Partida del Iscariote, que ocasiona la lección sobre el amor y el perdón.
Ya están en la otra margen. Tienen a la derecha el monte Tabor y el pequeño Hermón; a la izquierda, los montes de Samaria; a sus espaldas, el Jordán; de frente, acabada la llanura en que se hallan, los collados ante los que se encuentra Meguiddó (si recuerdo bien este nombre, oído en una visión ya lejana, la en que Jesús se reúne con Judas de Keriot y Tomás, después de la separación causada por la necesidad de tener oculta la presencia de Síntica y Juan de Endor).
Deben haber descansado todo el día en alguna casa hospitalaria, porque ya cae de nuevo la tarde y es visible que están descansados. Hace todavía calor, pero el relente empieza a bajar y a suavizar el ardor. Y descienden las sombras violáceas del crepúsculo tras los últimos arreboles de un ocaso de fuego.
-Aquí se camina bien – observa, contento, Mateo.
-Sí. Andando tan bien, estaremos antes del galicinio en Meguiddó – le responde el Zelote.
-Y al alba habremos pasado los collados y veremos la llanura de Sarón – termina Juan.
-Y tu mar, ¿eh? – lo anima su hermano.
-Sí. Mi mar… – responde Juan sonriendo.
-Y te marcharás con el espíritu en una de tus peregrinaciones espirituales – le dice Pedro, agarrándole con fuerza un brazo con afecto rudo y benigno. Y termina: «Enséñame también a mí la manera de extraer, a partir de la visión de las cosas, ciertos pensamientos tan… angélicos. Yo he mirado muchas veces el agua… la he amado… pero… nunca me ha servido para otra cosa sino para navegar y pescar. ¿Qué ves tú en el mar?…
-Veo agua, Simón. Como tú y como todos. De la misma forma que ahora veo campos y árboles frutales… Pero luego, además de los ojos de la cabeza, tengo como otros ojos aquí dentro y ya no veo la hierba y el agua, sino palabras de sabiduría que salen de esas cosas materiales. No soy yo quien piensa. No sería capaz de ello. Es otro quien piensa en mí.
-¿Eres acaso profeta? – pregunta un poco irónico Judas Iscariote.
-¡Oh, no! No soy profeta…
-¿Y entonces? ¿Crees que posees a Dios?
-Menos todavía…
-Entonces desvarías.
-Puede ser, porque soy muy pequeño y débil. Pero si es así, es un desvarío bien dulce y me lleva a Dios. Mi enfermedad se transforma entonces en un don, y bendigo por ello al Señor.
-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! – ríe fragorosa y falsamente Judas.
Jesús, que ha escuchado, dice:
-No está enfermo, no es profeta. Pero el alma pura posee la sabiduría, que es la que habla en el corazón del hombre
justo.
-Entonces yo no llegaré nunca, porque no he sido siempre bueno… – dice Pedro desconsolado.
-¿Y yo entonces? – le responde Mateo.
-Amigos, pocos, demasiado pocos serían los que podrían poseer la sabiduría por ser puros desde siempre. Pero el arrepentimiento y la buena voluntad hacen al hombre, antes culpable e imperfecto, justo; entonces la conciencia recobra su virginidad en el lavacro de la humildad, de la contrición y del amor; y, virgen así de nuevo, puede emular a los puros.
-Gracias, Señor – dice Mateo, inclinándose a besar la mano del Maestro.
Un silencio. Luego Judas Iscariote exclama:
-¡Estoy cansado! No sé si voy a ser capaz de andar toda la noche.
-¡Hombre, claro! ¡Hoy has querido estar dando vueltas por ahí como un moscardón mientras nosotros dormíamos! – le responde Santiago de Zebedeo.
-Quería ver si encontraba a algunos discípulos…
-¿Y qué te apuraba? El Maestro no lo ha dicho, así que…
-Bien. Y yo lo he hecho. Y, si el Maestro me lo permite, me quedo en Meguiddó. Creo que hay allí un amigo nuestro que
baja todos los años por esta época, después de la cosecha de los cereales. Querría hablarle de mi madre y…
-Haz lo que creas conveniente. Una vez terminada tu ocupación te dirigirás a Nazaret. Allí llegaremos nosotros. Avisarás
así a mi Madre y a María de Alfeo de que al cabo de poco estaremos en casa.
