Parábola de las dos voluntades y despedida de los habitantes de Keriot.
Jesús habla en el interior de la sinagoga de Keriot, que está increíblemente abarrotada de gente. Está respondiendo a éste o a aquél, que le consultan aparte pidiéndole consejos íntimos. Luego, una vez que ha satisfecho a todos, empieza a hablar en voz alta.
-Gentes de Keriot, oíd mi parábola de despedida. Le vamos a dar el nombre de: «Las dos voluntades».
Un padre perfecto tenía dos hijos, amados ambos con igual amor sabio. Orientados los dos por caminos buenos. Ninguna diferencia en su modo de amar o de dirigir. Y sin embargo había entre los dos hijos una sensible diferencia. Uno, el primogénito, era humilde, obediente: hacía la voluntad paterna sin discutir; siempre jovial y contento de su trabajo. El otro, aun siendo menor, frecuentemente se mostraba malcontento y tenía controversias con su padre y con su propio yo. Siempre meditaba – con meditación muy humana – acerca de las órdenes y consejos que recibía; y, en vez de llevarlos a cabo como le eran propuestos, se permitía el modificarlos en todo o en parte, como si quien lo mandaba fuera un necio. El mayor le decía: «No te comportes así. ¡Das dolor a nuestro padre!». Pero él respondía: «Eres un necio. Ya eres grande y desarrollado, y además el primogénito, y ya adulto… yo no querría quedarme en el rango en que nuestro padre te ha puesto. Yo querría hacer más. Imponerme a los subalternos. Que comprendan que soy el amo. Pareces un subalterno tú también, con tu perpetua mansedumbre. ¿No ves que en el fondo pasas desapercibido con toda tu primogenitura? Alguno se burla de ti incluso…». El segundogénito, tentado – más que tentado, discípulo de Satanás, cuyas insinuaciones ponía atentamente en práctica -, tentaba al primogénito. Pero éste, que era fiel al Señor en el respeto de la Ley, se mantenía fiel también a su padre, al cual honraba con su conducta perfecta.
Pasaron los años. El segundogénito, molesto por no poder reinar como soñaba, después de haber rogado al padre varias veces: «Dame la facultad de actuar en tu nombre, por tu honor, en vez de confirmársela a ese necio que es más manso que una oveja», después de haber tratado de mover a su hermano a hacer más de lo que el padre hubiera dispuesto, para imponerse a los subalternos, a los conciudadanos y vecinos, se dijo a sí mismo: «¡Basta! ¡Aquí está en juego también nuestra reputación! Dado que ninguno quiere actuar, voy a actuar yo». Y se puso a hacer cosas según su propio criterio, abandonándose a la soberbia y a la mentira y desobedeciendo sin escrúpulos. Su padre le decía: «Hijo mío, estáte sujeto al primogénito. Él sabe lo que hace». Decía: «Me dicen que has hecho esto. ¿Es verdad?». Y el hijo menor decía, encogiéndose de hombros, respectivamente, a una y a otra de las cosas que su padre le decía: «¡Ya… sabe, sabe! Es demasiado tímido, titubea demasiado. Pierde las ocasiones de triunfo»; «no lo he hecho». El padre decía: «No busques ayudas de unos u otros. ¿Quién crees que podrá ayudarte mejor que nosotros a dar lustre a nuestro nombre? Son falsos amigos, que te azuzan para luego reírse a tus espaldas». Y el hijo menor respondía: «¿Estás celoso de que sea yo el que tiene iniciativa? Por lo demás, sé que estoy haciendo bien las cosas».
