Santiago y Juan «hijos del trueno». Hacia Akcib con el pastor Anás.
Jesús va caminando por una zona muy montañosa. No son montes altos, pero es un continuo subir y bajar de collados, y un fluir de torrentes (alegres en esta estación fresca y nueva; límpidos como el cielo; niños como las primeras hojas, cada vez más numerosas, sobre las ramas). Mas, a pesar de que la estación del año sea tan bella y alegre que podría aliviar el corazón, no parece que Jesús esté muy aliviado de espíritu, y menos que Él lo están los apóstoles. Caminan, muy callados, por el fondo de un valle. Solamente pastores y greyes se presentan ante sus ojos. Pero Jesús ni tan siquiera da muestras de verlos. Lo que capta la atención de Jesús es el suspiro desconsolado de Santiago de Zebedeo, y sus improvisas palabras, fruto de un pensamiento amargo… Santiago dice: -¡Derrotas y más derrotas!… Parecemos como malditos… Jesús le pone la mano en el hombro: « -¿No sabes que ése es el sino de los mejores? -¡Sí, sí! ¡Lo sé desde cuando estoy contigo! Pero, de vez en cuando sería necesario algo distinto – y antes lo teníamos – para confortar el corazón y la fe… -¿Dudas de mí, Santiago? ¡Cuánto dolor tiembla en la voz del Maestro! -¡No, no!… La verdad es que no es muy seguro el «no». -Pero dudar, dudas. ¿De qué, entonces? ¿Ya no me amas como antes? ¿Ver que me echan de un lugar, o que se burlan de mí, o, sencillamente, que no me prestan atención en estos confines fenicios, ha debilitado tu amor? Hay un llanto tembloroso en las palabras de Jesús, a pesar de que no haya sollozos ni lágrimas: es verdaderamente su alma la que llora. -¡Eso no, Señor mío! Es más, mi amor a ti crece a medida que te veo menos comprendido, menos amado, más postrado, más afligido. Y, por no verte así, por poder cambiar el corazón a los hombres, solícito daría mi vida en sacrificio. Debes creerme. No me tritures el corazón, ya tan afligido, con la duda de que piensas que no te amo. Si no… Si no, romperé todos los cánones. Volveré para atrás y me vengaré de los que te causan dolor, para demostrarte que te amo, para quitarte esta duda. Y, si me atrapan y me matan, no me importará lo más mínimo. Me conformaré con haberte dado una prueba de amor. -¡Oh, hijo del trueno! ¿De dónde tanta impetuosidad? ¿Es que quieres ser un rayo exterminador? Jesús sonríe por la fogosidad y los propósitos de Santiago. -¡A1 menos, te veo sonreír! Ya es un fruto de estos propósitos míos. ¿Tú que opinas, Juan? ¿Debemos llevar a cabo mi pensamiento para confortar al Maestro, abatido por tantas reacciones contrarias? -¡Sí, sí! Vamos nosotros. Hablamos de nuevo. Y si lo vuelven a insultar, llamándolo rey de palabras, rey hazmerreír, rey sin dinero, rey loco, repartimos palos a diestro y siniestro, para que se den cuenta de que el rey tiene también un ejército de fieles y que estos fieles no permiten burlas. La violencia es útil en ciertas cosas. ¡Vamos, hermano! – le responde Juan (y ahora, tan colérico como se manifiesta, no parece él, que siempre es dulce). Jesús se mete entre los dos, los aferra por los brazos para detenerlos y dice: -¿Pero los estáis oyendo? ¿Y Yo qué he predicado durante tanto tiempo? ¡Sorpresa de las sorpresas! ¡Hasta incluso Juan, mi paloma, se me ha transformado en gavilán! Miradlo, vosotros, qué feo está, tenebroso, hosco, desfigurado por el odio. ¡Qué vergüenza! ¿Y os asombráis porque unos fenicios reaccionen con indiferencia, y de que haya hebreos que tengan odio en su