Preparativos para salir de Nazaret, después de la visita de Simón de Alfeo con su familia. Durante el tercer año, Jesús será el Justo.
Juan, Santiago, Mateo y Andrés han llegado ya a Nazaret, y. mientras esperan a Pedro, pasean por el huerto de Nazaret, jugando con Margziam o hablando entre ellos. No veo a ningún otro, como si Jesús faltara en este momento de casa y María estuviera ocupada en algunas labores (por el humo del horno, yo diría que está allí dentro. haciendo el pan). A los cuatro apóstoles se les ve contentos de estar en casa del Maestro, y lo exteriorizan. Hasta tres veces les dice Margziam: -¡Pero no os riáis de esa forma! Y, la tercera vez, Mateo nota la recomendación y pregunta: -¿Por qué, chico? ¿No es justo sentirse contentos de estar aquí? Tú has disfrutado de este sitio, ¿no? Pues ahora nosotros – y le da afablemente un cachetito. Margziam lo mira muy serio. Pero sabe callar. Regresa Jesús con sus primos Judas y Santiago, los cuales saludan efusivamente a los compañeros, de los que han estado separados muchos días. María de Alfeo asoma la cabeza desde el interior del horno, toda colorada y llena de harina, y sonríe a sus hijotes. El último en regresar es el Zelote, que dice: -He hecho todo, Maestro. Dentro de poco, Simón estará aquí. -¿Qué Simón? ¿Mi hermano o Simón de Jonás? -Tu hermano, Santiago. Viene a saludarte con toda la familia. Efectivamente, pasados pocos minutos, unos golpes en la puerta y una densa parlería anuncian la llegada de la familia de Simón de Alfeo, que es el primero en entrar, llevando de la mano a un niñito de unos ocho años; tras él, Salomé, rodeada por su nidada. María de Alfeo se apresura a salir del cuarto del horno y besa a sus nietos, contenta de verlos ahí. -¿Te marchas, entonces, otra vez? – pregunta Simón, mientras sus hijos estrechan amistad con Margziam, el cual, me parece, conoce bien sólo a Alfeo, el curado. -Sí, es hora. -Tendrás todavía días lluviosos. -No importa. Los días nos van acercando a la primavera. -¿Vas a Cafarnaúm? -Sí, iré también allí. Pero no enseguida. Ahora atravesaré la Galilea e iré allende sus confines. -Cuando estés en Cafarnaúm y yo lo sepa, iré a verte. Te llevaré a tu Madre y a la mía. -Te quedaré agradecido. Entretanto no la desatiendas. Se queda completamente sola. Tráele a los niños. Aquí puedes estar seguro de que no se vician… Simón se pone como la brasa por la alusión de Jesús a sus pensamientos pasados y por la ojeada que le ha lanzado su mujer como diciendo: «¿Has oído? Te está bien empleado». Y Simón cambia de tema diciendo: -¿Dónde está tu Madre? -Está haciendo el pan. Ahora vendrá… Pero los hijos de Simón no esperan y van al horno detrás de su abuela. Y una niñita, poco mayor que el curado Alfeo, sale casi inmediatamente, diciendo: -María está llorando. ¿Por qué? ¡Eh, Jesús!, ¿por qué llora tu Madre? -¿Está llorando? ¡Oh, querida mía! Voy con ella – dice Salomé solícita. Y Jesús explica: -Llora porque me marcho… Pero vendrás a hacerle compañía, ¿no? Te enseñará a bordar y tú alegrarás sus días. ¿Me lo prometes? -Vendré también yo, ahora que mi padre me deja – dice Alfeo mientras se come un bollito caliente que le acaban de dar. Pero, aunque el bollo esté tan caliente que casi no puede ser sujetado con los ledos, creo que está helado respecto al calor de vergüenza que asalta a Simón de Alfeo por las palabras de su hijito. A pesar de ser una mañana de invierno más bien fresca (debido a un ligero cierzo que b arre las nubes del cielo pero raspa la piel), Simón