Pasó más tiempo. El primero crecía cada vez más en justicia y el otro nutría cada vez más las malas pasiones. A1 final, el padre dijo: “¡Ya se ha terminado, ¡eh?: o te doblegas a lo que se ha dicho o pierdes mi amor!». Y el rebelde fue a decírselo a sus falsos amigos. «¡Y te preocupas por esto! ¡No, hombre, no! Hay una manera de poner al padre en la imposibilidad de preferir un hijo al otro. Ponlo en nuestras manos y nosotros lo resolvemos. Tú no tendrás culpa material, y florecerán con nuevo vigor las riquezas, porque, una vez quitado de en medio el demasiado bueno, podrás darles gran esplendor. ¿No sabes que es mejor una acción fuerte, aunque produzca dolor, que no la inercia, que produce daño a los bienes?» respondieron. Y el segundogénito, ya saturado de malevolencia, prestó su adhesión al indigno complot.
Ahora decidme vosotros: ¿se puede acusar al padre de haber dado dos sistemas de educación a los dos hijos?; ¿se le puede llamar cómplice? No. ¿Y cómo es que, mientras que un hijo es santo, el otro es malo? ¿Acaso el hombre recibe, con anterioridad, la voluntad en dos modos? No. La voluntad es dada de una sola manera. Pero el hombre, en su propio interés, la muta: el que es bueno hace buena su voluntad; el malo, mala.
Os exhorto a vosotros de Keriot – y esta exhortación a que sigáis caminos de sabiduría será la última – a seguir únicamente la buena voluntad. Casi al final de mi ministerio, os repito las palabras que fueron cantadas cuando nací: «Paz hay para los hombres de buena voluntad». ¡Paz! O sea, éxito, o sea, victoria en la Tierra y en el Cielo, porque Dios está con quien
tiene la buena voluntad de obedecerlo. Dios no mira tanto a las obras altisonantes que el hombre hace por propia iniciativa, cuanto a la humilde obediencia, diligente, fiel, a las obras que Él propone.
Os recuerdo dos episodios de la historia de Israel. Dos demostraciones de que Dios no está donde el hombre quiere actuar por su propia cuenta pisoteando la orden recibida.
Veamos los Macabeos. Está escrito en ellos que, mientras Judas Macabeo con Jonatán iba a combatir a Galaad, y Simón iba a liberar a los otros de Galilea, les había sido ordenado a José de Zacarías y a Azarías, jefes del pueblo, que permanecieran en Judea para defenderla. Y Judas les dijo: «Cuidad de este pueblo y no entabléis batalla con las naciones hasta nuestro regreso». Pero José y Azarías, oyendo las grandes victorias de los Macabeos, quisieron actuar también, y dijeron: «Vamos a hacer célebre también nuestro nombre y vamos a combatir contra las naciones de los alrededores». Y fueron vencidos y castigados y «grande fue la huida del pueblo, porque no habían hecho caso a Judas y a sus hermanos, creyendo que obraban como héroes». La soberbia y la desobediencia.
¿Y qué se lee en los Reyes? Se lee que Saúl fue corregido una vez y luego otra, y la segunda fue tan corregido por haber desobedecido, que se eligió en su lugar a David. ¡Por haber desobedecido! ¡Recordad! ¡Recordad! «¿Acaso quiere el Señor holocaustos o víctimas, y no más bien que se obedezca la voz del Señor? La obediencia vale más que los sacrificios; el hacer caso, más que ofrecer la grasa de los carneros; porque la rebelión es como un reato de magia, el no querer someterse es como un delito de idolatría. Pues bien, como has rechazado la palabra del Señor, el Señor te ha rechazado a ti para no dejarte seguir siendo rey».
¡Recordad! ¡Recordad! Cuando Samuel, obediente, llenó su cuerno de aceite y fue a ver a Jesé Betlemita, porque allí el Señor se había procurado otro rey, habiendo entrado Jesé con sus hijos al banquete, después del sacrificio, le fueron presentados a Samuel estos hijos. Primero Eliab, hermoso de cara, edad y estatura. Pero el Señor dijo a Samuel: «No te fijes en su cara ni en su gran estatura, porque Yo lo he descartado. No juzgo según los criterios humanos. Porque el hombre mira las cosas que ven sus ojos, pero el Señor ve el corazón». Y Samuel no quiso tomar como rey a Eliab. Le fue presentado a Abinadab, pero Samuel dijo: «El Señor no ha elegido tampoco a éste». Y Jesé le presentó a Sammá. Pero Samuel dijo: «Tampoco éste es el elegido del Señor». Y así con los siete hijos de Jesé presentes en el banquete. Pero Samuel dijo: «¿Todos tus hijos están aquí?». «No» respondió Jesé. «Queda uno, todavía niño, que está apacentando las ovejas.” «Dile que venga, porque no nos sentaremos a la mesa sino cuando él haya llegado.” Y vino David, rubio y hermoso, un niño. Y el Señor dijo: «Úngelo. Es él el rey». Porque, sabedlo siempre, Dios elige a quien quiere y depone a quien, habiendo degradado su voluntad con soberbia y desobediencia, desmerece.
