Pedro y Bartolomé en Béter por un grave motivo. Éxtasis de la escritora.
Jesús pasea entre las florestas de rosas, donde bulle el trabajo de los recolectores. Halla así la manera de hablar con uno o con otro, y también con la mujer viuda y sus hijos, a la que Juana en la Pascua ha tomado, por su amor, a su servicio después del banquete de los pobres. Ya no parecen los mismos. Con nueva vitalidad, serenos, cumplen su trabajo con alegría, cada uno según sus propias capacidades, y los más pequeños, que verdaderamente no saben todavía ni siquiera distinguir una rosa de otra por el color o por la lozanía para escogerlas, juegan con otros pequeñuelos en los sitios más tranquilos, y sus gorjeos de pajarillos humanos todavía en el nido se unen a los de los implumes que pían, que chillan entre las frondas de los árboles para saludar a sus padres que regresan con la comida para sus bocas.
Jesús se acerca a estas pequeñas nidadas humanas, y se agacha, se interesa, acaricia, calma pequeñas riñas, levanta al que se ha caído y gimotea, sucio de tierra, arañadas con el suelo la frente o las manitas. Y los llantos, las riñas, los celos, cesan de golpe con la caricia y la palabra del Inocente a los inocentes, o se transforman incluso en el ofrecimiento del objeto causa de la discusión o de la caída (el escarabajo dorado, la piedrecita de color o brillante, una flor cortada, etc.)… Jesús tiene llenas de estas cosas las manos y el cinturón, y, cuando deposita escarabajos y mariquitas entre el follaje, restituyéndolos así a la libertad, lo hace sin ser visto.
¡Cuántas veces he notado el perfecto tacto de Jesús incluso en los más pequeños, para no herirlos, para no defraudarlos! Tiene el arte y el atractivo para saber mejorarlos y para hacerse querer, con cosas aparentemente insignificantes, aunque en realidad son perfecciones de amor adaptado a la pequeñez del niño…
Como a mí. ¡A mí me ha tratado siempre como a un «niño» para mejorar mi miseria, para hacerse querer! Después, cuando lo he amado con todo mi ser, ha apretado la mano, me ha tratado como adulta, sordo a mis súplicas: « ¿Pero no ves que soy una inútil?». Ha sonreído y me ha obligado a hacer obras de adultos… ¡Oh! Sólo cuando la pobre María está toda llena de aflicción, Él vuelve a ser el Jesús de los niños para mi pobre alma, tan incapaz, y se muestra satisfecho de… mis escarabajos y mis piedrecitas… y mis florecillas… de lo que logro darle… y me muestra que los ve bonitos… y que me ama porque soy “la nada que se abandona, se pierde, en el Todo”.
¡Querido Jesús mío! ¡Amado, amado hasta la locura! ¡Amado con todo mi ser! ¡Sí, lo puedo proclamar! En la vigilia de mi año 49, examinándome atentamente, en la vigilia de la sentencia humana sobre mi obra como portavoz, escudriñando atentamente mi espíritu y toda mí misma para descifrar las palabras verdaderas que hay en mí, puedo decir que ahora amo, comprendo que amo a mi Dios con todo mi ser. He tardado 48 años en llegar a este amor total, tan total que excluye un pensamiento de temor personal en vistas de una condena, teniendo tan sólo una profunda aflicción por la repercusión que ésta pudiera tener en almas que yo he llevado a Dios, que estoy convencida de que han sido redimidas por el Jesús vivo dentro de mí, y que se separarían de la Iglesia, anillo de enlace entre la humanidad y Dios.
Dirán algunos: « ¿No te da vergüenza haber tardado tanto?». No, en absoluto. Era tan débil, tan nada, que he tardado todo este tiempo. Y además estoy convencida de que he tardado exactamente el tiempo que Jesús ha querido. Ni un minuto más ni un minuto menos; porque – esto puedo decirlo – desde que empecé a comprender – qué es Dios, no le he negado a Dios nada. Desde cuando, teniendo yo cuatro años, lo sentía tan omnipresente, que creía incluso que estar en la madera del respaldo de la silla en que me sentaba y le pedía disculpa por darle la espalda y por apoyarme en Él; desde cuando también a los cuatro años, hasta en el sueño meditaba que nuestros pecados lo habían herido y matado, y me ponía de pie encima de mi cama, suplicando, vestida con mi camisón de noche, sin mirar a ningún cuadro sagrado, sino volviéndome a mi Amado matado por nosotros, suplicando: «¡Yo no! ¡Yo no! ¡Quítame la vida, pero no me digas que yo te he herido!». Y así sucesivamente…
Amor mío, Tú conoces mis ardores, no desconoces ni siquiera uno… Tú sabes que bastaba que se perfilase una propuesta tuya para que ya inmediatamente fuera aceptación en tu María. Aunque me propusieras que te diera mi amor de novia – es más, precisamente entonces, en la Navidad del 1921, se reafirmó mi amor por ti -, o el amor de los parientes o la vida o la salud o la comodidad… y que, cada vez más, fuera una «nada» en la vida social, un desecho, mirado por el mundo con compasión o burla… Una que no puede tomar un vaso de agua si tiene sed si no hay quien se lo acerque, una que está clavada como Tú, como Tú, y como he deseado tanto estarlo, y como quisiera enseguida volver a estar si Tú me curaras. ¡Todo! La nada ha dado todo, su todo de criatura… Bien, pues también ahora, también ahora, que puedo ser juzgada negativamente, que puedo sufrir interdicción, que pueden actuar contra mí, ¿qué te digo? «Déjame a ti, déjame tu Gracia. Todo el resto es nada. Lo único que te ruego es que no me suspendas tu amor y que no permitas que los que te he dado vuelvan a caer en las tinieblas.
