Preparativos para las Encenias. Una prostituta enviada a tentar a Jesús, que deja Nob.
Los pueblos tomados como masa, los hombres tomados individualmente, son siempre un poco niños y un poco salvajes, o al menos primitivos; sensibilísimos, por tanto, a todo aquello que tenga sabor de novedad, de cosa extraordinaria, y produzca sonido de fiesta. El hecho de acercarse las solemnidades tiene siempre el poder de exaltar a los hombres: casi como si la festividad anulara lo que los entristece y fatiga. En comenzando a acercarse una fiesta, algo, de carácter vigoroso, levemente exaltado, afecta a todos: casi como si este hecho de acercarse la fiesta asemejara al tam-tam de los salvajes en sus conmemoraciones idolátricas o en sus empresas belicosas. Y también los apóstoles, en la proximidad de las Encenias, se hallan en este estado de euforia. Locuaces, alegres, dan en hacer proyectos, recuerdan fiestas pasadas; alguna añoranza empaña de melancolía sus palabras, pero luego el aire de fiesta se adueña de ellos otra vez y los incita a preparar las cosas, para que todo esté bonito durante la festividad. ¿Que las lámparas en casa de Juan son pocas? ¡Oh, llena de ellas está la casa de Tomás en Rama! Y Tomás marcha a Rama por las lámparas. ¿Que el aceite no es abundante? ¡Oh, Elisa tiene mucho aceite en Betsur y lo ofrece! Y Andrés y Juan van a Betsur por el aceite. ¿Que para cocer las tortas es necesario suave fuego de hornija? Pues los dos Santiagos van por ella por los montes. ¿Que parecen escasos la harina y la cebada y la miel para los platos de rito? ¿Y qué hace entonces en Jerusalén Nique – que casi se ha sentido herida porque nunca le piden nada-, sino poder ofrecer su blondísima miel y la harina y la cebada de su linda propiedad? Y Pedro y Simón Zelote van donde Nique, mientras Judas de Alfeo ayuda a Elisa a poner bonita la casa. Hasta el viejo Bartolomé se une a la común alegría y, junto con Felipe, da una buena mano de cal a la cocina renegrida para que esté más alegre. Judas Iscariote se reserva la parte decorativa, y vuelve una y otra vez cargado de ramas vivaces, olorosas y adornadas de bayas, y las coloca garbosamente en repisas o alrededor de la campana de la chimenea. Y en la vigilia de las Encenias la casita parece preparada para recibir a una recién casada, por lo cambiada que está: cacharros de cobre resplandecientes, lámparas que ahora están brillantes como soles, ramajes alegres en las paredes blancas; mientras una fragancia de pan y tortas se esparce por el aire, ya oloroso por las ramas cortadas. Jesús deja estas iniciativas. ¡Parece tan alejado de todos!… Está muy pensativo, incluso triste. Responde a los que le preguntan (solicitando, con la pregunta que hacen, encomio por lo que han hecho). Y son estas preguntas las que me ofrecen la manera de reconstruir los trabajos que los discípulos han hecho, los cuales con su: « ¿No he tenido una buena idea yendo a casa por las lámparas?»; o: ¿Hemos hecho bien yo y Felipe blanqueando todo? Ahora está claro y alegre. Parece más grande»; o también: « ¿Ves, Maestro? Elisa está contenta. Le parece estar en su propia casa y en la época de sus hijos. Hoy cantaba mientras ponía su aceite en las lámparas y luego amasando su miel con la harina y disolviéndola en la leche para la cebada»; y también: «Que diga lo que quiera Elquías. Pero un poco de verde está bien. En el fondo… si el Creador ha hecho las frondas es para que las usemos, ¿no es verdad?» permiten reconstruir el trabajo que cada uno ha hecho. Pero, aun respondiendo a estas preguntas que celan un deseo de alabanza, su pensamiento está ausente. Y se nota. Anochece. Después de los últimos saludos de los vecinos del lugar -que antes de recogerse en sus casas introducen su cabeza en la cocina para saludar al Maestro-, el