el Maestro! -Sí, Nique. Pero de É1 aprendo a hacerme hijo de Dios; de los hombres aprenderé a hacerme hombre. -Lo eres. -No, mujer. Soy poco menos que un animal. Y no sé verdaderamente cómo es que me soporta el Maestro… -Te soporto porque sabes lo que eres, y por eso puedes ser trabajado como la pasta. Pero si hicieras resistencia y fueras terco, soberbio sobre todo, te alejaría de mí como a un demonio – dice Jesús. Entran unas criadas con tazas de leche fría, y ánforas porosas donde los líquidos ciertamente están muy frescos. -Por favor, tomad este refresco – dice Nique – Después podréis descansar hasta la noche. La casa tiene habitaciones y camas. Y, si no las tuviera, dejaría las mías para que descansarais vosotros. Maestro, me retiro para las labores de la casa. Sabéis todos dónde encontrarme, a mí y a las criadas. -Ve. Y no estés preocupada por nosotros. Nique sale. Los apóstoles hacen honor al refresco que les ha sido ofrecido. Y, comiendo con alegre apetito, hablan y comentan. -¡Buena fruta! -Y buena discípula. -Bonita casa. No lujosa, pero no pobre. -Y gobernada por una mujer que es dulce y fuerte al mismo tiempo. Orden, limpieza, respeto, y al mismo tiempo afectuosidad. -¡Qué campos tan bonitos tiene alrededor! ¡Una buena riqueza! -Sí. ¡Un horno!… – dice Pedro, que no ha olvidado todavía lo que ha sufrido. Los otros ríen. -Pero aquí se está bien. ¿Y sabías que Nique estaba aquí? – pregunta Tomás.-No más de lo que lo supierais vosotros. Sabía que cerca de Jericó tenía unas tierras que había adquirido hacía poco. Nada más. El amado ángel de los peregrinos nos ha guiado. -La verdad es que te ha guiado a ti. Nosotros no queríamos venir. -Yo estaba dispuesto ya a echarme al suelo y dejarme achicharrar por el sol antes que dar un sólo paso más – dice Mateo. -Ya no se puede andar de día. Este año el sol muy pronto es fuerte. Parece que también él se está volviendo loco. -Sí. Vamos a caminar durante las primeras horas del día y cuando sea de noche. Pero pronto iremos a los montes. Allí el calor está más mitigado. -¿A mi casa? – pregunta Judas Iscariote. -Sí, Judas. Y a Yuttá y a Hebrón. -Pero no a Ascalón, ¿eh? -No, Pedro. Iremos a lugares a donde no hayamos ido todavía. De todas formas, tendremos también sol y calor. Un poco de sacrificio por amor a mí y a las almas. Ahora descansad. Voy a orar al huerto. -¿Pero Tú no estás nunca cansado? ¿No sería mejor que descansaras Tú también? – pregunta Judas de Alfeo. -Quizás el Maestro quiere estar aquí un tiempo… – observa el Zelote. -No, partimos al rayar el alba. Para esguazar el río durante las horas frescas. -¿A dónde vamos a la otra orilla del Jordán? -Las turbas regresan después de la Pascua a sus casas. En Jerusalén demasiados me buscaron en vano. Predicaré y curaré en el vado. Luego iremos a poner en orden la casita de Salomón. Nos será preciosa… -¿Pero no volvemos a Galilea? -También iremos allí. Pero estaremos mucho en estas partes meridionales y un refugio será precioso. Dormid. Yo salgo. La cena debe haber tenido lugar. Es de noche. Abundantes gotas de rocío que de los aleros caen sonando en las hojas de la vid. Estrellas inverosímiles en el cielo; un número incalculable de estrellas, de estrellas en que se pierde la mirada. Cantos de grillos y aves nocturnas, y silencio de los campos. Los apóstoles ya se han retirado. Pero Nique está levantada, escuchando al Maestro. Él está sentado rígidamente en un asiento de piedra que apoya contra la casa. La mujer está de pie, delante de Él, con postura de atento respeto. Jesús debe estar terminando de desarrollar unas palabras. Dice: -Sí. La observación es cabal. Pero es cierto que a este penitente, o mejor: a este que «está renaciendo», no le habría faltado la ayuda del Señor. Mientras cenábamos y