Parábola de los hijos lejanos. Curación de dos hijos ciegos del hombre de Petra.
Es una bonita mañana de otoño. Quitando las hojas rojoamarillas que cubren el suelo y recuerdan la época del año, está tan verde la hierba, con alguna florecilla abriéndose en las macollas renacidas con las lluvias de Octubre, y hay un aire tan sereno, que circula entre las ramas en parte ya desnudas, que a uno le viene la imagen de un comienzo de primavera. Y mucho más al considerar que las plantas de hojas perennes, que se mezclan con las de hoja caduca, ponen la nota alegre de las nuevas hojitas esmeraldinas nacidas en los extremos de las ramitas, junto a las ramas desnudas de otras plantas; de forma que parece que éstas echan las primeras hojas. Las ovejas salen de los rediles y, balando, se encaminan a los pastos con los corderos de los partos de otoño. El agua de una fuente, puesta a la entrada del pueblo, brilla como líquido diamante bajo el sol que la besa, y, cayendo en la oscura pila, produce todo un centelleo multicolor contra una casita de paredes ennegrecidas por el tiempo. Jesús se sienta en un murete que limita el camino por un lado, y espera. Los suyos están en torno a Él. También los habitantes del pueblo. Los pastores, por su parte, obligados por el rebaño, para no alejarse demasiado, en vez de subir más arriba, se esparcen a ambos lados del camino, hacia la llanura. Por el camino que desde el valle sube al Nebo, de momento, no viene nadie. -¿Y vendrá? – preguntan los apóstoles. -Vendrá. Y nosotros lo esperaremos. No quiero defraudar una esperanza en formación y destruir una futura fe – responde Jesús. -¿No estáis bien entre nosotros? Hemos dado lo mejor que teníamos – dice un anciano que se calienta al sol. -Mejor que en otros lugares, padre. Y vuestra bondad recibirá premio de Dios – le responde Jesús. -Entonces háblanos más. Aquí vienen de vez en cuando cumplidores fariseos y soberbios escribas. Pero no tienen palabras para nosotros. Es justo. Ellos son los separados, por altura, de… todo, y los sabios. Nosotros… ¿Pero no debemos, entonces, conocer nada nosotros porque la suerte nos haya hecho nacer aquí? -En la Casa del Padre mío no hay separaciones ni diferencias para los que llegan a creer en Él y a practicar su Ley, que es el código de su voluntad, y ésta es que el hombre viva como justo para recibir eterno premio en su Reino.Escuchad. Un padre tenía muchos hijos. Algunos habían vivido siempre en estrecho contacto con él; otros, por distintas razones, habían estado relativamente más lejos del padre. No obstante, conociendo los deseos paternos a pesar de estar lejos del padre, podían actuar como si éste estuviera presente. Otros, por estar aún más lejos, y haber sido educados, desde el primer día después de nacer, por servidores que hablaban otras lenguas y tenían otras costumbres, se esforzaban en servir a su padre según eso poco que, más por instinto que por conocimiento, sabían que a él le agradaba. Un día, el padre -que no ignoraba que, contrariamente a sus órdenes, sus servidores se habían abstenido de dar a conocer sus pensamientos a esos hijos lejanos, porque en su orgullo consideraban a éstos inferiores, desestimados por el solo hecho de no vivir con su padre- quiso reunir a toda su prole. Y la llamó a su presencia. Pues bien, ¿creéis que juzgó según la línea del derecho humano, y que dio la posesión de los bienes sólo a los que habían estado siempre en su casa, o, cuanto menos, no tan lejanos como para impedirles conocer sus órdenes y deseos? No, él siguió un