Multiplicación del trigo en los campos de José de Arimatea.
También aquí trabajan fervientemente los segadores. Es más – está mejor dicho – ha sido ferviente el trabajo de las segadores. Ya son inútiles las hoces, porque no hay en pie una sola espiga en estos campos aún más cercanos a la orilla mediterránea que los de Nicodemo. Pero Jesús no ha ido a Arimatea, sino a los terrenos que José posee en el llano, hacia el mar, y que antes de la siega, por su gran extensión, debían ser otro pequeño mar de espigas.
Una casa baja, ancha, blanca, está ahí, en el centro de los campos desnudos. Una casa de campo, pero bien cuidada. Sus cuatro eras se están llenando de gran cantidad de gavillas, puestas en haces (como disponen los soldados el bagaje durante los altos en el campo). Muchos carros traen ese tesoro de los campos a las eras, y muchos hombres descargan y amontonan. José va de una era a otra y vigila que todo se haga, y se haga bien.
Un campesino, desde lo alto del montón hacinado en un carro, anuncia:
-Hemos terminado, patrón. Todo el trigo está en tus eras. Este es el último carro de tu último terreno.
-Bien. Descarga y luego suelta a los bueyes y llévalos a los pilones y a los establos. Han trabajado bien y merecen descanso. Y también todos vosotros habéis trabajado bien y merecéis descanso. Pero la última fatiga será leve, porque para los corazones buenos es alivio la alegría de los demás. Ahora vamos a traer a los hijos de Dios y vamos a darles el don del Padre. Abraham, ve a llamarlos – dice luego volviéndose hacia un patriarcal campesino, que quizás es el primero de los campesinos al servicio de esta propiedad de José. Pienso esto porque veo que el respeto de los otros dependientes es muy visible hacia este anciano, que no trabaja pero ayuda al patrón vigilando y aconsejando.
Y el anciano va… Lo veo dirigirse hacia una vasta y muy baja construcción, más parecida a un cobertizo que a una casa, provista de dos puertas gigantescas que tocan el canalón. Creo que será una especie de almacén donde estén guardados los carros y los otros aperos de labranza. Entra allí dentro y luego sale seguido por un heterogéneo y mísero grupo humano de todas las edades… y de todas las miserias… Hay seres macilentos, aunque sin desgracias físicas, y hay tullidos, ciegos, mancos, enfermos de los ojos… Muchas viudas rodeadas de sus muchos huerfanitos, o también las mujeres de algún enfermo, tristes, apocadas, enflaquecidas por las noches en vela y los sacrificios para cuidar al enfermo.
Vienen con ese aspecto particular de los pobres cuando van a un lugar donde recibirán una gracia: timidez en las miradas, esquivez propia del pobre honrado, no sin una sonrisa que aflora encima de la tristeza imprimida por días de dolor en los rostros demacrados, no sin una chispa mínima de triunfo, casi como una respuesta al destino, que se ha cebado sobre ellos en días tristes, continuos, una respuesta al destino:
-¡Hoy es fiesta, para nosotros también hay un día de fiesta, hoy es fiesta, es alegría, es consuelo para nosotros!
Los pequeños ponen ojos como platos al ver los montones de gavillas, más altos que la casa, y dicen a sus mamás mientras las señalan:
-¿Para nosotros? ¡Qué bonitas!
Los ancianos susurran:
-¡El Bendito bendiga al compasivo!
Los mendigos, tullidos, o ciegos, o mancos, o enfermos de los ojos:
-¡Por fin tendremos pan también nosotros, sin tener que alargar siempre la mano!
