Parábola de la encrucijada y milagros cerca del pueblo de Salomón.
Sale de la casita la pequeña tropa, aumentada por el anciano, que se contempla a si mismo, admirado, con la túnica de alguno de los apóstoles de pequeña estatura. -Si quieres quedarte, padre… – empieza a decir Jesús. Pero el anciano le interrumpe: -¡No, no! ¡Voy yo también! ¡Déjame ir! ¡He comido ayer! He dormido esta noche, ¡y además en una cama! ¡Y ya no tengo el dolor en el corazón! Estoy fuerte como un joven… -Pues ven. Estarás conmigo, con Bartolomé y mi hermano Judas. Vosotros, de dos en dos, diseminaos como se ha dicho. Antes de la sexta todos aquí de nuevo. Id, y que la paz sea con vosotros. Se separan. Unos van hacia el río, otros hacia los campos. Jesús deja que se adelanten y luego se pone en marcha Él también, el último. Cruza lentamente el pueblo, y no pasa desapercibido a los pescadores que regresan del río o que van a él, ni a las diligentes amas de casa que se han levantado con el alba para las coladas, para regar sus pequeñas huertas o para hacer el pan. Pero ninguno dice nada. Sólo un muchachito, que empuja hacia el río a siete ovejas, pregunta al anciano: -¿A dónde vas, Ananías? ¿Te vas del pueblo? -Voy con el Rabí. Pero vuelvo con Él. Soy su siervo. -No. Eres mi padre. Todos los ancianos justos son un padre y una bendición para el lugar que los hospeda y para quien los socorre. Bienaventurados los que aman y honran a los ancianos – dice Jesús con aspecto solemne. El niño lo mira con temor. Luego susurra: -Yo daba siempre un poco de mi pan a Ananías… – como queriendo decir: «No me regañes, que no lo merezco». -Sí. Micael era bueno conmigo. Era amigo de mis nietos… y luego ha seguido siéndolo también del abuelo. Su madre no es mala tampoco. Ayudaría. Pero tiene once hijos y viven todos con la pesca… Algunas mujeres se acercan curiosas y se ponen a escuchar -Dios ayudará siempre a quien ayuda lo que puede al pobre. Y siempre hay forma de ayudar. Muchas veces, el decir: «No puedo» es embuste. Porque, si uno se lo propone, siempre se encuentra el bocado superfluo, la manta rota, el vestido que ya no se usa, para dárselo a quien no tiene estas cosas. Y el Cielo recompensa el don. Dios te recompensará, Micael, por esos pedazos de pan que has dado al anciano. Jesús acaricia al niño y reanuda su camino. Las mujeres se quedan cabizbajas donde estaban. Luego preguntan al niño, el cual dice lo que sabe. Y el miedo se apodera de las avaras mujeres que han cerrado el corazón a las necesidades del anciano… Entretanto, Jesús ha llegado a la altura de la última casa y ahora se dirige hacia la bifurcación que desde el camino de primer orden se desvía hacia el pueblecito. Se ve desde aquí que por el camino principal pasan caravanas que van de regreso hacia las ciudades de ta Decápolis y la Perea. -Vamos allí y predicamos. ¿Quieres hacerlo tú también, padre? -No sé hacerlo. ¿Qué digo? -Sí que sabes. Tu alma posee la sabiduría de perdonar y de ser fiel a Dios y de tener resignación incluso en las horas de dolor. Y sabes que Dios socorre a quien en Él espera. Ve y díselo a los peregrinos. -¡Ah, esto sí! -Judas, ve con él. Yo me quedo con Bartolomé en la bifurcación. Y así es: en llegando allí, se pone a la sombra de un grupo de plátanos frondosos, y espera paciente. Alrededor, los campos están bonitos de espigas y de árboles frutales. Frescos en esta hora matutina. La mirada los contempla con placer. Y las caravanas pasan por el camino… Pocos miran a los dos que están apoyados a los troncos de los plátanos. Quizás creen