Milagros en el arrabal cercano a Ippo y curación del leproso Juan.
Ippo no está en la orilla del lago, como yo creía al ver las casas que hay en el margen (casi en el extremo sudeste del lago). Me hacen percatarme de ello las palabras de los discípulos. Este núcleo de casas es -yo lo llamaría así- la vanguardia de Ippo, que está más hacia el interior. Como Ostia para Roma o el Lido para Venecia, representa para la ciudad del interior la salida al lago; y la ciudad se sirve de esta salida como vía lacustre de importación y exportación, y también para abreviar los viajes desde esta zona a la orilla opuesta galilea, y, en fin, también como lugar de recreo para los ociosos de la ciudad, y de aprovisionamiento del pescado que le procuran los muchos pescadores del arrabal.
Aquí, donde abordan en un sosegado atardecer en el pequeño puerto natural formado por el lecho de un torrente que ahora está seco; aquí, donde, en el tramo de unos metros, ondea la ola cerúlea del lago -no repelida por el agua del torrente-, hay casas, de mayor o menor tamaño, de hortelanos y pescadores. Éstos explotan las aguas ricas en pesca; aquéllos, la faja de tierra que va desde el litoral hacia el interior, pingüe y húmeda por las aguas cercanas, que se extiende más hacia el norte y menos hacia el sur (para terminar pronto en donde empieza la barrancada que entra casi a pico en el lago y desde la cual se arrojaron a éste los puercos del milagro hecho a los gerasenos).
Dada la hora que es, los habitantes están en las terrazas o en los huertos, y están cenando. Pero, como los huertos tienen setos bajos y también las terrazas tienen pretiles bajos, pronto los habitantes ven la pequeña flota de barcas que toma tierra en el pequeño puerto, y, unos por curiosidad, otros porque conocen a los que llegan, se levantan y salen a su encuentro.
-Es la barca de Simón de Jonás, y la de Zebedeo. Entonces no puede ser sino el Rabí, que viene aquí con sus discípulos – afirma tajantemente un pescador.
-Mujer, coge inmediatamente al niño y sígueme. Quizás es Él. Él lo curará. Nos lo trae el ángel de Dios – dice en tono impositivo un hortelano a su mujer, la cual tiene el rostro quemado por las lágrimas.
-Yo, por mí, creo. Recuerdo aquel milagro. ¡Vaya que si lo recuerdo! ¡Todos esos cerdos! Los cerdos que apagan en las aguas el calor de los demonios entrados en ellos… Gran tormento debía ser, si los cerdos, siempre tan desdeñosos de limpieza, se arrojaron al agua… – dice un hombre mientras camina y hace propaganda al Maestro.
-¡Tú lo dices! Sin duda tenía que ser un tormento. Estaba también yo y me acuerdo. Los cuerpos echaban humo, y también el agua. El lago se puso más caliente que cuando las aguas de Hamatha. Y por donde pasaron corriendo quedó abrasado bosque y hierba.
-Yo he ido, pero no he visto nada de particular… – le responde un tercero.
-¿Nada? ¡Entonces es que tienes escamas en los ojos! ¡Mira! Se ve desde aquí. ¿Ves allí? ¿Allí donde está ese río seco? Ve con la vista un poco más adelante y mira si…
-¡Que no, hombre! Que eso lo han destruido los soldados de Roma, cuando buscaban a aquel granuja en las frías noches de Tébet. Acamparon allí e hicieron fuego.
-¿Y quemaron todo un bosque para hacer fuego? ¡Mira cuántos árboles faltan allí!
-¡Un bosque! ¡Dos o tres encinas!
-¿Y te parece poco?
-No. Pero ya se sabe. Para ellos lo nuestro es pajuz. Ellos son los dominadores y nosotros los oprimidos. ¡Ah! ¿Hasta cuándo…?
La discusión pasa del terreno sobrenatural al político.
-¿Quién me lleva donde el Rabí? ¡Piedad de un ciego! ¡Dónde está? Decídmelo. Lo he buscado en Jerusalén, en Nazaret, en Cafarnaúm. Siempre había salido antes de llegar yo… ¿Dónde está? ¡Oh! ¡Piedad de mí! – dice quejumbrosamente un hombre de unos cuarenta años, tanteando en torno a sí con un bastón.