concepto completamente distinto: observando las obras de los que habían sido justos por amor al padre, al que habían conocido sólo de nombre y habían honrado con todas sus obras, los llamó junto a sí y dijo: «Doble vuestro mérito de haber sido justos, porque lo fuisteis sólo por vuestra voluntad y sin ayudas. Venid en torno a mí. ¡Bien tenéis derecho a ello! Los primeros me han tenido siempre, y cada obra suya estaba reglada por mi consejo y era premiada con mi sonrisa. Vosotros habéis tenido que actuar sólo por fe y amor. Venid. Porque en mi casa está preparado vuestro lugar, está preparado desde hace tiempo, y ante mis ojos no constituye una diferencia el haber estado siempre en casa o el haber estado lejos; lo que tienen diferencia son las acciones, que, cerca o lejos de mí, mis hijos han llevado a cabo». Ésta es la parábola. Y su explicación es ésta: que escribas o fariseos, que viven en torno al Templo, pueden no estar en el Día eterno en la Casa de Dios, y que muchos que han estado muy lejos de saber siquiera sucintamente las cosas de Dios, podrán estar entonces en su seno. Porque lo que da el Reino es la voluntad del hombre tendida a la obediencia a Dios, y no el cúmulo de prácticas y ciencia. Haced, pues, cuanto os he explicado ayer. Hacedlo sin un excesivo temor que paraliza, sin el cálculo de evitar con ello el castigo; hacedlo, por tanto, sólo por amor a Dios que os ha creado para amaros y ser amado por vosotros. Y tendréis un sitio en la Casa paterna. -¡Háblanos todavía más! -¿Y qué os debo decir? -Ayer decías que hay sacrificios más gratos a Dios que el de corderos o machos cabríos, y también que hay lepras más vergonzosas que las de la carne. No he comprendido bien tu pensamiento – dice un pastor, y termina: -Antes de que un cordero tenga un año, y sea el más hermoso del rebaño, sin mancha ni defecto, ¿sabes cuántos sacrificios hay que hacer, y cuántas veces hay que superar la tentación de hacer de él el carnero del rebaño o venderlo para ello? Ahora bien, si durante un año se resiste a toda tentación, y se le cuida y uno se encariña con él, perla del rebaño, ¿sabes lo grande que es el sacrificio de inmolarlo sin ganancia y con dolor? ¿Puede haber un sacrificio más grande que ofrecer al Señor? -Hombre, en verdad te digo que el sacrificio no está en el animal inmolado, sino en el esfuerzo que has hecho por conservarlo para inmolarlo. En verdad os digo que está llegando el día en que, como dice la palabra inspirada, (Isaías 1, 11) Dios dirá: «No necesito el sacrificio de corderos y machos cabríos» y exigirá un sacrificio único y perfecto. Y desde esa hora todo sacrificio será espiritual. Pero ya está escrito desde siglos cuál es el sacrificio que el Señor prefiere. David (Salmo 51, 18-19) exclama llorando: «Si Tú hubieras deseado un sacrificio, te lo habría ofrecido, pero no te gustan los holocaustos. El sacrificio a Dios es el espíritu contrito (y Yo añado: obediente y amoroso, porque se puede cumplir también sacrificio de alabanzas y de gozo y de amor, no sólo de expiación). El sacrificio a Dios es el espíritu contrito; al corazón contrito y humillado Tú, oh Dios, no lo desprecias». No. Vuestro Padre no desprecia tampoco al corazón que ha pecado y se ha arrepentido. Y entonces, ¿cómo acogerá el sacrificio del corazón puro, justo, que lo ama? Este es el sacrificio más grato. El cotidiano sacrificio de la voluntad humana a la divina que se os muestra en la Ley, en las inspiraciones y en las cosas que suceden cada día. Y así, no es la lepra de la carne la más