que son viandantes cansados. Pero alguno reconoce a Jesús y lo señala, o se inclina saludando. En fin… El primero para su burrito y los de los parientes, y que baja y se dirige hacia Jesús: -¡Dios sea contigo, Rabí! Soy de Arbela. Te escuché el otoño pasado. Ésta es mi esposa; ésta, su hermana viuda; y mi madre. Este hombre anciano es su hermano. Y ése, joven, es el hermano de mi mujer. Y aquí ves a los hijos de todos nosotros. Tu bendición, Maestro. He sabido que has hablado en el vado. Pero llegué allí de noche… ¿No nos vas a decir a nosotros ninguna palabra? -La Palabra no se niega nunca. Pero espera unos minutos, porque están viniendo otros… En efecto, abatidos, están llegando a la bifurcación los habitantes del pueblo, y otros, que ya habían pasado por el camino en dirección hacia el norte, regresan; otros, despertada su curiosidad, se detienen y bajan de sus cabalgaduras, o se quedan sobre la silla. Se forma un pequeño auditorio, que va aumentando cada vez más. Vuelven también Judas de Alfeo y el anciano, y con ellos vienen dos enfermos y varios sanos. Jesús empieza a hablar. Los que recorren los caminos del Señor, los caminos indicados por el Señor, y los recorren con voluntad buena, acaban encontrando al Señor. Vosotros encontráis al Señor regresando de cumplir vuestro deber de fieles israelitas respecto a la Pascua santa. Y he aquí que la Sabiduría os habla, como deseáis, en este cruce donde nos hace encontrarnos la bondad divina. Muchas son las encrucijadas que el hombre encuentra en el camino de su vida, y más encrucijadas sobrenaturales que materiales. Todos los días, la conciencia se ve puesta ante las bifurcaciones y cruces del Bien y del Mal. Y debe elegir con atención para no errar. Y, si yerra, debe saber volver para atrás humildemente cuando alguien lo llama o le advierte. Y, aunque le pareciera más bonita la vía del Mal, o simplemente la de la tibieza, debe saber elegir la vía escabrosa pero segura del Bien. Escuchad una parábola. Un grupo de peregrinos, venidos de lejanas regiones en busca de trabajo, se encontró en los confines de un estado. En estos confines había unos contratantes de trabajo, que habían sido enviados por distintos patrones. Había quien buscaba hombres para las minas. Otros buscaban hombres para las tierras de labor y para los bosques; otros, siervos para un rico infame; otros, soldados para un rey que estaba en la cima de un monte, en su castillo, al cual se llegaba por un camino muy empinado. El rey quería soldados, pero exigía que fueran no tanto soldados de violencia cuanto soldados de sabiduría, para enviarlos luego por las ciudades a santificar a sus súbditos. Por eso vivía arriba, como en un eremitorio, para formar a sus siervos sin que las distracciones mundanas los corrompieran ni retrasaran o anulasen la formación de su espíritu. No prometía altos salarios. No prometía vida cómoda. Pero aseguraba que el estar a su servicio produciría santidad y premio. Esto decían sus enviados a los que llegaban a las fronteras. Sin embargo, los enviados de los patrones de las minas o de las tierras decían: «No será una vida cómoda, pero seréis libres y ganaréis lo suficiente para vivir un poco holgadamente». Y los que buscaban siervos para un patrón infame prometían incluso abundante comida, ocio, goces, riquezas: «Basta con que consintáis a sus caprichos – ¡de ninguna manera penosos! – y todos gozaréis como sátrapas». Los peregrinos se consultaron entre sí. No querían dividirse… Preguntaron: «¿Pero están cerca las tierras y las minas y el palacio del