corazón, y de que unos romanos me conminen a marcharme, cuando vosotros sois los primeros que no habéis entendido todavía nada después de dos años de estar conmigo, cuando vosotros os habéis llenado de hiel por el rencor que tenéis en el corazón, cuando arrojáis de vuestros corazones mi doctrina de amor y perdón, la echáis afuera como cosa estúpida, y acogéis por buena aliada a la violencia? ¡Oh, Padre santo! ¡Esta si que es una derrota! En vez de ser como gavilanes que se afilan rostro y garfas, ¿no sería mejor que fuerais ángeles que orasen al Padre para que confortara a su Hijo? ¿Cuándo se ha visto que un temporal beneficie con sus rayos y granizadas? Pues bien, para recuerdo de este pecado vuestro contra la caridad, para recuerdo de cuando vi aflorar en vuestra cara el animal-hombre en vez del hombre-ángel que quiero ver siempre en vosotros, os voy a apodar «los hijos del trueno». Jesús está semiserio mientras habla a los dos inflamados hijos de Zebedeo. Pero el reproche, al ver el arrepentimiento de ellos, pasa, y, con cara luminosa de amor los estrecha contra su pecho diciendo: -Nunca más, feos de esta forma. Y gracias por vuestro amor. Y también por el vuestro, amigos – dice, dirigiéndose a Andrés, Mateo y los dos primos. -Venid aquí, que quiero abrazaros también a vosotros. ¿No sabéis que, aunque no tuviera nada más que la alegría de hacer la voluntad de mi Padre y vuestro amor, sería siempre feliz, aunque todo el mundo me abofetease? Estoy triste, mas no por mí, por mis derrotas, como vosotros las llamáis; estoy triste por piedad hacia las almas que rechazan la Vida. Bien, ahora estamos todos contentos, ¿no es verdad?, niños grandes, que es lo que sois. Ánimo, entonces. Id donde esos pastores que están ordeñando el rebaño. Pedid un poco de leche en nombre de Dios. No tengáis miedo – dice al ver la mirada desolada de los apóstoles. -Obedeced con fe. Recibiréis leche y no palos, aunque el hombre sea fenicio. Y los seis se dirigen hacia el hombre indicado, mientras Jesús los espera en el camino. Y ora, entretanto, este Jesús triste al que ninguno quiere… Vuelven los apóstoles con un pequeño cubo de leche, y dicen: -Ha dicho el hombre que vayas allí, que tiene que decirte algo y no puede dejar las cabras a los zagales, porque son antojadizas e imprevisibles. Jesús dice: -Vamos entonces allí, a comer nuestro pan. Y suben todos a lo alto de la escarpa, desde donde se asoman, prominentemente, las caprichosas cabras. – Te agradezco la colodra de leche que me has dado. ¿Qué deseas de mí? -Tú eres el Nazareno, ¿verdad? ¿El que hace milagros? -Soy el que predica la Bienaventuranza eterna. Soy el Camino para ir al Dios verdadero; la Verdad que se da; la Vida que os vivifica. No soy el hechicero que hace prodigios. Éstos son las manifestaciones de mi bondad y de vuestra debilidad, que tiene necesidad de pruebas para creer. Pero, ¿qué deseas de mí? -Mira… ¿Hace dos días estabas en Alejandrocena? -Sí. ¿Por qué?