Palabras de despedida en Betsur. El amor materno de Elisa.
Acaba de hacerse de día cuando los infatigables caminantes ya ven Betsur. Cansados, con sus túnicas arrugadas debido a un descanso ciertamente muy incómodo en los bosques, miran con alegría a la pequeña ciudad ya cercana donde están seguros de que hallarán hospitalidad.
Los campesinos que se dirigen a sus labores son los primeros que encuentran a Jesús, y piensan que lo mejor es olvidarse de sus tareas y volver a la ciudad para escuchar al Maestro. Lo mismo hacen unos pastores, después de haber preguntado si se va a detener o no. -A1 atardecer dejo Betsur – responde Jesús.
-¿Y vas a hablar, Maestro?
-Ciertamente».
-¿Cuándo?
-Enseguida.
-Nosotros tenemos los rebaños… ¿No podrías hablar aquí, en el campo? Las ovejas comerían la hierba y nosotros no perderíamos tu palabra.
-Seguidme. Hablaré en los pastos de septentrión. Tengo que ver antes a Elisa.
Los pastores con sus cayados hacen volver a las ovejas, y detrás de los hombres se ponen ellos y sus ovejas, que van balando. Cruzan el pueblo.
Mas ya ha llegado la noticia a la casa de Elisa. Y Elisa y Anastática rinden su homenaje de discípulas al Maestro, que las bendice en la plaza de delante de su casa.
-Entra en mi casa, Señor. La liberaste del dolor y ella quiere ser, en cada uno de sus habitantes y objetos, confortante para ti – dice Elisa.
-Sí, Elisa. Pero, ¿ves cuánta gente nos sigue? Ahora voy a hablar a todos; luego, después de la hora tercia, vendré y estaré en tu casa, para partir de nuevo al atardecer. Y hablaremos entre nosotros… – promete para consolar a Elisa, que esperaba una estancia más larga y que pone cara de desilusión al oír lo que tiene pensado hacer Jesús.
Pero Elisa es una buena discípula y no pone objeciones. Solamente pide permiso para dar indicaciones a los subalternos antes de ir con los demás a donde Jesús se dirige. Y lo hace con rapidez: bien distinta de la mujer inactiva del año pasado…
Jesús está ya parado en un vasto prado sobre el cual juguetea el sol filtrándose a través de las leves frondas de agrestes árboles, que, si no me equivoco, son fresnos. Está curando a un niño y a un anciano: el primero, enfermo de alguna enfermedad interna; el segundo, de los ojos. No hay otros enfermos y Jesús bendice a los niños que las madres le acercan, y espera pacientemente a que Elisa llegue junto con Anastática. Ahí están, por fin.
Jesús empieza inmediatamente a hablar.
-Pueblo de Betsur, escucha. El año pasado os dije qué había que hacer para ganar el Reino de Dios. Ahora os lo confirmo, para que no suceda que perdáis lo que habéis ganado. Es la última vez que el Maestro os habla así, en una asamblea en que no falta ninguno. Después podré encontraros, por azar, separadamente o en pequeños grupos, por los caminos de nuestra patria terrena. Después, pasado más tiempo, podré veros en mi Reino. Pero, como ahora, no volverá a ser.
Llegará un momento en que os digan de mí muchas cosas, contra mí, y de vosotros y contra vosotros. Pretenderán aterrorizaros. Yo, con Isaías, os digo: No temáis, porque os he redimido y os he llamado por vuestro nombre. Solamente los que quieran abandonarme tendrán motivo de temer; no los que, siendo fieles, son míos. ¡No temáis’. Sois míos y Yo soy vuestro. Ni aguas de ríos ni llamas de hogueras ni piedras ni espadas podrán separaros de mí, si en mí perseveráis; es más, llamas, aguas,
espadas, piedras, reforzarán vuestra unión conmigo, y seréis otros Cristos y recibiréis mi premio. Yo estaré con vosotros en las horas de los tormentos, con vosotros en las pruebas, con vosotros hasta la muerte; y después, nada podrá separarnos jamás.