silencio se establece en Nob. Es la hora de las cenas. Es ya la hora del descanso para los niños y los viejos, para todos aquellos a los que la enfermedad o la edad hacen delicados. Debe existir la costumbre de hacer regalos para las Encenias porque veo que en cuanto se retira el anciano Juan a su cuartito de al lado de la cocina, Elisa y los apóstoles se ponen a terminar, ella una túnica, ellos, objetos útiles tallados en madera y una cortina de red con cuerdecitas teñidas de rojo, verde, amarillo y añil, fatiga que toca especialmente a los pescadores. Tomás, Mateo, Bartolomé y el Zelote los miran. -Bien. He terminado – dice Elisa, y se levanta y sacude los hilachos que pudiera haber. -¡Pobre anciano, estará calentito! ¡Ah, nosotros los hombres, sin las mujeres, somos verdaderamente unos infelices! No sé, sin ti, en qué condiciones estaríamos ya, después de meses de ausencia de casa. Yo puedo hacer esto. ¡Pero si me tengo que coser una hebilla! – dice Pedro palpando la tela. -Y lo has hecho rápido. Pareces mi mujer – dice Bartolomé. -Yo también he terminado. Era buena esta madera. Blanda para hendirla y, al mismo tiempo, resistente – dice Judas Tadeo, dejando en la oscura mesa un cubilete, que puede servir para la sal o alguna especia. -El mío, sin embargo, todavía se demora. Hay aquí una veta dura que no quiere dejarse trabajar. A lo mejor no me sale este trabajo Lo siento. Lo bonito estaba en estas vetas oscuras en la madera clara. Mira, Jesús. ¿No parecen crestas de montes pintadas en la madera? – dice Santiago de Alfeo mostrando una especie de jarrón, que no sé a qué uso pueda destinarse, verdaderamente hermoso por la forma, cubierto con una tapadera en forma de cúpula, y graciosamente veteado, tanto en la panza como en la tapadera. Pero es precisamente en la tapadera, junto al bolillo para agarrar, donde la madera resiste tenaz. -Insiste, insiste; verás como lo consigues. Calienta la herramienta hasta el rojo. Incidirás la fibra y lo conseguirás. Una vez roto el primer estrato… – responde Jesús, que ha observado. -¿Pero no se estropea con el fuego? – pregunta Mateo. -No, si se usa con pericia. Y además, o este medio o tirarlo. Santiago pone al rojo el punzón cortante, luego acerca la punta roja al punto resistente. Olor a madera quemada… -¡Basta! Ahora trabaja y lo conseguirás – dice Jesús. Y ayuda a su primo manteniendo prieta la tapa como en una mordaza. Dos veces el filo resbala y pasa cerquísima de los dedos de Jesús. -Quita la mano, hermano. No quisiera herirte… – dice Santiago de Alfeo. Pero Jesús sigue sujetando el jarrón. La tercera vez el cortante punzón hace sangrar el pulgar de Jesús. -¿Lo ves? ¡Te has hecho daño! ¡Déjame que lo vea! -No es nada. Dos gotas de sangre… – responde Jesús, sacudiendo su dedo para que caiga la sangre que gotea del corte. -Más bien, seca la tapa. Se ha quedado manchada – añade. -No. ¡Dejadlo! Es precioso así. Seca aquí tu dedo, Maestro. Aquí, en mi velo. Sangre tuya, sangre bendita – dice Elisa, envolviendo la mano en el lino de su velo. La tapa causa de tanto apuro está vencida. La incisión ha quedado hecha. -Pero antes quería hacer daño – observa el Zelote.-Sí. Y después ha cedido. ¡Obstinada madera! – dice Tomás. -Con el hierro, el fuego y el dolor. Parece una de esas frases estimadas por los romanos – observa Simón Zelote. -A mí, no sé por qué, me trae a la memoria a los profetas en ciertos puntos. También nosotros somos madera tenaz… ¿Hará falta hierro, fuego y dolor, para hacernos buenos? – pregunta Bartolomé. -En verdad, será necesario. Y no bastará. Yo trabajo con el fuego y con mi dolor, pero no todos los corazones saben imitar a esa madera… ¡Silencio! Afuera hay alguien… Hay rumor de pasos… Escuchan. No se oye nada. -Quizás el viento, Maestro. Hay hojas secas en el