Recoge improperios de los que se llevan el golpe en las piernas o en la espalda, pero ninguno se mueve a piedad, y
todos chocan contra él al pasar, sin que una mano se tienda para guiarlo. El pobre ciego se para amedrentado y desconsolado… -¡El Rabí! ¡El Rabí! ¡Ajch-Ajch, il il leee! » (me esfuerzo en transcribir… Es una palabra el grito agudo modulado por las
mujeres. ¡Pero es un grito, no una palabra! Tiene más de chillido de ciertas aves que de palabra humana.)
-¡Bendecirá a nuestros hijos!
-Su palabra hará saltar al fruto que llevo en mi seno. ¡Goza, criatura mía! El Salvador te habla – dice una lozana esposa mientras se acaricia el vientre abultado bajo la suelta túnica.
-Quizás a mí me lo hace fecundo! Significaría la alegría y la paz entre yo y Eliseo. He ido a todos los lugares donde se dice que la mujer consigue la fecundidad. He bebido el agua del pozo que hay cerca de la tumba de Raquel y la del regatillo de la gruta donde su Madre le dio a luz… He ido a Hebrón a aplicarme durante tres días la tierra del lugar en donde nació Juan el Bautista… He comido los frutos de la encina de Abraham y he llorado invocando a Abel en el lugar en que fue dado a luz y asesinado… He ensayado todas las cosas santas, todas las cosas milagrosas del suelo y del Cielo, y médicos y medicinas y votos y oraciones y dádivas… pero mi seno no se ha abierto a la semilla, y Eliseo apenas si me soporta. ¡Le cuesta no odiarme! ¡Pobre de mí! – gime una mujer ya ajada.
-¡Ya eres vieja, Sela! ¡Resígnate! – le dicen con una piedad que está mezclada con un leve desprecio y un notorio sentido de triunfo las que pasan con su seno henchido de maternidad o con los lactantes prendidos de sus pingües senos.
-¡No! ¡No digáis eso! ¡Ha hecho resucitar a los muertos! ¿No va a poder dar vida a mis entrañas?
-¡Paso! ¡Paso! Dejad paso a mi madre enferma – grita un joven que viene sujetando las varas de una improvisada parihuela, sujeta por el otro lado por una niña muy afligida. En la camilla hay una mujer, todavía joven, aunque reducida a un esqueleto amarillento.
-Habrá que hablarle del pobre Juan. Enseñarle el lugar donde está. Es el más infeliz de todos, porque estando leproso no puede ir en busca del Maestro… – dice un hombre añoso que parece influyente.
-¡Antes nosotros! ¡Antes nosotros! Si se adentra hacia Ippo, se acabó. Los de la ciudad se lo cogen y nosotros nos quedamos, como siempre, atrás.
-¿Pero qué pasa allí? ¿Por qué gritan así las mujeres, allí en la orilla?
-¡Porque son estúpidas!
-No. Son gritos festivos. Corramos…
La calle es un río humano que se encanala hacia el guijarral del lago y del torrente, hacia el lugar donde están Jesús y los que le acompañan, bloqueados por los primeros que han llegado.
-¡Milagro! ¡Milagro! ¡Mirad, el hijo de Elisa, desahuciado por los médicos, está curado! El Rabí lo ha curado metiéndole saliva en la garganta.
Los «Ajch-Ajch-il-il-leee» de las mujeres se hacen aún más vibrantes y agudos, mezclados con los fuertes «hosanna» masculinos. Jesús, a pesar de su estatura, ha sido literalmente excedido. Los apóstoles hacen todo lo que pueden para abrirle paso. ¡Ya, ya! Las discípulas, con María en el centro, se ven separadas del grupo apostólico; el niño, en los brazos de María de Alfeo, llora aterrorizado, y su llanto hace converger en el grupo de las discípulas la atención de muchos; y se oye decir al enteradillo de siempre:
-¡Ah, pues si está también la Madre del Rabí y las madres de los discípulos!…
-¿Cuáles? ¿Quiénes son?
-La Madre es aquella pálida y rubia vestida de lino; y las otras, aquellas ancianas que llevan una al niño y la otra aquel cesto encima de la cabeza.
