Partida de Seleucia en un carro y llegada a Antioquía.
-En los mercados encontraréis seguro un carro. Pero, si queréis el mío, os lo dejo, en recuerdo de Teófilo. Si vivo tranquilo, se lo debo a él. Me defendió, porque era justo. Ciertas cosas no se olvidan – dice el anciano posadero, erguido enfrente de los apóstoles bajo el primer sol de la mañana. -Es que tú estarías sin tu carro varios días… Y, además, ¿quién lo guía? Yo con un burro… todavía… ¡pero con un caballo!… -¡Es igual! No te voy a dar un potro indómito. Te doy un prudente caballo de tiro, bueno como un cordero. Llegaréis pronto y sin fatigaros. Para la hora novena estaréis en Antioquía; mucho más considerando que el caballo conoce muy bien el camino y va solo. Me lo devolverás cuando quieras, sin interés por mi parte, si no es el de hacer una cosa grata al hijo de Teófilo. Decidle que todavía le debo muchas cosas, y que lo recuerdo y me siento siervo suyo. -¿Qué hacemos? – pregunta Pedro a sus compañeros. -Lo que te parezca mejor. Tú juzga y nosotros obedecemos… -¿Probamos con el caballo? Por Juan lo digo… y también para abreviar… Me siento como si estuviera llevando a uno a la muerte y estoy deseando acabar todo esto lo antes posible… -Tienes razón – dicen todos. -Entonces, hombre, acepto. -Y yo ofrezco con alegría. Voy a aparejar el vehículo. El hospedero se marcha. Pedro da rienda suelta a su pensamiento: -He consumido en estos pocos días la mitad del tiempo de vida que tenía. ¡Una pena!… ¡Una pena!… Habría querido tener el carro de Elías, el manto que cogió Eliseo, cualquier cosa rápida para abreviar el tiempo… Pero, sobre todo, habría deseado, a costa de morir, dar a esos pobres algo que los consolase, que les hiciera olvidar, que les… ¡No sé! Algo, en definitiva, que no les hiciera sufrir tanto… Pero, si logro saber quién es la causa principal de este dolor, dejo de ser Simón de Jonás si no lo retuerzo como a un paño empapado. No digo matarlo, ¡no!, pero sí exprimirlo, como él ha exprimido la alegría y la vida a esos dos pobrecillos… -Tienes razón. Es una gran pena. Pero Jesús dice que se debe perdonar las ofensas… – dice Santiago de Alfeo. -Si me las hubieran hecho a mí, debería perdonar. Y podría. Estoy sano y fuerte, y si alguien me ofende tengo fuerza para reaccionar incluso contra el dolor. ¡Pero, el pobre Juan! No, no puedo perdonar la ofensa contra el redimido del Señor, contra uno que muere afligido de esta forma… -Yo pienso en el momento en que lo dejemos del todo… – suspira Andrés. -Yo también. Es un pensamiento fijo y que aumenta a medida que se acerca el momento… – susurra Mateo. -Hagámoslo pronto, por piedad – dice Pedro. -No, Simón. Perdona si te observo que te equivocas deseando eso. Tu amor al prójimo se está transformando en un amor desviado, y esto no debe suceder en ti, que siempre has sido recto – dice sereno el Zelote, poniendo una mano en el hombro de Pedro. -¿Por qué, Simón? Eres culto y bueno. Muéstrame mi error, y yo, si así lo veo, te diré: tienes razón. – Tu amor se está haciendo malsano, porque está para transformarse en egoísmo. -¿Cómo? ¿Me aflijo por ellos y soy egoísta? -Sí, hermano, porque tú, por exceso de amor – todo exceso es desorden y, por tanto, induce al pecado – te envileces. Quieres no sufrir tú de ver sufrir. Eso es egoísmo, hermano en el nombre del Señor. -¡Es verdad! Tienes razón. Y te agradezco esta advertencia. Así se debe hacer entre buenos compañeros. Bien. Entonces ya no tendré prisa… Pero, decid la verdad, ¿no es un acto de piedad? -Lo es, lo es… -dicen todos. -¿De qué forma los vamos a dejar? -Propondría hacerlo cuando nos haya recibido Felipe, pero quedándonos quizás ocultos un tiempo en Antioquía y preguntándole a Felipe cómo se van adaptando… – sugiere Andrés. -No. Sería hacerles sufrir demasiado con una separación tan brusca – dice Santiago de Alfeo. -Entonces… sigamos a medias el consejo de Andrés. Quedémonos en Antioquía, pero no en casa de Felipe, y durante unos días vamos a verlos, cada vez menos, cada vez menos, hasta que… no volvemos – dice el otro Santiago. -Dolor renovado una y otra vez, y cruel desilusión. No. No se debe hacer – dice Judas Tadeo. -¿Qué hacemos, Simón? -¡Ah!, por lo que a mí respecta, quisiera estar en su lugar más bien que tener que decir: «Me despido de vosotros» – dice Pedro abatido. -Propongo una cosa. Vamos con ellos a casa de Felipe. Nos quedamos allí. Luego, siguiendo todavía juntos, vamos a Antigonio. Es un lugar ameno… Y allí también estamos un tiempo. Una vez que ellos se hayan aclimatado, nos retiramos, con dolor pero con virilidad. Yo diría esto. A menos que Simón-Pedro tenga órdenes distintas del Maestro – dice Simón Zelote. -¿Yo? No. Me dijo: «Haz todo, bien, con amor, sin pereza y sin prisa, y de la forma que juzgues mejor». Hasta ahora creo que lo he hecho. ¡Está eso de que dije que era pescador!