huerto… -No. Eran pasos… -Algún animal nocturno. No oigo nada. -Tampoco yo, tampoco yo… Jesús escucha. Parece que escucha. Luego alza la cara y clava su mirada en Judas de Keriot, el cual también está a la escucha (muy a la escucha, más que los otros). Lo mira tan fijamente, que Judas pregunta: -¿Por qué me miras de esa manera, Maestro? Pero no hay respuesta, porque una mano llama a la puerta. De los catorce rostros que la lámpara esclarece, el único que continúa igual es el de Jesús; los otros cambian de color. -¡Abrid! ¡Abre, Judas de Keriot! -¡Yo no! ¡No abro, no! Podría ser mala gente que viniera a propósito durante la noche. ¡No he de perjudicarte yo! -Abre tú, Simón de Jonás. -¡Menos todavía! ¡Yo, más bien, meto la mesa contra la puerta! – dice Pedro, y hace ademán de llevarlo a cabo. -Abre, Juan, y no temas. -¡Oh! Si estás decidido a dejar que entren, yo me marcho allí donde el viejo. No quiero ver nada – dice Judas Iscariote, y recorre con cuatro largos pasos el trecho que lo separa de la puerta de la habitación del anciano, y en ésta desaparece. Juan, derecho junto a la puerta, la mano ya en la llave, mira asustado a Jesús y susurra: -¡Señor!… -Abre y no temas. -Pues sí. A1 fin y al cabo, somos trece hombres fuertes. ¡Seguro que no será un ejército! Con cuatro puñetazos y muchos gritos -tú grita, Elisa, si hay que hacerlo- los ponemos en fuga. ¡Que no estamos en un desierto!» dice Santiago de Zebedeo, y se quita el vestido y se recoge las mangas de la túnica (bueno, o del vestido de debajo de la túnica), preparado para la defensa. Pedro hace lo mismo. Juan, todavía titubeante, abre la puerta, mira por la tronera. No ve nada. Grita: -¿Quién viene a incomodar? Una voz femenina responde, dócil, como angustiada: -Una mujer. Quisiera ver al Maestro. -Ésta no es hora de venir a las casas. Si estás enferma, ¿por qué vas por la calle a estas horas? Si estás leprosa, ¿cómo te aventuras a venir a un pueblo? Si algo te aflige, vuelve mañana. Vete, vete a tus cosas – dice Pedro, que se había puesto detrás de Juan. -¡Por piedad! Estoy sola en medio de la calle. Tengo frío. Tengo hambre. Y soy una desdichada. Llamadme al Maestro. El tiene compasión… Los apóstoles, vacilantes, miran a Jesús, que tiene un aspecto muy severo y calla. Cierran de nuevo la puerta. -¿Qué hacemos, Maestro? – pregunta Felipe – ¿Darle, al menos, un poco de pan? Sitio no hay. Ir a las casas con una desconocida… -Espera, voy yo a ver – dice Bartolomé, y agarra la lámpara para darse luz. -No hace falta que vayas. Esa mujer no tiene frío ni hambre, y sabe muy bien a dónde ir. No tiene miedo de la noche. Pero es una desdichada, aunque no esté ni enferma ni leprosa. Es una prostituta. Y viene a tentarme. Os lo digo porque sepáis que sé las cosas, para que os convenzáis de que las sé. Y os digo más: no viene por propio capricho, sino que viene porque está pagada por venir. Jesús habla alto, en un tono que puede ser oído en la habitación de al lado, donde está Judas. -¿Y quién crees que puede haber hecho esto? ¿Con qué finalidad? – dice el mismo Judas Iscariote presentándose de nuevo en la cocina -Los fariseos está claro que no, los escribas tampoco, y tampoco los sacerdotes, si es una prostituta. Y no creo que los herodianos sean tan… rencorosos como para tomarse ciertas molestias para… Es que no sé tampoco yo para qué. -El «para qué» te lo voy a decir Yo; y tú sabes, como Yo, que es así. Para poder llegar a decir que soy un pecador, uno que tiene tratos con las pecadoras públicas. Y te digo también que no maldigo, ni a ella ni a quien la ha mandado. Sigo siendo, siempre soy, la Misericordia. Y voy a ir donde ella. Si crees oportuno venir conmigo, ven. Voy donde ella porque es realmente una desdichada. Dice que lo es creyendo no decir verdad, porque es joven, hermosa