Y los enfermos a sus familiares:
-Al menos podremos medicarnos sabiendo que vosotros no sufrís por nosotros. Nos harán bien ahora las medicinas. Y los familiares a los enfermos:
-¿Veis? Ahora ya no diréis que ayunamos para dejaros a vosotros el pedazo de pan. ¡Alegraos, pues, ahora!… Y las viudas a los huerfanitos:
-Hijitos míos, habrá que bendecir mucho al Padre de los Cielos que os hace de padre, y al buen José, que es su administrador. Ahora no os oiremos llorar por hambre, hijos nuestros que tenéis sólo a vuestras madres para ayudaros… a vuestras pobres mamás, que de rico tienen sólo el corazón…
Un coro y un espectáculo que alegran, pero también hacen venir lágrimas a los ojos…
Y José, teniendo ya delante a estos infelices, se pone a recorrer las filas, a llamar a uno por uno, preguntando cuántos son en su familia, desde cuánto tiempo están viudas, o desde cuándo están en enfermos, etc… y toma nota. Y para cada caso ordena a los campesinos que están a su servicio:
-Da diez. Da treinta.
-Da sesenta – dice después de escuchar a un anciano semiciego que se le ha acercado con diecisiete nietecitos, todos por debajo de los doce años, hijos de dos hijos suyos, muertos uno en la siega del año anterior, la otra de parto…
-…Y – dice el anciano – el marido ha encontrado consuelo y se ha casado otra vez, pasado un año. Me ha remitido los cinco hijos diciendo que se preocuparía de ellos. Sin embargo, ¡jamás un sólo denario!… Ahora se me ha muerto también mi mujer estoy solo… con éstos…
-Da sesenta al anciano padre. Tú, padre, espera, que después te voy a dar vestidos para los pequeños. El campesino observa que, si se va a sesenta gavillas por cada vez, no va a llegar el trigo para todos… -¿Dónde está tu fe? Si acumulo y distribuyo las gavillas, ¿lo hago por mí? No. Es para los más amados hijos del Señor. El
Señor mismo proveerá a que baste para todos – responde José al campesino.
-Sí, patrón. Pero el número es número…
-Y la fe es fe. Y yo, para mostrarte que la fe puede todo, ordeno que se doble la medida que ha sido dada a los primeros. Quien ha recibido diez que reciba otras diez, quien veinte otras veinte, y al anciano dadle ciento veinte. ¡Hacedlo! ¡Hacedlo!
Los campesinos se encogen de hombros y cumplen la orden. Y continúa la distribución, en medio del gozoso asombro de los beneficiados, que ven que les dan una medida que supera todas sus más descabelladas esperanzas. José sonríe por ello, y acaricia a los pequeñuelos, que ponen todo su ahínco en ayudar a sus mamás; o ayuda a los tullidos, que hacen su pequeño montón; ayuda a los ancianos demasiado caducos como para hacerlo; o a las mujeres demasiado macilentas; y ordena apartar a dos enfermos para darles otras ayudas, como ha hecho con el anciano de los diecisiete nietos. Los montones, más altos que la casa, ahora son muy bajos, casi al nivel del suelo. Pero todos han recibido su parte, y en medida abundante. José pregunta:
-¿Cuántas gavillas quedan todavía?
-Ciento doce, patrón – dicen los campesinos tras contar lo que queda.
-Bien. Tomaréis…
José recorre la lista de los nombres que ha apuntado, y dice:
-Tomaréis cincuenta. Las guardaréis para simiente, porque es semilla santa. Que se dé el resto, una a cada uno, a cada cabeza de familia aquí presente. Son exactamente sesenta y dos cabezas de familia.
Los campesinos obedecen. Meten bajo un pórtico las cincuenta gavillas y distribuyen el resto. Ahora las eras ya no tienen los voluminosos montones de oro. Pero, en el suelo, hay sesenta y dos pequeños montones de distinto volumen. Y sus propietarios, solícitos, los atan y los cargan en rudimentarias carretillas, o en precarios jumentos a los que han ido a desatar de un vallado que está detrás de la casa.
E1 anciano Abraham, que ha hablado aparte con los principales campesinos al servicio de José, se acerca con éstos al patrón, y éste les pregunta:
-¿Entonces? ¿Habéis visto? ¡Ha habido para todos! ¡Y ha sobrado!
-¡Pero patrón, aquí hay un misterio! Nuestros campos no pueden haber dado el número de gavillas que has distribuido. Yo he nacido aquí y tengo setenta y ocho años. Siego desde hace sesenta y seis. Y sé. Mi hijo tenía razón. ¡Sin un misterio, no habríamos podido dar tanto!…
-Pero que lo hemos dado es una realidad, Abraham. Tú estabas a mi lado. Los campesinos han entregado las gavillas. No hay ningún sortilegio. No es irrealidad. Las gavillas se pueden contar todavía. Están todavía allí, aunque sea divididas en muchas partes.
