Partida de Nazaret. Un incendio de brezos durante el viaje viene a ser el tema de una parábola.
Declina la tarde del verdadero sábado y la vida comienza de nuevo, después del descanso sabático; aquí, en la casita de Nazaret, comienza, después del descanso, con los preparativos para la partida: se colocan provisiones; se dispone la ropa aprovechando bien el espacio dentro de las alforjas – alforjas atadas fuertemente con prietos nudos -; se observan las sandalias (si están bien seguras sus correas de cuero y sus hebillas); se da de beber y comer a los burritos, cerca del seto del huerto… Y saludos, y alguna lágrima entre sonrisas y bendiciones. Promesas de volver a verse pronto… Y el don, inesperado, de Tomás a María: una fíbula – nosotros diríamos un broche -, para tener recogida la túnica en el escote, hecha de tres delgados, livianos, perfectos tallitos de muguete, recogidos en dos hojas, cuya exactitud respecto a las verdaderas resulta del metal tratado por mano maestra.
-Sé, Madre, que no la llevarás. Pero, de todas formas, acéptala. Deseaba hacer esto para ti desde que un día mi Señor habló de ti comparándote a los lirios de los valles… No he hecho nada para tu casa… pero he hecho esto para ti, para que la alabanza de tu Hijo quedara traducida en símbolo, para ti que la mereces más que ninguna otra mujer. Y si no he podido dar al metal la suavidad del tallo vivo y la fragancia de la flor, que mi sincero amor por ti, lleno de veneración, lo haga suave como una caricia y lo perfume con mi devoción hacia ti, Madre de mi Señor.
-¡Oh, Tomás! Es verdad, yo no llevo joyas, porque me parecen cosas vanas; pero esto no es vano: esto es amor de mi Jesús y de su apóstol, y lo recibo con amor. Lo miraré todos los días y pensaré en el buen Tomás, que ama tanto a su Maestro, que retiene no sólo la Doctrina suya, sino también sus más humildes palabras sobre las cosas más humildes y sobre las más humildes insignificantes personas. Gracia, Tomás. ¡No por el valor, sino por tu amor! Gracias.
Todos observan con admiración la obra perfecta, y Tomás, todo feliz, saca una cosita aún más pequeña que ha hecho: tres estrellitas de jazmín con minúsculas hojas y unidas en un círculo sutil. Se lo da a Áurea.
-Porque no lo has querido con coquetería, porque has estado aquí mientras el jazmín florece, y para que las estrellitas te recuerden a nuestra Estrella. Pero, pon atención: tú, con tus virtudes, debes perfumar a las flores y ser tú misma una flor, cándida, hermosa, pura, que perfume hacia el Cielo. Si no lo haces así, pido la restitución del broche. Ánimo, no llores… que todo pasa… y… y pronto volveremos a casa de María o Ella vendrá donde nosotros… y…
Pero Tomás, ante el aumento de las lágrimas de Áurea, siente que es mejor no proseguir. Y sale afligido. Dice a Pedro: -Si hubiera imaginado que… se ponía a llorar más, no le hubiera dado nada… Ese broche lo he hecho precisamente para consolarla en este momento… No he acertado…
Y Pedro, con la confusión del momento, pierde el control y dice:
-Siempre es así en las despedidas… Si hubieras visto a Síntica enton…
Se da cuenta de que ha hablado, quiere recobrarse, se pone lívido… pero ya no tiene solución…
Tomás comprende y, con bondad, le echa un brazo alrededor del cuello y dice: -No te aflijas, Simón. Sé callar. Y
comprendo por qué habéis callado… Por Judas de Simón. Yo, por el Dios de nuestros padres, te juro que lo que involuntariamente he sabido está olvidado. ¡No sufras, Simón!…
-Es que el Maestro no quería…
-Sin duda tenía todas las razones para hacerlo. No lo tomo a mal.
-Ya lo sé. Pero ¿qué dirá?…
-Nada, porque no sabrá nada. Fíate de mí.