mundano y el del rey?». «¡No!» respondieron los contratantes. «Venid a esa encrucijada para mostraros los distintos caminos.” Fueron. «Mirad. Aquel camino espléndido, umbrío, florido, liso, con fuentes frescas, desciende hacia el palacio del señor» dijeron los contratantes de los siervos. «Mirad. Este camino polvoriento, que va entre campos serenos, conduce a las tierras de labor. Calienta el sol, pero, como podéis ver, también está bien» dijeron los de las tierras. «Mirad. Este camino, tan marcado por ruedas pesadas, y con manchas oscuras, señala la dirección de las minas. No es ni buena ni mala…» dijeron los de las minas.»Mirad. Este sendero empinado, hundido entre rocas encendidas por el sol, sembrado de espinos y barrancos, que hacen lenta la marcha, pero, en compensación, procuran una fácil defensa contra los asaltos de los enemigos, conduce a oriente, al castillo severo, diríamos casi sagrado, donde los espíritus se forman en el Bien» dijeron los del rey. Y los peregrinos miraban y miraban, y calculaban… Tentados por muchas cosas, de las cuales sólo una era totalmente buena. Y lentamente se fueron dividiendo. Eran diez. Tres torcieron hacia los campos… dos hacia las minas. Los que quedaban se miraron, y dos dijeron: «Venid con nosotros. Donde el rey. No vamos a ganar, ni vamos a gozar en la Tierra, pero seremos santos eternamente». «¿Aquel sendero de allí? ¡Ni locos! ¿No ganar? ¿No gozar? No merecía la pena dejar todo y venir a tierras extranjeras para tener todavía menos de lo que teníamos en nuestra patria. Nosotros queremos ganar y gozar…». «¡Pero perderéis el Bien eterno! ¿No habéis oído que es un patrón infame?». «¡Eso son cuentos! Después de un poco lo dejamos, y habremos gozado y seremos ricos». «No os liberaréis jamás de él. Mal han hecho los primeros, siguiendo la avidez de dinero. ¡Pero, vosotros! Vosotros seguís la avidez de placer. ¡Oh! ¡No cambiéis el destino eterno por una hora que pasa!». «Sois unos estúpidos y creéis en las promesas ideales. Nosotros vamos a la realidad. ¡Adiós!…» y echándose a correr entraron por el bonito camino umbrío, florido, rico en agua, liso, en cuyo fondo brillaba bajo el sol el mágico palacio del mundano. Los dos restantes tomaron, llorando y orando, el empinado sendero. Y era tan difícil que, a los pocos metros, casi se desanimaron. Pero perseveraron. Y la carne parecía cada vez más ligera, a medida que avanzaban. Y la fatiga se sentía consolada por un extraño júbilo. Llegaron jadeantes, arañados, a la cima del monte. Fueron admitidos a comparecer ante el rey, el cual les dijo todo lo que exigía para incorporarlos en el número de sus valientes, y terminó: «Pensadlo durante ocho días y luego dad una respuesta». Y ellos pensaron mucho y sostuvieron duras luchas contra el Tentador, que quería amilanar; contra la carne, que decía: «Vosotros me sacrificáis»; contra el mundo, cuyos recuerdos todavía seducían. Pero vencieron. Permanecieron. Vinieron a ser héroes del Bien. Llegó la muerte, o sea, la glorificación. Desde lo alto del Cielo vieron en las profundidades a aquellos que habían ido donde el amo infame. Encadenados también ahora, después de la vida, gemían en la oscuridad del Infierno. «¡Y querían ser libres y gozar!» dijeron los dos santos. Y los tres condenados, horrendos de aspecto, los vieron y los maldijeron, y maldijeron a todos, a Dios el primero, diciendo: «^Nos habéis engañado a todos!». «No. No podéis decir eso. Se os había advertido el peligro. Habéis querido vosotros vuestro mal» respondieron los bienaventurados, que, a pesar