Profecía ante un pueblo destruido.
No sé en qué lugar está Jesús. Es claro que entre montes. En un sitio destruido o por algún cataclismo o por una operación bélica y después abandonado. Y me inclinaría a pensar que por esto último, porque las ruinas de las casas muestran también señales de llamas en las bóvedas protegidas del agua y que aún pueden verse entre la maraña de las zarzas, hiedras y otras plantas trepadoras o parásitas, nacidas por todas partes. Las anchas hojas vellosas de una planta cuyo nombre desconozco, pero que he visto también en Italia, cubren por entero los restos -parecen un montecito de pronunciada pendiente- de una construcción. Más allá, una pared permanece enhiesta y sola contemplando el resto de la casa caída; está invadida por alcaparras y parietaria; y, por el antepecho de ojos de lo que era una terraza, cuelga una clemátide que ondea al viento sus ramas cua1 cabellera suelta. Otra casa derrumbada en el centro, pero que tiene en pie aún las paredes exteriores, parece un enorme jarrón de flores que, en vez de cabillos contiene árboles, nacidos espontáneamente en la cavidad en que antes había habitaciones. Otra, que, escalonadamente está en parte en pie, parece un altar preparado para un rito y ornado todo de verde. Dominando estas ruinas, un chopo, delgado y derecho como arista de espada, parece preguntar al cielo el porqué de una catástrofe de tanta magnitud. Y, entre casa y casa, entre montón y montón de escombros, obstinados árboles frutales ya silvestres, ensilvecidos, que aventajan a la otra vegetación o son aventajados por ella, nacidos de frutos caídos -árboles retorcidos, o erguidos, o rastreros, o nacidos en una abertura de una pared o en un pozo agotado-, parecen un bosque hechizado. Y pájaros y palomas, que salen de entre las quebraduras de las ruinas, se lanzan ávidos a los lugares cercanos donde antes había ciertamente campos arados, y ahora sólo hay una maraña de veza dura -reseca por el sol, y que abre sus vainas para dejar caer las semillas y luego volver a nacer en primavera- de cizañas, de joyos. Las palomas apartar con feroces aletazos a los pájaros más pequeños, que buscan algún que otro granito de mijo o algún cañamón, nacidos quién sabe de qué lejana semilla que durante años y años se ha perpetuado, con siembra espontánea, en los campos no cultivados. Y los pájaros se vengan, especialmente los reñidores, arrancando las gráciles espigas de mijo desmedrado, y llevándoselas a sus nidos, volando con dificultad muy sesgados por el peso y el estorbo de la panoja. Jesús no tiene consigo sólo a los apóstoles, sino también a un buen grupo de discípulos, entre los cuales a Cleofás y Hermas de Emaús, hijos del viejo arquisinagogo Cleofás, y a Esteban. Y hay también hombres y mujeres: como si hubieran venido desde algún pueblo a invitar a Jesús para que fuera al suyo, o como si lo hubieran seguido después de que ya hubiera estado allí. Y Jesús, cruzando el lugar destruido, se detiene a mirar a menudo, y se para del todo cuando desde el lugar más alto puede dominar esa maraña de escombros y vegetales en que la vida está representada solamente por las palomas (un día, ciertamente, domésticas; ahora otra vez agrestes y feroces). Contempla, cruzados los brazos, la cabeza un poco agachada; y, cuanto más mira, más triste y pálido se pone. -¿Por qué te quedas aquí, Maestro? El lugar te aflige, se ve. No te pares a contemplarlo. Me arrepiento de haberte hecho pasar por aquí, pero es un camino mucho más corto – dice Cleofás de Emaús. -No miro lo que vosotros veis. -¿Qué, entonces, Señor? ¿Será que ves el hecho pasado? Fue pavoroso, sin duda. -Éste es el sistema de Roma… – dice el otro de Emaús -Y esto debería mover a reflexión… Observad todos. Aquí había una ciudad, no grande pero sí bonita. Hecha más de casas señoriales que de casas humildes. Y estos lugares que ahora son bosques agrestes eran de ricos. Y de ricos eran estos campos ahora estériles, cubiertos de zarzas, joyos, ortigas… Entonces había pingües árboles frutales y campos llenos de mieses. Y las casas eran bonitas en aquel entonces, con jardines llenos de flores, y pozos y fuentes en las que se bañaban las palomas y jugaban los niños. Eran felices todos los habitantes de este lugar. Y la felicidad no los hizo justos. Se olvidaron del Señor y de sus palabras… ¡Y ya veis! Ya no hay casas ni flores ni fuentes ni mieses ni frutos. Quedan sólo las palomas; y, ya no felices como entonces, en vez de disponer del trigo dorado y el comino -entonces los buscaban ávidas y de ellos se saciaban-, batallan ahora por conseguir unas pocas vezas ásperas, unos joyos amargos. ¡Y hay fiesta, si encuentran todavía una espiga de cebada renacida entre los espinos!