-¡Ah, no! Yo al Maestro no le ando con ningún subterfugio. He errado, merezco reprensión, y además inmediatamente. No voy a tener paz si no le confieso mi error. Tomás, sé bueno, ve a llamarlo…
-Voy al taller. Ve y vuelve con Él. Yo estoy demasiado turbado para hacerlo y los otros lo notarían.
Tomás lo mira con admirada compasión y vuelve a la casa para llamar a Jesús: -Maestro, ven un momento. Tengo que decirte una cosa.
Jesús, que estaba saludando a María de Alfeo, lo sigue sin dilación:
-¿Qué quieres? – pregunta mientras camina a su lado.
-Yo nada. Es Simón el que tiene que decirte algo. Ahí está…
-¡Simón! ¿Qué te pasa que estás tan turbado?
Pedro se arroja a los pies de Jesús gimiendo:
-¡He pecado! ¡Absuélveme!
-¿Pecado? ¿En qué? Estabas con nosotros, contento, tranquilo…
-¡Maestro, te he desobedecido! He hecho mención de Síntica a Tomás… Estaba turbado por las lágrimas; él lo estaba más que yo y creía que las había aumentado él… Para consolarlo, he dicho: «Siempre sucede esto en las despedidas… Si hubieras visto a Síntica…», ¡y él ha comprendido!…
Pedro levanta su desencajada cara; su mirada está llena de humillación, de desolación.
-… ¡Alabado sea Dios, mi Simón! creía que hubieras hecho cosas mucho más graves que ésta. Y tu sinceridad anula
incluso esta cosa. Has hablado sin malicia, has hablado a un compañero tuyo. Tomás es bueno y no divulgará…
-Sí, me lo ha jurado… Pero, ¿ves?, ahora tengo miedo de ser demasiado necio y de no saber custodiar un secreto. -Hasta ahora lo has hecho.
-Sí, pero fíjate, jamás ni una palabra a Felipe y Natanael, y ahora…
-¡Vamos, levántate! El hombre es siempre imperfecto. Pero cuando lo es sin malicia no comete pecado. Vigílate. Pero no te aflijas más. Tu Jesús tiene para ti un beso, y ninguna otra cosa. Tomás, ven aquí.
Tomás se acerca inmediatamente.
-Sin duda has comprendido las razones del silencio, ¿no?
-Sí, Maestro. Y he jurado respetarlo por mi parte y según mi capacidad. Ya se lo he dicho a Simón…
-A1 necio Simón – suspira Pedro.
-No, amigo. Me has edificado por tu humildad y sinceridad perfectas. Me has dado una gran lección y la recordaré. No puedo darla a conocer, por prudencia, y ello me duele, porque pocos de entre nosotros tienen y tendrían la justicia que tú has tenido… Pero, nos están llamando. Vamos.
En efecto, muchos están ya en la calle. Las tres mujeres – Noemí, Mirta y Aurea – están ya subidas a los burros. María está con su cuñada al lado de Áurea, y la besan de nuevo, y, cuando ven venir a Jesús, besan a las dos condiscípulas; como última cosa, saludan a Jesús, que las bendice antes de ponerse en camino…
María y María Cleofás vuelven a la casa… A la casa, en que quedan, como recuerdo de lo que poco antes había, sillas movidas, vajilla sin recoger… el desorden que sigue a una partida.
María, distraídamente, acaricia el pequeño telar en que enseñaba a Áurea a trabajar… Tiene los ojos brillantes de llanto contenido.
