Palabras de despedida en Hebrón. Los delirios de Judas Iscariote.
Y ahí está Hebrón, en medio de sus montes ricos en bosques y prados. La entrada de Jesús en ella es recibida con gritos de hosanna de los primeros que lo ven, parte de los cuales van veloces a difundir la noticia por todo el pueblo. Viene el arquisinagogo, vienen los curados del año anterior, vienen los notables de la ciudad. Todos quieren que el Señor se aloje en su casa.
Pero Jesús, dando las gracias a todos, dice:
-No, me voy a detener sólo el tiempo indispensable para dirigiros unas palabras… Vamos, pues, a la pobre y santa casa del Bautista. Para saludar también a esa casa… Es lugar de milagro. Vosotros no lo sabéis.
-Sí que lo sabemos, Maestro. ¡Los que fueron curados allí viven entre nosotros!… – dicen muchos.
-Mucho antes de hace un año fue lugar de milagro. Lo fue, por primera vez, hace treinta y tres años, cuando la gracia del Señor reverdeció las entrañas aridecidas para hacer de ellas árbol para el dulce pomo de mi Precursor. Lo fue hace treinta y dos años, cuando, por obra misteriosa lo presantifiqué, siendo Yo y él dos frutos que maduraban en profundo seno. Y luego cuando liberé la palabra trabada al padre de Juan. Pero, a las secretas operaciones del Encarnado que todavía no había nacido, se añade un gran milagro acaecido hace dos años y que todos vosotros ignoráis. ¿Os acordáis de la mujer que vivía en esa casa?…
-¿Quién? ¿Aglae? – preguntan muchos.
-Ella. La reverdecí, no respecto a sus entrañas sino a su alma aridecida por el paganismo y el pecado, y la hice fecunda en justicia, liberándola de lo que la sujetaba, ayudado por su buena voluntad. Y os la propongo como modelo. No os escandalicéis. En verdad os digo que ella debe ser citada como ejemplo digno de imitación, porque pocos en Israel han recorrido tanto camino como ella, pagana y pecadora, para alcanzar las fuentes de Dios.
-Creíamos que había huido con otros amantes… Había quien decía que había cambiado, que era buena… Pero decíamos: «¡Es un capricho!». Había quien decía que había ido a ti para… pecar… – explica el arquisinagogo.
-Vino a mí, en efecto; pero para ser redimida.
-Hemos cometido pecado de juicio…
-Por eso digo: «No juzguéis».
-¿Y dónde está ahora?
-Sólo Dios lo sabe. Sin duda cumpliendo áspera penitencia. Orad para sostenerla… ¡Te saludo, casa santa de mi Pariente y Precursor! ¡ Paz a ti! ¡A pesar de que ahora estés sola y desolada, siempre la paz a ti, santa morada de paz y fe!
Jesús pone pie, bendiciendo, en el jardín ahora agreste, y se adentra en medio de las hierbas invasoras, y bordea lo que en otro tiempo eran pérgolas u ordenadas espalderas de laureles y bojes y ahora son una enmarañada familia de árboles o plantas ceñidos de hiedras, clemátides, convólvulos, que oprimen. Va hasta el fondo, hasta los restos de lo que era el sepulcro, y se detiene allí. La gente se apiña, ordenada y silenciosa, en círculo, alrededor de Él.
-¡Hijos de Dios, pueblo de Hebrón, escuchad!
Para que no os sintáis turbados ni caigáis en un error de juicio acerca de vuestro Salvador, como caísteis respecto a la pecadora, vengo a confirmaros y a fortaleceros en la fe. Vengo a daros el viático de mi palabra, para que permanezca luminosa en vosotros en la hora de las tinieblas, y Satanás no os haga perder el camino del Cielo.
