Pensamientos de gloria y martirio ante la vista de la costa mediterránea.
Desde las cimas de las últimas elevaciones, que ya no es propio llamar colinas, pues son de una altura muy relativa, aparece un amplio radio de la costa mediterránea, limitado al norte por la elevación del Carmelo, libre al sur hasta las extremas lejanías que la vista humana puede alcanzar. Una plácida costa, casi recta, que tiene a sus espaldas una llanura feraz, apenas interrumpida por levísimas ondulaciones. Las ciudades marítimas son visibles con la blancura de sus casas entre el verde del interior y el azul espléndido del mar plácido y sereno que refleja el azul puro del cielo.
Cesárea se halla un poco al norte del lugar en que están los apóstoles con Jesús y algunos discípulos, encontrados quizás en los pueblos que han atravesado al anochecer o al alba. Porque ahora ya está superada el alba, y superada la aurora, a pesar de que todavía el día transcurra sus primeras horas: esas horas tan hermosas de las mañanas estivales en que el cielo, después del rosicler de la aurora, vuelve a ser azul, y fresco el aire nítido, frescos los campos, intacto de velas el mar; horas virginales del día, en que se abren las nuevas flores, y las gotas de rocío, secándose con el primer sol, exhalan consigo los aromas de las hierbas, y confían el frescor y el perfume al respiro leve de la brisa matutina, que apenas si mueve las hojas en sus tallitos y riza apenas la superficie llana del mar.
La ciudad – bonita como todos los lugares en que el refinamiento romano tiene sede – aparece extendida sobre la orilla. Termas y palacios marmóreos albean, como bloques de nieve endurecida, en los barrios más cercanos al mar, custodiados por una torre, también blanca, alta, cuadrada, enclavada junto al puerto. Quizás un castro o un lugar de vigía. Luego las casitas más modestas, periféricas, construidas en estilo hebreo. Y, por todas partes, verdor de pérgolas y jardines elevados (más o menos fastuosos, ubicados en las terrazas que coronan las casas) y descollar de copas de árboles.
Los apóstoles admiran, se detienen a la sombra fresca de un grupo de plátanos puesto casi en la cima de la colina. -¡Se ensancha el respiro viendo esta inmensidad! – exclama Felipe.
-Y a uno le parece ya sentir todo el frescor de aquellas bonitas aguas azules – dice Pedro.
-¡Sí, verdaderamente! ¡Después de tanto polvo, piedras, zarzas… mira que tersura! ¡Qué frescor! ¡Qué paz! El mar da siempre paz – comenta Santiago de Alfeo.
-¡Mmm! Menos cuando… te bambolea y te hace dar vueltas a ti y a la barca como a bolos en manos de chavales… – le responde Mateo, que probablemente recuerda su mal de mar.
-Maestro… yo pienso… pienso en todas las palabras de nuestros salmistas, en el libro de Job, en las palabras de los libros sapienciales… pienso en los lugares en que se celebra la potencia de Dios. Y, no sé por qué, este pensar, que me viene de lo que veo, me hace brotar el pensamiento de que seremos sublimados hasta una belleza perfecta en una pureza azul y luminosa, si somos justos hasta el final, hasta la gran revista, hasta el momento de tu triunfo eterno, el que Tú nos describes y que significará el final del Mal… Y me parece ver poblada esta inmensidad celeste de luminosos cuerpos resucitados en ti, refulgente más que mil soles, en el centro de los bienaventurados, y ya no habrá dolor ni lágrimas ni insultos ni denigraciones como las de ayer al anochecer… y paz, paz, paz… Pero, ¿cuándo va a terminar de hacer daño el Mal? ¿Va a romper, acaso, las puntas de sus saetas contra tu Sacrificio? ¿Se va a persuadir de estar derrotado? – dice Juan, el cual, si al principio sonreía, ahora está angustiado.
-Jamás. Siempre creerá que es triunfador, a pesar de todos los mentís que le den los santos. Y mi Sacrificio no despuntará sus saetas. Pero llegará la hora, la hora final, en que el Mal será vencido, y en una belleza aún más infinita de la que tu espíritu prevé, los elegidos serán el único Pueblo, eterno, santo, el Pueblo verdadero del Dios verdadero.