tú preguntabas al mismo tiempo que servías, Yo pensaba que la ayuda eres tú. Has dicho: «No puedo seguirte sino por breves períodos, porque se debe vigilar la casa y a la servidumbre nueva». Y manifestabas tu desazón por ello, diciendo que si hubieras sabido que me ibas a haber encontrado enseguida, no habrías adquirido esto que te vincula. Como puedes ver, esto ha servido para hospedar a los evangelizadores. Por tanto, es bueno. Pero es que, de todas formas, puedes servir… En espera de servir perfectamente a tu Señor, te pido un servicio, por amor a esa alma que está renaciendo, que está llena de buena voluntad, pero que es muy débil. El exceso de penitencia podría angustiarla, y Satanás servirse de esa angustia. -¿Qué debo hacer, mi Señor? -Ir. Cada luna, ir como si fuera un rito. Lo es. Es un rito de amor fraterno. Irás al Carit y, subiendo por el sendero que va entre los robles, llamarás: «¡Elías! ¡Elías!». Él se asomará, extrañado, para ver. Tú lo saludarás así: «La paz a ti, hermano, en nombre de Jesús el Nazareno». Le llevarás tantos panes bizcochados cuantos días tiene una luna. Nada más en el verano. Desde los Tabernáculos en adelante, junto con los panes le llevarás cuatro loges de aceite cada mes. Y para los Tabernáculos le llevarás una túnica caprina, que es pesada y no se moja, y una manta. Ninguna otra cosa. -¿Y ninguna palabra? -Las estrictamente útiles. Te preguntará por mí. Dirás lo que sabes. Te confiará sus dudas, esperanzas y desalientos. Tú dirás lo que tu fe y piedad te inspiren. Por otra parte, no durará mucho el sacrificio… Ni siquiera doce lunas… ¿Quieres ser compasiva conmigo y con el penitente? -Sí, mi Señor… Pero ¿por qué tan triste? -¿Y tú por qué lloras? -Porque en tus palabras presiento presagio de muerte… ¿Te voy a perder tan pronto, Señor? Nique llora en su velo. -¡No llores! Tendré mucha paz, después… Sin odio. Sin celadas. Sin todo este… horror del pecado contra mí, en torno a mí… Sin compañías atroces… ¡No llores, Nique! Tu Salvador estará en paz. Victorioso… -Pero antes… pero antes… Con mi marido siempre leíamos a los profetas… Y temblábamos de horror por las palabras de David e Isaías… Pero, ¿te va a pasar eso?, ¿exactamente eso? -Eso y más todavía… -¡Oh!… ¿Quién te consolará? ¿Quién hará que en tu muerte tengas… esperanza todavía’? -El amor de los discípulos, y especialmente de las discípulas fieles. -También el mío, entonces. Porque yo bajo ningún concepto estaré lejos de mi Redentor. Sólo… ¡oh! ¡Señor!… exige de mi todas las penitencias, todos los sacrificios, pero dame un coraje viril para esa hora. Cuando Tú seas «como una teja reseca», y tengas «la lengua pegada al paladar» por la sed, cuando parezcas «el leproso que se cubre la cara», haz que yo te conozca como Rey de reyes y te asista como sierva devota. ¡No me escondas tu rostro torturado, Dios mío! Como ahora dejas que me deleite en tu fulgor, Estrella de la mañana, haz que pueda mirarte entonces, y que tu rostro se estampe en mi corazón, que – ¡ay, el mío también, como el tuyo! – ese día estará blando como la cera, por el dolor… Nique está ahora de rodillas, casi abatida, y de vez en cuando levanta su cara bañada en lágrimas a mirar a su Señor, candor de carne bajo el candor de la luna contra el color oscuro de la pared. -Tendrás todo esto. Y Yo, tu piedad. Subirá conmigo a mi patíbulo y de allí subirá conmigo al Cielo. Tu corona para toda la eternidad. Ángeles y hombres dirán de ti la más bella alabanza: «En la hora de la desventura, del pecado, de la duda, ella fue fiel, no pecó y socorrió a su Señor». Levántate, mujer. Y bendita seas ya desde ahora y para siempre. Le impone las manos mientras ella hace ademán de ponerse de pie, y luego vuelven a la casa silenciosa, para el descanso de la noche.