se cubre de abundante sudor, como si fuera pleno verano… Jesús hace como que no se da cuenta y los apóstoles aparentan m gran interés por lo que están contando los hijos de Simón; así se concluye el incidente, y Simón puede reponerse y preguntar a Jesús que por qué no están todos los apóstoles. -Simón de Jonás está para llegar. Los demás me alcanzarán en el momento oportuno. Ya está determinado. -¿Todos? -Todos. -¿También Judas de Keriot? -También él… -Jesús, ven un momento conmigo – le solicita su primo Simón. Y, separados ya hacia el fondo del huerto, Simón pregunta: -¿Pero sa- bien quién es Judas de Simón?-Es un hombre de Israel. Nada más. Nada menos. -¡No querrás decirme que es…! Ya está para acalorarse y levantar la voz. Pero Jesús lo calma interrumpiéndole y poniéndole una mano en un hombro mientras le dice: -Es como lo hacen las ideas imperantes y los que entran en contacto con él. Porque, por ejemplo, si aquí (y recalca mucho las palabras) hubiera encontrado solamente corazones justos y mentes inteligentes, no habría sentido interés en pecar. Pero no los ha encontrado. Por el contrario, ha encontrado un elemento totalmente humano, y en él ha asentado sin ninguna dificultad su yo muy humano, que me sueña, me ve, trabaja por mí, como rey de Israel, en el sentido humano del término; de la misma forma que me sueñas y me quisieras ver tú, y estarías dispuesto a trabajar tú, y contigo José, tu hermano, y, con vosotros dos, Leví, arquisinagogo de Nazaret, y Matatías y Simeón y Matías y Benjamín, y Jacob, y, menos tres o cuatro, todos vosotros de Nazaret. Y no sólo los de Nazaret… Encuentra dificultades para formarse porque todos vosotros contribuís a deformarlo. Cada vez más. Es el más débil de mis apóstoles. Pero, por ahora, no es sino un débil. Tiene impulsos buenos, deseos rectos, amor por mí (desviado en cuanto a la forma, pero amor en todo caso). Vosotros no le ayudáis a separar estas partes buenas de las partes no buenas que forman suyo; antes al contrario, agraváis éstas cada vez más añadiendo vuestras incredulidades y limitaciones humanas. Pero vamos a casa. Los demás han entrado ya… Simón lo sigue un poco apesadumbrado. Están ya casi en la puerta, cuando para a Jesús y dice: -Hermano mío, ¿estás airado conmigo? -No. Es que intento formarte también a ti, como formo a todos los demás discípulos. ¿No has dicho que quieres ser discípulo? -Sí, Jesús. Pero las otras veces no hablabas así, ni siquiera cuando corregías. Eras más dulce… -¿Y para qué ha servido? Antes lo era. Hace dos años que lo soy… Unos, a costa de mi paciencia y bondad, os habéis emperezado, otros habéis afilado colmillos y garras. El amor os ha servido para dañarme. ¿No es así?… -Es así. Es verdad. Pero, ¿vas a seguir siendo bueno? -Seré justo. Y aun así seré como no merecéis, vosotros de Israel que no queréis reconocer en mí al Mesías prometido. Entran en la pequeña habitación, tan abarrotada de personas, que muchos han terminado en la cocina o en el taller de José. Y éstos son los apóstoles, menos los dos hijos de Alfeo, que se han quedado con su madre y su cuñada. A ellas ahora se añade María, que entra llevando de la mano al pequeño Alfeo. El rostro de María presenta claros signos de haber llorado. Pero, mientras María está para responder a Simón, que le asegura que irá a su casa todos los días, por la callejuela serena avanza un carrito, con tanto sonido de cascabeles, que llama la atención de los hijos de Zebedeo por la bulla que hace, y… mientras afuera