-¿Y el niño quién es?
-¡Hombre, el hijo! ¿No oís que dice «mamá»?
-¿Hijo de quién? ¿De la anciana? ¡No puede ser!
-De la joven. ¿No ves que quiere ir con ella?
-No. El Rabí no tiene hermanos. Lo sé seguro.
Algunas mujeres oyen esto y, mientras Jesús, moviéndose con dificultad, logra llegar hasta la camilla donde está la enferma a la que han llevado allí sus hijos, y la cura, ellas se dirigen con curiosidad hacia María.
Pero una no es curiosa, una se postra a sus pies y dice:
-Por tu maternidad, ten piedad de mí.
Es la estéril.
María se inclina hacia ella y le dice:
-¿Qué quieres hermana?
-Ser madre… ¡Un niño!… ¡Uno sólo!… Soy odiada por ser estéril. Yo creo que tu Hijo todo lo puede. Pero tengo una fe tan grande en Él que pienso que, por haber nacido de ti, te ha hecho santa y poderosa como Él. Ahora yo te ruego… por tus delicias de madre te lo ruego: hazme fecunda. Tócame con tu mano y seré feliz…
-Tu fe es grande, mujer. Pero la fe es para quien tiene derecho a ella: para Dios. Ven, pues, donde mi Jesús… – y la toma de la mano y, con gracia apremiante, pide paso para poder llegar donde Jesús.
Las otras discípulas la siguen por el canal que se abre entre la gente, y lo mismo las mujeres que se habían acercado a María (y aprovechan para preguntar a María de Alfeo quién es el pequeño al que lleva alzado por encima de la multitud).
-Un niño al que su madre ya no lo quiere. Ha venido al Rabí a buscar amor…
-¡ Un niño al que la madre ya no le quiere! ¿Has oído, Susana?
-¿Quién es esa hiena?
-¡Ay! ¡Y a mí que me consume el no tenerlo! ¡Déjame, déjame! ¡Que me bese al menos una vez un hijo!… – y Sela, la
estéril, casi arranca de los brazos de María de Alfeo al pequeñuelo, y lo estrecha contra su corazón, mientras trata de seguir a
María (que ya se había distanciado de ella en el instante en que Sela dejó la mano de María para coger al pequeño). -Jesús, escucha. Hay una mujer que pide una gracia. Es estéril…
-No incomodes al Maestro por ella, mujer. Sus entrañas están muertas – dice uno que no sabe que está hablando a la Madre de Dios. Y luego, habiendo sido advertido de su error, desconcertado, quiere achicarse y desaparecer, mientras Jesús responde de una vez a él y a la mujer suplicante, diciendo:
-Yo soy la Vida. Mujer, hágase lo que pides – y pone un instante la mano en la cabeza de Sela.
-¡Jesús! ¡Hijo de David, ten piedad de mí! – grita el ciego de antes, que lentamente ha llegado a la aglomeración de gente y desde el fondo lanza su grito de invocación.
Jesús, que tenía agachada la cabeza para escuchar las palabras de súplica de Sela, la alza de nuevo y mira hacia el punto de donde viene, sincopada como el grito de un náufrago, la voz del ciego.
-¿Qué quieres de mí? – grita.
-Ver. Estoy en las tinieblas.
-Yo soy la Luz. ¡Quiero!
-¡Ah! ¡Veo! ¡Veo! ¡De nuevo veo! ¡Dejadme pasar! ¡Para besar los pies de mi Señor!
-Maestro, has curado a todos aquí. Pero hay un leproso en una cabaña del bosque. Siempre nos ruega que te llevemos a
él…
-¡Vamos! ¡Hala! Dejadme que vaya. ¡No os hagáis daño! Yo estoy aquí para todos… Animo, dejad paso. Hacéis daño a las mujeres y a los niños. No me marcho inmediatamente. Estoy aquí mañana, y luego estaré por esta región durante cinco días. Me podréis seguir, si queréis…
Jesús trata de disciplinar a la multitud, de evitar que por obtener beneficio de su venida se haga daño la gente. Pero la multitud es como una sustancia blanduzca que se aparta pero luego vuelve a apretarse en torno a Él; es como una avalancha que, por ley natural, no puede evitar comprimirse a medida que avanza; es como partículas de hierro atraídas por el imán… Y es lento el andar, trabado, fatigoso… Todos sudan, los apóstoles gritan, se sirven de codazos en los pechos y de golpes con los pies en las espinillas para abrir paso… ¡Todo esfuerzo es inútil! Se requiere un cuarto de hora para avanzar diez metros.