-¡Estás sufriendo, María! – le dice María Cleofás, que llora sin poner esfuerzo por no hacerlo – ¡Le habías tomado cariño!… Viene aquí… luego se van… y nosotras sufrimos…
-Es nuestra vida de discípulas. Ya has oído lo que decía hoy Jesús: «Así haréis en el futuro; viendo en todas las criaturas almas fraternas, seréis hospitalarias, sobrenaturalmente hospitalarias, sintiéndoos peregrinas vosotras mismas que a los que acogéis los acogéis como peregrinos. Ayudaréis, ofreceréis descanso, consejo, y luego dejaréis que los hermanos vayan hacia sus destinos sin retenerlos con amor celoso, seguras de que más allá de la muerte os volveréis a encontrar con ellos. Vendrán las persecuciones y muchos os dejarán para ir al martirio. Ni seáis cobardes ni aconsejéis la cobardía. Quedaos en oración en las casas vacías para sostener el coraje de los mártires, serenas para fortalecer a los más débiles, fuertes para estar preparadas a imitar a los héroes. Habituaos a las separaciones, a los heroísmos, al apostolado de la caridad fraterna, ya desde ahora…». Y nosotras lo hacemos. Sufriendo,… ¡es verdad! Somos criaturas de carne… Pero el espíritu goza con una alegría espiritual suya que es hacer la voluntad del Señor y cooperar a su gloria. Y además… yo soy la Madre de todos… y no debo serlo de uno solo. No soy exclusivamente ni siquiera de Jesús… Ya ves que lo dejo marcharse sin retenerlo… Quisiera estar con Él, eso sí. Pero El juzga que debo quedarme aquí hasta que me diga: «Ven». Y me quedo aquí ¿Sus estancias aquí?: mis alegrías de Madre. ¿Mis peregrinaciones con Él?: mis alegrías de discípula. ¿Mis soledades aquí?: mis alegrías de fiel que hace la voluntad de su Señor.
-El Señor es tu Hijo, María…
-Sí. Pero no deja de ser mi Señor… ¿Vas a estar aquí conmigo María?
-Sí, si me dejas… ¡Está tan triste mi casa las primeras horas en que está vacía de mis hijos!… Mañana ya es otra cosa… Y esta vez… bueno, esta vez lloraría más…
-¿Por qué, María?
-Porque ya desde ayer estoy llena de llanto… Soy un aljibe, un aljibe en tiempo de lluvias.
-¿Pero por qué, María?
-Por José… ayer… ¡Oh! No sé si ir y reprenderle severamente porque, al fin y al cabo… porque este seno lo ha llevado y estos pechos lo han amamantado, y no hay primogenitura que sea superior a una madre,… o si no volver a hablarle, jamás, a este bastardo que me nació y que ofende a mi Jesús y a ti y…
-No harás nada de eso. Serás para él siempre «la mamá». La mamá que se compadece del hijo obstinado, enfermo, descarriado, y lo amansa con la bondad y lo lleva a Dios con la oración y la paciencia… ¡Venga, ánimo, no llores!… Más bien, ven conmigo. Vamos a orar por él en mi habitación, por los que se marchan, por la joven, para que sufra poco y se forme santamente… Ven, ven, María mía – y la lleva consigo…
Mientras tanto los peregrinos van siguiendo su camino hacia el sudoeste. Adelante van las mujeres, montadas en sus burritos, los cuales, bien alimentados y descansados, van con un trote alegre, obligando a Margziam y a Abel – que por prudencia están a los lados de Áurea, que monta en silla por primera vez – a ir casi corriendo. Y, si bien la cosa es fatigosa, ello sirve para distraer a la joven del dolor por haberse separado de María. De vez en cuando, para dejar un momento de respiro a los dos jovencitos, Mirta para a su burrito ordenando el alto, y no se vuelve a poner en movimiento sino cuando las alcanza el grupo apostólico. Y, en las paradas, Áurea, al dejar de estar distraída por las peripecias de la equitación, vuelve a ponerse triste…
Margziam, experto en sus dolorosas, dilatadas vicisitudes de huerfanito, recogido por caridad por una madre adoptiva después de haber conocido a María, la consuela diciéndole cómo después uno le coge cariño a la madre adoptiva «exactamente igual que si fuera nuestra mamá», y cuenta sus impresiones, y cuenta cómo María y Matías son fe-ices con Juana, y Anastática con Elisa.