llaman, -contemporáneamente, dentro abren. Aparece el rostro alegre de Simón Pedro, que ha llamado con e1 mango de la tralla y está todavía sentado en el carro… A su lado, tímida pero sonriente, Porfiria, sentada encima de cajas de tamaño decreciente como si fuera un trono. Margziam sale corriendo y trepa al carro para saludar a su madre adoptiva. Salen también los demás, entre los cuales Jesús. -Maestro, aquí estoy. He traído a mi mujer; con este vehículo, porque es una mujer que resiste poco caminando. María, el Señor esté contigo. También contigo, María de Alfeo. Mira a todos, mientras baja de su vehículo y ayuda a bajar a su mujer, y saluda conjuntamente al grupo. Quisieran ayudarle a descargar el carrito, pero él se opone enérgicamente. «Después, después» dice. Y, ni corto ni perezoso, se acerca a la ancha puerta del taller de José y la abre de par en par, tratando de hacer entrar el carrito como está. No pasa, naturalmente. Pero la maniobra sirve para atraer la atención de los que han venido de visita y hacer comprender que sobra gente… Efectivamente, Simón de Alfeo se despide con toda su familia… -Oh, ahora que estamos solos, vamos a preocuparnos de nosotros…-dice Simón de Jonás haciendo retroceder al burrito, que, cubierto como está de cascabeles, hace bulla por diez; tanto que Santiago de Zebedeo no puede contenerse de preguntar, riendo: «¿Y dónde lo has encontrado tan enjaezado?». Pero Pedro está concentrado en coger las cajas que había en el carro y pasárselas a Juan y Andrés, que se quedan asombrados, pues creían que iban a sentir peso y, sin embargo, las cajas son ligeras; y lo comentan… -¡Venga, id para el huerto y no os quedéis ahí como chorlitos! – ordena Pedro, mientras, a su vez, baja con una cajita que sí que pesa, para colocarla en un rincón de la habitación. -Y ahora el burro y el carro. ¿El burro y el carro? ¿El burro y el carro!… ¡Esto es lo difícil!… Y tiene que entrar todo en casa… -Por el huerto, Simón – dice en voz baja María – Hay una valla en el seto del fondo. No lo parece, porque está cubierta de ramajes… Pero está. Sigue el sendero que va bordeando la casa, entre esta casa y el huerto vecino. Yo voy a mostrarte dónde está la valla… ¿Quién viene a apartar las matas que la cubren? -Yo. Yo. Todos se dirigen presurosos hacia el fondo del huerto. Entretanto, Pedro se marcha con su rumoroso cargamento y María de Alfeo cierra la puerta… Trabajando con un hocino, queda libre el rústico vallado y abren un paso por el que entran burro y carro. -¡Bueno, bien! Y ahora quitamos todo esto. Me han roto los oídos – y Pedro se apresura a cortar los lazos que mantienen sujetos los cascabeles a los jaeces. -¿Y por qué los has tenido, entonces? – pregunta Andrés. -Para que toda Nazaret me oyera llegar. Y lo he conseguido… Ahora los quito para que nadie de Nazaret nos oiga partir. Lo mismo, he metido vacías las cajas… Nos marcharemos con las cajas llenas, y nadie, si es que alguien nos ve, se sorprenderá de ver a una mujer sentada a mi lado en las cajas. El que ahora está lejos se las da de tener tino y sentido práctico. Bueno, pues, cuando quiero, también lo tengo yo… -Perdona, hermano. ¿Para qué es necesario todo esto? – pregunta Andrés, que ha dado de beber al burro y lo ha llevado al lado de la tosca leñera que hay junto al horno. -¿Para qué? ¡No sabes nada!