Una mujer de unos cuarenta años logra, a fuerza de constancia abrirse camino hasta Jesús y lo toca en un codo.
-¿Qué quieres, mujer?
-Ese niño… he sabido que… Yo soy viuda y sin hijos… Acuérdate de mí. Soy Sara de Afeq, la viuda del vendedor de esteras. Acuérdate. Tengo casa en la plaza de la fuente roja. Pero tengo también algunas parcelas de viña y de bosque. Tengo algo que ofrecer a quien se encuentre solo… y me sentiría feliz…
-Me acordaré, mujer. Que tu piedad sea bendecida.
Pronto atraviesan el pueblo, más paralelo que vertical al lago, y la campiña, dulce, silenciosa en el crepúsculo que desciende sin hacer sombra nocturna (porque, entre la luz diurna y la nocturna de la Luna, hay sólo un paso imperceptible) los acoge. Van hacia los primeros desniveles del alto cantil que, más hacia el sur, bordea al lago. En el escalón natural hay grutas, no sé si naturales o intencionadamente excavadas en la roca, muchas tapiadas y blanqueadas por fuera (sin duda, sepulcros).
-Hemos llegado. Vamos a detenernos, para no contaminarnos. Estamos cerca de la tumba del vivo, y a esta hora va a aquella peña a recoger las dádivas. Era rico, ¿eh? Nosotros li recordamos. Era también bueno. Pero ahora es un santo. Cuanto más le ha castigado el dolor, más justo se ha hecho. Sabemos cómo sucedió. Se dice que por unos peregrinos a los que dio
posada. Iban a Jerusalén, eso decían. Parecían sanos, pero estaban ciertamente leprosos. El hecho es que, después de su paso, primero su mujer y sus criados, luego sus hijos, por último él, se cogieron la lepra. Todos. Los primeros y empezando por las manos los que habían lavado los pies y los indumentos a los peregrinos, por eso decimos que debieron ser ellos causa de todo. Los niños, tres, pronto muertos, pronto. Luego su mujer, más de dolor que de enfermedad… Él… cuando el sacerdote declaró a todos leprosos, se compró este trozo de monte con sus bienes, que ya resultaban inútiles, y mandó que almacenasen provisiones para él y los suyos… criados incluidos, y azadas y picos… y empezó a excavar los sepulcros… y, uno por uno, distribuyó en ellos a todos: a sus hijitos, luego a su mujer, a los criados… Ha quedado él, solo y pobre, porque todo termina con el tiempo… y ya lleva quince años… Y, a pesar de todo, jamás una queja. Era culto: de memoria repite la Escritura. Se la dice a las estrellas, a las hierbas, a los árboles, a los pájaros; a nosotros, que tanto tenemos que aprender de él; y consuela nuestros dolores… él, ¿comprendes?, consuela nuestros dolores. Vienen de Ippo y Gamala, y hasta de Guerguesa y Afeq a escucharlo… ¡oh, se ha puesto a predicar la fe en ti! Señor, si los hombres te han saludado con tu nombre de Mesías, si las mujeres te han saludado como al vencedor y rey, si nuestros niños saben tu Nombre y que eres el Santo de Israel, es por el pobre leproso – refiere por todos el hombre añoso que primero ha hablado de Juan.
-¿Lo vas a curar? – preguntan muchos.
-¿Y lo preguntáis? Tengo piedad de los pecadores, ¿qué tendré por un justo?… ¿Es ese que está viniendo? Allí, entre aquellos matorrales…
-Sin duda es él. ¡Pero, qué vista tienes, Señor! Oímos rumor, pero no vemos nada…
Cesa también el rumor. Todo es silencio y espera…
Jesús está bien iluminado. Está solo, un poco adelantado, porque ha dado unos pasos hacia la peña en que están colocadas las provisiones; los demás, en la penumbra de algunos árboles, desaparecen, confundiéndose con los troncos y los matorrales de la gándara. También los niños callan, o por estar dormidos en brazos de sus madres, por miedo del silencio, de los sepulcros, de las caprichosas sombras que forma la Luna de las plantas y las rocas.