Pronto llegarán horas en que vuestros corazones dirán con gemido las palabras del salmo de Asaf, cantor profético, y diréis: «¿Por qué, oh Dios, nos has rechazado para siempre? ¿Por qué tu furor se enciende contra las ovejas que pastoreas?», y verdaderamente podréis, en ese momento, alzar, cual derecho de protección, la redención cumplida, y gritar: «¡Éste es tu pueblo, Tú lo has redimido!» para invocar protección contra los enemigos, que habrán llevado a cabo toda suerte de males en el verdadero Santuario donde Dios está como en el Cielo, en el Cristo del Señor, y, habiendo primero abatido al Santo, tratarán de abatir después los muros de aquél, sus fieles. Verdaderos profanadores y perseguidores de Dios, más que Nabucodonosor y Antíoco, más que los que habrán de venir, levantan ya sus manos para abatirme en su soberbia sin límites, que no quiere ser convertida, que no quiere tener fe, caridad, justicia, y que, como levadura en un montón de harina, crece y rebosa del Santuario, transformado en ciudadela de los enemigos de Dios.
¡Hijos, escuchad! Cuando os persigan por haberme amado, fortaleced vuestro corazón pensando que antes que vosotros Yo fui el Perseguido. Recordad que ya tienen en su garganta el ululato de sus gritos de triunfo, y ya preparan sus banderas para que ondeen al viento en una hora de victoria, y en cada una de esas banderas habrá una mentira contra mí, que pareceré el Vencido, el Malhechor, el Maldito.
¿Meneáis la cabeza? ¿No creéis? Vuestro amor os es obstáculo para creer… Gran cosa es el amor… gran fuerza… y gran peligro. Sí, peligro. El choque de la realidad en la hora de las tinieblas será de una violencia sobrehumana en aquellos corazones a los que el amor, no ordenado todavía en perfección, hace ciegos. No podéis creer que Yo, el Rey, el Poderoso, pueda ser entregado al capricho de los que no son nada. No lo podréis creer sobre todo entonces, y surgirá la duda: «¿Era realmente El? Si lo era, ¿cómo ha podido ser derrotado?».
¡Reforzad el corazón para esa hora! Sabed que, si «en un momento» los enemigos del Santo han cercenado las puertas, han derruido todo, y han incendiado con fuego de odio el Santo de Dios, si han abatido y derruido el Tabernáculo del Nombre santísimo, diciendo en su corazón: «Hagamos cesar sobre la faz de la Tierra todas las fiestas de Dios» (porque es fiesta tener a Dios entre vosotros), diciendo: «No vuelvan a verse sus enseñas, no vuelva a haber ningún profeta que nos conozca por lo que somos», pronto, más pronto todavía, Aquel que hizo sólido el mar y aplastó en las aguas las impuras cabezas de los cocodrilos sagrados y de sus adoradores, Aquel que hizo brotar fuentes y torrentes y secar ríos perennes, Aquel de quien son el día y la noche, el verano y la primavera, la vida y la muerte, todo, hará resucitar, como está escrito, a su Cristo, y será Rey. Rey para toda la eternidad. Y los que se hayan mantenido firmes en la fe reinarán con Él en el Cielo.
Recordad esto. Y, cuando me veáis elevado y escarnecido, no vaciléis; y, cuando seáis elevados y escarnecidos, no
vaciléis.
¡Oh, Padre! ¡Padre mío! ¡Te ruego en nombre de éstos, amados por ti y por mí! ¡Escucha a tu Verbo, escucha al Propiciador! No abandones en manos de las bestias a las almas de los que, amándome, te glorifican, no olvides para siempre a las almas de tus pequeñuelos; considera, oh Dios bueno, tu pacto, porque los lugares oscuros de la Tierra son cubiles de iniquidad de donde sale e1 terror para asustar a tus pequeñuelos. ¡Padre! ¡Oh, Padre mío! ¡ No se marche confundido el humilde que espera en ti! ¡El pobre y el necesitado glorifiquen tu Nombre por la ayuda que de ti recibirán! ¡Manifiéstate, oh Dios! Te ruego por esa hora, por esas horas. ¡Manifiéstate, oh Dios! ¡Por el sacrificio de Juan y la santidad de tus patriarcas y profetas! ¡Por mi sacrificio, Padre, defiende a este rebaño tuyo y mío! ¡Dale luz en las tinieblas, fe y fortaleza contra los seductores! ¡Date Tú mismo a ellos, Padre! ¡Danos a Nosotros mismos a ellos, ahora, mañana y siempre, hasta la entrada en tu Reino! Nosotros en su corazón hasta la hora en que donde Nosotros estemos estén ellos también por los siglos de los siglos. Y así sea.