¿Pero, a dónde he ido, oh Sol mío, mientras paseas entre los rosales? A donde mi corazón, que ha hecho esfuerzo de amor por ti, me lleva. Y late, y me enciende la sangre en las venas. Y la gente dirá: «Tiene fiebre y palpitaciones». No. Es que esta mañana te estás derramando en mí con la fuerza de un divino huracán de amor, y yo… y yo me anulo en ti, que me invades, y ya no coordino como criatura, y siento lo que debe ser el vivir de los serafines… y ardo y deliro y te amo, te amo, te amo. ¡Piedad, en tu amor! Piedad, si quieres que viva todavía para servirte, oh Amor divinísimo, eterno, oh Amor dulcísimo, oh Amor de los Cielos y de la Creación, Dios, Dios, Dios…
¡O… no… piedad, no! ¡Antes al contrario, más aún! ¡Hasta la muerte en la hoguera del amor! ¡Fundámonos! ¡Amémonos! Para estar en el Padre, como dijiste orando por nosotros: «Que estén (los que me aman) donde estamos Nosotros. Que sean uno». ¡Uno! Ésta es una de las afirmaciones del Evangelio que siempre me han hecho sumirme en un abismo de adoración amorosa. ¿Qué pediste para nosotros, mi Divino Maestro y Redentor? ¿Qué pediste, mi Divino loco de amor? Que nosotros seamos uno contigo, con el Padre, con el Espíritu Santo, porque quien está en Uno está en los Tres, ¡oh, inseparable y verdaderamente libre Trinidad del Dios uno y trino! ¡Bendito! ¡Bendito! ¡Bendito con cada uno de mis latidos y respiros!…
Pero volvamos a la visión, porque veo venir con paso veloz, tanto que sus vestiduras se mueven como una vela azotada por el viento, a Pedro, seguido por Bartolomé, que camina más tranquilo. Se presenta repentinamente a espaldas del Maestro, que está agachado acariciando a unos lactantes – los cuales son, sin duda, hijos de recolectoras – puestos en unos traspuntines a la sombra fresca de las plantas.
-¡Maestro!
-¡Simón! ¿Cómo es que estás aquí? ¿Y tú, Bartolomé? Teníais que partir mañana por la tarde, después de la puesta de sol del sábado…
-Maestro, no nos regañes… Escúchanos antes.
-Os escucho. Y no os regaño, porque pienso que habréis desobedecido por un grave motivo. Solamente aseguradme que ninguno de vosotros está herido o enfermo.
-No, no, Señor. No nos ha sucedido ningún mal – se apresura a decir Bartolomé.
Pero Pedro, siempre sincero e impulsivo, dice:
-¡ Mmm! Yo por mí digo que hubiera sido mejor si tuviéramos todos las piernas rotas, o incluso la cabeza, antes que… -¿Qué ha sucedido entonces?
-Maestro, hemos pensado que era mejor venir para acabar con… – está diciendo Bartolomé cuando Pedro le interrumpe:
-¡Pero habla más deprisa!
Y termina:
-Judas es un verdadero demonio desde que te has marchado. Ya no podíamos hablar, no razonaba. Ha discutido con todos… Y ha escandalizado a todos los dependientes de Elisa y a otras personas…
-Quizás se ha puesto celoso porque has tomado a Simón contigo… – dice Bartolomé queriendo disculpar, al ver que la cara de Jesús se pone muy severa.