y está bien pagada, está sana y vive contenta de su infame vida. Pero es una desdichada. Es la única verdad que dice entre tantas mentiras. Precédeme y asiste al diálogo. -¡Yo no! ¡Que no asisto! ¿Por qué debería hacerlo? -Para testificar a quien te pregunte. -¿Y quién crees que me va a preguntar? Entre nosotros, no hay necesidad de hacer preguntas, y los otros… Yo no veo a nadie. -Obedece. Ve delante. -No. No quiero obedecer en esto, y no me puedes obligar a acercarme a una meretriz. -¡Hala! ¿Qué eres? ¿El Sumo Sacerdote? Voy yo, Maestro, y sin miedo a que se me pegue nada – dice Pedro. -No. Voy solo. Abre.Jesús sale al huerto. En el negror absoluto de la noche, aún sin Luna, no se ve nada. La puerta de la cocina vuelve a abrirse. Pedro sale con una lámpara. -Toma al menos esto, Maestro, si es que decididamente no quieres que esté yo – dice en voz alta. Y luego, en voz baja: -Pero ten presente que estamos detrás de la puerta. Si tienes necesidad, llama… -Sí. Ve. Y no discutáis entre vosotros. Jesús toma la lámpara y la alza para ver. Detrás del grueso tronco del nogal hay una forma humana. Jesús da dos pasos hacia ella y ordena: -Sígueme. Y va a sentarse en el banco de piedra que está contra la casa en el lado de oriente. La mujer sale, velada toda y corvada. Jesús pone la lámpara sobre la piedra, cerca de sí. -Habla. Ordena, tan austero, rígido, tan Dios, que la mujer, en vez de avanzar y de hablar, retrocede y se encorva más todavía y calla. -Habla, te digo. Preguntabas por mí. He venido. Habla – dice con un cierto matiz de dulzura en la voz. Silencio. -Entonces hablo Yo. Te pregunto: ¿Por qué me odias hasta el punto de servir a quien quiere mi perdición, y la sueña en todos los modos, y busca todo lo que pueda causarla? Responde. ¿Qué mal te he hecho Yo, desdichada? ¿Qué mal te ha hecho el Hombre que ni siquiera en su corazón te ha vilipendiado por la vida infame que llevas? ¿Es que te ha pervertido el Hombre, que ni en su corazón te ha deseado, para que tengas que odiarlo más que a los que te han prostituido y que te vejan cada vez que van a ti? ¡Responde! ¿Qué te ha hecho Jesús de Nazaret, el Hijo del hombre, al que apenas conoces de vista por haberlo encontrado por las calles de alguna ciudad; Jesús, que ignora tu rostro y que de tus gracias no hace caso, porque sólo de tu alma busca la ensuciada, la dañada efigie, para conocerla y curarla? ¡Habla, pues! ¿No sabes quién soy? Sí, en parte lo sabes. Es más, por dos partes lo sabes. Sabes que soy un hombre joven y que mi físico te gusta esto te lo ha dicho tu animalidad desatada; y tu lengua de ebria se lo ha dicho a quien ha recogido la confesión de tu sensualidad y con ello se ha hecho un arma para perjudicarme. Sabes que soy Jesús de Nazaret, el Cristo: esto te lo han dicho aquellos que, aprovechándose de tu deseo carnal, te han pagado para que vinieras aquí a tentarme. Te han dicho: «Él se dice el Cristo. Las muchedumbres lo llaman el Santo, el Mesías. Es sólo un impostor. Necesitamos tener las pruebas de su miseria de hombre. Dánoslas y te cubriremos de oro». Y dado que tú, con un resto de justicia, la última brizna del tesoro de justicia que Dios había puesto en tu carne con el alma y que tú has roto y desbaratado, no querías causarme un daño -porque, a tu manera, me amabas- ellos te dijeron: «No le vamos a hacer ningún daño. ¡A1 contrario! Te lo dejamos a ti a ese hombre, dándote medios para que pueda vivir como un rey a tu lado. Nos basta poder decirnos a nosotros mismos, para dar paz a nuestra conciencia, que Él es un simple hombre. Una prueba de que estamos en la verdad no creyendo que sea el Mesías». Esto te han dicho. Y tú has venido. Pero si Yo me dejara engatusar por ti, vendría sobre mí el infierno. Ellos están preparados para cubrirme de fango y