vergonzosa y la que más excluye de la presencia de los hombres y de los lugares de oración; antes bien, la lepra del pecado. Es verdad que ésta pasa muchas veces ignorada de los hombres. Pero ¿vivís para los hombres o para el Señor? ¿Todo termina aquí o prosigue en la otra vida? Ya lo sabéis vosotros. Entonces, sed santos para no ser leprosos a los ojos de Dios, que ven los corazones de los hombres, y conservaos limpios en el espíritu para poder vivir eternamente. -¿Y si uno ha pecado fuertemente? -Que no imite a Caín, que no imite a Adán y Eva; sino que corra a los pies de Dios y con verdadero arrepentimiento le pida piedad. Un enfermo, un herido va al médico para curarse. El pecador, que vaya a Dios para obtener perdón. Yo… -¿Tú aquí, Maestro? – grita uno que sube por el camino entre muchos otros y bien cubierto con su manto. Jesús se vuelve y lo mira. « -¿No me reconoces? Soy el rabí Sadoq. De vez en cuando nos encontramos. -El mundo es siempre pequeño, cuando Dios quiere hacer que se encuentren las personas. Nos encontraremos todavía, rabí. Entre tanto, la paz sea contigo. El otro no devuelve el saludo de paz, sino que pregunta: -¿Qué haces aquí? -He hecho lo que tú estás para hacer. ¿No es sagrado para ti este monte?» -Tú lo has dicho. Y vengo con mis discípulos. ¡Pero yo soy un escriba! -Y Yo soy un hijo de la Ley. Venero, pues, a Moisés como tú lo veneras. -Eso es mentira. Anulas su palabra con la tuya y no apuntas ya a nuestra obediencia, sino a la tuya. -A la vuestra no. Ésa es vuestra, pero no es necesaria… -¿No es necesaria? ¡Qué horror!-No, no más necesaria de cuanto lo sean en tus vestiduras, para resguardarte de los vientos otoñales, los fluentes y abundantes flecos que adornan el vestido. Es el vestido el que te protege. Igualmente, de las muchas palabras que se enseñan acepto las necesarias y santas, las mosaicas, y no presto atención a las otras. -¡Samaritano! ¡No crees en los profetas! -Vosotros no observáis a los profetas. Si los observarais, no me llamaríais samaritano. -¡Déjalo, Sadoq! ¿Quieres hablar con un demonio? – dice otro peregrino que ha llegado en ese momento con otras personas. Y, volviendo su dura mirada en torno al grupo que envuelve a Jesús, ve a Judas de Keriot y lo saluda con sorna. Quizás sucedería algún incidente, porque los habitantes del pueblo quieren defender a Jesús. Pero se abre paso, gritando, el hombre de Petra, seguido por un servidor. Tanto él como el servidor tienen a un niño en los brazos. -¡Dejadme pasar! Señor, ¿has tenido que esperarme demasiado? -No, hombre. Ven a mí. La gente se abre para dejarlo pasar. Va hacia Jesús y se arrodilla, mientras deposita en el suelo a una niñita que tiene la cabeza vendada con lino. El servidor hace lo mismo y pone en el suelo a un niñito de ojos opacos. -¡Mis hijos, Maestro Señor! – dice, y en la breve frase palpita todo el dolor y la esperanza de un padre. -Has tenido mucha fe, hombre. ¿Y si te hubiera defraudado? ¿Si no me hubieras encontrado? ¿Si te dijera que no te los puedo curar? -No te creería. Y no creería tampoco en la evidencia de no verte. Habría dicho que te habías escondido para probar mi fe, y te habría buscado hasta encontrarte. -¿Y la caravana? ¿Y tu ganancia? -¿Estas cosas? ¿Qué son respecto a ti, que puedes curar a mis hijos y darme una fe segura en ti? -Destapa la cara de la niña – ordena Jesús. -Tengo tapada su cara porque sufre mucho con la luz. -Será sólo un instante de dolor – dice Jesús. Pero la pequeña se echa a llorar desesperadamente y no quiere que le quiten