Reflexiones de Bartolomé y Juan después de un retiro en el monte Nebo.
– Echaré de menos siempre este monte y este reposo en el Señor – dice Pedro mientras se aprestan para bajar al valle por una ladera muy agreste. Están en una cadena de montes bien altos. A oriente, al otro lado del valle, otros montes, y montes al sur y montes aún más altos al norte. Al noroeste, el verde valle del Jordán en su desembocadura en el Mar Muerto. Al oeste, primero, el oscuro mar, luego, más allá, la pedregosa, árida extensión desértica, interrumpida sólo por el oasis espléndido de Engadí, y luego los montes judíos. Un panorama imponente, vasto. La mirada puede extenderse hasta donde quiera. Y olvidar, en medio de tanta visión de vida vegetal, que se supone habitada o que de hecho se sabe que lo está, la tétrica vista del lago Asfaltide, sin velas y sin vida, oscuro siempre, incluso bajo el sol, triste incluso en la baja y entrante península que por el lado oriental, casi a mitad del lago, en éste se introduce. ¡Pero qué senderos para bajar al valle! Sólo los animales salvajes se pueden encontrar a gusto en ellos. Si no pudieran agarrarse a tallos y a matas, no sería posible bajar desde la cumbre, lo cual hace proferir alusiones maliciosas a Judas Iscariote. -A pesar de todo, quisiera volver – rebate Pedro. -Tienes gustos singulares. Éste es peor todavía que el primer lugar y que el segundo. -Pero no peor que donde nuestro Maestro se preparó para la predicación – objeta Juan. -¡Ya, para ti todo siempre es bonito!… -Sí. Todo lo que está en torno a mi Maestro es bonito y bueno, y lo amo. -Mira que en este todo estoy también yo… y, frecuentemente, están también los fariseos, saduceos, escribas, herodianos… ¿También los amas a éstos? -Él los ama. -Y tú, ¡ja! ¡Ja!, haces lo que Él, ¿no? Pero Él es Él, y tú eres tú. No sé si podrás amar siempre, tú que palideces cuando oyes hablar de traición y muerte, o ves a alguien que tiene estos deseos. -Si me turbo por temor por Él o por enojo contra los culpables, es señal de que soy solamente muy imperfecto. -¡Ah!, ¿te turbas también de enojo? No creía yo… Entonces, si tú, supongamos, vieras un día a uno que realmente causara daño al Maestro, ¿qué harías? -¿Yo?! ¿Me lo preguntas? La Ley dice: «Ojo por ojo, diente por diente». Mis manos se transformarían en tenazas en torno a su garganta. -¡Oh! ¡Oh! Él dice que se debe perdonar! ¿Tanto bien te ha hecho el meditar? -¡Déjame, perturbador! ¿Por qué me tientas y me turbas? ¿Qué tienes en el corazón? Quisiera poder leer en él… -A quien escruta las aguas del Mar Muerto no se le muestra el misterio del fondo. Son, esas aguas, piedra de sepulcro sobre la podredumbre que han acogido – dice a espaldas de ellos Bartolomé, que se había quedado detrás de todos. Los otros, bien o mal, están adelante, y no han oído. Pero Bartolomé sí. Y se introduce en la conversación de los dos, y su mirada es monitoria. -¡Oh, el sabio Tolmái! ¿Pero no querrás decir que yo soy como el Mar Salado, ¿no? -No te hablaba a ti, sino a Juan. Ven conmigo, hijo de Zebedeo. Yo no te inquietaré – y toma de un brazo a Juan como buscando -é1, anciano- apoyo en su ágil y joven compañero. Judas se queda el último, y a espaldas de ellos hace un feo gesto de ira. Parece jurarse a sí mismo algo, o amenazar… -¿Qué quería decir Judas? ¿Y tú qué querías decir? – pregunta Juan a Natanael (que ya está entrado en años, aunque bien llevados). -No pienses en ello, amigo. Pensemos, más bien, en todo lo que nos ha explicado el Maestro en estos días. ¿Cómo no ha comprendido Israel? -Es verdad. ¡No entiendo cómo el mundo no lo comprende! -Tampoco nosotros le comprendemos completamente, Juan. No queremos comprenderlo. ¿Ves qué obstáculos tenemos para aceptar su idea mesiánica? -Sí. En todo lo creemos ciegamente, pero no en esto. Tú, que eres docto, ¿me sabes decir el porqué? Nosotros, que vemos obtusos a los rabíes respecto al Cristo, ¿por qué, entonces, nosotros tampoco llegamos a la idea perfecta de una regalidad espiritual del Mesías? -Me lo he preguntado muchas veces. Porque quisiera llegar a eso que llamas idea perfecta. Y creo poder tranquilizarme diciéndome a mí mismo que lo que lucha dentro de nosotros, que deseamos seguirlo no sólo material y doctrinalmente, sino también espiritualmente, contra esta aceptación, son todos los siglos que tenemos a las espaldas… y dentro. Dentro de nosotros. ¿Ves? Mira a oriente, a mediodía y occidente. Cada piedra tiene un recuerdo y un nombre. Cada piedra, cada fuente, cada sendero, cada pueblo o castillo, cada ciudad, cada río, cada monte, ¿qué nos recuerda?, ¿de qué nos habla a gritos? De la promesa de un Salvador. Las misericordias de