Simón Pedro atraviesa una hora de abatimiento.
No sé dónde están. Sin duda, ya no en el valle del Jordán, sino en los montes que lo orillan, porque veo abajo el verde valle y el hermoso río azul, mientras que cimas de montes bien altos emergen sobre la meseta extendida al oriente del Jordán. Veo a Pedro que, solitario en una pequeña elevación, está mirando atentamente al nordeste y suspira muy triste. A sus pies hay leña (sin duda, recogida en los bosques que cubren esta pequeña altura). Un pueblecito anida entre el verde. Pedro está verdaderamente muy abatido. Acaba sentándose en su haz y metiendo su cabeza entre las manos, todo acurrucado. Está así, perdida la noción del tiempo y de todas las cosas; tan absorto, que no le hacen reaccionar ni siquiera algunos niños que pasan detrás de algunas cabritas caprichosas. Los niños lo observan y luego se marchan corriendo detrás de las cabras, hacia el pueblecillo. El Sol declina lentamente y Pedro no se mueve. Por el sendero que sube desde el pueblecillo a esta elevación, se está aproximando Jesús. Camina despacio, evitando hacer ruido. Llega así al lugar donde está Pedro. Y, erguido delante él, lo llama: -¡Simón! -¡Maestro! Pedro se sobresalta y alza un rostro turbado, al decir esa palabra. -¿Qué estabas haciendo, Simón? Tus compañeros, todos, han regresado. E1 único que no volvías eras tú. Estábamos preocupados. Tanto, que tu hermano y los hijos de Zebedeo, con Tomas y Judas, han ido en distintas direcciones por los montes, y mis hermanos, con Isaac y Margziam, han bajado hacia la llanura. -Lo siento… Siento haber causado aflicción y molestias… -Tus compañeros te quieren… Ha sido precisamente Judas el primero que se ha preocupado, y ha regañado a Margziam por haberte dejado marcharte solo. -¡Mmm!… -Simón, ¿qué te pasa? -Nada, Maestro. -¿Qué hacías aquí, en este risco, solo, al caer de la tarde? -Estaba mirando… -Habrás mirado, Simón. Pero ahora no estabas mirando… Han pasado cerca de ti unos niños, y estabas tan acurrucado, que han tenido casi miedo de que estuvieras muerto. Han venido corriendo al aprisco que nos ha acogido y me lo han dicho. He venido… ¿Qué estabas mirando, Simón? -Estaba mirando… miraba hacia Ramot Galaad, hacia Gerasa, Bosra, Arbela… Nuestro viaje del año pasado, tan bonito, tan… ¡La Madre con nosotros! Las discípulas… Juan de Endor… Esto es lo que miraba: el pasado. -Y el futuro, Simón mío. Y Jesús se sienta sobre el haz, al lado de Pedro, y le pasa un brazo por los hombros mientras le habla: -Mirabas al horizonte… y la tristeza te lo ha anublado. El presente, como un remolino ha levantado nubes temibles y te ha celado el sereno recuerdo lleno de promesas y esperanzas, y te ha atemorizado. Simón, te oprime una de esas horas de tristeza y tedio que nuestra naturaleza humana encuentra en su camino. Ninguno está exento de ello. Porque estas horas las suscita quien odia al hombre. Y cuanto más sirve a Dios el hombre, más trata Satanás de atemorizarlo y cansarlo para apartarlo de su ministerio. Tú también atraviesas una hora de cansancio… El continuo martillear de la persecución contra tu Maestro te cansa. Y, en fin -y no sabes que no eres tú, sino que es el Tentador-, escuchas una voz que te susurra: «¿Y mañana? ¿Qué sucederá mañana?…». -Señor, es verdad. Lees en mi corazón. Pero también ves que si pregunto esto no es por miedo por mí. Es porque… No. Jamás podría verte atormentado… A menudo, hablas de delito, de traición. Yo… ¡oh, no sólo yo!