la venda. -Hace esto porque cree que la vas a atormentar con el fuego como los médicos – explica el padre, luchando por quitar de las vendas las manitas de la niña. -¡No tengas miedo, niña! ¿Cómo te llamas? La niña llora y no responde. Responde el padre por ella: -Tamar, de donde nació; y el niño, Fara. -No llores, Tamar. No te hago daño. Toca mis manos. No tienen nada en los dedos. Ven encima de mis rodillas. Mientras, curaré a tu hermano, y él te dirá lo que ha sentido. Ven aquí, niño. El criado lleva hasta sus rodillas al pobre cieguito, cuyos ojos están apagados a causa del tracoma. Jesús le acaricia la cabeza y le pregunta: -¿Sabes quién soy? -Jesús Nazareno, el Rabí de Israel, el Hijo de Dios. -¿Quieres creer en mí? -Sí. Jesús le pone la mano en los ojos, cubriéndole más de la mitad de la cara. Dice: -¡Quiero! Y que la luz de las pupilas abra la vía a la luz de la Fe. Quita la mano. El niño lanza un grito, llevándose las manos a los ojos; luego dice: -¡Padre! ¡Veo! Pero no corre hacia su padre. En su espontaneidad de niño se agarra al cuello de Jesús y lo besa en las mejillas, y se queda así, agarrado a su cuello, refugiando su cabecita en el hombro de Jesús para acostumbrar de nuevo las pupilas al sol. La gente aclama por el milagro, mientras el padre quisiera quitar al niño del cuello de Jesús. -Déjalo. No molesta. Únicamente, Fara, dile a tu hermana lo que te he hecho. -Una caricia, Tamar. Parecía la mano de nuestra mamá. ¡Cúrate tú también y jugaremos otras veces! La niña, todavía un poco reacia, se deja poner encima de las rodillas de Jesús, el cual quisiera curarla sin tocarle siquiera las vendas. Pero los escribas y sus compañeros gritan: -Es un truco. La niña ve. Una conjura para engañar vuestra buena fe, habitantes de este lugar. -Mi hija está enferma. Yo… -¡Deja! Tú, Tamar, ahora eres buena y dejas que te quite las vendas. La niña, convencida, se deja. ¡Qué se ve, cuando la última venda cae! Dos llagas rojas, costrosas, hinchadas, de que gotean lágrimas y pus, están en lugar de los ojos. Un susurro de horror recorre a la gente, y de compasión, mientras la niña se lleva las manitas a la cara para protegerse de la luz, que debe hacerle sufrir horriblemente; en las sienes rojean quemaduras recientes. Jesús le aparta las manitas y roza ligeramente ese estrago, apoya la mano encima y dice: -Padre, que creaste la luz para alegría de los que viven, y hasta al mosquito le diste pupilas, devuelve la luz a esta criatura tuya, para que te vea y crea en ti, y a partir de la luz de la Tierra entre, con la Fe, en la luz de tu Reino. Quita la mano… -¡Oh! – gritan todos. Ya no hay llagas. Pero la pequeña tiene todavía cerrados los ojos. -Ábrelos, Tamar. No tengas miedo. La luz no te va a hacer daño. La niña obedece un poco temerosa y abre los párpados, que dejan ver dos vivaces ojitos negros. -¡Padre mío! ¡Te veo! – y ella también se apoya sobre el hombro de Jesús para acostumbrarse lentamente a la luz. Alboroto festivo entre la gente, mientras el hombre de Petra se arroja, sollozando de alegría, a los pies de Jesús. -Tu fe ha tenido su premio. Que desde ahora tu gratitud lleve a tu fe en el Hombre al ámbito más alto: a la fe en el verdadero Dios. Levántate y vamos. Y Jesús pone en el suelo a la niña, que sonríe feliz; y se despega al niño y se levanta. Los acaricia una vez más y hace ademán de abrir el círculo de gente que se apiña para ver los ojos curados. -Deberías pedir también tú la curación para tus ojos velados – dice un discípulo a un viejo, cuyos ojos están tan