¡Oh, pueblo mío, pueblo al que he llamado y congregado, y más aún llamaré y congregaré cuando sea elevado, atrayéndote entero hacia mí, oh pueblo elegido, pueblo santo, no temas! Porque estoy y estaré contigo, y tú me anunciarás, pueblo mío, por lo cual, vosotros que lo componéis, seréis llamados ministros míos, y a vosotros os daré, os doy ya desde ahora, la orden de decir al septentrión, al oriente, al occidente y al mediodía, que restituyan a los hijos e hijas del Dios Creador, incluso a los de los extremos confines del mundo, para que todos me conozcan como Rey suyo y me invoquen según mi verdadero Nombre, y tengan aquella gloria para la que han sido creados y sean la gloria de quien los ha hecho y formado.
Dice Isaías que las tribus y naciones, para creer, invocarán testigos de mi gloria. ¿Y dónde encontraré testigos, si el Templo y el Palacio, si las castas poderosas me odian, y mienten por no querer decir que Yo soy quien soy? ¿Dónde los hallaré? ¡Aquí están, oh Dios, mis testigos! Estos a quienes he instruido en la Ley, estos cuyo cuerpo y cuyo espíritu he curado, estos que estaban ciegos y ahora ven, sordos y ahora oyen, mudos y ahora saben decir tu Nombre, estos que estaban subyugados y ahora están liberados, todos, todos estos para los cuales tu Verbo ha sido Luz, Verdad, Camino, Vida. Vosotros sois mis testigos, los siervos que he elegido para que conozcan y crean y comprendan que soy Yo, Yo y no otro, el Salvador. Creedlo. Para bien vuestro. Fuera de mí no hay otro Salvador. Sabed creer esto contra toda calumnia humana o satánica. Olvidad todo lo que os haya sido dicho por otra boca que no sea la mía y que discrepe de mi palabra. Rechazad todo lo que en el futuro os puedan decir. Decid a quienquiera que os quiera hacer abjurar de Cristo: «Sus obras hablan a nuestro espíritu» y sed perseverantes en la fe.
Mucho he hecho para daros una fe intrépida. He curado a vuestros enfermos, he aliviado vuestros dolores, os he instruido como un Maestro bueno, os he escuchado como un Amigo, he partido con vosotros el pan y he compartido la bebida. Mas son éstas todavía obras de santo y profeta; otras haré, tales que harán desaparecer toda duda que las tinieblas puedan suscitar, como e1 torbellino pone nubes de tormenta en la claridad de un cielo de verano. Dejad pasar el nimbo firmes en la caridad hacia vuestro Jesús, hacia este Jesús que ha dejado al Padre para venir a salvaros y que dejará la vida para daros la salud.
Vosotros, vosotros, a quienes he amado y amo mucho más que a mi mismo (porque no hay amor más grande que el de inmolarse por el bien de aquellos a quienes se ama), no aceptéis el ser inferiores a aquellos que en la profecía de Isaías son llamados bestias salvajes, dragones y avestruces, o sea, gentiles, idólatras, paganos, impuros, los cuales – cuando Yo solo haya testificado el poder de mi amor y de mi Naturaleza, venciendo solo incluso a la Muerte, cosa constatable y que ninguno, que no sea embustero, podrá negar – dirán: «¡Era el Hijo de Dios!», y, venciendo obstáculos aparentemente insuperables de siglos y siglos de impuro paganismo y de tinieblas y vicio, vendrán a la Luz, a la Fuente, a la Vida. No seáis, no seáis como demasiado Israel, que no me ofrece su holocausto ni me honra con sus víctimas, sino que, al contrario, me produce dolor con sus iniquidades y me hace víctima de su duro corazón, y a mi amor que perdona responde con el odio subterráneo que me socava el suelo para hacerme caer y poder decir: «¿Lo veis? Ha caído porque Dios lo ha fulminado».
Habitantes de Betsur, sed fuertes. Amad mi Palabra porque es verdadera, y mi Señal porque es santa, ¡Que el Señor esté siempre con vosotros y vosotros con los siervos del Señor; todos unidos, para que cada uno de vosotros esté donde Yo voy y tengan una morada eterna en el Cielo todos los que, superada la tribulación y vencida la batalla, mueran en el Señor y en el Señor resuciten, para toda la eternidad!