-Yo también te digo como Mateo: «Gracias, Señor».
Jesús no responde nada y acoge el beso en la mano como ha acogido el de Mateo. No es posible ver las expresiones porque es ese momento de la noche en que la luz diurna ha desaparecido ya totalmente y todavía no hay luz estelar. Hay tanta oscuridad, que con dificultad siguen por el camino y para eliminar todo inconveniente, Pedro y Tomás se deciden a encender unas ramas – que arden crepitando – cogidas de las matas. Pero la luz, primero ausente, ahora móvil y humeante, no permite ver bien las expresiones de los rostros.
Los collados, entretanto, se aproximan. Sus oscuras prominencias se delinean con un negro más negro que el de los campos segados y blancuzcos de rastrojos en medio de la negrura de la noche, y cada vez se delinean más por la cercanía y el claror de las primeras estrellas…
-Yo te dejaría aquí, porque mi amigo está un poco fuera de Meguiddó. Estoy muy cansado…
-Bien, ve. Que el Señor vele sobre tus pasos.
-Gracias, Maestro. Adiós, amigos.
-Adiós, adiós – dicen los otros sin dar mucha importancia al saludo.
Jesús repite:
-Que el Señor vele sobre tus acciones.
Judas se marcha raudo.
-¡Mmm! Ya no parece tan cansado – observa Pedro.
-Sí. Aquí iba arrastrando las sandalias. Allí corre como una gacela… – dice Natanael.
-Tu saludo ha sido santo, Hermano. Pero, a menos que el Señor lo someta con su voluntad, no servirá la asistencia de Dios para hacerle cumplir buenos pasos y acciones justas.
-¡Judas, no porque me seas hermano estás exento de reprensión! Te reprendo, por tanto, tu acritud e intransigencia hacia tu compañero. El tiene sus culpas. Pero tú también tienes las tuyas. Y la primera es el no saber ayudarme a formar esa alma. Lo exasperas con tus palabras. Los corazones no se vencen con la violencia. ¿Crees que tienes derecho a censurar todas sus acciones? ¿Te sientes tan perfecto como para poder hacerlo? Te recuerdo que Yo, tu Maestro, no lo hago, porque amo a esa alma informe. Es la que más piedad me produce de todas… precisamente por ser informe. ¿Crees que goza de su estado? ¿Y cómo vas a poder ser mañana maestro de espíritus, si no te ejercitas con un compañero en usar la infinita caridad que redime a los pecadores?
Judas de Alfeo agacha la cabeza ya desde las primeras palabras. Pero, al final, hinca en tierra sus rodillas y dice: -Perdóname. Soy un pecador. Y repréndeme cuando esté en culpa, porque la corrección es amor y el único que no comprende la gracia de ser corregido por el sabio es el necio.
-Ya ves que lo hago, por tu bien. Pero con la reprensión va unido el perdón, porque sé comprender la razón de tu rigor y
porque la humildad del corregido desarma al que corrige. Levántate, Judas, y no peques más – y lo tiene a su lado con Juan.
Los otros apóstoles hacen comentarios entre sí, primero bisbiseando, luego más alto por el hábito que tienen de hablar
en voz alta. Y así oigo que están comparando a los dos Judas.
-¡Si hubiera sido Judas de Keriot el que hubiera oído ese reproche! ¡Habría que haber visto cómo se habría sublevado! Tu hermano es bueno – dice Tomás a Santiago.
-Pero… bueno… no se puede decir que haya hablado mal. Ha dicho una verdad sobre Judas de Keriot. ¿Tú crees eso del amigo que va a Judea? Yo no – dice con franqueza Mateo.
-Serán… cuestiones de viñas como en el mercado de Jericó – dice Pedro recordando la escena que no puede olvidar. Todos ríen.
-Cierto que se necesita el Maestro para compadecerlo tanto… – observa Felipe.
-¿Tanto? «Siempre», debes decir – le rebate Santiago de Zebedeo.