No volveré a vuestra ciudad. El Maestro está para cumplir su ministerio. Después será más que Maestro. Preparad vuestro corazón para aquella hora; porque habéis de tener presente que, de la misma forma que mi nacimiento fue salud para los que tuvieron buena voluntad, así mi elevación significará salud para los que me hayan seguido como Maestro en mi doctrina con buena voluntad, y para los que en ella me sigan después, incluso después de mi elevación.
¡Adiós, hombres, mujeres, niños de keriot! ¡Adiós! ¡Mirémonos bien a los ojos! Hagamos que los corazones, el mío y los vuestros, se fundan en un abrazo de amor y de despedida, y que el amor permanezca, siempre vivo, incluso cuando Yo ya no esté, no vuelva a estar nunca más, entre vosotros… Aquí, la primera vez que vine, un justo expiró en el beso de su Salvador, en una visión de gloria… Aquí, esta vez, la última que vengo, os bendigo con el amor…
¡Adiós!… Que el Señor os dé fe, esperanza y caridad en medida perfecta. Os dé amor, amor, amor. Por El, por mí, por los buenos, por los desdichados, por los culpables, por los que llevan el peso de una culpa no propia…
Acordaos. Sed buenos. No seáis injustos. Recordad que Yo he perdonado siempre no sólo a los culpables, sino que he envuelto de amor a todo Israel. Todo Israel, que está compuesto de buenos y no buenos, de la misma forma que en una familia están los buenos y los no buenos, y sería una injusticia decir que toda una familia es mala porque lo fuera uno de sus miembros.
Yo me marcho… Si todavía alguno de vosotros tiene que hablar conmigo, que venga esta noche a la casa de labranza de María de Simón.
Jesús levanta la mano y bendice, luego sale raudo por la puertecita secundaria, seguido de los suyos. La gente susurra:
-¡No vuelve!
-¿Qué ha querido decir?
-En la despedida tenía lágrimas…
-¿Habéis oído? ¡Ha hablado de su elevación!
-¡Entonces verdaderamente tiene razón Judas! Está claro que después, como rey, ya no estará entre nosotros como
ahora…
-Pero yo he hablado con sus hermanos. Dicen que no será rey como nosotros pensamos, sino Rey de redención como dicen los profetas. O sea, que será el Mesías.
-¡Sí, claro, el Rey Mesías!
-¡Que no, hombre! El Rey Redentor. El varón de dolores.
-Sí.
-No…
Jesús, entretanto, camina ligero hacia los campos.
395
Las dos madres infelices de Keriot. Adiós a la madre de Judas.
-¡Señor, aceptarías venir conmigo, sólo conmigo, a ver a una madre infeliz? Esto es lo que deseo, más que ninguna otra cosa – dice María de Simón, en actitud respetuosa delante de Jesús, mientras, después de la comida de mediodía, los apóstoles se han separado para el descanso, antes de reanudar el camino al atardecer. Jesús, por su parte, está bajo la sombra fresca de los manzanos plagados de manzanitas verdes que levemente empiezan a madurar. Da la impresión de que María reanudara una precedente conversación.
-Sí, mujer. Yo también he deseado estar contigo, solos en estas últimas horas, como en las primeras que estuve aquí.
Vamos.