… ¡Maestro, no saben todavía nada! -No, Simón. Estaba esperándote a ti para hablar. Venid todos al taller. Las mujeres están bien donde están. Lo que has hecho ha estado bien hecho, Simón de Jonás. Van al taller. Porfiria con el niño y las dos Marías se han quedado en casa. -He querido que vinierais porque tenéis que ayudarme a mandar fuera de aquí, muy lejos, a Juan y a Síntica. Lo tengo decidido desde los Tabernáculos. Como habéis podido constatar, no era posible tenerlos con nosotros, ni siquiera aquí, sin poner en peligro su paz. Como siempre, Lázaro de Betania me ayuda en esta obra. Ellos ya lo saben. Simón Pedro lo sabe desde hace pocos días. Vosotros lo sabéis ahora. Esta noche dejaremos Nazaret. Aunque en lugar de la primera luna tuviéramos agua y viento. Ya deberíamos haber partido, pero supongo que es que Simón de Jonás habrá tenido dificultades para encontrar el medio de transporte… -¡No lo sabes bien! Ya perdía la esperanza de encontrarlo. Pero, al final, lo he podido conseguir de un ruin griego… Será útil… -Sí. Será útil, especialmente para Juan de Endor. -¿Dónde está, que no se le ve? – pregunta Pedro. -En su habitación, con Síntica. -Y… ¿cómo ha recibido la cosa? – pregunta otra vez Pedro. -Con mucho dolor. También la mujer… -Y también Tú, Maestro. En tu frente hay una arruga que no tenías. Y tienes mirada grave y triste – observa Juan. -Es verdad. Estoy muy apenado… Pero, hablemos de lo que tenemos que hacer. Escuchadme bien, porque luego nos tendremos que separar. Partimos esta noche, a mitad de la primera vigilia. Nos marcharemos como quien huye… porque son culpables. Sin embargo, nosotros no vamos con intención de hacer ningún mal, ni huimos por haberlo hecho; nos vamos para impedir que algún otro lo haga a quien no tendría la fuerza para soportarlo. Partiremos pues… Iremos por el camino de Sefori… Haremos un alto a mitad de camino, en una casa, para partir al alba. Es una casa que tiene muchos pórticos para los animales. En ella hay pastores amigos de Isaac. Los conozco. Me darán hospedaje sin pedir nada. Luego tenemos que llegar a Yiftael, necesariamente ese mismo día aunque sea de noche; allí pernoctaremos. ¿Crees que podrá el animal? -¡Y mucho más! Ese griego deshonesto me lo ha hecho pagar, pero me ha dado un animal bueno y fuerte. -Está bien. A1 día siguiente por la mañana iremos a Tolemaida y nos separaremos. Vosotros, guiados por Pedro, que es vuestro jefe, y al cual debéis obedecer ciegamente, iréis por mar hasta Tiro. Allí encontraréis una nave preparada para zarpar en dirección a Antioquía. Subiréis y daréis esta carta al patrón de la nave para que la vea. Es de Lázaro de Teófilo. Vosotros pasáis por dependientes suyos enviados a sus tierras de Antioquía, o mejor, a sus jardines de Antigonio. Esto sois para todos. Sabed mostraos atentos, serios, prudentes y silenciosos. Cuando lleguéis a Antioquía, id enseguida a ver a Felipe, el administrador de Lázaro, y le dais esta carta… -Maestro, él me conoce – dice el Zelote. -Muy bien. -¿Cómo va a creer que soy un subordinado? -Para Felipe no hace falta. Sabe que debe recibir y hospedar a dos amigos de Lázaro y ayudarlos en todo. Así está escrito. Vosotros los habéis acompañado. Nada más. Él os llama: «sus queridos amigos de Palestina». Y es lo que sois, congregados por la fe y por la acción que lleváis a cabo. Descansaréis hasta que la nave, acabadas sus operaciones de descarga y carga, vuelva para Tiro. De Tiro, con la barca, vendréis a Tolemaida y desde allí vendréis a reuniros conmigo a Akzib… -¡Por qué no vienes con nosotros? – suspira Juan. -Porque me quedo a orar por vosotros, y especialmente por estos dos pobres. Me quedo para orar. Así empieza mi tercer