Áurea escucha estas narraciones, y, cuando Margziam termina con estas palabras: «Créeme que todas las discípulas son buenas y Jesús sabe a quién confiar a los pobrecillos como nosotros», y Abel remacha: «No debes desconfiar de mi madre, que está muy contenta de tenerte y ha orado mucho en estos días para conseguirte de las manos de Dios», Áurea dice:
-Lo creo. Y la quiero… Pero María es María… y debéis comprender…
-Sí. Pero es que nos duele el verte triste…
-¡Pero ya no estoy triste como en casa del romano y como en las primeras horas de la liberación!… Me siento sólo… desorientada. Yo hacía años que no recibía caricias… Nadie, hasta María, me había vuelto a hacer caricias, después de tantos años de amos…
-¡Alma mía! ¡Pero si yo estoy aquí para hacerte caricias! Seré una segunda María para ti. Ven aquí, cerca… Si fueras más pequeña, te llevaría en mi silla, como hacía con mi Abel cuando era niño… Pero ya eres una mujer… – dice Mirta acercándose y tomándole una mano – Una mujercita, para mí, a la que voy a enseñar muchas cosas; y, cuando Abel se marche lejos, a evangelizar, yo y tú acogeremos a los peregrinos, como dice el Señor, haremos mucho bien en su Nombre. Eres joven, me ayudarás…
-¡Fijaos qué luz hay allí, detrás de aquella loma! – exclama Santiago de Zebedeo, que les ha dado alcance. -¿Se está quemando un bosque?
-¿0 un pueblo?
-Vamos corriendo a ver…
Ya ninguno está cansado, porque la curiosidad anula cualquier otra sensación. Jesús los sigue benévolo, dejando el camino para tomar una vereda que sube por una loma. Pronto llegan a la cima…
No es ni un bosque ni un pueblo lo que arde, sino una vasta depresión entre dos elevaciones, poblada de brezos, que resecos por el verano, han prendido fuego quizás por alguna chispa proveniente de los leñadores que han estado trabajando más arriba, talando árboles, y ahora arde: una alfombra de llamas bajas, pero vivas, que se desplaza, después de haber devastado los lugares en que ha prendido primero, en busca de nuevos brezos que quemar. Los leñadores intentan la acción contra el fuego. Pero es inútil. Son pocos y, si trabajan en un lado, el fuego se extiende por otro.
-Si llega al bosque es un desastre. Hay árboles de resinas – sentencia Felipe.
Jesús, con los brazos cruzados, erguido en el límite de la loma, mira y sonríe mientras piensa…
El contraste entre la luz blanca de la Luna, a oriente, y la roja de las llamas, a occidente, es vivo, y mientras que las espaldas de los que miran se presentan llenas de blancura por los rayos lunares, sus rostros se ven intensamente rojos por el reflejo de las llamas, las cuales corren, corren, como agua que crece, se desborda y se extiende por todas partes… Está a pocos metros del bosque el incendio, ya ilumina las pilas de leña colocadas en su límite, y el claror, que cada vez es más vivo, muestra las casitas de un pueblecito que está situado en la cima de la loma por la que sube el fuego.
-¡Pobre gente! ¡Van a perderlo todo! – dicen muchos de los presentes. Y miran a Jesús, que no habla y sonríe… Pero luego… Jesús abre los brazos y grita:
-¡Detente! ¡Muere! Lo quiero.
Y, como si un moyo de grandes dimensiones bajase a sofocar las llamas, prodigiosamente el fuego deja de llamear y la viva y ágil danza de las lenguas se transforma en carbones rojos, encendidos pero sin llamas, luego el rojo se hace violáceo, gris rojo… algún zig-zagueo todavía entre la ceniza… y luego no queda más que la Luna con su plata para dar luz a la floresta.