Y entran en la casa para tomar Jesús el manto y María el velo y el manto.
Van por unos caminos situados entre los campos, entre manzanos y otros árboles, agrestes. Hace todavía calor. De los campos de cereales maduros llegan hálitos ardientes; pero el viento de la montaña atenúa el calor, que en la llanura sería insoportable.
-Siento hacerte caminar con este calor. Pero después… ya no podríamos. Y he deseado mucho esto, aunque nunca me atrevía a pedírtelo. Hace poco me has dicho: «María, para mostrarte que te quiero como si fueras mi madre, te digo: pídeme lo que desees, que te complaceré», y entonces me he atrevido. Señor, ¿sabes a dónde vamos?
-No, mujer.
-Vamos a la casa de la que debería haber sido la suegra de Judas… (María suspira con dolor). Debería haber sido… Pero ni lo es ni lo será jamás, porque Judas abandonó a la muchacha, que murió de dolor… y la madre nos guarda rencor a mí y a mi hijo. Lo maldice siempre… Judas es tan… es tan… tan débil para el Mal, que la verdad es que necesita sólo bendiciones… Yo quisiera que hablaras con ella… Tú la puedes convencer… decirle que ha sido una gracia el que no se verificara esa boda… decirle que yo no tengo culpa de ello… decirle que muera sin rencor; porque esa mujer está muriendo lentamente, y con ese nudo en el alma. Querría que entre nosotras hubiera paz… porque he sufrido, y con vergüenza, por cuanto sucedió; y veo con dolor rota una amistad con una que era para mí una compañera desde que vine aquí cuando me casé. Bueno, ya lo sabes, Señor…
-Sí, no te angusties. Tu petición es justa, y Yo cumpliré esta petición buena.
Suben, después de dejar atrás un pequeño valle, a otra elevación sobre la cual hay un pueblecillo.
-Ana está aquí desde que ocurrió la muerte de su hija. En sus propiedades. Antes estaba en Keriot. Pero, mientras vivía allí, cuando nos veíamos, sus reproches me atormentaban el corazón.
Tuercen por un sendero poco antes del pueblo y llegan a una casa baja que está entre los campos.
-Hemos llegado. Se estremece mi corazón ahora que estoy aquí. No querrá verme… me echará… se irritará y su pobre corazón sufrirá más todavía… Maestro…
-Sí, voy Yo. Tú quédate aquí hasta que te llame. Y ora para ayudarme.
Y Jesús va adelante, solo, hasta la puerta de la casa, abierta de par en par; entra saludando con su dulce saludo. Acude una mujer:
-¿Qué quieres? ¿Quién eres?
-Vengo a dar consuelo a tu ama. Llévame donde ella.
-¿Un médico? ¡No hace falta ya! ¡Ya no hay esperanza! Su corazón se está muriendo.
-Todavía hay que curar el alma. Soy el Rabí.
-No haces falta tampoco en ese sentido. Está irritada con el Eterno y no quiere oír sermones. Déjala tranquila.
-Precisamente porque está en ese estado, he venido. Déjame pasar y ella será menos infeliz en sus últimos días. La mujer se encoge de hombros y dice:
-Entra.
Un pasillo semioscuro y fresco. Unas puertas. En el fondo, la última está entreabierta y por ella salen unos lamentos. La mujer va allí y entra. Dice:
-Ama mía, hay un rabí que quiere hablar contigo.
-¿Para qué?… ¿Para llamarme maldita? ¿Para decirme que no tendré paz ni siquiera en la otra vida? – dice, jadeando, inquieta, la enferma.
-No. Para decirte que tu paz será completa y que serás bienaventurada con tu Yoana, eternamente, con sólo quererlo tú – dice Jesús apareciendo en el umbral de la puerta.
La enferma, amarilla, hinchada, jadeante en la cama, apoyada sobre muchos almohadones, le mira y dice:
-¡Qué palabras! Es la primera vez que un rabí no me reprende… ¡Qué esperanza!… Mi Yoana… conmigo… en
bienaventuranza… sin dolor ya… el dolor producido por un hombre maldito… no impedido por la que lo engendró… y que me
traicionó… después de decirme lisonjas… Pobre hija mía…
Jadea cada vez más fuerte.