capturarme. Y tú eres el instrumento para hacer esto. Como ves, no te pregunto. Hablo porque sé sin necesidad de preguntar. Pero, si sabes estas dos cosas, la tercera no la sabes. Tú no sabes quién soy, además de hombre y de Jesús. Tú ves al hombre. Los otros te dicen: «Es el Nazareno». Pero Yo te digo quién soy. Soy el Redentor. Para redimir debo estar sin pecado. Mira cómo he pisoteado mi posible sensualidad de hombre. Así, como lo hago con esta repelente larva que en las tinieblas se encaminaba de un fango a otro fango para sus lascivos amores. Así la he pisoteado siempre. Así la pisoteo también ahora. Y, de la misma manera, estoy dispuesto a arrancar de ti tu enfermedad y a pisotearla y librarte de ella, para sanarte y hacerte santa. Porque soy el Redentor. Sólo esto. He tomado cuerpo de hombre para salvaros, para destruir el pecado, no para pecar. Lo he tomado para borrar vuestros pecados, no para pecar con vosotros. Lo he tomado para amaros, pero con un amor que da su vida, su sangre, su palabra, todo, para llevaros al Cielo, a la Justicia, no para amaros como un animal; y ni siquiera como un hombre, porque Yo soy más que hombre. ¿Sabes con precisión quién soy? No lo sabes. No conocías siquiera la entidad de lo que venías a cumplir. Esto te 1o perdono sin que lo solicites. No sabías. ¡Pero tu prostitución! ¿Cómo has podido vivir en ella? No eras así. Eras buena. ¡Oh, desdichada! ¿No recuerdas tu infancia? ¿No recuerdas los besos de tu madre, ni sus palabras? ¿Y las horas de la oración? Las palabras de la Sabiduría, cuya explicación oías al anochecer por boca de tu padre y los sábados por boca del arquisinagogo… ¿Quién te ha hecho obtusa de mente y ebria? ¿No recuerdas? ¿No añoras? ¡Dime! ¿Eres verdaderamente feliz? ¿No respondes? Hablo Yo por ti. Digo: no, no eres feliz. Cuando te despiertas, encuentras en tu almohada tu vergüenza, para darte la primera, cotidiana vuelta de tortura. Y la voz de la conciencia te grita su censura mientras te atavías y perfumas para gustar. Y sientes infame olor en las esencias más finas. Y sabor de náusea en los más caprichosos alimentos. Y tus joyas te pesan como una cadena. Lo son. Y, mientras ríes y seduces, dentro de ti hay algo que gime. Y buscas la embriaguez para vencer el aburrimiento y la náusea de tu vida. Y odias a aquellos que dices que amas para obtener una ganancia. Y te maldices a ti misma. Y tu sueño es cargante por las pesadillas. Y la idea de tu madre es para ti una espada en el corazón; la maldición de tu padre no te deja sosiego. Y además, las ofensas de los que se cruzan contigo, la crueldad de quienes te usan, sin piedad, nunca. Eres una mercancía. Te has vendido. Una mercancía comprada se usa como se quiere. Se rompe, se consume, se pisotea, se escupe. Derecho del comprador. Tú no puedes rebelarte… ¿Te hace feliz esta situación? No. Estás desesperada. Estás encadenada. Vives torturada. En la Tierra eres un trapajo sucio que puede ser pisoteado por cualquiera. Si tratas, en alguna hora de dolor, de encontrar consuelo alzando el espíritu hacia Dios, sientes la ira de Dios sobre ti, prostituta, y el Cielo más cerrado que para Adán. Si te encuentras mal, sientes el terror de morir porque conoces tu suerte. El Abismo es para ti. ¡Oh, desdichada! ¿Y no era suficiente? ¿Es que quieres unir a la cadena de tus culpas la de ser la perdición del Hijo del hombre, de Aquel que te ama? ¡El único que te ama! Porque también por tu alma se ha vestido de carne. Yo podría salvarte, si tú quisieras. Sobre el abismo de tu abyección se curva el Abismo de la misericordiosa Santidad, y espera un deseo tuyo de salvación para sacarte del abismo de tu inmundicia. En tu corazón piensas que es imposible que Díos te perdone. Sacas los principios de este pensamiento tuyo por comparación con el mundo, que