Parábola de la viña y del viñador, figuras del alma y del libre albedrío.
-La paz a vosotros, amigos míos. El Señor es bueno. Nos concede reunirnos para un ágape fraterno, ¿A dónde ibais? – pregunta Jesús a los ex pastores, mientras se adentra en un bosquete para resguardarse del sol.
-Unos hacia el mar, otros hacia los montes. Pero hasta aquí hemos venido juntos y creciendo cada vez más en número, por otros grupos que hemos encontrado por el camino – dice Daniel, el que fue pastor del Líbano.
-Sí, y nosotros dos quisiéramos ir hasta el gran Hermón, donde hemos pastoreado a los rebaños, para pastorear corazones – dice Benjamín, su compañero.
-Es una buena idea. Yo voy a estar un poco en Nazaret; luego estaré entre Cafarnaúm y Betsaida hasta la neomenia de Elul. Os lo digo para que, en caso de necesidad, podáis encontrarme. Sentaos, pongamos en común nuestros alimentos para repartirlos con justicia.
Así lo hacen. Extienden encima de un lienzo sus… riquezas: tortas de pan, quesos pequeños, pescado salado, aceitunas, algunos huevos, las primeras manzanas… y, de la misma forma que han entregado alegremente, con alegría reparten, después del ofrecimiento y la bendición de Jesús.
¡Qué contentos están de este inesperado banquete de amor! Inmersos en la alegría de escuchar a Jesús – que les hace preguntas acerca de las cosas que han hecho, y que los aconseja o les cuenta lo que É1 ha hecho -, se han olvidado del cansancio y del calor. Y, a pesar de que esta hora calentísima de un día de bochorno produzca un atontamiento de somnolencia, el interés es tanto, que ninguno se abandona al sueño; antes al contrario, terminada la comida, recogidas las pocas provisiones que han sobrado, dividiéndolas en sendas partes iguales, se retiran aún más hacia la espesura de los primeros boscajes del collado, y, a la sombra fresca de los árboles, sentados en círculo en torno a Jesús, le ruegan que les exponga una bonita parábola que sirva como regla de vida y como enseñanza.
Jesús, que está sentado de forma que tiene enfrente la llanura de Esdrelón, ya despojada de mieses, pero rica en viñas y árboles frutales, extiende su mirada por el paisaje como buscando un tema en lo que ve. Sonríe. Ha encontrado. Empieza con una pregunta genérica:
-¿Verdad que son bonitas las viñas de esta llanura?
-Muy bonitas. Están increíblemente cargadas de uvas que maduran. Y muy bien cuidadas. Por eso producen tanto.
-Pero serán plantas selectas… – insinúa Jesús. Y termina: «La llanura, estando casi toda dividida en propiedades de ricos fariseos, ha sido cultivada con plantas buenas sin dolerse del precio de adquisición».
-¡No serviría el haber adquirido las mejores plantas, si luego no hubieran seguido cuidándolas! Yo entiendo de esto, porque todos mis bienes consisten en vides. Pero, si no sudo yo, o sea, si no hubiera sudado, como ahora siguen sudando mis hermanos, créeme, Maestro, que no podría ofrecerte para la vendimia racimos iguales que los del año pasado – dice un hombre vigoroso, de unos cuarenta años, que me parece haber visto ya pero cuyo nombre no recuerdo.
-Tienes razón, Cleofás. Todo el secreto para tener buenos frutos está en el cuidado que se da a nuestros bienes – dice
otro.
-Buenos frutos y buena ganancia. Porque, si la tierra diera sólo lo que se ha gastado por ella, sería siempre un mal empleo del dinero. La tierra debe producir el fruto del capital que nos cuesta, más una ganancia que nos permita aumentar nuestro patrimonio. Porque hay que pensar que un padre debe repartir entre los hijos. Y de unos bienes, sea en tierras o en dinero, debe hacer varias partes, tantas como hijos tiene, para dar a todos con qué vivir. No creo que multiplicar así los bienes en beneficio de los hijos sea una cosa reprochable – insiste Cleofás.
-No lo es si se consigue con el trabajo honrado y de forma honrada. ¿Entonces tú dices que, a pesar de la calidad de los vástagos plantados, para sacar ganancia es necesario trabajar mucho en ellos?