-¿Ves como la haces estar mal? Ya lo sabía yo. Sal.
-No. Sal tú. Déjame sólo…
La mujer sale meneando la cabeza.
Jesús se acerca a la cama lentamente. Seca con bondad el sudor de la enferma, que ella con dificultad trata de enjugar con sus manos increíblemente hinchadas; le da aire con un abanico de palma; le da de beber, pues ella busca refresco en la bebida que hay encima de una mesilla: parece un hijo junto a su madre enferma. Luego se sienta, dulcemente pero firmemente decidido a cumplir su misión.
La mujer lo observa y contemporáneamente se calma, y con una sonrisa impregnada de sufrimiento dice: -Eres hermoso y bueno. ¿Quién eres, Rabí? Me alivias con la delicadeza de mi amada hija.
-¡Soy Jesús de Nazaret!
-¡¿Tú?! ¡¿Tú?!… ¿Has venido a mi casa?… ¿Por qué?…
-Porque te amo. Yo también tengo una madre, y en todas las madres veo a la mía, y en las lágrimas de las madres veo las de la mía…
-¿Por qué? ¿Llora tu Madre? ¿Por qué? ¿Es que se le ha muerto un hijo?
-Todavía no… Yo soy su unigénito y vivo todavía. Pero llora porque sabe que debo morir.
-¡Pobrecilla! ¡Saber con antelación que un hijo debe morir! Pero, ¿cómo lo sabe? Estás sano y fuerte. Eres bueno. ¡Yo me hice ilusiones hasta que se me murió, y estaba muy enferma!… ¿Cómo puede saber tu Madre que debes morir?
-Porque soy el Hijo del hombre, anunciado por los profetas. Soy el Varón de dolores que vio Isaías, el Mesías cantado por David y descrito en sus torturas de Redentor. Soy el Salvador, el Redentor, mujer. Y la muerte me espera, una muerte horrenda… y mi Madre asistirá a ella… y mi Madre sabe, desde que nací, que su corazón será abierto como el mío por el dolor… No llores… Con mi muerte abriré las puertas del Paraíso a tu Yoana…
-¡También a mí! ¡También a mí!
-Sí. A su tiempo. Pero antes debes aprender a amar y a perdonar. A volver a amar. A ser justa. Y a perdonar… Si no, no podrás ir al Cielo, con Yoana, conmigo…
La mujer llora con congoja. Gime:
-Amar… Amar cuando los hombres nos han enseñado a odiar… cuando Dios ha dejado de amarnos no usando piedad con nosotros, es difícil… ¿Cómo amar, cuando los hombres nos han torturado, las amigas nos han herido y Dios nos ha abandonado?…
-No. Abandonado, no. Yo estoy aquí. Para hablarte de promesas celestiales. Para asegurarte que tu dolor acabará en gozo con sólo quererlo tú. Ana, escúchame… Lloras por unas nupcias anuladas, a las que consideras causante de todos tus dolores; acusas de homicidio a un hombre por esto, y de cómplice a su infeliz madre. Escucha, Ana. No pasarán más que unos meses y verás que fue una gracia del Cielo el que Yoana no fuera mujer de Judas…
-¡No lo menciones! – grita la mujer.
-Lo menciono. Y es para decirte que debes dar gracias al Señor, y le darás gracias dentro de pocos meses… -Pronto moriré…
-No. Estarás viva y me recordarás, y comprenderás que hay dolores mayores que el tuyo…
-¿Mayores? ¡Imposible!
-¿Dónde colocas el dolor de mi Madre, que me verá morir en una cruz?
Jesús se ha puesto de pie. Su aspecto es majestuoso.