… Pero, si no lo hubiera dicho no me habría dejado estar en el puente. -No te crees escrúpulos tontos, Simón. Son puntadas del demonio para turbarte – conforta Judas Tadeo. -¡Verdaderamente es así! Creo que está alrededor de nosotros como no lo ha estado jamás, poniéndonos obstáculos y creándonos miedos para movernos a actos viles – dice Juan apóstol, y concluye en voz baja: «Creo que quería inducir a la desesperación a ellos dos reteniéndolos en Palestina… y ahora que se escapan de su asechanza se venga en nosotros… Me lo siento alrededor como una serpiente escondida entre la hierba… Y ya hace meses que me lo siento alrededor así… Mirad, ahí vienen el hospedero por un lado y Juan y Síntica por el otro. Os diré el resto cuando estemos solos, si os interesa. En efecto, por un lado del patio viene el carro, un carro sólido al que está unido un robusto caballo guiado por el hospedero; por el otro, vienen hacia ellos los dos discípulos. -¿Es hora de marcharnos? – pregunta Síntica. -Sí. Es la hora. ¿Estás cubierto bien, Juan? ¿Van mejor tus dolores? -Sí. Estoy envuelto en lana y la unción con el ungüento me ha hecho bien. -Entonces sube, que ahora subimos también nosotros. …Y, ultimada la carga, todos ya en el carro, salen por la amplia puerta, después de repetidos aseguramientos del hospedero de que e1 caballo es dócil. Cruzan una plaza que les ha sido indicada y entran por una calle que bordea los muros de la ciudad, hasta que salen por una puerta; después siguen el curso de un profundo canal y luego el propio río. Es un camino bonito y bien mantenido, que va en dirección norte-este, pero siguiendo los meandros del río. Por el otro lado hay montes muy verdes, con sus pendientes, sus concavidades, sus barrancas; y ya se ven en los matorrales del monte bajo, en los lugares más expuestos al sol, llenarse las gemas de mil arbustos. -¡Cuántos arrayanes! -exclama Síntica. -¡Y laurel! – añade Mateo. -Cerca de Antioquía hay un lugar sagrado dedicado a Apolo – dice Juan de Endor. -Quizás el viento ha traído las semillas hasta aquí…-Quizás. Pero éste es un lugar todo lleno de plantas hermosas – dice el Zelote. -Tú, que has estado aquí, ¿crees que pasaremos por Dafne? -Por fuerza. Veréis uno de los valles más bonitos del mundo. Aparte del culto obsceno y degenerado en orgías que cada vez son más asquerosas, es un valle de paraíso terrenal, y si en él entra la Fe se transformará en un paraíso verdadero. ¡Cuánto bien podréis hacer aquí! Os deseo corazones fértiles como fértil es el suelo… – dice el Zelote para suscitar en los dos discípulos pensamientos consoladores. Pero Juan agacha la cabeza y Síntica suspira. E1 caballo trota cadencioso. Pedro, estando todo centrado en el esfuerzo de guiar, aunque el animal va seguro sin necesidad de guía o estímulo, no habla. Así que el camino discurre bastante rápidamente. Llegan a un puente y se detienen para comer y para que el caballo descanse. El sol está en su culmen; vese toda la hermosura de la bellísima naturaleza. -De todas formas… prefiero estar aquí antes que en el mar… – dice Pedro observando en derredor. -¡Pero qué tempestad! -El Señor ha orado por nosotros. Lo he sentido cerca cuando orábamos en el puente de la nave. Cerca como si estuviera en medio de nosotros… – dice sonriendo Juan. -¿Y dónde estará? No estoy tranquilo pensando que no tiene ropa… ¿Y si se moja? ¿Y qué come? Es capaz de hacer ayuno… -Puedes estar convencido de que lo hace, para ayudarnos a nosotros – dice con seguridad Santiago de Alfeo. -Y también por otros motivos. Nuestro hermano está muy afligido desde hace un tiempo. Creo que se mortifica continuamente para vencer al mundo – dice Judas Tadeo. -Querrás decir: a1 demonio que hay en el mundo – dice Santiago de Zebedeo. -Es lo mismo. -No lo va a conseguir. Tengo el corazón oprimido por mil miedos… – suspira Andrés. -¡Ahora que nosotros estarnos lejos, todo irá mejor! – dice, no sin aflicción, Juan de Endor. -No pienses eso. Tú y ella no erais nada respecto a las «grandes culpas» del Mesías según los grandes de Israel – dice resueltamente Judas Tadeo. -¿Estás seguro? Yo, dentro de mi sufrimiento, tengo en el corazón también la espina de haber sido con mi llegada causa de mal para