de que veían y oían los torpes gestos de burla y blasfemias lanzados contra ellos, estaban serenos. Y vieron a los de los campos, y las minas en distintas regiones purgativas, y ellos a su vez los vieron y dijeron: «No fuimos ni buenos ni malos, y ahora expiamos nuestra tibieza. ¡Orad por nosotros!». «¡Lo haremos! Pero, ¿por qué no vinisteis con nosotros?». «Porque fuimos no demonios, pero sí hombres… No tuvimos generosidad. Amamos más que al Eterno y Santo a lo que, aun siendo honesto, era transitorio. Ahora aprendemos a conocer y a amar con justicia». La parábola ha terminado. Todos los hombres están en la encrucijada. Toda la vida en una encrucijada. Bienaventurados los que son firmes y generosos en la voluntad de seguir los caminos del Bien. Dios sea con ellos. Y Dios toque y convierta a quien así no es y lo conduzca a serlo. Idos en paz. -¿Y los enfermos? ¿Qué tiene la mujer? -Fiebres malignas que le retuercen los huesos. Ha ido hasta las aguas milagrosas del Mar Grande. Pero sin alivio. Jesús se inclina hacia la enferma y le pregunta: ¿Quién crees tú que soy Yo? -El que buscaba. El Mesías de Dios. ¡Piedad de mí, que te he buscado mucho! -Tu fe te dé salud, tanto a tus miembros como a tu corazón. ¿Y tú, hombre? El hombre no responde. Por él habla la mujer que le acompaña: -Un cáncer le roe la lengua. No puede hablar. Y muere de hambre. Efectivamente, el hombre es un esqueleto. -¿Tienes fe en que te puedo curar? El hombre indica que sí con la cabeza. -Abre tu boca – ordena Jesús, y acerca su cara a la horrenda boca roída por el cáncer. Echa en ella su aliento y dice: « ¡Quiero!». Un momento de espera y luego dos gritos: -¡Mis huesos otra vez sanos! -¡María, estoy curado! ¡Mirad! Mirad mi boca. ¡Hosanna! ¡Hosanna! – y quiere levantarse, pero se tambalea por la flaqueza. -Dadle de comer – ordena Jesús. Y hace ademán de retirarse. -¡No te marches! ¡Vendrán otros enfermos! Volverán atrás otros… ¡También a ellos, también a ellos! – grita la multitud. -Todas las mañanas, desde la aurora hasta la hora sexta vendré aquí. Que alguna persona voluntariosa se ocupe de reunir a los peregrinos. -¡Yo, yo, Señor! – dicen no pocos. -Que Dios os bendiga por esto.Y Jesús tuerce hacia el pueblo con sus primeros compañeros, y con los otros, que han ido viniendo poco a poco – todos con más gente – mientras hablaba. -¿Pero dónde están Pedro y Judas de Keriot? – pregunta Jesús. -Han ido a la ciudad que está cercana. Llenos de dinero. A comprar… -Sí. Judas ha obrado un milagro y está de fiesta – observa sonriendo Simón Zelote. -También Andrés, y tiene una oveja como recuerdo. Le ha curado a un pastor la pierna rota, y el pastor le ha recompensado así. Se la daremos al padre… la leche es buena para los ancianos… – dice Juan mientras acaricia al viejecito, que está alegre. Entran en la casa y preparan un poco de comida… Están ya para sentarse a la mesa, cuando llegan los dos que faltaban, cargados como burros y seguidos por un carrito cargado de esos cañizos que sirven de cama a los pobres de Palestina. -Perdona, Maestro. Pero esto era necesario. Ahora estaremos bien – dice Pedro. Y Judas: -Observa. Hemos comprado lo estrictamente necesario, limpio y pobre. Como te gusta a ti – y se ponen a trabajar para descargar, y luego despiden al carrero. -Doce yacijas y doce cañizos. Algunos utensilios para la comida. Aquí las semillas. Aquí las palomas. Ahí los denarios. Y mañana mucha gente. ¡Uf! ¡Qué calor! Pero ahora va todo bien. ¿Tú qué has hecho Maestro?… Y, mientras Jesús narra, se sientan a la mesa, contentos.