opacados que deben llevarlo de la mano. -¿Yo? ¿Yo? No quiero que me dé la luz un demonio. Es más: ¡A ti te grito, oh Dios eterno! Escúchame. ¡A mí, a mí las tinieblas absolutas, pero que yo no vea la cara del demonio, de ese demonio, de ese sacrílego, usurpador, blasfemo, deicida! Desciendan las sombras sobre mis ojos para siempre. ¡Las tinieblas, las tinieblas para no verlo nunca, nunca, nunca! Parece un demonio él. En su paroxismo se golpea las cuencas de los ojos como si quisiera hacerlos estallar. -No temas. No me verás. Las Tinieblas no quieren la Luz, y la Luz no se impone a quien la rechaza. Yo me marcho, anciano. No me verás ya en esta Tierra. Pero, igualmente, me verás en otro lugar. Y Jesús, con un abatimiento que le acentúa el modo de caminar propio de los que son muy altos, ligeramente echado hacia adelante, se encamina por la bajada. Está tan abatido, que parece ya el Condenado que baja el Moria con la carga de la Cruz… Y los gritos de los enemigos azuzados por el viejo furioso asemejan mucho a los de la muchedumbre de Jerusalén el día de Viernes Santo. El hombre de Petra, afligido, con la atemorizada niña llorando entre sus brazos, susurra: -¡Por mí, Señor! ¡Por causa mía! ¡Tú, tanto bien a mí! ¿Y yo a ti? He puesto en el baldaquino, sobre el camello, unas cosas para ti. Pero ¿qué son respecto a los insultos que te he procurado? Siento vergüenza de haber venido a ti… -No, hombre. Ése es mi pan amargo de cada día. Y tú eres la miel que lo dulcifica. Siempre es más la cantidad de pan que la de miel, pero basta una gota de miel para hacer dulce mucho pan. -Eres bueno… Pero, dime al menos: ¿qué tengo que hacer para medicar estas heridas? -Conserva la fe en mí. Por ahora, como puedas y hasta donde puedas. Dentro de no mucho… sí, mis discípulos irán hasta Petra, y más allá. Entonces sigue su doctrina, porque Yo hablaré en ellos. Y por el momento habla a los de Petra de lo que te he hecho, de forma que, cuando estos que me rodean, y otros, vayan en mi Nombre, no les sea desconocido este Nombre mío. A1 pie de la bajada, en la calzada romana, están parados tres camellos. Uno, sólo con la silla; los otros, con el baldaquino. Los vigila un criado. El hombre va a uno de los baldaquinos y coge unos paquetes: -Aquí tienes – dice mientras se los ofrece a Jesús – Te serán útiles. No me des las gracias. Yo soy el que tiene que bendecirte por todo lo que me has dado. Si puedes hacerlo con incircuncisos, bendíceme a mí y a mis hijos, Señor- y se arrodilla con los niños. Los criados hacen lo mismo. Jesús extiende sus manos y ora en voz baja con los ojos fijos en el cielo. -Ve. Sé justo y hallarás a Dios en tu camino, y lo seguirás sin nunca más perderlo. ¡Adiós, Tamar! ¡Adiós, Fara! Los acaricia antes de que suban con los criados, uno por camello. Los animales se alzan al oír el crrr crrr de los camelleros, se vuelven y toman el trote por el camino que va hacia el sur. Dos manitas morenas se asoman por los baldaquinos y dos vocecitas dicen: -¡Adiós, Señor Jesús! ¡Adiós, padre! El hombre hace, a su vez, ademán de montar. Se postra y besa la túnica de Jesús, luego monta en la silla y se marcha hacia el norte. -Y ahora vamos – dice Jesús, encaminándose igualmente hacia el norte. -¿Cómo? ¿Ya no vas a donde querías? – preguntan. -No. Ya no podemos ir… Las voces del mundo tenían razón… Y ello es porque el mundo es astuto y conoce las obras del demonio… Iremos a Jericó… -¡Qué triste está Jesús!… Todos lo siguen, cargados con los bultos dados por el hombre; abatidos y sin decir palabra…