-¿Y dónde colocas el de la madre del traidor de Jesucristo, del Hijo de Dios? Piensa, mujer, en esa madre… Tú… Toda Keriot, y los campos y otros lugares más lejanos, se han compadecido de tu dolor, del cual has podido gloriarte como de corona de mártir. ¡Pero esa madre! Como Caín, sin ser Caín, es más siendo Abel – la víctima de su hijo traidor, asesino de Dios, sacrílego, hombre maldito -, ella no podrá soportar la mirada de los hombres, porque todas las miradas serán como una piedra de lapidación, y en todas las palabras de los hombres, en todas las palabras, le parecerá oír una maldición, un improperio, y no encontrará refugio sobre la faz de la Tierra, jamás, hasta la muerte, hasta que Dios, que es justo, no tome consigo a la mártir y cancele de su memoria el hecho de ser la madre del asesino de Dios, dándole la posesión de Dios… ¿No es mayor este dolor de esta madre?
-¡Un inmenso dolor!…
-Ya lo ves… Sé buena, Ana. Reconoce que Dios ha sido bueno en su actuación…
-¡Pero mi hija ha muerto! Judas hizo que se me muriera, porque buscaba una dote mayor… Su madre lo aprobó.
-No. Eso no. Te lo digo Yo, que veo dentro de los corazones. Judas – es mi apóstol, pero lo digo – ha obrado mal, y recibirá su castigo. Pero la madre es inocente. Te ama, querría que tú la amaras… Ana, sois dos madres infelices. Pero tú te glorías de tu niña muerta, inocente, pura, celebrada con honor por el mundo… María de Simón no puede gloriarse de su hijo. Los hombres condenan sus acciones.
-Eso es verdad. Pero si se hubiera casado con Yoana no sería censurado.
-Pero dentro de poco verías morir de dolor a Yoana, porque Judas morirá de muerte violenta.
-¿Qué dices? ¡Oh, pobre María! ¿Cuándo? ¿Dónde?
-Pronto. Y de una manera horrenda… ¡Ana! ¡Ana! ¡Tú eres buena! ¡Eres madre! ¡Sabes lo que es el dolor de una madre! ¡Ana, vuelve a ser amiga de María! Que el dolor os una como habría debido uniros la alegría. Déjame partir contento sabiendo que ella tendrá una amiga, una sola, una al menos…
-Señor… amarla… quiere decir perdonarla… Es muy penoso… Me parece como sepultar de nuevo a mi hija… matarla yo también…
-¡Pensamientos que vienen de las Tinieblas! No los escuches. Escúchame a mí, Luz del mundo. La Luz te dice que la suerte de Yoana, muriendo virgen, ha sido menos amarga que muriendo viuda de Judas. Créeme, Ana. Y piensa que, más infeliz que tú es María de Simón…
La mujer piensa, piensa, lucha, llora, dice:
-Pero yo la he maldecido, a ella y al fruto de sus entrañas. He pecado…
-Y Yo te absuelvo de ello. Y, cuanto más la ames, mayor será tu absolución en el Cielo.
-Pero, si soy amiga suya… me veré con Judas. ¡No puedo hacer esto, Señor!…
-No te volverás a encontrar con él. Yo no volveré ya nunca más a Keriot, y Judas tampoco. Hemos saludado ya a los de
Keriot…
-Has dicho…
-Que no volveré nunca más. Judas ha dicho que no podrá volver hasta después de mi elevación; pero él cree que me verá subir a un trono. Y, sin embargo, me espera la muerte de cruz. Y cree que será un ministro mío. Y, sin embargo, le espera la muerte. Pero tú no has de decir esto. Jamás. Que la madre lo ignore hasta que todo se cumpla. Tú lo has dicho: «¡Pobrecilla! ¡Saber con antelación que el hijo debe morir!». Pero, si los sufrimientos de mi Madre, incluido ése, van a aumentar ya los méritos de mi sacrificio, para María de Simón es misericordioso el silencio. No hablarás.
-No, Señor. Lo juro en nombre de mi Yoana.