no te perdona el ser la prostituta. Pero Dios no es el mundo. Dios es Bondad. Dios es Perdón. Dios es Amor. Has venido a mí, pagada para perjudicarme. En verdad te digo que el Creador, con tal de salvar a una criatura suya, puede transformar en bien incluso lo malo. Y, si tú lo quieres, en bien se transformará tu venida a mí. No te avergüences de tu Salvador. No te avergüences de mostrarle desnudo tu corazón. Aunque quieras velarlo, Él lo ve y llora por él; llora, ama. No te avergüences de arrepentirte. Sé audaz en el arrepentimiento como lo fuiste en la culpa. No eres la primera prostituta que llora a mis pies y conduzco de nuevo a la justicia… Jamás he alejado de mí a una criatura, por muy culpable que fuera. A1 contrario, he tratado de atraerla hacia mí; salvarla. Es mi misión. No me causa horror el estado de un corazón. Conozco a Satanás y sus obras. Conozco a los hombres y sus debilidades. Conozco la condición de la mujer que expía, como es justicia, más duramente que el hombre las consecuencias de la culpa de Eva. Sé, por tanto, juzgar y sé compadecerme. Y te digo que, más que para con las mujeres caídas, soy severo para con aquellos que las inducen a la caída. Respecto a ti, infeliz, soy más severo con los que te han mandado que contigo que has venido, no sabiendo con precisión a qué te prestabas. Hubiera preferido que hubieras venido impulsada por un deseo de redención, como otras hermanas tuyas. Pero, si secundas el deseo de Dios, y de una mala acción haces la piedra angular de tu nueva vida, Yo te diré la palabra de paz… Jesús -que al principio estaba muy severo y cada vez ha ido adquiriendo un tono más dulce, aunque permaneciendo tan… Dios como para excluir cualquier debilidad de la carne y también cualquier error de valoración respecto a su bondadahora calla, y mira a la mujer, que ha estado todo este tiempo en pie pero encorvada, cada vez más encorvada, a unos dos metros de Él, y que a mitad de sus palabras se ha llevado las manos a la cara, apretando contra el velo, dos hermosas manos que sobresalen del manto oscuro, adornadas enteramente con anillos. Lleva pulseras en las muñecas, desnudos los brazos hasta el codo. No podría decir si la mujer llora o no. Si lo hace, es calladamente, porque no se perciben ni sollozos ni convulsiones. Vestida de oscuro, está tan inmóvil que parece una estatua. Luego, de repente, cae de rodillas y se arrebuja en el suelo; entonces sí llora verdaderamente, sin miedo a que se vea. Y luego, permaneciendo así, como un trapajo tirado por el suelo, habla: -¡Es verdad! Eres verdaderamente un profeta… Todo es verdad… Me han pagado por esto… Pero me habían dicho que era por una apuesta… La idea era descubrirte en mi casa… Pero también a tu lado… -Mujer, Yo no escucho sino la narración de tus culpas… – la interrumpe Jesús. -Es verdad. No tengo derecho a acusar a nadie, porque soy un estercolero de inmundicia. Es verdad todo. No soy feliz… No gozo de las riquezas, de los festines, de los amores… Me ruborizo al pensar en mi madre… Tengo miedo de Dios y de la muerte… Odio a los hombres que me pagan. Todo lo que has dicho es verdad. Pero no me arrojes de tu presencia, Señor. Nadie, nunca, después de mi madre, me ha hablado como Tú. Tú, incluso, me has hablado más dulcemente que mi madre, que en los últimos tiempos era dura conmigo por mi conducta… Para no seguir oyéndola, huí a Jerusalén… Pero Tú… Y es como si tu dulzura fuera nieve sobre el fuego que me devora. Mi fuego se atenúa; es más, es un fuego distinto. Era fuego ardiente, pero no daba ni luz ni calor: yo estaba como el hielo y en las tinieblas. ¡Oh, cuánto he querido sufrir! ¡Cuánto dolor inútil y maldito me he producido! Señor, te he dicho, a través de la puerta entreabierta, que era una desdichada y que tuvieras compasión. Eran las palabras de falsedad que me habían enseñado para decírtelas para llevarte a la trampa. Me dijeron que después mi belleza haría el resto… «¡Mi belleza! ¡Mis vestidos!