Pero el leproso debe ver, desde su escondite, y ver bien. Debe ver la alta y solemne persona del Señor, todo blanco bajo el blanco de la Luna, hermosísimo. Las miradas cansadas del leproso, sin duda, se cruzan con la mirada esplendorosa de Jesús. ¿Qué lenguaje saldrá de aquellas pupilas divinas, grandes, fúlgidas como estrellas?; ¿qué, de la boca entreabierta sonriente de amor?; ¿qué, del corazón, sobre todo del corazón de Cristo? Misterio. Uno de tantos misterios en las relaciones espirituales de Dios y las almas.
Una cosa es clara: el leproso comprende, porque grita:
-¡ El Cordero de Dios! ¡ El que ha venido a sanar todo el dolor del mundo! ¡Jesús, Mesías bendito, Rey y Salvador nuestro, piedad de mí!
-¿Qué quieres? ¿Cómo puedes creer en el Desconocido y ver en Él al Esperado? ¿Qué soy Yo para ti? ¿El Desconocido…?
-No. Tú eres el Hijo de Dios vivo. ¿Que cómo lo sé y lo veo? No lo sé. Aquí, dentro de mí una voz ha gritado: «¡Es el Esperado! Ha venido a premiar tu fe». ¿Desconocido? Sí. Nadie conoce el rostro de Dios. Por tanto, eres «el Desconocido» en tu apariencia. Pero eres el Conocido por tu Naturaleza, por tu Realidad: Jesús, Hijo del Padre, Verbo Encarnado y Dios como el Padre. Este eres, y yo te saludo y te suplico, creyendo en ti.
-¿Y si no pudiera nada y tu fe quedara defraudada?
-Diría que es la voluntad del Altísimo y seguiría creyendo y amando, esperando siempre en el Señor.
Jesús se vuelve hacia la muchedumbre, que escucha el diálogo con el ánimo suspendido, y dice:
-En verdad, en verdad os digo que este hombre tiene esa fe que mueve las montañas. En verdad, en verdad os digo que la verdadera caridad, fe y esperanza se prueban en el dolor más que en la alegría; aunque el exceso de alegría supone, a veces, la ruina de un espíritu aún no formado. Es fácil creer y ser buenos cuando la vida no es sino un plácido, si no gozoso, transcurrir de días iguales. Pero el que sabe persistir en la fe, esperanza y caridad, aún cuando enfermedades, miserias, muertes, desventuras, hacen de él un hombre solo, abandonado, evitado por todos, y en sus labios no se oye sino: «Hágase lo que el Altísimo considera útil para mí», en verdad es un hombre que no sólo merece ayuda de Dios, sino que, Yo os lo digo, en el Reino de los Cielos está preparado su lugar y no conocerá espera en la purgación, porque su justicia ha anulado toda deuda de la vida pasada. Hombre, Yo te lo digo: «¡Ve en paz, que Dios está contigo!»
Se vuelve al decir esto, y extiende los brazos hacia el leproso, lo atrae hacia sí casi con su gesto, y, cuando está bien cerca, bien visible, ordena:
-¡Quiero! ¡Queda limpio!… – y parece como si la Luna limpiara y arrastrara, con su rayo de plata, las pústulas, las llagas, los nódulos y las costras de la horrenda enfermedad. El cuerpo se reforma y modela en salud.
Es un hombre viejo, de noble aspecto, de delgadez ascética, el que, informado del milagro por los gritos de hosanna de la muchedumbre y no pudiendo tocar a Jesús ni a hombre alguno antes del tiempo prescrito por la Ley, se postra para besar el suelo.
-Levántate. Te traerán una túnica limpia, para que puedas presentarte al sacerdote. Y que sepas caminar siempre limpio de espíritu en la presencia de tu Dios. Adiós, hombre. ¡La paz sea contigo!
Y Jesús se reúne con la gente y, lentamente, regresa al pueblo para descansar.