Partida de Tiro en la nave del cretense Nicomedes
Tiro se despierta entre ráfagas de mistral. El mar es todo un cabrilleo de olitas, azul-blanco, esplendor agitado bajo un cielo azul y altos cirros blancos en movimiento (como abajo se mueve la espuma de las olas). El sol goza de su jornada de cielo claro después de tanta oscuridad de mal tiempo. -Entendido – dice Pedro poniéndose en pie en la barca, donde ha dormido – Es hora de moverse. Y «él» (y señala al mar que entra inquieto incluso en el puerto) nos ha proporcionado el agua lustral… ¡Mmm! Vamos a consumar la segunda parte del sacrificio… Dime, Santiago… ¿No te da la impresión realmente de que estamos llevando a dos víctimas al sacrificio? A mí sí. -También a mí, Simón. Y… le agradezco al Maestro la estima en que nos tiene, pero.., no hubiera querido ser yo el que viera tanto dolor; y nunca me habría imaginado que habría visto esto… -Tampoco yo… Pero… ¿Sabes? Digo que el Maestro no lo habría hecho si el Sanedrín no hubiera metido el hocico… -Ya lo ha dicho… Pero ¿quién habrá informado al Sanedrín? Esto es lo que querría saber… -¿Quién? ¡Dios eterno, hazme guardar silencio, haz que no piense! Es un voto que he hecho, para quitarme esta sospecha que me trepana. Ayúdame, Santiago, a no pensar. Habla de otra cosa completamente distinta. -Pero ¿de qué? ¿Del tiempo? -Sí, por ejemplo. -Es que no entiendo de mar… -Yo creo que vamos a bailar – dice Pedro mirando al mar. -¡No, hombre, no! Un poco de oleaje. Una cosa amena, nada más… Más feo estaba ayer. Desde encima de la nave será bonito este mar agitado. A Juan le va a gustar… Hará que se ponga a cantar. ¿Cuál será la nave? Se pone de pie también Santiago, y observa las naves que están en la otra parte; visibles, con sus altas superestructuras, sobre todo cuando la ola alza la barquita de ellos con un movimiento de sube y baja. Miran, estudiando las distintas naves, haciendo pronósticos… El puerto se anima. Pedro pregunta a un barquero, o algo parecido, que trajina en el muelle: -¿Sabes si está en el puerto, en aquel puerto de allí, la nave de… espera que leo este nombre (y saca del cinturón un pergamino atado)… aquí está: Nicomedes Filadelfio de Filipo, cretense de Paleocastro… -¡El gran navegante! ¿Quién no lo conoce? Creo que lo conocen no sólo desde el Golfo de las Perlas hasta las Columnas de Hércules, sino incluso hasta los mares fríos, aquellos de que se dice que durante meses enteros es de noche! ¿Cómo es que no lo conoces, tú que eres marinero?-No. No lo conozco, pero pronto lo conoceré, porque lo busco de parte de nuestro amigo Lázaro de Teófilo, que fue gobernador en Siria. -¡Ah! Cuando yo navegaba – ahora soy viejo – en Antioquía estaba él… Hermosos tiempos… ¿Tu amigo? ¿Y buscas a Nicomedes el cretense? Ve seguro entonces. ¿Ves aquella nave de allí, la más alta, con esos estandartes al viento? Es la suya. Zarpa antes de la hora sexta. ¡No le teme al mar! … -Efectivamente, no hay por qué tenerle miedo. No es nada del otro mundo – observa Santiago. Pero un rudo embate de una ola le demuestra lo contrario, mojando a los dos de los pies a la cabeza. -Ayer, demasiado quieto; hoy, demasiado agitado. ¡Caramba, qué loco! Prefiero el lago… – refunfuña Pedro mientras se seca la cara. -Os aconsejo que entréis en las dársenas. Van todos, ¿veis? -Pero nosotros tenemos que partir. Tenemos que marcharnos con la nave de… de… espera: Nicomedes, y todo lo demás – dice Pedro, que no logra recordar los nombres extraños del cretense. -¡No querréis cargar la barca en la nave! -¡No, claro! -Entonces en las dársenas hay sitio para la custodia, y hombres de guardia hasta el regreso. Una moneda al día hasta el regreso. Porque supongo que volveréis… -¡Claro, claro! Vamos y volvemos… una vez visto el estado de los jardines de Lázaro. -¡Ah!, ¿sois sus administradores? -Y más que eso… -Bien. Venid conmigo. Os enseño el sitio. Está pensado precisamente para los que dejan, como vosotros, las barcas… -Espera… Ahí están los otros. Te alcanzamos enseguida. Y Pedro salta al andén del puerto y corre al encuentro de los compañeros, que están viniendo. -¿Has dormido bien, hermano? – pregunta solícito Andrés. -Como un niño en la cuna. Y no me han faltado ni el meneo ni la canción… -Me parece que tampoco te ha faltado el chapuzón – dice sonriendo el Tadeo. -Tampoco. El mar es… tan bueno, que me ha lavado la cara para quitarme el sueño. -Un poco rudo, me parece – objeta Mateo. -¡Si supierais con quién vamos! ¡Uno conocido hasta por los peces de los hielos! -¿Ya lo has visto? -No. Pero me ha hablado de él uno que me dice que hay un sitio para las barcas, un depósito… Venid, vamos a descargar los arcones y nos ponemos en marcha, porque Nicodemo, no, Nicomedes el cretense, parte dentro de poco. -En el canal de Chipre sí que vamos a bailar bien – dice Juan de Endor. -¿Sí? – pregunta, preocupado, Mateo. -Sí. Pero Dios nos ayudará. Ya están