Y Jesús, en ausencia de milagros que cumplir, pasa por entre las filas de la gente, casi extática, y bendice, uno a uno, a los que lo escuchaban. Y reanuda el camino, bajo el sol ya alto, pero soportable por los frondosos árboles y el aire montano.
Detrás, en grupo, van hablando los apóstoles. Hablan sin parar.
-¡Qué palabras! ¡Son estremecedoras! – dice Bartolomé.
-¡Pero qué tristes son! ¡Provocan llanto! – suspira Andrés.
-¡Hombre, es su despedida! Tengo razón yo. Se está encaminando directamente al trono – exclama Judas Iscariote. -¿Trono? ¡ Mmm! ¡Me parece que hablan de persecuciones y no de honores! – observa Pedro.
-¿Pero qué dices, hombre? ¡El tiempo de las persecuciones se ha terminado! ¡Ah, soy feliz! – grita Judas Iscariote. -¡Suerte la tuya! Yo querría estar todavía en los días en que no nos conocían, hace dos años… o en Agua Especiosa… Estoy angustiado por los días futuros… – dice Juan.
-Porque eres un corazón de cervatillo… ¡Pero yo! Veo ya en el futuro… ¡Cortejos!… ¡Cantores!… ¡Pueblo postrado!… ¡Honores de otras naciones!… ¡Oh, es la hora! Verdaderamente vendrán los camellos de Madián y las turbas de todas partes… y no serán los tres pobres Magos… sino una multitud… Israel grande como Roma… Más que Roma… Superadas las glorias de los Macabeos, de Salomón… todas las glorias… Él, el Rey de los reyes… y nosotros sus amigos… ¡Oh, Dios Altísimo, ¿quién me dará fuerza para esa hora?!… ¡Si viviera mi padre todavía!…
Judas está exaltado. Resplandece evocando el futuro que sueña vivir…
Jesús está muy adelante. Pero se para el futuro rey según Judas, y, sediento, con el cuenco de las dos manos toma agua de un regatillo, y bebe… como un pajarillo de bosque o un cordero que pace; luego se vuelve y dice:
-Aquí hay frutos silvestres. Vamos a recoger algunos para nuestra hambre…
-¿Tienes hambre, Maestro? – pregunta el Zelote.
-Sí – confiesa humildemente Jesús.
-¡Hombre claro! ¡Ayer noche has dado todo a aquel pobrecillo! – exclama Pedro.
-¿Pero y por qué no has querido detenerte en Hebrón? – pregunta Felipe.
-Porque Dios me llama a otra parte. Vosotros no sabéis.
Los apóstoles se encogen de hombros y se ponen a recoger los pequeños frutos, todavía acerbos, de árboles silvestres esparcidos por las prominencias montanas. Parecen pequeñas manzanas silvestres. Y el Rey de los reyes se nutre de ellas, junto con sus compañeros, que ponen caras de disgusto por la aspereza del fruto silvestre y acerbo. Jesús, absorto, come y sonríe.
-¡Me das casi rabia! – exclama Pedro.
-¿Por qué?
-Porque podías estar bien y hacer felices a los de Hebrón, y, sin embargo, te estropeas el estómago y los dientes en este veneno más amargo y ácido que la cañarroya.
-¡Os tengo a vosotros, que me queréis! Cuando sea alzado y tenga sed y hambre, pensaré con añoranza en esta hora, en este alimento, en vosotros, que ahora estáis conmigo, y que entonces…
-¡Pero Tú en esa hora no tendrás ni sed ni hambre! ¡Un rey tiene de todo! ¡Y nosotros estaremos todavía más cerca de ti! – exclama Judas Iscariote.
-Lo dices tú.
-¿Y crees que no será así, Maestro? – pregunta Bartolomé.
-No, Bartolmái. Cuando te vi debajo de la higuera, sus frutos eran tan acerbos que a quien los hubiera cogido se le habrían abrasado la lengua y la garganta… Y, sin embargo, los frutos acerbos de la higuera o de estos árboles son, respecto a lo que será para mí mi elevación, más dulces que un panal de miel… Vamos…
E inicia de nuevo la marcha, delante de todos, meditabundo, mientras los doce, detrás, bisbisean, bisbisean.