-Sí, patrón. Pero… No es posible que los campos hayan dado tantas gavillas.
-¿Y la fe, hijos míos? ¿Y la fe? ¿Dónde metéis la fe? ¿Podía desacreditar el Señor a su siervo, que prometía en su Nombre y con santo fin?
-¿Entonces tú has hecho un milagro? – dicen los campesinos, ya dispuestos a los gritos de hosanna.
-No soy hombre de milagros. Soy un pobre hombre. Lo ha hecho el Señor. Ha leído en mi corazón y ha visto en él dos deseos: el primero, llevaros a la misma fe; el segundo, dar mucho, mucho, mucho a estos hermanos míos infelices. Dios ha asentido a mis deseos… y ha actuado. ¡Bendito sea! – dice José inclinándose reverentemente como si estuviera delante de un altar.
-Y su siervo con Él – dice Jesús, que hasta ese momento ha estado oculto detrás de la esquina de una pequeña casa – no sé si horno o almazara – rodeada por un seto, y que ahora aparece abiertamente en la era donde está José.
-¡Maestro mío y Señor mío!! – exclama José, cayendo de rodillas para venerar a Jesús.
-La paz a ti. He venido para bendecirte en nombre del Padre. Para premiar tu caridad y tu fe. Soy huésped tuyo esta noche. ¿Me aceptas?
-¡Oh, Maestro! ¿Y lo preguntas? La única cosa… La única cosa es que aquí no voy a poder darte honor… Estoy con mis domésticos-campesinos… en mi casa del campo… No tengo vajilla fina ni maestros de mesa ni criados capacitados… No tengo ni manjares ni vinos selectos… No tengo amigos… Será una hospitalidad muy pobre… Pero bueno, serás comprensivo… ¿Por qué, Señor, no me has avisado? Habría dispuesto lo necesario… Pero anteayer Hermas, con los suyos, estuvo aquí… Es más, he aprovechado sus servicios para avisar a éstos, a quienes quería dar, devolver, lo que es de Dios… ¡Pero Hermas no me dijo nada! ¡Si lo hubiera sabido!… Permíteme, Maestro, que dé indicaciones, que trate de remediar… ¿Por qué sonríes así? – pregunta, en fin, José, que está todo agitado por la improvisa alegría y por la situación que juzga… desastrosa.
-Sonrío por tus inútiles penas. José, ¿qué buscas? ¿Lo que tienes?
-¿Qué tengo? No tengo nada.
-¡Cuán hombre eres todavía! ¿Por qué no eres ya el José espiritual de hace un rato, cuando hablabas como persona sabia y prometías, seguro, por la fe y para dar la fe?
-¡Oh ! ¿Has estado oyendo?
-He oído y he visto, José. Aquel seto de laureles es muy útil para ver que lo que he sembrado no ha muerto en ti. Y por esto te dije que te creas inútiles penas. ¿Que no tienes ni maestros de mesa ni servidores capacitados? Pero si donde se ejercita la caridad esta Dios, y donde está Dios están sus ángeles. ¿Y qué maestros de casa quieres tener más capacitados que ellos? ¿Que no tienes ni manjares ni vinos selectos? ¿Y qué manjar quieres ofrecerme, y qué bebida, más selectos que el amor que has tenido hacia éstos y tienes hacia mí? ¿Que no tienes amigos para darme honor? ¿Y éstos? ¿A qué amigos ama el Maestro de nombre Jesús más que a los pobres y a los infelices? ¡Ánimo, hombre, José! Ni siquiera convirtiéndose Herodes y abriéndome sus salas para recibirme y darme honor, en un palacio purificado, y teniendo con él los jefes de todas las castas para darme honor, Yo tendría una corte más selecta que ésta. Y quiero dirigirles unas palabras y ofrecerles un don. ¿Permites?