-¡Qué van a ser celos! ¡Deja de una vez de disculparlo!… O riño contigo para desahogarme de no haber podido reñir con él… ¡Porque Maestro, he logrado estar callado! ¡Fíjate! ¡Estar callado! Por pura obediencia y amor a ti… ¡Pero qué esfuerzo! Bien. En un momento en que Judas se marchó, dando portazos, hemos deliberado entre nosotros… y hemos pensado que era mejor partir para poner fin al escándalo en Betsur y… evitar… darle unos guantazos… Y yo y Bartolomé nos hemos marchado inmediatamente. He rogado a los otros que me dejaran marcharme enseguida, antes de que él volviera… porque… porque sentía realmente que no me iba a contener ya más… Esto es. He dicho. Ahora corrígeme, si te parece que he cometido un error.
-Has hecho bien. Habéis hecho todos bien.
-¿También Judas? ¡Ah, no, mi Señor! ¡No digas esto! ¡Ha dado un espectáculo indigno!
-No. Él no ha hecho bien. Pero no lo juzgues.
-…No, Señor…
El «no» sale con mucho esfuerzo.
Un momento de silencio. Luego Pedro pregunta:
-¿Me dices, al menos, por qué Judas, de repente, se ha vuelto así? ¡Parecía haberse vuelto tan bueno! ¡Se estaba tan bien! Yo había hecho oraciones y sacrificios para que continuara… Porque no puedo verte afligido. Y Tú estás afligido cuando nos causamos daño… Y, desde las Encenias, sé que incluso el sacrificio de una cucharada de miel tiene valor… Esta verdad me la ha tenido que enseñar un discípulo, el más pequeño de los discípulos, un pobre niño, a mí, tu apóstol necio. Pero no la he desatendido. Porque he visto su fruto. Porque también yo, que soy un zopenco, he comprendido algo por luz de la Sabiduría que se ha inclinado benigna hacia mí, que ha bajado hasta mí, hasta el rudo pescador, hasta el hombre pecador. He comprendido que es necesario amarte no sólo con las palabras, sino salvándote las almas con nuestro sacrificio. Para darte una alegría. Para no verte así como estás ahora, como estabas en Sebat. Tan pálido y triste, mi Maestro y Señor que no somos dignos de tenerte, que no te comprendemos: nosotros, gusanos al lado de ti, Hijo de Dios; nosotros, lodo al lado de ti, Estrella; nosotros, tinieblas al lado de ti, Luz. ¡Pero no ha servido para nada! ¡Para nada! Es verdad. Mis pobres ofrendas… tan pobres; tan defectuosas… ¿Y para qué iban a servir? Ha sido soberbia mía, creer que pudieran servir… Perdóname. Pero te he dado cuanto tenía. Me he ofrecido para darte todo lo que tengo. Y creía estar justificado porque te he amado, oh mi Dios, con todo mi ser, con todo mi corazón, con toda mi alma, con todas mis fuerzas, como está escrito. Y ahora comprendo también esto y lo digo yo también como dice siempre Juan, nuestro ángel, y te ruego (y se arrodilla a los pies de Jesús) que aumentes tu amor en tu pobre Simón, para que aumente mi amor por ti, oh mi Dios.
Y Pedro se agacha a besar los pies de Jesús, y se queda así. Bartolomé, que ha estado escuchando, admirando y asintiendo, hace lo mismo.
-Alzaos, amigos. Mi amor crece sin pausa en vosotros, y crecerá cada vez más. Y benditos seáis por el corazón que tenéis. ¿Cuándo van a venir los otros?
-Antes de la puesta del sol.
-Está bien. También Juana y Elisa y Cusa volverán antes del ocaso. Pasaremos el sábado aquí y luego partiremos.
-Sí, Señor. ¿Pero para qué te ha llamado Juana con tanta urgencia? ¿No podía esperar? ¡Estaba ya concordado que vendríamos aquí!
-¡Con su imprudencia ha causado un buen jaleo!…
-No la acuses, Simón de Jonás. Ha actuado por prudencia y amor. Me ha llamado porque había almas cuya buena voluntad había que confirmar.
-¡Ah! Entonces ya no hablo más… Pero, Señor, ¿por qué Judas se ha alterado de esa forma?
-¡No pienses en ello! ¡No pienses en ello! Goza de este Edén, todo flores y paz. Goza de tu Señor. Y deja, y olvida, las formas peores de la Humanidad, sus asaltos contra el espíritu de tu pobre compañero Lo único que debes recordar es orar por él, mucho, mucho. Venid. Vamos donde aquellos pequeños que nos miran asombrados. Hace poco les estaba hablando de Dios, de alma a alma, con el amor, y a los más grandecitos con las bellezas de Dios…
Y echa sus brazos alrededor del talle de sus dos apóstoles, para dirigirse a un círculo de niños que lo esperan.