A1 nítido claror, se ve a los leñadores reunirse gesticulando, mirando a su alrededor, hacia arriba… buscando al ángel del milagro…
-Vamos a bajar. Voy a labrar esas almas con este inesperado motivo que me han proporcionado. Nos detendremos en el pueblecillo en vez de en la ciudad. Partiremos al alba. Tendrán un sitio para las mujeres. Para nosotros es suficiente el bosque – dice Jesús, y baja veloz, seguido por los demás.
-¿Pero por qué sonreías así? ¡Parecías dichoso! – pregunta Pedro.
-Lo sabrás por mis palabras.
Ya están donde el baldío se ha transformado en cenizas, todavía calientes y crujientes bajo las sandalias. La atraviesan. Cuando llegan al centro, al lugar en que la Luna incide de lleno, los leñadores los ven.
-¡Como decía yo! ¡El único que podía haber hecho esto era Él! Vamos a correr a venerarlo – grita un leñador, y lo hace arrojándose entre las cenizas a los pies de Jesús.
-¿Por qué crees que he podido hacerlo?
-Porque sólo el Mesías puede esto.
-¿Y cómo sabes que Yo soy el Mesías? ¿Es que me conoces?
-No. Pero sólo el Bueno que ama a los pobres puede haber tenido piedad, y sólo el Santo de Dios puede haber mandado al fuego y ser obedecido. ¡Bendito sea el Altísimo, que nos ha enviado a su Mesías! ¡Y el Mesías, que ha llegado a tiempo de salvarnos las casas!
-Deberíais tener más apremio por salvaros el alma.
-El alma se salva creyendo en ti y tratando de hacer lo que enseñas. Pero como puedes comprender, Señor, la desolación de ser despojados de todo puede hacer débiles a nuestras débiles almas… y llevarlas a dudar de la Providencia. -¿Quién os ha instruido acerca de mí?
-Algunos discípulos tuyos… Ahí están nuestras familias… Temiendo que todo el collado prendiese fuego, habíamos dicho que los despertaran… Acercaos… Y luego enviamos a otro hombre para que dijera que había un milagro y que vinieran a ver, Aquí están, Señor. La mía. La de Jacob. Ésta es la de Jonatán; ésta, la de Marco; ésta, la de mi hermano Tobías; y ésta, la de Eleazar; y luego las otras, de los que son pastores y ahora están en los altos montes, en los pastos…
Es un grupo de unas doscientas cincuenta personas como mucho, comprendidos los numerosos niños, todavía lactantes o poco ha separados del pecho, que lloriquean despertados a la mitad o que duermen, desconocedores del peligro que han corrido.
-La paz a vosotros todos. El ángel de Dios os ha salvado. Alabemos juntos al Señor.
-¡Nos has salvado Tú! ¡Tú, que siempre estás presente donde hay fieles que creen en ti! – dicen muchas mujeres… Y los hombres asienten con gravedad.
-Sí. Donde hay fe en mí, está presente la Providencia. De todas formas, tanto en las cosas del espíritu como en las de la materia, es necesario actuar con continua prudencia. ¿Qué es lo que ha encendido los brezos? Probablemente una chispa que se ha escapado de vuestros fuegos, o una ramita que haya querido encender en el fuego uno de los niños, para divertirse en agitarla y lanzarla hacia abajo con la despreocupación de su edad. En efecto, es bonito ver una flecha de fuego surcar el aire que oscurece. Pero, ¡ya veis lo que puede causar una imprudencia! Puede causar graves desastres. Una chispa, o una ramita caída entre los brezos secos, ha sido suficiente par hacer arder un valle, y, si el Eterno no me hubiera enviado, todo el bosque se habría transformado en un brasero que habría consumido en medio de una mordaza de fuego vuestros bienes y vuestras vidas
Lo mismo con las cosas del espíritu. Hay que estar continua y prudentemente atentos, para que una flecha de fuego, una chispa, no prendan en vuestra fe y la destruyan, después de un proceso inadvertido de incubación en el corazón, con un fuego deseado por los que me odian y provocado para hacerme pobre en fieles. Aquí, el fuego, detenido a tiempo, se ha transformado de maléfico en benéfico, destruyendo el baldío inútil, que habíais dejado prosperar en el valle, y preparándoos, con su destrucción y con el abono que supone las cenizas, un terreno que, si sois trabajadores, podréis explotar con útiles cultivos. ¡Pero en los corazones lo que sucede es muy distinto cuando se os destruye todo el Bien, ya nada más puede brotar a hí, excepción de zarzas para cama de demonios.