-¡Hombre claro! Antes de que den el primer racimo… ¡Porque tiene que pasar tiempo, eh! Y por tanto hay que tener paciencia y también hay que trabajar mientras las cepas tiernas tienen sólo hojas. Y después también, cuando ya dan fruto y son fuertes. Estar atentos a que no tengan ramas inútiles ni insectos nocivos, a que las hierbas parásitas no debiliten el terreno, o a que no se ahoguen los sarmientos bajo el follaje de las zarzas y de las enredaderas; mullir en la base, hacer los círculos para que el aguazo penetre y las aguas se detengan un poco más que en otras partes para nutrir a la planta, y abonar… ¡Trabajo duro! Pero es necesario, aunque sea muy arduo, porque la uva, tan dulce, tan espléndida que cada racimo parece una aglomeración de piedras preciosas, se forma precisamente absorbiendo ese negro y fétido estiércol. ¡Parece imposible pero es así! Y quitar hojas para dejar que baje el sol a los racimos; y, terminada la vendimia, arreglar las plantas, atando, podando, cubriendo las raíces con paja y excrementos para defenderlas del hielo; e ir también en invierno, a ver si los vientos o algún malandrín han arrancado los palos, y si el tiempo ha soltado los mimbres usados para sujetar las ramas a los soportes… ¡Siempre hay cosas que hacer mientras la vid no muere del todo!… Y después hay que trabajar todavía para sacarla de la tierra y limpiar el terreno de raíces para prepararla para recibir un nuevo vástago. ¿Y sabes qué mano tan suave y paciente y qué ojo tan fino hay que tener para desenredar los sarmientos de las plantas muertas, mezclados con los de las plantas todavía vivas! ¡Si se fuera con ignorancia y mano ruda, se harían daños! ¡Hay que dedicarse a este oficio para saber!… ¿Las vides? ¡Hombre, son como hijos! ¡Y, antes de que un hijo sea hombre, cuánto hay que sudar para mantenerlo sano de cuerpo y de espíritu!… Pero yo estoy hablando sin parar y no te dejo hablar a ti… Nos has prometido una parábola…
-Verdaderamente ya la has dicho tú. Bastaría con aplicar tu conclusión y decir que las almas son como las vides… -¡No, Maestro! Habla Tú. Yo… he dicho simplezas y no podemos hacer por nosotros mismos la labor de aplicarlo… -De acuerdo. Oíd.
Llegado el momento en que tuvimos una carne animal en el seno de nuestra madre, Dios, en los Cielos, creó el alma para hacer a semejanza de Él al futuro hombre, y la puso en esa carne en formación en un seno materno. Y el hombre, llegado su tiempo de nacer, nació con su alma, la cual, hasta el uso de razón, fue como una tierra no cultivada por su dueño. Pero, llegada la edad de la razón, el hombre empezó a razonar y a distinguir el Bien y el Mal. Fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía una viña, para cultivarla como él quisiera. Y se dio cuenta de que tenía a un viñador encargado de esa viña: su libre arbitrio. En efecto, la libertad de guiarse, que Dios ha dejado al hombre hijo suyo, es como un siervo idóneo dado por Dios al hombre hijo suyo para que le ayude a hacer fértil la viña, o sea, el alma.
Si el hombre no debiera trabajar con sus propias manos para hacerse rico, para construirse un futuro eterno de prosperidad sobrenatural; si hubiese tenido que recibir todo de Dios, ¿qué mérito tendría por restaurarse de nuevo en santidad, después de que Lucifer corrompió la santidad inicial, dada gratuitamente por Dios a los primeros hombres? Mucho es ya el que Dios conceda a las criaturas caídas por la herencia de la culpa merecer el premio y ser santas, volviendo, por voluntad propia, a aquella naturaleza inicial de criaturas perfectas que el Creador había dado a Adán y Eva, y a sus descendientes si sus progenitores se hubieran conservado inmunes de la culpa original. El hombre caído debe volver a ser hombre elegido, por su libre voluntad.
Ahora bien, ¿qué sucede en las almas? Esto. E1 hombre confía su alma a su voluntad, a su libre arbitrio, que se pone a trabajar la viña que hasta entonces había sido un terreno sin plantas, bueno, pero sin plantas duraderas; sólo gráciles hierbas y florecillas caducas habían estado esparcidas en aquélla: las bondades instintivas del niño que es bueno porque es todavía un ángel desconocedor del Bien y del Mal.
Diréis: «¿Durante cuánto tiempo permanece así?». Generalmente se dice: durante los primeros seis años. Pero verdad es que hay razones precoces, siendo así que tenemos niños responsables de sus acciones antes de los seis años. Tenemos niños responsables de sus acciones incluso a los tres o cuatro años, responsables porque saben que eso es Bueno, y que eso es Malo, y quieren libremente esto o aquello. Cuando una criatura sabe distinguir la mala acción de la buena acción ya es responsable. No antes. Por tanto, un subnormal, incluso a los cien años, es irresponsable; pero se asumen su responsabilidad sus tutores, que deben velar amorosamente por él y por el prójimo que puede sufrir daño por parte del subnormal o del loco, a fin de que éste
no se haga daño a sí mismo ni se lo haga a otros. Pero Dios no imputa al subnormal o al loco culpa alguna, porque, desgraciadamente para él, está privado de la razón. Pero nosotros hablamos de seres inteligentes y sanos de mente y cuerpo.