-¡Señor, pero ¿qué has querido decir? ¡ En tu discurso ha habido gritos de triunfo y de dolor! – dicen algunos de Betsur. -Sí. Pareces a uno que se supiera rodeado de enemigos – dicen otros.
-Y nos has dado a entender que nosotros también lo estaremos – dicen otros.
-¿Qué hay en tu mañana, Señor? – otros.
-¡ La gloria! – grita Judas de Keriot.
-¡La muerte! – suspira Elisa llorando.
-La Redención. El cumplimiento de mi misión. No temáis. No lloréis. Amadme. Yo me siento feliz de ser el Redentor. Ven, Elisa. Vamos a tu casa… – y Él el primero, se pone en marcha, abriéndose paso entre la gente, que está turbada por opuestas emociones.
-Pero, ¿por qué, Señor, siempre estos discursos? – dice Judas, de mal genio, preguntando y censurando. Y añade:
-No son propios de un rey.
Jesús no le responde. Responde, sin embargo, a su primo Santiago, que le pregunta con los ojos empañados de llanto: -¿Por qué, hermano, haces siempre citas del Libro en tus despedidas?
Para que quien me acuse no diga ni que desvarío ni que blasfemo, y para que quien no quiera rendirse ante la realidad de las cosas comprenda que desde siempre la Revelación me ha mostrado Rey de un reino no humano, que se configura, se construye y cimenta con la inmolación de la Víctima, de la única Víctima que puede recrear el Reino de los Cielos, destruido por Satanás y la primera pareja. Soberbia, odio, mentira, lujuria, desobediencia, han destruido; humildad, obediencia, amor, pureza, sacrificio, reconstruirán… No llores, mujer. Los que tú amas, que esperan, suspiran por la hora de mi inmolación…
Entran en la casa y, mientras los apóstoles se dedican a reponer las fuerzas de sus cuerpos y a confortar su estómago, Jesús va al jardín (un jardín ordenado, florido) y, sólo con Elisa, la escucha.
-Maestro, Juana quiere hablar contigo en secreto; sólo yo lo sé. Me ha mandado aquí a Jonatán. Ha dicho: «Por cosas muy graves». Ni siquiera la hija que me diste – y bendito seas por ello – lo sabe. Juana ha enviado a servidores suyos en todas las direcciones para buscarte. Pero no te han encontrado…
-Estaba muy lejos, y habría ido aún más lejos, si no me hubiera impulsado el espíritu a volver… Elisa, vendrás conmigo y con el Zelote a casa de Juana. Los otros se quedarán aquí dos días descansando, luego irán a Béter. Tú regresarás con Jonatán. -Sí, mi Señor…
Elisa lo mira, maternal, lo escudriña… No sabe contenerse una palabra:
-¿Sufres?
Jesús menea la cabeza sin un verdadero signo de negación, pero con claro desconsuelo.
-Soy una madre… Tú eres mi Dios… pero… ¡Oh, mi Señor! ¿Qué crees que quiere Juana? Hablabas de muerte y yo lo he comprendido, porque en el Templo las vírgenes leían mucho los lugares de las Escrituras donde se habla de ti, Salvador, y me acuerdo de esas palabras. Hablabas de muerte y tu rostro resplandecía de alegría celestial… Ahora no resplandece tu rostro… María fue para mí como una hija… y Tú eres el Hijo de Ella… Por eso, si no es pecado decirlo, te veo un poco como hijo mío… Tu Madre está lejos… Pero tienes a tu lado a una madre. Bendito de Dios, ¿no puedo aliviar tu pena?
Ya la alivias porque me quieres. ¿Que qué pienso acerca de lo que Juana me tiene que decir? Mi vida es como este rosal. Las rosas sois vosotras, discípulas buenas. ¿Pero, si se quitan las rosas, que queda? Espinas…
-Pero a nosotras nos tendrás hasta la muerte.
-Es verdad. ¡Hasta la muerte! Y el Padre os bendecirá por el consuelo que me habréis de procurar. Vamos a entrar en la casa. Descansemos. A la puesta del sol partiremos para Béter.