otra vez al pie de la barca. -Aquí estamos, hombre. Ahora descargamos estas cosas y luego vamos allí, dado que eres tan bueno. -Nos ayudamos unos a otros… – dice el hombre de Tiro. -¡Sí, claro! Nos ayudamos, nos deberíamos ayudar. Nos deberíamos amar unos a otros, porque ésta es la Ley de Dios… -Me dicen que en Israel ha surgido un nuevo Profeta que predica esto. ¿Es verdad? -¡Vaya que si es verdad! ¡Esto y otras cosas! ¡Y qué milagros hace! Ánimo, Andrés, aúpa, aúpa, más a la derecha. Venga, mientras la ola levanta la barca… ¡Eso es! ¡Ya está…! Te estaba diciendo, hombre: ¡y qué milagros! Muertos que resucitan, enfermos que quedan curados, ciegos que recuperan la vista, ladrones que se convierten, y hasta… ¿Ves? Si estuviera aquí, diría al mar: «Detente» y el mar se calmaría… ¿Puedes, Juan? Espera, voy yo. Vosotros sujetad fuerte y bien pegado… ¡Arriba!, ¡arriba!… Un poco más… Tú, Simón, agarra el asa… ¡Cuidado con la mano, Judas! ¡Arriba!, ¡arriba!, gracias, hombre… ¡Cuidado, no os caigáis al agua, vosotros los de Alfeo!… ¡Arriba!… ¡Eso es! ¡Loado sea Dios! Ha sido menor el trabajo para meterlas abajo que para sacarlas arriba… Yo es que tengo los brazos deshechos del ejercicio de ayer… Volviendo a lo que decía del mar… -Pero, ¿y es verdad eso? -¡Verdad! ¡Lo he visto yo! -¡Sí!… Pero ¿dónde? -En el lago de Genesaret. Sube a la barca, que te explico mientras vamos allí… – y se marcha, con el hombre y con Santiago, remando por el canal que conduce a las dársenas. – Y Pedro se queja de incapacidad… – observa el Zelote. -Sin embargo, tiene el arte de explicar las cosas así, con sencillez; y hace más que todos. -Lo que me gusta mucho de él es su honestidad – dice el hombre de Endor. -Y su constancia – añade Mateo. -Y su humildad. ¡Fijaos cómo no se ensoberbece sabiendo que es el «jefe»! Trabaja más que ninguno. Se preocupa más de nosotros que de sí mismo… – dice Santiago de Alfeo. -Y así es virtuoso, como él entiende. Un hermano bueno. Ni más ni menos… – termina Síntica -¿Así que está decidido? ¿Pasáis por hermanos? – pregunta después de un rato el Zelote a los dos discípulos. -Sí. Es mejor. Y no es mentira. Es una verdad espiritual. Es mi hermano mayor. No de las mismas nupcias, pero sí de un único padre: el Padre es Dios; las nupcias distintas, Israel y Grecia. Y Juan es mayor que yo, y se ve, en edad y como discípulo más antiguo que yo (eso no se ve, pero es así). Ahí vuelve Simón… -Ya está todo hecho. Vamos…Se cargan con los arcones y, por el istmo estrecho, pasan al otro puerto. El hombre de Tiro los acompaña – tiene ya experiencia – por las callejuelas que forman las balas de mercancías apiladas bajo vastísimas cubiertas; los acompaña hasta la poderosa nave del cretense, que está haciendo las maniobras de la ya próxima partida, y da una voz a los marineros para que vuelvan a echar la pasarela que habían alzado. -No se puede. Terminada la carga – grita el contramaestre. -Debe entregar en mano unas cartas – dice el hombre señalando a Simón de Jonás. -¿Cartas? ¿De quién? -De Lázaro de Teófilo, el que fue gobernador de Antioquía. -¡Ah! Voy a decírselo al patrón. Simón dice al otro Simón y a Mateo: -Ahora os toca a vosotros. No soy hábil para tratar con estas personas… -No. Tú eres el jefe. Actúas, y sabes actuar. Nosotros, eso sí, te ayudaremos, si hace falta. Pero no hará falta. -¿Dónde está el hombre de las cartas? Que suba» dice, asomándose por la obra muerta, un hombre moreno como un egipcio, delgado, guapo, esbelto, severo, de cuarenta años o poco más. Y manda que echen de nuevo la pasarela. Simón de Jonás, que se ha puesto túnica y manto mientras esperaba la respuesta, sube todo digno. Detrás de él, el Zelote y Mateo. -La paz a ti, hombre – saluda gravemente Pedro. El cretense responde al saludo y pregunta: -¿La carta dónde está? -Es ésta. El cretense rompe el sello, desenrolla y lee. -¡Bienvenidos sean los enviados de la familia de Teófilo! Los cretenses no olvidan su bondad y buen trato. Pero agilizad la operación. ¿Tenéis mucho que cargar? -Lo que ves en el andén. -¿Y cuántos sois…? -Diez. -Bien. Prepararemos un sitio para la mujer. Vosotros os arreglareis como mejor podáis. Apresuraos. Hay que zarpar y llegar a alta mar antes de que el viento aumente, lo cual sucederá después de la hora sexta. Y ordena, con silbidos lacerantes, cargar y estibar los arcones. Luego suben los apóstoles y los dos discípulos. Se alza la pasarela, se cierra la obra muerta, se sueltan las amarras, se izan las velas. Y la nave empieza su marcha. Bascula fuertemente al salir del puerto. Luego, las velas, muy hinchadas por el viento, se ponen tirantes y crujen. Y, con un amplio cabeceo, la nave sale a alta mar y huye rauda en dirección a Antioquía… A pesar de la violencia del viento, Juan y Síntica, cerca el uno del cro, agarrados a un aparejo, en la popa, observan cómo la costa se va alejando, la tierra de Palestina, y lloran…