Así pues, el hombre confía su viña sin cultivar a su trabajador, el libre arbitrio, y éste empieza a cultivarla. El alma, la viña, tiene, no obstante, voz, y se la hace oír al arbitrio. Una voz sobrenatural, nutrida de voces sobrenaturales que Dios no niega nunca a las almas: la del Custodio, la de los espíritus enviados por Dios, la de la Sabiduría, la de los recuerdos sobrenaturales que toda alma recuerda aun sin la percepción exacta por parte del hombre entero. (Recuerdos sobrenaturales que MV explica con la siguiente nota en una copia mecanografiada: “Dios ha puesto en el hombre la conciencia además de la razón. Y la conciencia tiene una voz propia que recuerda, advierte o amonesta. Recuerda aquello que debería hacerse y aquello que no se debe hacer porque está mal. Advierte que no se haga el mal, porque va contra toda ley natural y sobrenatural. Amonesta por el mal hecho, moviendo a la reparación y al arrepentimiento. Hace sentir que el mal obrado en la Tierra provoca la pérdida de un premio futuro, la pérdida del Bien supremo. Esto hace la conciencia, porque, habiendo sido dada por Dios, no puede sino mantener despierto o suscitar en la criatura el recuerdo de Aquel que se la dio al hombre como guía.”) Y habla al arbitrio, con voz suave, incluso suplicante, para rogarle que la adorne con buenas plantas, y que sea activo y sabio para no hacer de ella un zarzal agreste, malo, venenoso, donde aniden serpientes y escorpiones y hagan su madriguera la zorra y la garduña y otros cuadrúpedos malos.
El libre albedrío no siempre es un buen cultivador; no siempre vigila la viña y la defiende con un seto infranqueable, o sea, con una voluntad firme y buena en actitud de defender al alma de ladrones y parásitos y de todas las cosas perniciosas, de los vientos violentos que podrían hacer caer las florecillas de las buenas resoluciones apenas formadas en el deseo. ¡Oh, qué alto y fuerte deberá ser el seto que hay que levantar en torno al corazón para salvarlo del mal! ¡Qué atención hay que tener para que no sea forzado, para que no abran en él ni grandes aberturas – puerta para disipaciones -, ni encubiertas y pequeñas aberturas en su base, por las que se introduzcan las víboras: los siete pecados capitales! ¡Cómo hay que escardar, quemar las malas hierbas, podar, mullir el terreno, abonar con la mortificación, cuidar con el amor a Dios y a1 prójimo, la propia alma! Y vigilar con ojo abierto y luminoso, y con mente despierta, para que los majuelos que podían parecer buenos no se manifiesten luego dañinos; y si sucede esto, arrancarlos sin piedad: mejor es una planta sola pero perfecta, que no muchas inútiles y dañinas.
Tenemos corazones, tenemos por tanto viñas siempre trabajadas, plantadas de nuevas plantas por un desordenado cultivador que hacina nuevas plantas: este trabajo, aquella idea, aquel deseo; incluso no malos, pero que luego se dejan sin cuidar y se hacen malos; caen al suelo, se degeneran, mueren… ¡Cuántas virtudes perecen por estar mezcladas con las sensualidades, por falta de cultivo, por… en conclusión, por no estar sostenido por el amor el libre arbitrio! ¡Cuántos ladrones entran a robar, a profanar, a devastar, porque la conciencia duerme en vez de velar, porque la voluntad se enerva y se corrompe, porque el arbitrio se deja seducir y, siendo libre, se hace esclavo del Mal.
¡Fijaos, Dios lo deja libre, y el arbitrio se hace esclavo de las pasiones, del pecado, de las concupiscencias, en definitiva, del Mal! Soberbia, ira, avaricia, lujuria, primero mezcladas, luego triunfadoras sobre las plantas buenas… ¡Un desastre! ¡Cuánto ardor que reseca las plantas por no existir ya la oración que es unión con Dios, y, por tanto, rocío de benéfica linfa en el alma! ¡Cuánto hielo que hiela las raíces con la falta de amor a Dios y a1 prójimo! ¡Cuánta pobreza del terreno por rechazar el abono de la mortificación, de la humildad! ¡Qué maraña inextricable de ramas buenas y no buenas, por no tener el valor de sufrir por amputarse lo que es nocivo! Éste es el estado de un alma que tiene como custodio y cultivador un arbitrio desordenado y vuelto hacia el Mal.