-Si fuera yo, yo no sería tan paciente – dice Natanael.
-Tampoco yo. La escena de ayer ha sido verdaderamente desagradable – confirma Mateo.
-Ese hombre no debe estar completamente sano de mente – dice conciliador el Zelote.
-Pero siempre sabe hacer bien sus cosas, demasiado bien incluso. Me apostaría mi barca, mis redes, la casa incluso, con
la seguridad de no perder nada, a que está yendo a ver a algún fariseo mendigando protecciones… – dice Pedro.
-¡Es verdad! ¡ Ismael! ¡Ismael está en Meguiddó! ¿Cómo no lo hemos pensado?!Hay que decírselo al Maestro! – exclama
Tomás, dándose un manotazo en la frente.
-Es inútil. El Maestro lo seguiría disculpando y a nosotros nos reprendería – dice el Zelote.
-De todas formas… vamos a probar. Ve tú, Santiago. Te ama, eres su pariente…
-Para Él somos todos iguales. Aquí, en nosotros, no ve parientes o amigos; ve solamente apóstoles, y es imparcial. Pero por complaceros voy – dice Santiago de Alfeo. Y acelera el paso para destacarse de los compañeros y alcanzar a Jesús.
-Pensáis que ha ido a ver a un fariseo. A uno o a otro, poco importa… Pero yo pienso que lo ha hecho por no venir a Cesárea. No va allí de buena gana… – dice Andrés.
-De un tiempo a esta parte, da la impresión de que siente repulsa por las romanas – nota Tomás.
-Y, a pesar de todo… mientras vosotros ibais a Engadí y yo a casa de Lázaro con él, estuvo todo contento de hablar con Claudia… – observa el Zelote.
-Sí… pero… Creo que precisamente entonces había hecho alguna cosa mal hecha. Y yo creo que Juana lo sabe y que llamó a Jesús por eso y… y… muchas cosas trituro aquí dentro desde que Judas se enfureció así en Betsur… – masculla Pedro. -¿Dices que…? – pregunta curioso Mateo.
-Pues… No sé… Ideas… Veremos…
-¡No pensemos mal! El Maestro no quiere. Y no tenemos ninguna prueba de que haya hecho algo malo – dice Andrés con tono de ruego.
-¡ No me querrás decir que hace bien causando dolor al Maestro, faltándole al respeto, creando malos humores…! -¡Tranquilo, Simón! Te aseguro que está un poco loco… – dice el Zelote.
-Bien. Será así. Pero es uno que peca contra la bondad de nuestro Señor. Yo, aunque me escupiera en la cara, aunque me abofeteara, lo soportaría por ofrecérselo a Dios por su redención. Me he metido en la cabeza hacer todo tipo de sacrificio por esto, y para dominarme, me muerdo la lengua, me hinco las uñas en las palmas cuando se comporta como un loco. Pero lo que no puedo perdonar es que sea malo con nuestro Maestro. El pecado que comete contra Él es como si me lo hiciera a mí, y no lo perdono. ¡Además… si fuera de vez en cuando! ¡Qué va! ¡Está siempre detrás! ¡No consigo hacer que se me pase la rabia que me hierve dentro por alguna escena suya, y ya arma otra! Una, dos, tres… ¡Hay un límite!
Pedro habla casi gritando, y gesticulando lleno de genio.
Jesús, que va unos diez metros por delante, se vuelve -sombra blanca en la noche – y dice:
-No hay límite para el amor y el perdón. No lo hay. Ni en Dios ni en los verdaderos hijos de Dios. Mientras hay vida no hay límite. La única barrera que es obstáculo para que descienda el perdón y el amor es la resistencia impenitente del pecador. Pero, si éste se arrepiente, se le ha de perdonar siempre. Aunque pecase no una, dos, tres veces al día, sino muchas más.