-Yo también estaba, con mis cabritillos. Cuando he comprendido que iba a producirse una riña, he desaparecido, porque es costumbre suscitarlas para robar lo que hay en los mercados. Son ladrones todos: los fenicios… y también los otros. No debería decirlo, porque soy de padre prosélito y de madre siria, y yo mismo soy prosélito. Pero es la verdad. Bien. Volvamos a lo que estaba diciendo. Me había metido en una caballeriza, con mis animales, esperando a que llegara el carro de mi hijo. A1 atardecer, al salir de la ciudad, encontré a una mujer que lloraba con una hijita suya en los brazos. Había recorrido ochos millas para llegar a ti, porque está fuera, en los campos. Le pregunté que qué le sucedía. Es prosélito. Había venido para vender y comprar. Había oído hablar de ti, y le había nacido la esperanza en el corazón. Había ido corriendo a casa, había tomado en brazos a la niña. ¡Pero con un peso se anda despacio! Cuando llegó a los almacenes de los hermanos, ya no estabas. Ellos, los hermanos, le dijeron: «Lo han echado. Pero ayer por la tarde nos dijo que haría de nuevo un alto en Tiro». Yo – también yo soy padre – le dije: «Pues entonces ve a Tiro». Pero ella me respondió: «¿Y si, después de todo lo que ha sucedido, pasa por otros caminos para volver a Galilea?». Le dije: «Mira. O ese confín o el otro. Yo pastoreo entre Rohob y Lesemdán, justamente en el camino que hace de confín entre aquí y Neftalí. Si lo veo, se lo digo; palabra de prosélito». Y te lo he dicho. -Y que Dios te recompense por ello. Iré a ver a esa mujer. Tengo que volver a Akcib. -¿Vas a Akcib? Entonces podemos ir juntos, si no desdeñas a un pastor. -No desdeño a nadie. ¿Por qué vas a Akcib? -Porque allí tengo los corderos. A no ser que… ya no los tenga… -¿Por qué? -Porque hay una enfermedad… No sé si ha sido una hechicería o qué. Sé que mi lindo rebaño se me ha enfermado. Por eso he traído aquí las cabras, que están todavía sanas, para separarlas de las ovejas. Aquí estarán con dos hijos míos. Ahora están en la ciudad, para hacer las compras. Vuelvo allá… para ver morir a mis lindas ovejas lanosas… El hombre suspira… Mira a Jesús y se disculpa: -Hablarte a ti, siendo quien eres, de estas cosas, y afligirte, estando ya afligido de cómo te tratan, es una necedad. Pero las ovejas son afecto y dinero, ¿sabes?, para nosotros… -Comprendo. Pero se pondrán buenas. ¿No las has llevado a que las vea una persona entendida? -Todos me han dicho lo mismo: «Mátalas y vende sus pieles. No hay otra posibilidad», e incluso me han amenazado si las saco… Tienen miedo de que las suyas se cojan la enfermedad. Así que las tengo que tener encerradas… y aumenta la mortalidad. Son malos, ¿sabes?, los de Akcib… Jesús dice simplemente: -Lo sé. -Yo digo que me las han embrujado… -No. No creas esas historias… ¿En cuanto vengan tus hijos te pones en marcha? -Inmediatamente. De un momento a otro llegarán. ¿Éstos son tus discípulos? ¿Son sólo éstos? -No. Tengo otros más. -¿Y por qué no vienen aquí? Una vez, cerca de Merón, me encontré con un grupo de ellos. A la cabeza del grupo había un pastor. Decía serlo. Uno alto, fuerte, de nombre Elías. Fue en Octubre, me parece. Antes o después de los Tabernáculos. ¿Ahora te ha abandonado? -Ningún discípulo me ha abandonado. -Me habían dicho que… -¿Qué te habían dicho? -Que Tú… que los fariseos… En fin, que los discípulos te habían abandonado por miedo, y porque Tú eras un… -Demonio. Dilo tranquilamente. Lo sé. Doble mérito para ti, que crees igualmente. -¿Y por este mérito no podrías?