Mientras que el alma que tiene un arbitrio que vive en el orden, y por tanto en la obediencia de la Ley – que ha sido dada para que el hombre sepa lo que es el orden, cómo es el orden y cómo se conserva -, y que es heroicamente fiel al Bien – porque el Bien eleva al hombre y lo hace símil a Dios, mientras que el Mal lo afea y lo hace símil al demonio -, es una viña regada por las aguas puras, abundantes, útiles, de la fe, y adecuadamente sombreada por los árboles de la esperanza, y calentada por el sol de la caridad, corregida por la voluntad, abonada por la mortificación, ligada con la obediencia, podada por la fortaleza, conducida por la justicia, vigilada por la prudencia y por la conciencia. Y la gracia crece, ayudada por tantas cosas, crece la santidad, y la viña viene a ser un maravilloso jardín al que baja Dios a gustar sus delicias hasta que, conservándose la misma viña siempre como jardín perfecto, hasta la muerte de la criatura, Dios manda a sus ángeles que lleven este trabajo de un libre arbitrio voluntarioso y bueno al grande y eterno jardín de los Cielos.
(Ángeles: MV precisa su papel en la siguiente nota escrita en una copia mecanografiada: No es que el alma tenga necesidad de los ángeles para subir a Dios. Lo que se quiere decir es que los ángeles de alguna forma presentan a Dios el trabajo «bueno» para que quede escrito en los libros eternos)
Ciertamente, vosotros queréis este destino. Pues entonces velad para que el Demonio, el Mundo, la Carne no seduzcan a vuestro albedrío y devasten vuestra alma. Velad porque en vosotros haya amor, y no amor propio, que apaga el amor y arroja al alma a merced de las distintas sensualidades y del desorden. Velad hasta el final, y las tempestades podrán mojaros pero no dañaros, y, cargados de frutos, iréis a vuestro Señor para el premio eterno.
He terminado. Ahora meditad y descansad hasta el ocaso mientras Yo me retiro a orar.
-No, Maestro. No debemos tardar en ponernos en camino para llegar a las casas – dice Pedro.
-¿Pero por qué? ¡Falta tiempo hasta la puesta del Sol! – dicen muchos.
-No estoy pensando ni en la puesta del sol, ni en el sábado. Pienso que no pasará una hora sin que venga una furiosa tempestad. ¿Veis aquellas lenguas negras que aparecen lentamente por las montañas de Samaria?, ¿y aquellas tan blancas que vienen veloces galopando desde Occidente?: un viento alto empuja a éstas; uno bajo, a las otras. Pero, cuando estén aquí encima, el viento alto cederá al siroco, y las nubes negras, cargadas de granizo, descenderán y chocarán contra las blancas, cargadas de rayos, ¡y ya oiréis la música!
-¡Venga, rápidos! ¡Soy pescador y leo el cielo!
Jesús es el primero en obedecer, y, diligentes, todos se ponen a caminar hacia las alquerías del llano…
En el puente se encuentran con Judas, que grita:
-¡Maestro mío! ¡Cómo he sufrido sin ti! ¡Alabado sea Dios, que ha premiado mi constancia esperándote aquí! ¿Cómo ha ido por Cesárea?
-Paz a ti, Judas – responde brevemente Jesús y añade: «Hablaremos en las casas. Ven, que la tormenta amenaza inminente».
Efectivamente, ya empiezan las oleadas de viento que levantan nubes de polvo por los caminos resecos; el cielo ya se cubre de nubes de todas las formas y colores; el aire se pone amarillo y cárdeno… Ya empiezan a caer las primeras, escasas gotazas calientes; ya surcan el cielo, que se ha puesto casi nocturno, los primeros relámpagos… Se echan a correr. Sólo sus buenas piernas, estimuladas por el deseo de no quedar empapados por un aguacero, les hace llegar a la primera casa cuando un diluvio de agua mezclada con granizo, entre un estampido de saeta que cae poco lejos, se abate sobre la zona, en medio de un gran olor a tierra mojada y a ozono liberado por los relámpagos sin pausa…
Entran. Por suerte, es una casa provista de pórticos y habitada por campesinos que creen en el Mesías. Con veneración invitan al Maestro a alojarse con sus compañeros «como si la casa fuera tuya. Pero levanta tu mano para alejar el pedrisco, por piedad de nuestro trabajo» dicen arremolinándose alrededor de Jesús.
Jesús alza la mano y señala los cuatro puntos cardinales: y del cielo baja sólo agua, para dar de beber a los pomares, a los viñedos, a los prados, y para purificar esa atmósfera tan cargada.
-¡Bendito seas, Señor! – dice el cabeza de familia – ¡Entra, mi Señor!
Y, mientras sigue el chaparrón, Jesús entra en una habitación grandísima, sin duda un almacén, y se sienta cansado, rodeado de los suyos.