Jesús. Si estuviera seguro de que no es así, sufriría menos – dice Juan de Endor. -¿Me crees veraz, Juan? – pregunta Judas Tadeo. -¡Sí que lo creo! -Pues bien, entonces, en nombre de Dios y mío, te aseguro que tú has dado sólo una pena a Jesús: la de tener que mandarte aquí en misión. En todas las otras penas suyas, pasadas, presentes y futuras, tú no estás implicado. La primera sonrisa, después de tantos días de lóbrega melancolía ilumina el rostro asendereado de Juan de Endor, que dice: -¡Qué alivio me das! E1 día me parece más luminoso, más ligero mi mal, más consolado el corazón. ¡Gracias, Judas de Alfeo! ¡Gracias! Vuelven a subir al carro, y pasando por el puente, toman la otra orilla del río, el otro camino, que va derecho hacia Antioquía, a través de una zona fertilísima. -¡Allí está! En aquel valle poético está Dafne, con su templo y sus bosquecillos. Y allá, en aquella llanura, se ve Antioquía, y sus torres que se alzan sobre las murallas. Entraremos por la puerta que hay al lado del río. La casa de Lázaro no está muy lejos de las murallas. Las casas más bonitas han sido vendidas. Queda ésta, que fue lugar de parada tanto para el personal de Teófilo como para sus clientes, con muchas caballerizas y graneros. Ahora vive en ella Felipe. Un buen viejo. Un fiel de Lázaro. Os encontraréis bien. Y, juntos, iremos a Antigonio, donde estaba la casa en que vivían Euqueria y sus hijos, que entonces eran niños… -Muy fortificada esta ciudad, ¿eh?- observa Pedro, que respira tranquilo ahora que ve que su primer intento como auriga ha ido bien. -Mucho. Murallas de altura y anchura grandiosas. Más de cien torres, que, como veis, parecen gigantes enhiestos encima de las murallas, y fosos infranqueables al pie de ellas. El Silpio también contribuye con sus cimas a la defensa, y hace de contrafuerte de las murallas en la parte más débil… Ahí está la puerta. Es mejor que pares y entres sujetando el bocado. Yo te guío porque sé el camino… Pasan la puerta, vigilada por romanos. Juan apóstol dice: -Quién sabe si está aquí ese soldado de la puerta de los Peces… Jesús se alegraría de saberlo… -Lo buscaremos. Pero ahora camina raudo – ordena Pedro, turbado por la idea de ir a una casa desconocida. Juan obedece sin decir nada; se limita a mirar atentamente a todos los soldados que ve. Un camino corto, luego una casa sólida y sencilla, o sea, un alto muro sin ventanas. Solamente un portal en el centro del muro. -Aquí es. Para – dice el Zelote. -¡Anda, Simón, habla tú ahora! -¡Sí, hombre, si ello te agrada, hablo yo! – y el Zelote llama al recio portalón. Simón se presenta como un enviado de Lázaro. Entra solo. Sale con un anciano alto y de noble porte, que se prodiga en profundas reverencias y da a uno del servicio la orden de abrir el portón para permitir entrar al carro; luego se disculpa por hacerles pasar a todos por esa puerta, en vez de por la puerta de casa.El carro se para en un vasto patio con pórticos, bien cuidado, con cuatro recios plátanos en los cuatro ángulos y otros dos en el centro que amparan un pozo y un pilón para abrevar a los caballos. -Preocúpate del caballo – ordena el administrador a su subordinado. Y dice a los que recibe como huéspedes: «Por favor, venid. Bendito sea el Señor, que me manda siervos suyos y amigos de mi jefe. Ordenad, que vuestro siervo escucha». Pedro se pone colorado, porque especialmente a él van esas palabras y esas reverencias, y no sabe qué decir… Le ayuda el Zelote. -Los discípulos del Mesías de Israel, de que te habla Lázaro de Teófilo, que a partir de ahora vivirán en tu casa para servir al Señor, no necesitan sino descansar. ¿Nos enseñas dónde pueden habitar? -Siempre tenemos preparadas habitaciones para peregrinos, como era costumbre de mi ama. Venid, venid… Y, seguido por todos, entra en un pasillo y luego en un pequeño patio. A1 final de este patio está la verdadera casa. Abre la puerta. Va por un vestíbulo. Tuerce a la derecha. Una escalera. Suben. Otro pasillo con habitaciones a los lados. -Aquí tenéis. Que sea agradable vuestra permanencia. Voy a decir que traigan agua y ropa. Dios sea con vosotros – dice el anciano, y se marcha. Abren las contraventanas de las habitaciones que eligen. Las murallas y fuertes de Antioquía están frente a las ventanas de un lado; el tranquilo patio ornado de rosales trepadores, por ahora pobres a causa del período del año en que están, se ve por las del otro lado. Y, después de tanto caminar, por fin una casa, una habitación, un lecho… Para algunos, sólo una etapa; para otros, meta…