… ¿Cuántos, especialmente entre los viejos, te han pedido morir antes de ver agredido a su Rey? ¡Y yo!… Yo, Tú lo sabes, Tú eres todo para mí. Nada más que no seas Tú me interesa. No es como dice Judas, nostalgia de mi barca y de mi esposa… Mira, ves que digo la verdad. Insistí mucho para tener a Margziam. Mi humanidad quería al menos un hijo adoptivo en lugar de los hijos que mi mujer no me ha dado, mortificando mi virilidad, que quería perpetuarse. Pero ahora, pero hoy, yo… Lo quiero, sí; pero, si Tú me le quitaras, no reaccionaría. Sólo te diría… ¡No, no diría nada! -¿Sólo me dirías? Termina. -Es inútil, Maestro. -¡Di! -Diría: «Dáselo a quien le haga, más que yo, crecer como justo». ¡Nada más! O sea… y esto te lo digo, llorando, por él, por mí, por mi hermano, y también por Juan y Santiago… y también por los demás… nosotros… nosotros somos tus primeros… Pedro cae de rodillas y se apoya en las rodillas de Jesús, las manos altas, con las palmas hacia arriba, suplicantes, y con lágrimas en las mejillas que van a perderse entre la barba… -…Lo digo por nosotros: danos la muerte, llévanos de aquí antes de que nosotros… ¡Oh! Yo pensaba, sigo pensando, desde hace meses -y Tú ves que es un pensamiento que me corroe y me avejenta, es un continuo temor que no me deja libre ni siquiera en el sueño-, pienso que, si va a ser justamente como dices, podría ser yo también el traidor, o serlo Andrés, o Juan, o Santiago, o Margziam… Y, si no se llega a esto, ser uno de esos que decías también hace tres noches donde Ananías, uno de esos que llegan a querer ver derramada tu Sangre, o uno, incluso uno de esos que, por vileza, no saben oponerse a esto y condescienden con el mal por miedo al mal… Yo… si se diera el caso, aunque sólo fuera eso, de que consintiera no reaccionando, por miedo… Maestro, ¡oh, Maestro mío!, yo me mataría para castigarme, o… mataría, si los encontrara, a tus asesinos. Yo… si no quieres esto, haz que muera antes, enseguida, aquí… La vida no es nada, pero faltar al amor a ti… Ser uno de ésos… ser… ver y no… Está tan inquieto, que hasta le faltan las palabras. Baja su cara hasta las rodillas de Jesús, llorando con un llanto áspero de hombre rudo, viejo, poco acostumbrado al llanto, y profundamente agitado por demasiados sentimientos. Jesús le pone las manos en la cabeza, como para calmar ese dolor y alejar los pensamientos intranquilizadores, y habla: -Amigo mío, ¿y crees que, aun cuando… no fueras perfecto en aquella hora, el Señor, que es justo, no pesaría tu error con el contrapeso de tu amor y deseo presentes? ¿Y temes que este áureo amor y este áureo deseo puedan pesar menos que tu momentánea imperfección, y ser insuficientes para obtenerte de Dios indulgencia, y con la indulgencia todas las ayudas para volver a ser tú, mi Simón amado? -¡Haz que muera! ¡Sálvame! ¡Tengo miedo! -Tú eres mi Piedra, Simón. ¿Podré desmenuzar la Piedra sobre la cual fundaré a Aquella que debe perpetuarme en la Tierra? -Yo soy indigno de ello. Lo percibo. Soy un pobre hombre, ignorante, pecador. Todas las malas tendencias están en mí. ¡No soy digno, no soy digno! Me haré perverso, homicida, todo lo peor… Haz que muera. Comprende que si viniera a descubrir a quien te odia… -Todo un mundo me odia, Simón. Hay que perdonar… -Hablo del principal culpable. Habrá uno que sea el principal, y… -Habrá muchos uno, y todos tendrán su papel principal… -¿Qué papel? El de… ¡Oh, no dejes que lo diga! Pero yo… -Pero tú debes perdonar, como Yo y conmigo. ¿Por qué te inquietas de esa