-¡Quiero otra promesa! ¡Grande! ¡Santa! Tú eres buena. Me amas ya…
-Sí. Mucho. Estoy en paz desde que estás aquí…
-Cuando María de Simón no tenga ya a su hijo y el mundo la cubra de… desprecio, tú – y serás la única – le abrirás casa y corazón. ¿Me lo prometes? En nombre de Dios y de Yoana. Ella lo habría hecho, porque María era siempre para ella la madre del siempre amado – insta Jesús.
-¡ … Sí! – y un sollozo…
-¡Dios te bendiga, mujer, y te dé paz… y salud!… Ven, vamos a ver a María, a darle el beso de paz…
-Pero… Señor… Yo no puedo andar. Tengo hinchadas e inmóviles las piernas. ¿Ves? Estoy aquí, vestida, pero soy sólo un
tronco…
-Lo eras. ¡Ven! – y alarga, invitante, hacia ella la mano.
La mujer, fijos sus ojos en los de Jesús, mueve las piernas, las saca de la cama, pone en el suelo sus pies descalzos, se levanta, anda… Parece hechizada, No se da cuenta siquiera de la curación que se ha producido… Sale, cogida todo el tiempo de la mano de Jesús, al pasillo semioscuro… Va hacia la salida. Estando ya cerca, encuentra a la criada de antes, la cual da un grito de gozoso susto… Acuden otros servidores, temiendo que sea indicio de muerte, y ven a su ama, que antes se moría y guardaba rencor a María de Simón, ir deprisa ahora, habiendo dejado a Jesús; ir hacia María, que está abatida; ir con los brazos abiertos y llamarla y recibirla en su corazón, llorando ambas…
…Y, regresando hacia la casa, después del saludo de paz, María de Simón da las gracias a su Señor y pregunta: -¿Cuándo vas a venir otra vez a hacer otro bien?
-Nunca más, mujer. Ya se lo he dicho a los de Keriot. Pero mi corazón estará siempre contigo. Recuerda, recuerda siempre que te he amado y que te amo. Recuerda que sé que eres buena, y que Dios te ama por ello. Recuérdalo siempre. Incluso cuando lleguen tremendas horas. Que no se apodere de ti jamás el pensamiento de que Dios te juzga como culpable. A sus ojos, tu alma aparece y aparecerá siempre adornada con las gemas de tus virtudes y con las perlas de tu sufrimiento. María de Simón, madre de Judas, quiero bendecirte, quiero abrazarte y besarte, para que tu beso materno, sincero, fiel, me compense todos los otros… para que mi beso te compense de todos los dolores. Ven, madre de Judas. Y gracias, gracias por todo el amor y honor que me has dado – y la abraza y la besa en la frente, como hace con María de Alfeo.
-¡Pero nos veremos todavía! Iré para la Pascua…
-No. No vayas. Te lo ruego. ¿Quieres hacerme feliz? No vayas. ¡ Las mujeres en la próxima Pascua no! -¿Y por qué?…
-Porque… Jerusalén estará tremendamente revuelta la próxima Pascua. ¡No es lugar para mujeres! Es más… María, ordenaré a tu pariente que venga aquí contigo. Estad juntos. Lo necesitas, porque… Judas, de ahora en adelante, no va a poder ayudarte ni venir…
-Haré como Tú dices… ¿Y entonces ya nunca más voy a ver tu rostro, que refleja la paz del Cielo? ¡Cuánta paz has vertido en mi corazón doliente a través de tus ojos!… – María llora.
-No llores. La vida es breve. Después me verás para siempre en mi Reino.
-¿Entonces piensas que tu humilde sierva va a entrar en él?…
-Veo ya tu sitio entre las filas de las mártires y de las corredentoras. No temas, María. El Señor será tu eterno premio. Vamos. Cae la tarde y es hora de ponerse en camino…
Y recorren en sentido inverso el mismo camino entre los campos y las matas de árboles frutales, hasta la casa donde están esperando los apóstoles.
Jesús abrevia las despedidas, bendice, se pone a la cabeza de los suyos… Se marcha… María llora, de rodillas…