… La mujer se pone en pie. Ahora que está erguida veo que es alta. Se desprende bruscamente de su velo y de su manto, y aparece en su verdadera belleza de moreno castaño y carne blanquísima. Los ojos, agrandados por el rimel, aparecen ensanchados y muy hermosos, tienen una mirada de inocencia azarada que es extraño encontrar en una mujer de éstas. Quizás los ha lavado ya el llanto. La mujer desgarra y pisotea la tela del manto, rompe el velo, arranca las fíbulas preciosas del uno y del otro y las arroja al suelo, se saca anillos y pulseras, lanza lejos los adornos de la cabeza, se agarra los rizos llenos de horquillas brillantes y se los arranca y despeina, para borrar el artificio, en medio de una furia de sacrificio que llega a producir miedo. El collar que tiene en el cuello, estirajado con violencia, se desgrana y cae al suelo, y el pie calzado con sandalias adornadas pisotea las gemas y las tritura; el precioso cinturón sigue la misma suerte, y lo mismo un broche que sujetaba con arte la tela del vestido en el pecho. Y todo esto repitiendo en voz baja, jadeante: -¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera! Cosas malditas. ¡Fuera! Vosotros y quienes me las han dado. ¡Fuera mi belleza! ¡Fuera mis cabellos! ¡Fuera mi carne de jazmín! Rápida, agarra una piedra angulosa que ve en el suelo y se golpea y se hace sangre en la cara, en la boca; se araña con las uñas pintadas. La sangre gotea de las heridas, los rasgos faciales aparecen abultados a causa de los golpes… hasta que su furia se aplaca y, jadeante, exhausta, desfigurada, despeinada, lacerada, sus vestidos, manchados de sangre y tierra, se arroja al suelo a los pies de Jesús Y, gimiendo, dice: -Y ahora me puedes perdonar, si ves mi corazón, porque de mi pasado ya no hay nada, nada de… Has vencido Tú, Señor, contra tus enemigos y mi carne… Perdóname mi pecar… -Te lo había perdonado ya, desde que he salido a tu encuentro. Levántate y no vuelvas a pecar nunca. -Dime qué tengo que hacer, para ello. -Aléjate de los lugares de tu pecado, de las personas que saben quién eres. Tu madre… -¡Oh, mi Señor! Ella ya no me recibirá. Me odia a causa de mi padre, que murió por mí maldiciéndome. -Si te acoge Dios que es Dios, y te acoge porque es Padre, ¿podrá no acogerte la madre que te ha engendrado y que es mujer como tú? Ve humildemente donde ella. Llora a sus pies como lloras a los míos. Confiésate a ella como has hecho conmigo. Manifiéstale tu sufrimiento. Invoca su piedad. Tu madre espera este momento desde hace años. Lo espera para morir en paz. Soporta sus palabras de amorosa reprensión como has soportado las mías. Yo, para ti, era un extraño, y a pesar de todo me has escuchado. Ella es tu madre. Tienes el doble deber, por tanto, de escucharla con respeto.-Tú eres el Mesías. Eres más que mi madre. -Esto lo dices ahora. Pero cuando has venido para tentarme no sabías que era el Mesías, y, no obstante, has escuchado mis palabras. -Eras tan distinto de los hombres… tan… ¡Eres santo, Jesús de Nazaret! -Tu madre es santa como madre y como criatura. Por sus oraciones has hallado misericordia ante Dios. ¡La madre siempre es santa! Y Dios quiere que se honre a la madre. Yo la he mancillado. Todo el pueblo lo sabe. -Razón de más para ir a ella y decirle: «Madre, perdón». Y para consagrarle la vida para compensarla por las penas que por ti ha sufrido. -Lo haré… Pero… Señor, no me mandes ahora a Jerusalén. Ellos me esperan… y no sé si sabré resistir las amenazas… Déjame aquí hasta el alba, y después… -Espera un momento. Jesús se levanta, va a la puerta de la cocina, llama, dice que le abran y añade: -Elisa, sal. Elisa obedece. Jesús la conduce hacia la mujer, la cual, al ver venir a otra mujer, y anciana, tiene una reacción de vergüenza y trata de taparse la cara y el vestido procaz con los restos del manto y del velo desgarrados. -Escucha, Elisa. Yo dejo inmediatamente esta casa. Dirás a mis apóstoles que me verán a la aurora en la puerta de Herodes. Todos menos Judas de Keriot, que debe venir conmigo. Llevarás a esta mujer a dormir contigo. Puedes ocupar mi cama, porque Yo no volveré a Nob durante mucho tiempo. Mañana, cuando se despierte Juan, tú y él acompañaréis a esta mujer a donde ella diga. Le darás una túnica común y un manto de los tuyos. Y la ayudaréis en todo. -De acuerdo, Señor. Se hará como Tú quieres. Lo siento por Juan… -Yo también. Quería complacerlo, pero el odio de los hombres impide al Hijo del hombre dar una hora de fiesta a un justo… -¿Y después, Señor? -¿Después? Puedes volver a Betsur, y esperar… Adiós, Elisa. Mi bendición y mi paz queden contigo. Adiós, mujer. Te dejo en manos de una madre y un justo. Pero, si crees que debes volver para recoger tus bienes… -No. Ya no quiero tener nada del pasado. -¡Pero mujer! ¡No podrás dejar todo abandonado! ¿No tienes siervos ni parientes? – dice Elisa. -Tengo sólo una sierva… y… -Tendrás que despedirla, tendrás que… -Te ruego que lo hagas tú, cuando vuelvas. Ayúdame a sanar del todo, mujer. Hay una verdadera angustia en la mujer. -¡Sí, hija mía! Sí. No te acongojes. Mañana pensaremos en todas estas cosas. Ahora ven conmigo arriba – y Elisa la toma de la mano y la guía por la escalera a uno de los dos cuartos superiores. Luego, rápidamente, baja: -He pensado que convenía que todos te vieran sin ella, Señor. Y que no supieran dónde está. Estas joyas… Se agacha a recoger anillos y pulseras, fíbulas y horquillas y cinturón, y todas las cuentas que puede del collar roto: -¿Qué vamos a hacer, Señor, con esto? -Ven conmigo. Tienes razón. Conviene que me vean. Entran en la cocina. Todos miran a Jesús con gesto interrogativo. Se ha levantado también el anciano, quizás despertado por una polémica. -Elisa, da a Tomás las cosas preciosas. Y Tú, Tomás, mañana 1as venderás a algún orfebre. Servirán para los pobres. Sí. Son joyas de mujer, de esa mujer. Ésta es la respuesta para quien piensa que una carne pueda tentar al Hijo del hombre y desviarlo de su misión. Y también es el consejo, para todos los que me odian, de que es inútil cualquier embrollo para encontrar materia de acusación. Juan, Elisa te dirá lo que debes hacer. Yo te bendigo… -¿Me dejas, Señor? El viejecito está afligido. -Debo hacerlo. Adiós. La paz sea contigo. Se vuelve hacia los apóstoles: -Id a descansar. Todos menos Judas de Keriot, que viene conmigo. -¿Pero a dónde? Es de noche – objeta Judas. -A orar. No te va a perjudicar. ¿O es que temes el aire nocturno si lo respiras conmigo? Judas agacha la cabeza y, de mal talante, coge su manto, mientras Jesús coge el suyo. -Mañana a la aurora en la puerta de Herodes. Iremos al Templo y… -¡No! El «no» es unánime; el de Judas, el más fuerte. -Iremos al Templo. ¿No has dicho, acaso, que los has convencido de que me dejen en paz? -Es verdad. -Pues entonces iremos al Templo. Ven – y está para salir. -Pues ya se acabó la fiesta que habíamos preparado… – suspira Pedro. -Terminada antes de empezar, deberías decir – le responde Santiago de Zebedeo. Jesús está ya en el umbral de la puerta. Se vuelve y bendice. Luego desaparece en la noche. En la cocina, todos se han quedado mudos. Hasta que Mateo pregunta a Elisa: -¿Pero y qué es lo que ha pasado?-No lo sé. Había una mujer que lloraba. Y Él ha dicho lo que os ha dicho luego a vosotros. No sé ni quién es, ni de dónde ni por qué ha venido… -Bien. Vamos… Y, menos Mateo y Bartolomé, que duermen en la casa, se marchan todos.