Otro sábado en Nazaret. Obstinación de José de Alfeo.
Un nuevo sábado en Nazaret, o sea, un nuevo comienzo de sábado, porque apenas está empezando la puesta del sol del viernes, cuando, sudorosas pero contentas, llegan Mirta y Noemí junto con el joven Abel. Se apean de sus burritos – Abel los lleva a otro lugar, ciertamente a algún establo amigo, quizás al de los dos asnerizos de Nazaret, ahora discípulos – y entran por la puerta del taller, abierta para dar ventilación a la amplia habitación, donde hasta poco antes el calor de la rústica chimenea se ha hecho cómplice del gran calor estival.
Tomás está dejando en su sitio los instrumentos y Simón barre el serrín, mientras Jesús limpia cazuelas y cazoletas, de colas y barnices.
-La paz a ti, Maestro, y a vosotros, discípulos – saludan las mujeres, inclinándose mucho ya desde el primer momento en que entran, para, atravesado el taller, terminar postrándose a los pies de Jesús.
-La paz a vosotras. ¡Sois muy fieles! ¡Venir con este calor!
-¡Oh, nada! Se está tan bien aquí, que se olvida todo. ¿Tu Madre dónde está?
-Está por allí, terminando una túnica de Áurea. Id si queréis.
Las dos se marchan deprisa con sus alforjas y se oyen sus voces armónicas, más bien bajas, que se funden con la vocecita aún no pulida de Áurea y con la voz argentina de María.
-¡Ahora se sentirán felices! – dice Tomás.
-Sí. Son buenas mujeres – responde Jesús.
-Maestro, Mirta, además de conservar el hijo que tenía, ha adquirido una nueva hija. Y en poco más de un año… – dice el Zelote.
-Sí. En poco más de un año. Hace ya más de un año que María de Lázaro se ha convertido. ¡Cómo pasa el tiempo! Me parece ayer… ¡Cuántas cosas también el año pasado! ¡Aquel hermoso retiro antes de la elección! ¡Luego Juan de Endor! ¡Luego Margziam! Luego Daniel de Naím y luego María de Lázaro y luego Síntica… Pero, ¿dónde estará Síntica? Pienso en ello frecuentemente, y no sé comprender por qué… Tomás termina monologando consigo mismo, porque Jesús y Simón no le responden; es más, salen al huerto a lavarse para después llegarse donde las discípulas.
Y se nos reanuda la visión… Regresa Abel de Belén y encuentra todavía a Tomás, que está pensando, delante del lugar donde generalmente trabaja, mientras remueve distraídamente sus finas obras maestras de orfebre.
-¿Has encontrado en qué trabajar? – pregunta el discípulo inclinándose hacia esos objetos finos.
-¡Oh! He hecho felices a todas las mujeres de Nazaret. No habría imaginado nunca que hubiera que arreglar tantas hebillas y brazaletes y collares y lises. Hasta he tenido que rogar a Mateo que me trajera metal de Tiberíades. Me he hecho una clientela… ¡Ja! ¡Ja! (ríe alegre) como no la tiene ni siquiera mi padre. Verdad es que no pido dinero…
-¿Pones tú todo?
-No. Cobro sólo el valor del metal. El trabajo lo regalo.
-Eres generoso.
-No. Sabio. No estoy ocioso. Doy ejemplo de laboriosidad y de desapego del dinero y… predico… ¡Calla! Creo que actuando así he predicado más, sin decir una palabra, sin haber dicho una palabra en la sinagoga, que si hubiera estado hablando sin parar. Y además… hago práctica. Me he prometido a mí mismo que con el trabajo haré propaganda, cuando tenga que ir a predicar a Jesús en medio de los infieles; me estoy adestrando a ello.
-Eres sabio como orfebre y como apóstol.
-Me esfuerzo en serlo por amor a Jesús… ¿Así que tú has ganado una hermana? Trátala bien, ¿eh? Es como una palomita de nido; te lo digo yo, que estoy acostumbrado por mi oficio a tratar con las mujeres. Es una ingenua palomita que ha tenido gran miedo del gavilán, y que busca alas maternas y fraternas como defensa. Si tu madre no la hubiera deseado, la habría pedido yo para mi hermana gemela. ¡Un hijo más, un hijo menos! Es muy buena mi hermana, ¿sabes?
-También mi madre. Se le murió una niña cuando se quedó viuda. Quizás con el dolor de la muerte de su marido la leche se había hecho mala… Yo apenas me acuerdo de esa hermanita… y quizás ni siquiera la recordaría, si mi madre no la llorase frecuentemente, y si todas las niñitas pobres de Belén no hubieran tenido derecho a comida y vestidos de nuestra casa en recuerdo de la pequeñuela muerta… Y, como he crecido yo solo con mi madre, he acabado teniendo yo también un gran amor por las niñas pequeñas… Me doy cuenta de que ésta ya no es una niña pequeña… pero la veré como si lo fuera, por su corazón, si es como decís mi madre, Noemí y tú…
-Puedes estar seguro de ello. Vamos allá…
Allá, o sea, en el comedor, están las mujeres, Jesús y el Zelote. Y Mirta, que ha venido ya con una gran esperanza, está conquistando a Áurea, probándole una túnica de lino que ha cosido para la muchacha.