… Y, mirando, ya no veo las palomas… Veo caras, caras… muchas de las cuales no han nacido todavía… Veo ruinas, ruinas, y zarzas y lambrusca, y vezas silvestres que cubren tierras de la Patria… Y todo esto porque no se ha querido acoger al Señor. Oigo llantos de niños extenuados, más infelices que estos pájaros, a los que todavía Dios provee de un mínimo de ayuda para vivir, mientras que esos niños carecerán de toda ayuda, incluidos en el castigo general, y languidecerán en el pecho seco de sus madres, moribundas de inanición y dolor y espanto sin nombre. Y oigo los lamentos de las madres ante sus hijos muertos de hambre en su pecho. Y los lamentos de las esposas que ya no tienen esposo; de las vírgenes capturadas para placer de los vencedores; de los hombres encaminados hacia las cadenas tras haber conocido toda suerte de humillación de guerra; y de viejos que han vivido hasta ver cumplida la profecía de Daniel. (Capítulo 9) Y oigo la voz incansable de Isaías (28,11-12, 15,16-19) en el soplo de este viento entre las ruinas, en el quejido de las palomas entre los escombros: «Con palabras extrañas, con lengua extranjera hablará el Señor a este pueblo, al cual ha dicho: Aquí está mi reposo. Dad reposo al fatigado; éste es mi alivio»‘. Pero ellos no han querido escuchar. No. No han querido, y el Señor no puede hallar reposo en su pueblo. El cansado, que se ha cansado recorriendo sus comarcas, enseñando, curando, convirtiendo, consolando, no encuentra descanso sino persecución; no encuentra alivio, sino insidia y traición. Perfectamenteuno es el Hijo con el Padre. Y, si la Verdad os ha enseñado que hasta un vaso de agua dado a un hombre tendrá su recompensa, porque todo acto de misericordia hecho al hermano a Dios mismo se le hace, ¿qué castigo habrá para aquellos que hasta la piedra del sendero como almohada le niegan al Hijo del hombre, y el manantial montano que brota por bondad del Creador, y el fruto olvidado en la rama por estar enfermo o verde, y la espiga substraída a las palomas, y tienen ya preparado el lazo para estrangular el aire en la garganta y con el aire la vida? ¡Oh, desventurado Israel, que has perdido en ti la justicia y que has perdido la misericordia de Dios! Y de nuevo se oye la voz de Isaías en el viento del atardecer, más tremenda que el grito del pájaro de muerte, casi tan tremenda como la que sonó en el Jardín terrenal para la condena de los dos culpables, y -¡oh, tremenda cosa!- ¡y no está unida esta voz del Profeta a la promesa de un perdón, como entonces, como entonces! No. No hay perdón para los que intentan burlarse de Dios, para los que dicen: «Hemos hecho alianza con la muerte, hemos estrechado un pacto con el infierno. Los flagelos, cuando vengan, no nos vendrán a nosotros, porque hemos puesto nuestras esperanzas en la Mentira y ella, que es poderosa, nos protege». Oíd, oíd cómo repite Isaías lo que oyó al Señor: «Yo pondré, como fundamento de Sión, una piedra angular, elegida, preciosa… Juzgaré sopesando, haré justicia midiendo; y el granizo destruirá la esperanza en la Mentira, y las aguas arrasarán las protecciones, y será destruida vuestra alianza con la muerte, dejará de existir vuestro pacto con el infierno. Cuando pase, violento, el flagelo, os arrastrará tras sí; cada vez que pase os arrastrará, cada hora, y sólo los castigos os harán comprender la lección». ¡Desventurado Israel! Como estos campos -en que subsiste sólo la veza pobre y el amargo joyo, y donde ya no hay trigoserá Israel; y la tierra que no aceptó al Señor no tendrá pan para sus hijos, y los hijos que no quisieron acoger al cansado pasarán, castigados, enrudecidos, como galeotes amarrados al remo, a ser esclavos de aquellos a quienes despreciaron como inferiores. Dios verdaderamente trillará al pueblo soberbio bajo el peso de su justicia, y lo ahogará con la agramadera de su juicio… Esto es lo que veo en estas ruinas. ¡Ruinas! ¡Ruinas! A Septentrión, a Mediodía, a Oriente y Occidente, y, sobre todo, en el centro, en el corazón, donde la ciudad culpable será transformada en putrefacta fosa… Y lágrimas lentas descienden por el pálido rostro de Jesús, que levanta el manto para taparse la cara y deja descubiertos sólo los ojos, dilatados por la dolorosa visión. Y reanuda la marcha, mientras los que están con Él van bisbiseando apenas, helados de espanto…