Vosotros también pecáis y queréis perdón de Dios y a Él vais y decís: «¡He pecado! ¡Perdóname!». Y os es dulce el perdón, de la misma forma que a Dios le es dulce perdonar. Y vosotros no sois dioses. Por eso, menos grave es la ofensa que un semejante vuestro os hace, que la que hace a Aquel que no es semejante de ningún otro. ¿No os parece? Y, sin embargo, Dios perdona. Haced también vosotros lo mismo. ¡Estad atentos a vosotros! Estad atentos a que vuestra intransigencia no se transforme en daño, provocando intransigencia de Dios hacia vosotros. Ya lo he dicho, pero lo repito otra vez: Sed misericordiosos para obtener misericordia. Ninguno está tan sin pecado, que pueda ser intransigente con el pecador. Mirad vuestros pesos, antes de los que gravan el corazón ajeno; quitad primero de vuestro espíritu los vuestros, luego ocupaos de los ajenos, para mostrar a los demás no rigor que condena sino amor que enseña, y ayuda a ser liberados del mal.
Para poder decir – sin que el pecador te haga callar -, para poder decir: «Has pecado respecto a Dios y respecto al prójimo», es necesario no haber pecado, o, al menos, haber expiado el pecado. Para poder decir a quien se siente abatido por haber pecado: «Ten fe, que Dios perdona a quien se arrepiente», como siervos de este Dios que perdona a quien se arrepiente, debéis perdonar mostrando mucha misericordia. Entonces podréis decir: «¿Ves, pecador arrepentido? Yo perdono tus culpas una y mil veces, porque soy siervo de Aquel que perdona innumerables veces a quien otras tantas veces se arrepiente de sus pecados. Piensa entonces cómo te perdona el Perfecto, si yo, sólo porque lo sirvo, sé perdonar. ¡Ten fe!». Esto debéis poder decir. Y decirlo con la acción, no con las palabras. Decir perdonando.
Por eso, si vuestro hermano peca, reprendedlo con amor y si se arrepiente, perdonadlo. Y si al cabo del día ha pecado siete veces y siete veces os dice: «Me arrepiento», otras tantas veces perdonadlo. ¿Habéis comprendido? ¿Me prometéis que lo haréis? Mientras está lejos, ¿me prometéis que tendréis compasión de él? ¿Me prometéis ayudarme a curarlo con vuestro sacrificio de conteneros cuando yerra? ¿No queréis ayudarme a salvarlo? Es un hermano vuestro de espíritu, al venir de un único Padre; de raza, al venir de un único pueblo; de misión, al ser apóstol como vosotros. Tres veces debéis amarlo pues. Si en vuestra familia tuvierais un hermano que diera dolor a vuestro padre y diera de sí motivo de críticas, ¿no trataríais de corregirlo para que vuestro padre no sufriera más y el pueblo no hablase mal de vuestra familia? ¿Y entonces? ¿No es la vuestra una más grande y santa familia cuyo Padre es Dios, cuyo Primogénito soy Yo? ¿Por qué, entonces, no queréis consolarnos al Padre y a mí, y ayudarnos a hacer bueno al pobre hermano que – creedme – no es feliz de ser así?…
Jesús, angustiadamente, suplica por el apóstol tan lleno de faltas… Y termina:
-Yo soy el gran Mendigo. Y os pido el óbolo más preciado: almas os pido. Las voy buscando. Pero vosotros me tenéis que ayudar… Saciad el hambre de mi Corazón, que busca amor y no lo encuentra sino en demasiado pocos. Porque los que no tienden a la perfección, para mí son como panes arrebatados a mi hambre espiritual. Dad almas a vuestro Maestro, afligido de ser aborrecido e incomprendido…
Los apóstoles están conmovidos… Muchas cosas quisieran decir. Y todas las palabras les parecen demasiado mezquinas… Se arriman al Maestro, todos quieren acariciarlo para hacerle sentir que lo quieren.
En fin, es el manso Andrés el que dice:
-Sí, Señor. Con paciencia y silencio y sacrificio, las armas que convierten, te daremos almas. También ésa… si Dios nos
ayuda…
-Sí, Señor. Y Tú ayúdanos con tu oración.
-Sí, amigos. Entretanto, vamos a orar juntos por el compañero que se ha marchado. «Padre nuestro que estás en el
Cielo…».
La voz perfecta de Jesús dice las palabras del Pater articulándolas clara y lentamente. Los otros le hacen coro en tono bajo. Y, orando, se alejan en la noche.