-Te cae muy bien – dice mientras se la quita y la acaricia, y mientras le coloca bien la túnica que, al meter la nueva, se ha descolocado – Te cae muy bien. Bueno, todo irá bien. Ya verás, hija mía… ¡Oh, ahí está mi Abel! Acércate, hijo. Ésta es Áurea. ¿Sabes que ahora va a ser nuestra?
-Lo sé, madre, y estoy contento junto contigo.
Mira a la muchacha… la estudia… sus ojos oscuros se quedan fijos y se pierden en los grandes iris de pálido cielo de ella.
El examen le satisface. Le sonríe. Le dice: -Nos amaremos en el Señor, que nos ha salvado, y lo amaremos a Él
y haremos que lo amen. Y seré para ti hermano en el espíritu y en el afecto. Lo prometo delante del Maestro y de mi madre – y
con una hermosa sonrisa límpida de joven puro, ya encaminado hacia la alta espiritualidad, le tiende la mano fuerte y morena. Áurea titubea, pero luego, ruborizándose, pone su mano izquierda en la derecha que le ofrecen, y dice:
-Así lo haremos. En el Señor.
Los adultos se sonríen entre sí…
-Aquí se puede entrar sin llamar a las puertas…
-¡Ahí está Simón de Jonás! Esta vez no ha resistido la tentación… – ríe Tomás mientras se apresura a ir afuera. -Sí, no he resistido… ¡La paz a ti, Maestro!
Besa a Jesús y Jesús lo besa.
-¿Quién puede resistir?
Ve a María y se inclina para saludar, luego prosigue:
-Pero, por escrúpulo, hemos pasado por Tiberíades y hemos buscado a Judas. Porque… ¡estamos todos, eh! Los otros están llegando. También Margziam… Bueno, estaba diciendo que hemos pasado por Tiberíades. ¡Mmm!… en fin, buscando a Judas, por si… hubiera pensado, al menos para el cuarto sábado, venir a Cafarnaúm… Habría sido feo que no hubiéramos estado ninguno… Y lo hemos encontrado… En fin, bueno, lo ha encontrado Isaac, que iba a saludar a Jonatán… Porque Isaac ha terminado por venir a Cafarnaúm a esperarte con no sé cuántos, que se han quedado allí para hacerse más sabios bajo la guía de Hermas y Esteban, de tu hijo, Noemí, y del sacerdote Juan… Pero Isaac debe haber destruido las impaciencias, los resentimientos, las furias, en su larga enfermedad… ¡No reacciona nunca! Aunque le estén dando bofetadas, sonríe… ¡Qué hombre más pacífico! Bien. Nos dijo: «He visto a Judas. No va. No insistáis». Comprendí. Y dije: «¿Te ha respondido mal? Dilo. Soy el jefe y debo saberlo…». «¡Oh, no!» respondió. «No ha respondido mal él, sino su mal. Hay que compadecerse de él»… Pues nada, compadezcámoslo… Bueno, en definitiva, que estamos aquí. Y bien contentos de… Ahí están los otros…
Y con los otros están también Judas y Santiago de Alfeo, con su madre y los discípulos de Nazaret: Aser, Ismael y Simón de Alfeo, y, cosa rara, también José de Alfeo.
Descargan sus bolsas. Natanael ha traído miel. Felipe una cesta pequeña de uva blonda como los cabellos de Áurea. Pedro, pescado marinado, y lo mismo los hijos de Zebedeo. Mateo, que no tiene una casa gobernada por mujeres, y por tanto, no tiene ninguna cosa buena, ha traído un ánfora llena de tierra y dentro de ella un tronco sutil, que, por las hojas, diría que es un limonero o un naranjo u otra planta de agrios, y explica:
-Una primicia… Sólo quien haya estado en Cirene puede tenerlo, y conozco a uno que ha ido a Cirene, uno del fisco, como era yo antes. Ahora ya no trabaja y está en Ippo. He ido para que me diera esta plantita, porque se debe plantar con la Luna nueva. Son frutos buenos, hermosos, y la flor tiene un suave aroma y parece una estrella de cera, una estrella como tu nombre… Aquí tienes – y ofrece la planta a María.
-¡Pero cuánto has trabajado con este peso, Mateo! Te lo agradezco. Mi huerto cada vez es más bonito por vosotros: el alcanfor de Porfiria, las rosas de Juana, tu planta rara, Mateo, las otras, de flores, que trajo Judas de Keriot… ¡Cuántas cosas bonitas! ¡Qué buenos sois todos con la Madre de Jesús!