-¿Y nosotros estaremos allí todos? – preguntan los apóstoles.
-Todos.
(Todos. María Valtorta precisa en una copia mecanografiada: “Puede decir «todos» porque Judas Iscariote no está presente, y de los apóstoles sólo el hombre de Keriot se condenó”)
-¿Y nosotros? – pregunta el grupo, más numeroso, de los discípulos.
-Vosotros también estaréis todos.
-¿Todos los presentes o todos los que somos discípulos? Ya somos muchos, a pesar de los que se han separado.
-Y cada vez seréis más. Aunque no todos seréis fieles hasta el final. Pero muchos estarán conmigo en el Paraíso. Unos recibirán el premio después de una expiación, otros desde el primer momento después de la muerte; pero el premio será tal, que, de la misma forma que olvidaréis la Tierra y sus dolores, olvidaréis también el Purgatorio con sus penitenciales nostalgias de amor.
-Maestro, Tú nos has dicho que sufriremos persecuciones y martirios. Entonces, podremos ser apresados y muertos sin tener tiempo de arrepentirnos; o nuestra debilidad nos hará faltar de resignación a la muerte cruenta… ¿Y entonces? – pregunta Nicolái de Antioquía, que está entre los discípulos.
-No creas eso. Por vuestra debilidad de hombres no podríais, efectivamente, sufrir resignados el martirio. Pero a los grandes espíritus, que deben dar testimonio del Señor, el Señor les infunde una ayuda sobrenatural…
-¿Cuál? ¿La insensibilidad quizás?
-No, Nicolái. El amor perfecto. Llegarán a un amor tan completo, que el suplicio de la tortura, el suplicio de las acusaciones, el suplicio de las separaciones de los parientes o de la vida o de todo, no serán ya una realidad que abate. Antes al contrario, y sobre todo, se transformará en base para elevarse al Cielo, para acoger este Cielo, para verlo; por tanto, para tender los brazos y el corazón hacia las torturas y así ir a donde ya estará su corazón: al Cielo.
-Uno que muera así estará muy perdonado entonces – dice un discípulo anciano cuyo nombre desconozco.
-No mucho, perdonado del todo, Papías. Porque el amor es absolución y el sacrificio es absolución, y la confesión heroica de la fe es absolución. Así pues, como ves, los mártires recibirán un ternario lavacro.
-¡Oh! Entonces… Yo he pecado mucho, Maestro, y he seguido a éstos para obtener perdón, y ayer me lo has dado y por eso has sido insultado por quien no perdona y es culpable. Yo creo que tu perdón es válido. Pero por mis largos años de culpa dame el martirio absolutorio.
-Mucho pides, hombre.
-No será nunca cuanto debo dar para obtener la bienaventuranza que Juan de Zebedeo ha descrito y Tú has confirmado. Te lo suplico, Señor: haz que muera por ti, por tu doctrina…
-Mucho pides, hombre. La vida del hombre está en las manos de mi Padre…
-Pero todas tus oraciones hayan acogida, como hayan acogida todos tus juicios. Pídele al Eterno este perdón para mí… El hombre está de rodillas a los pies de Jesús, que lo mira á los ojos y dice:
-¿Y no te parece martirio vivir cuando el mundo ha perdido todo atractivo y cuando el corazón tiene su anhelo puesto en el Cielo; y vivir para adoctrinar a otros en orden al amor y conocer las desilusiones del Maestro y perseverar sin cansancios para darle almas al Maestro? Haz la voluntad de Dios, siempre, aunque te pareciera más heroica la tuya, y serás santo… Pero ahí están los compañeros que vienen con las provisiones. Vamos a ponernos en camino para llegar a la ciudad antes de las horas tórridas.
Y se pone Él el primero en marcha por la suave bajada, que pronto toca la llanura cortada por la cinta blanca de la calzada que conduce a Cesárea Marítima.