forma, Simón, pensando en lo que podrías hacer para castigar? Deja esa tarea al Señor. Tú ama y perdona, sé compasivo y perdona. Ellos, todos los que serán culpables para con tu Jesús, tienen mucha necesidad de ser ayudados para obtener perdón. -No hay perdón para ellos. -¡Qué severo eres con tus hermanos, Simón! Sí que hay perdón; también para ellos lo hay, si se enmiendan. ¡Ay si ninguno de mis ofensores fuera a ser perdonado! Venga, levántate, Simón. Seguro que la congoja de tus compañeros ha aumentado, al ver que ahora tampoco Yo estoy en el aprisco. Pero, aun a costa de hacerlos sufrir todavía un rato, antes de ir donde ellos, vamos a orar. Vamos a orar juntos. No ha de hacerse nada más para recuperar la paz, la fuerza espiritual, el amor, la compasión… incluso hacia nosotros mismos. La oración aleja los fantasmas de Satanás, nos hace sentir cercano a Dios. Y, con Dios cerca, todo se puede afrontar y soportar con justicia y mérito. Vamos a orar así, Yo y tú juntos, aquí, en este monte desde el que se abre tanta parte de nuestra Patria, como a Moisés se le abrió desde el Nebo la vista de la Tierra Prometida. Nosotros, más afortunados que él, a esta Tierra que será del Cristo, le llevamos la Palabra y la Salud. Yo el primero, y luego tú. ¡Mira! A1 claror de las últimas luces se ven todavía los montes de Judea. Pero más allá está la llanura, el mar, luego otras tierras, el mundo… Ellas, él, te esperan, Pedro. Te esperan a ti para saber que hay un Dios verdadero. Un Dios que dará verdadera luz a las almas que caminan a tientas en la oscuridad del gentilismo y la idolatría. Mira, la luz terrena se entenebrece. ¿Cómo podrían los viandantes no perder la dirección en una noche sin luz? Más allá se ve la estrella de la Polar, que ya surge para guiar a los viandantes. Mi Religión será la estrella que guíe a los viandantes espirituales por el camino del Cielo. Y tú estarás tan unido a ella que serás una sola luz conmigo y con mi Doctrina, ¡oh Pedro mío, oh Piedra mía bendita! Oremos por aquella hora en que los hombres se salvarán por mi Nombre. «Padre nuestro que estás en el Cielo»… Dice lentamente el Pater, teniendo de la mano a Pedro; y parece como si, alzando así los brazos y las manos -en su derecha la izquierda del apóstol-, lo estuviera presentando al Padre. -Ahora vamos a bajar. Y dejemos aquí las tristezas inútiles y las inútiles congojas por el mañana. Junto con el pan cotidiano, el Padre nos dará mañana, todos los mañanas, sus ayudas. ¿Estás persuadido de esto, Simón? -Sí, Maestro, lo creo – dice con firmeza Pedro, cuyo rostro ya no está turbado, sino que tiene aspecto austero, como siempre desde hace unos pocos meses; un rostro que le hace aparecer muy cambiado respecto al pescador rudo y jocoso de los primeros dos años. Bajan: Jesús delante, detrás Pedro con su haz; y, casi a la altura de la primera casa del pueblo, encuentran a los inquietos apóstoles. -¿Pero a dónde habías ido? – gritan a Pedro.-Habríamos estado aquí desde hace mucho, pero me he parado con él a hablar mirando hacia Gerasa… – responde por él Jesús. Tuercen hacia la derecha, hacia unas ruinas (de un aprisco semi-derrumbado). Dentro de un valladar -mitad caído, el resto enmohecido y vacilante- hay un cobertizo de toscos muros, mal cubierto, mal cerrado con paredes por tres lados y con tablas en el cuarto. Dentro, nada, aparte de un poco de paja en el suelo y un hogar primitivo en un rincón. Pienso que en el pueblo no los han recibido y que se han refugiado ahí…