Recordad esto y vigilad contra las insinuaciones de mis enemigos; que, como chispas infernales, serán lanzadas a vuestros corazones. Cuando llegue, estad preparados para el contrafuego. ¿Y cuál es este contrafuego? Es una fe cada vez más fuerte, una voluntad inquebrantable de ser de Dios. Es un pertenecer al Fuego santo. Porque el fuego no se come al fuego. Ahora bien, si sois fuego de amor al Dios verdadero, el fuego del odio a Dios no podrá perjudicaros. El Fuego del amor vence a cualquier otro fuego. Mi Doctrina es amor, y quien la recoge entra en el Fuego de la Caridad, y ya no puede ser torturado por el fuego del Demonio.
Desde lo alto de aquella loma, mientras veía arder los brezos y oía las palabras que vuestros espíritus dirigían al Señor Dios suyo – más aún que ver vuestras acciones orientadas a apagar las llamas -, Yo sonreía. Y un apóstol mío me ha dicho: «¿Por qué sonríes?». Le he prometido: «Te lo diré hablando a los salvados». Lo hago. Sonreía pensando en que, de la misma forma que las llamas se extendían entre los brezos del valle, en vano agredidos por vuestras maniobras, así se va a extender mi Doctrina por el mundo, en vano perseguida por quien no quiere la Luz. Y habrá luz y purificación y bonificación. Cuántas pequeñas serpientes han perecido entre estas cenizas, y con ellas otros seres dañinos! Vosotros teníais miedo a este valle porque en él había demasiados áspides. Pues podéis ver que ni uno sólo se ha salvado. Igualmente el mundo será liberado de muchas herejías, de muchos pecados, de muchos dolores, cuando me haya conocido y haya sido purificado por el fuego de mi Doctrina. Limpiado y liberado de las plantas inútiles, capacitado para recibir la semilla, enriquecido en frutos santos.
Por esto sonreía… Veía en el fuego que avanzaba un símbolo de la extensión de mi Doctrina por el mundo… Luego la caridad hacia el prójimo, que no ha de separarse nunca de la caridad hacia el Señor, ha devuelto mi pensamiento a vuestras necesidades. Y he bajado la mirada mental desde la contemplación de los intereses de Dios hasta la de los intereses de los hermanos, y he parado el fuego para que en medio de vuestro júbilo alabaseis al Señor. Veis, pues, que mi pensamiento ha subido a Dios, de Él ha bajado, más poderoso aún porque el ensimismamiento con Dios aumenta siempre nuestras facultades, y ha vuelto a subir después, junto con el vuestro, a Dios. De esta forma, por la caridad, he realizado conjuntamente los intereses del Padre y de mis hermanos. Actuad también vosotros de modo semejante en el futuro de vuestra vida.
-Y ahora, para estas mujeres, os pido un lugar para pasar la noche. La Luna se está poniendo y el incendio ha retardado nuestro camino. Así que no podemos proseguir hasta la ciudad cercana.
-¡Venid! ¡Venid! Hay sitio para todos. ¡Podíamos estar nosotros sin techo! Nuestras casas son vuestras. Son casas de pobres, pero están limpias. ¡Venid! ¡Venid y quedarán bendecidas!- gritan todos.
Y lentamente suben la ladera, más bien empinada, hasta llegar al pueblecillo que milagrosamente se ha salvado de la destrucción, para desaparecer después cada uno con quien le da alojamiento…