Dios para su pueblo. Como gota de aceite del agujero de un odre, el pequeño grupo inicial, el núcleo del futuro pueblo de Israel, se expandió con Abraham por el mundo, hasta el lejano Egipto, y luego, cada vez más numeroso, volvió con Moisés a las tierras del padre Abraham, enriquecido con promesas cada vez más amplias y seguras y con los signos de la paternidad de Dios, y constituido en verdadero Pueblo porque poseía una Ley que es más santa que ninguna otra. Pero ¿qué ha ocurrido después? Lo que ha pasado en aquella cumbre que hasta hace muy poco resplandecía con el sol. Mírala ahora. Está envuelta en nubes que cambian su aspecto. Si no se supiera que es ella misma y tuviéramos que reconocerla para dirigirnos por camino seguro, ¿podríamos hacerlo, así como está, alterada por capas de espesas nubes semejantes a prominencias y yugos? En nosotros ha sucedido lo mismo. El Mesías es lo que Dios dijo a los padres nuestros, a los patriarcas y profetas. Inmutable. Pero lo que hemos metido de lo nuestro, para… explicárnoslo según la pobre sabiduría humana, pues nos ha creado un Mesías, una figura moral del Mesías tan falsa, que ya no reconocemos al verdadero Mesías. Y nosotros, con el paso de los siglos y con las generaciones que están a nuestras espaldas, creemos en el Mesías que nos hemos imaginado nosotros, en el Vengador, en el Rey humano, muy humano, y no somos capaces, aunque digamos que sí, que creemos, de concebir al Mesías y Rey como es realmente, como ha sido pensado y querido por Dios. ¡Así es, amigo! -¿Pero entonces no lograremos nunca, nosotros, al menos nosotros, ver, creer, desear al Mesías real? -Lo lograremos. Si no fuéramos a lograrlo, Él no nos habría elegido. Y si la Humanidad no fuera a conseguir nunca beneficiarse del Mesías, el Altísimo no lo habría mandado. -¿Pero Él redimirá la Culpa incluso sin la contribución de la Humanidad! Sólo por su mérito.-Amigo mío, sería una gran redención la de la Culpa original. Pero no completa. En nosotros hay otras culpas, individuales, además de la original. Y éstas, para ser lavadas, necesitan al Redentor y necesitan la fe de quien recurre a Él como Salvación suya. Yo pienso que la Redención estará actuando hasta el final de los siglos. El Cristo no estará inactivo ni un instante desde cuando sea Redentor y dé a la Humanidad la Vida que hay en Él, de la misma forma que un manantial se da continuamente a quien tiene sed, día tras día, luna tras luna, año tras año, siglo tras siglo. La Humanidad siempre estará necesitada de Vida. Él no puede dejar de darla a quien espera y cree en Él con sabiduría y justicia. -Eres docto, Natanael. Yo soy un pobre ignorante. -Tú haces por instinto espiritual lo que yo llevo a cabo penosamente por reflexión mental: nuestra transformación de israelitas en cristianos. Pero tú llegarás antes al término, porque sabes amar, más que pensar. El amor te transporta y te transforma. -Eres bueno, Natanael. ¡Ojalá fuéramos todos como tú! – Juan suspira fuerte. -No pienses en ello, Juan. Oremos por Judas – le dice el anciano apóstol, que ha comprendido el suspiro de Juan… -¿Estáis vosotros también aquí! Os mirábamos mientras veníais. ¿Qué os sucedía, que hablabais tanto? – pregunta sonriendo Tomás. -Hablábamos del antiguo Israel. ¿Dónde está el Maestro? -Se ha adelantado, con sus hermanos e Isaac, a casa de un pastor enfermo. Nos ha dicho que prosiguiéramos por este camino hasta el que sube a la cima. -Vamos pues. Bajan ahora por un sendero menos escarpado, hasta un verdadero camino de herradura que lleva a lo alto del Nebo. Un puñado de casas, en el bosque. Más abajo, casi en el valle, un pueblo en el sentido propio de la palabra albea en las laderas que ya son casi llanas. Desde el caminito en que se hallan, ven entrar a gente en el pueblo. -¿Esperamos allí al de Petra? – pregunta Pedro. -Sí, ése es el pueblo. Esperemos que haya llegado. En ese caso, mañana reanudaremos el camino hacia el Jordán. No sé. No me siento nada tranquilo aquí – dice Mateo. -El Maestro había dicho que fuéramos mucho más adelante – dice Judas Iscariote. -Sí, pero espero que se convenza de lo contrario. -¿Pero de qué tienes miedo? ¿De Herodes? ¿De sus esbirros? -Los esbirros no están sólo al lado de Herodes. ¡Oh, ahí está el Maestro! Los pastores son numerosos y se les ve felices. Estos están conquistados. Son nómadas. Irán esparciendo la buena nueva de que el Mesías está en su Tierra – sigue siendo Mateo el que habla. Jesús llega donde ellos seguido de pastores y rebaños. -Vamos. Tenemos el tiempo justo para llegar al pueblo. Éstos nos darán posada. Son conocidos. Jesús está contento de estar entre los sencillos que saben creer en el Seor.