… Quizás estoy pidiendo una cosa sacrílega… -Dila. Si es una cosa mala, te lo digo. -¿No podrías, al pasar, bendecir a mi rebaño? – se le ve lleno de ansiedad al hombre… -Bendeciré a tu rebaño. A éste… – y alza la mano bendiciendo a las cabritas desperdigadas,…y al de las ovejas. -¿Crees que mi bendición las salvará? -De la misma forma que salvas a los hombres de las enfermedades, podrás salvar a los animales. Dicen que eres el Hijo de Dios. Las ovejas las ha creado Dios. Por tanto son cosas del Padre. Yo… no sabía si era una cosa respetuosa el pedírtelo. Pero, si se puede, hazlo, Señor, y llevaré al Templo grandes ofrendas de alabanza; o, mejor: te lo doy a ti, para los pobres, que será mejor. Jesús sonríe y calla. Llegan los hijos del pastor. Poco después, Jesús con los suyos y el viejo se ponen en marcha. Dejan a los zagales custodiando las cabras. Caminan raudos porque quieren llegar pronto a Quedes, para dejarla también enseguida, con intención de tomar la vía que del mar va hacia el interior. Debe ser la misma que recorrieron yendo a Alejandrocena, la que se bifurca a los pies del promontorio. A1 menos yo lo entiendo así, por lo que conversan el pastor y los discípulos. Jesús va adelante, solo. -¿No nos encontraremos con otros problemas? – pregunta Santiago de Alfeo. -Quedes no depende de aquel centurión. Está fuera de los confines fenicios. A los centuriones basta con no pincharlos, y se desinteresan de religión. -Y además no nos vamos a detener… -¿Vais a aguantar más de treinta millas en un día? – pregunta el pastor. -¡Sí, hombre! ¡Somos peregrinos perpetuos! Caminan ininterrumpidamente… Llegan a Quedes. La atraviesan sin ningún contratiempo. Toman la vía directa. En el mojón está indicada Akciba. El pastor lo señala diciendo: -Mañana llegaremos. Esta noche venís conmigo. Conozco labriegos de estos valles, pero muchos están dentro de los confines fenicios… ¡Bueno!, pues pasaremos los confines. Seguro que no nos van a descubrir inmediatamente… ¡Lo que es la vigilancia!… ¡Mejor sería que vigilasen a los bandidos!… El sol declina, y los valles ciertamente no contribuyen a mantener la luz, menos aún siendo boscosos. Pero el pastor conoce muy bien la zona y va seguro. Llegan a un pueblecito muy pequeño, verdaderamente un puñado de casas. -Vamos a ver si nos dan posada. Aquí son israelitas. Estamos justamente en los confines. Si no nos reciben, vamos a otro pueblo, que es fenicio. -No tengo prejuicios, hombre. Llaman a una casa. -¿Tú, Anás? ¿Con amigos? Ven, ven, y que Dios sea contigo – dice una mujer muy anciana. Entran en una amplia cocina alegrada por una lumbre. Alrededor de la mesa está reunida una numerosa familia de todas las edades, pero que hace sitio amablemente a los que, al improviso, acaban de llegar. -Éste es Jonás. Ésta es su esposa, y sus hijos y nietos y nueras. Una familia de patriarcas fieles al Señor – dice el pastor Anás a Jesús. Y luego, volviéndose hacia el anciano Jonás: «Y éste que está conmigo es el Rabí de Israel, al que deseabas conocer. -Bendigo a Dios por ser hospitalario y por tener sitio esta noche. Y, pidiendo bendición, bendigo al Rabí que ha venido a mi casa. Anás explica que la casa de Jonás es casi una posada para los peregrinos que del mar van hacia el interior. Se sientan todos en la caliente cocina. Las mujeres sirven a los llegados. El respeto que hay es tal, que incluso paraliza. Pero Jesús resuelve la situación rodeándose, nada más terminar la cena, de los muchos niños presentes, e interesándose por ellos, los cuales en seguida fraternizan. Detrás de ellos, durante el breve espacio de tiempo que separa la cena del descanso, encuentran valor los hombres de la casa y narran lo que han sabido del Mesías, y preguntan cosas nuevas. Jesús, benigno, rectifica, confirma, explica, en serena conversación, hasta que peregrinos y familiares se van a descansar, tras haberlos bendecido Jesús a todos.