Todos los apóstoles están conmovidos; lo único, se miran con el rabillo del ojo unos a otros cuando María nombra a
Judas.
-Sí. Te quieren. Pero también nosotros – dice serio y todo erguido José de Alfeo.
-¡Ciertamente! Vosotros sois los queridos hijos de Alfeo, pariente mío y de María, que es muy buena. Y me queréis. Pero esto es natural. Somos parientes… Éstos, sin embargo, no son de la sangre, y, no obstante, son como hijos para mí, como hermanos para Jesús, por lo mucho que lo aman y por cómo lo siguen…
José comprende la alusión; se aclara la voz buscando las palabras… Las encuentra… Dice:
-Ya, claro. Pero si yo no estoy todavía con ellos es porque pienso también en las consecuencias para Él, para ti… y… y… En definitiva, también es amor el mío, especialmente hacia ti, pobre mujer que te quedas sola demasiado tiempo… Y he venido a decir a Jesús que me alegro de que se haya recordado también de las necesidades de su Madre y haya hecho lo que era útil hacer aquí… – y, contento de ser la «cabeza» de la parentela y de poder alabar y reconvenir, se digna encomiar a Jesús por todos los trabajos de carpintería, barnizado y otros, hechos en ese mes: « ¡Así hay que hacer! ¡Ahora se ve que esta mujer tiene un hijo! Y me alegro de poder decir que reconozco a mi sabio Jesús de Nazaret. ¡Sí, señor, muy bien!».
Y el sabio Jesús de José, el sapientísimo Verbo Divino humillado en una carne, manso y humilde, acoge estas alabanzas mezcladas con los… autorizados consejos de su primo José con una sonrisa tan dulce, que sirve para frenar cualquier intempestiva reacción apostólica en favor de Jesús.
Y José, que ya ha tomado carrerilla, viéndose escuchado de esa manera, no se refrena, sino que prosigue:
-Mi esperanza es que de ahora en adelante Nazaret no tenga ya la imagen de una pobre madre abandonada y de un hijo suyo que, imprudente, se sale del sendero común para recorrer caminos poco seguros respecto a las metas y a las consecuencias. Hablaré con mis amigos, con el arquisinagogo… Te perdonaremos… Nazaret se alegrará mucho de volverte a abrir sus brazos como a un hijo que vuelve, y que vuelve como ejemplo de virtud para todos los habitantes; mañana mismo, yo mismo, iré de nuevo contigo a la sinagoga y…
Jesús alza la mano, imponiendo silencio, y, sereno pero bien decidido, dice:
-A la sinagoga, como fiel, ciertamente iré, como he ido los otros sábados. Pero no hace falta que intercedas en favor mío. Porque una hora después de la puesta del sol me marcharé para evangelizar de nuevo, como es mi deber de obediencia al Altísimo.
-¡Oh, una humillación grande para José! … ¡Muy grande!… Toda su mansedumbre se quebranta y vuelve a emerger su hostil intransigencia:
-De acuerdo. Pero no me busques cuando necesites algo. Yo he cumplido con mi deber. Tus seguras desventuras no caen sobre mí. Adiós. Aquí sobro, porque no puedo comprenderos a vosotros y vosotros no podéis comprenderme a mí. Me retiro, sin rencor, pero muy afligido… Que el Señor te proteja como protege a todos los… simples de mente, incompletos… ¡Adiós, María! ¡Sé fuerte, pobre madre!
-Adiós, José. Pero no es por Él por quien debo ser fuerte, sino por ti. Porque tú eres el que está fuera del camino de Dios, y me causas dolor – dice serena pero segura María.
-¡Lo que pasa es que eres un necio! Y, si no fuera porque ahora eres el jefe de casa, te pegaría, fruto de mi sangre pero no de mi espíritu… – grita María de Alfeo. Y diría más cosas, pero María le suplica:
-¡Calla! Por amor a mí.
-Callo. Sí. Pero… fijaos… ¡que tenga que ver entre mis hijos a un bastardo como ése!…
Entretanto, el bastardo se ha marchado, mientras la buena María de Alfeo descarga todo su peso por este hijo obstinado. Y termina su desahogo en un fuerte llanto, y, en medio de sollozos, manifiesta lo que, dentro de su pena, es su mayor pena: -¡Y a ése no lo voy a tener conmigo en el Cielo, no lo voy a tener! ¡ Lo veré en medio de tormentos! ¡Oh, Jesús, haz Tú el milagro!
-¡Sí, mujer! ¡Sí, María! ¡No llores! También tendrá su hora él. La undécima, quizás. Pero la tendrá. Te lo aseguro. No llores… – la consuela Jesús… Y, una vez terminado el llanto, dice a los apóstoles y discípulos:
-Venid al olivar mientras las mujeres preparan sus cosas. Vamos a hablar entre nosotros.