año de vida pública. Empieza con una partida bien triste; como el primero y el segundo. Empieza con una intensa oración y penitencia, como el primero… Porque éste tiene las dificultades dolorosas del primero, y más aún. Entonces me preparaba para convertir al mundo. Ahora me preparo para una obra sin duda más vasta y potente. Pero, escuchadme atentamente: habéis de saber que, si en el primero fui el Hombre-Maestro, el Sabio que llama a la Sabiduría con humanidad perfecta e intelectual perfección, y en el segundo fui el Salvador y Amigo, el Misericordioso que pasa acogiendo, perdonando, compadeciéndose, soportando, en el tercero seré el Dios Redentor y Rey, el Justo. No os asombréis, pues, si veis en mí formas nuevas, si en el Cordero veis el súbito fulgor del Fuerte. ¿Qué ha respondido Israel a mi invitación de amor? ¿Qué ha respondido ante mis brazos abiertos a él y mis palabras: «Ven, Yo amo y perdono»? Ha respondido con embotamiento y dureza de corazón voluntarios y cada vez mayores, con el embuste, con la insidia. Pues bien, así sea. Lo había llamado – sin excluir clase alguna al hacerlo – plegando mi frente hasta el polvo: Israel ha escupido encima de la Santidad que se humillaba. Le había invitado a santificarse: me ha respondido entregándose al demonio. He cumplido mi deber en todo: ha llamado «pecado» a mi deber. He callado: ha llamado «prueba de culpabilidad» mi silencio. He hablado: ha llamado «blasfemia» mi palabra. ¡Basta ya! No me ha dado respiro, no me ha concedido una sola alegría. Y la alegría para mí era nutrir y formar en la vida del espíritu a los recién nacidos a la Gracia. Les tienden insidias y debo arrancármelos de mi pecho, produciendo en ellos y en mí el espasmo de padres e hijos arrancados el uno al otro, para ponerlos a salvo del maligno Israel. Los poderosos de Israel, que se llaman a sí mismos «santificadores» haciendo alarde de serlo, me impiden, quisieran impedirme, salvar y gozar de mis salvados. Hace ya muchos meses que tengo a un Leví publicano como amigo y a mi servicio: el mundo puede constatar si Mateo es motivo de escándalo o de emulación. Pero la acusación no cesa. Como no cesará tampoco para María de Lázaro ni para los otros muchos a quienes salvaré. ¡Basta ya! Yo recorro mi camino, cada vez más áspero y regado de llanto… Yo camino… Ninguna de mis lágrimas caerá inútilmente. Elevan su grito a mi Padre… Después elevará su grito otro humor mucho más poderoso. Yo camino. El que me ame que me siga y se haga viril, porque llega la hora severa. No me detengo. Nada me detiene. Tampoco ellos se detendrán… Pero, ¡ay de ellos! ¡Ay de ellos! ¡Ay de aquellos para quienes el Amor se hace Justicia!… El signo del nuevo tiempo será una Justicia severa para todos los que se obstinan en su pecado contra las palabras del Señor y la acción del Verbo del Señor… Jesús parece un arcángel castigador. Yo diría que tanto resplandecen sus ojos, que lanza fuego contra la pared humosa… Hasta su voz, que tiene tonos agudos de bronce y plata golpeados con violencia, parece resplandecer. Los ocho apóstoles se han puesto pálidos y están casi encogidos de temor. Jesús los mira… con piedad y amor. Dice: -No os lo digo a vosotros, amigos míos. No son para vosotros estas amenazas. Vosotr os sois mis apóstoles, Yo os he elegido. La voz es ahora dulce y profunda. Termina: -Vamos allí. Hagámosles ver a los dos perseguidos – y os recuerdo que piensan que parten para prepararme el camino a Antioquía – que los amamos más que a nosotros mismos. Venid…