-¡Pero Maestro, si todo lo que Tú quieres lo quiero yo! Ordena.
-Diles que se reúnan. Que se reúnan también los campesinos. Para nosotros siempre habrá un pan… Mejor es que ahora escuchen mi palabra en vez de correr para acá o allá, afanándose en pobres cuidados.
La gente se apiña con diligencia, asombrada…
Jesús habla:
-Aquí habéis visto que la fe puede multiplicar el trigo cuando este deseo viene de un deseo de amor. Pero no limitéis vuestra fe a las necesidades materiales. Dios creó el primer grano de trigo y desde entonces el trigo produce espigas para el pan de los hombres. Pero Dios creó también el Paraíso, que espera a sus ciudadanos. Ha sido creado para los que viven en la Ley y permanecen fieles a pesar de las pruebas dolorosas de la vida. Tened fe y lograréis conservaros santos con la ayuda del Señor, de la misma forma que José ha logrado asignar el doble de trigo para haceros felices doblemente y confirmar en la fe a sus campesinos. En verdad, en verdad os digo que si el hombre tuviera fe en el Señor, y esa fe fuera por un justo motivo, ni siquiera las montañas, hincadas en el suelo con sus entrañas rocosas, podrían resistir, y ante la orden de quien tiene fe en el Señor cambiarían de sitio. ¿Tenéis vosotros fe en Dios? – pregunta dirigiéndose a todos.
-¡Sí, Señor!
-¿Quién es Dios para vosotros?
-El Padre santísimo, como enseñan los discípulos del Cristo.
-¿Y el Cristo quién es para vosotros?
-El Salvador. El Maestro. ¡El Santo!
-¿Sólo esto?
-El Hijo de Dios. Pero no se debe decir, porque los fariseos nos persiguen si lo decimos.
-¿Pero vosotros creéis que lo es?
-Sí, Señor.
-Pues bien, creced en vuestra fe. Aunque calléis vosotros, las piedras, las plantas, las estrellas, el suelo, todas las cosas, proclamarán que el Cristo es el verdadero Redentor y Rey Lo proclamarán en la hora de su elevación, cuando lo envuelva la púrpura santísima y tenga la corona de Redención. Bienaventurados los que sepan creer esto ya desde ahora, y que más aún lo crean entonces, y tengan fe en Cristo y, por tanto, vida eterna. ¿Tenéis vosotros esta fe inquebrantable en Cristo?
-Sí, Señor. Enséñanos dónde está Él, y nosotros le pediremos que aumente nuestra fe para ser bienaventurados de esa
forma.
Y la última parte de esta súplica la dicen no sólo los pobres, sino también los campesinos, los apóstoles y José.
-Sí tenéis fe como un grano de mostaza, y la tenéis – perla preciosa – en el corazón, sin dejar que os la arrebate ninguna cosa humana, o sobrehumana pero mala, podréis todos decir incluso a ese robusto moral que da sombra al pozo de José: “Arráncate de ahí y trasplántate a las olas del mar».
-¿Pero Cristo dónde está? Lo esperamos para ser curados. Los discípulos no nos han curado, pero nos han dicho: «Él puede hacerlo». Quisiéramos curarnos para trabajar – dicen unos hombres enfermos o impedidos.
-¿Y creéis que Cristo lo puede? – dice Jesús mientras hace una señal a José de que no diga que Cristo es Él. -Lo creemos. Es el Hijo de Dios. Lo puede todo.
-Sí. Lo puede todo… ¡Y lo quiere todo! – grita Jesús extendiendo con imperio el brazo derecho y bajándolo como para jurar. Y termina con un grito potente: « ¡Y así sea, para gloria de Dios!».
Y hace ademán de volverse hacia la casa. Pero los curados, unos veinte, gritan, se acercan y lo encierran en un laberinto de manos extendidas para tocar, bendecir, buscar sus manos, sus vestidos, para besar, acariciar. Lo aíslan de José, de todos…
Y Jesús sonríe, acaricia, bendice… Se libera lentamente y, todavía seguido, desaparece entrando en la casa, mientras los gritos de hosanna suben al cielo, que se pone violáceo con el principio del crepúsculo.