María Santísima enseña a Áurea a hacer la voluntad de Dios.
Está muy cansada la Virgen cuando vuelve a poner pie en su casa. Pero viene muy feliz. Pregunta enseguida por su Jesús, el cual está todavía trabajando, con las últimas luces del día que ya muere, en la puerta del horno (ya va a colocarla de nuevo en su sitio). Le ha abierto Simón, quien, después del saludo, se retira prudentemente a la sala-taller. A Tomás no lo veo. Quizás está fuera.
Jesús deja sus herramientas en cuanto ve a su Madre, y va hacia Ella limpiándose las manos manchadas de grasa (está suavizando con aceite los goznes y los cerrojos) en su mandil de trabajo. Su recíproca sonrisa parece hacer luminoso el huerto en que va mermando la luz.
-La paz a ti, Mamá.
-La paz a ti, Hijo.
-¡Qué cansada estás! No has descansado…
-Desde un alba a un ocaso en casa de José. Pero sin estos grandes calores me habría puesto en camino enseguida para venir a decirte que Aurea es tuya.
-¿Sí?
El rostro de Jesús hasta se hace más joven por esta gozosa sorpresa. Parece un rostro de poco más de veinte años, y, con la alegría, perdiendo esa gravedad que generalmente tienen su rostro y sus gestos, adquiere aún mayor semejanza con el de su Madre, siempre tan serenamente niña en los ademanes y en el aspecto.
-Sí, Jesús. Y he obtenido esto sin ningún esfuerzo. La dama ha aceptado inmediatamente. Se ha conmovido al reconocer que ella, y con ella sus amigas, están demasiado contaminadas para educar a una criatura en orden a Dios. Un reconocimiento muy humilde, muy sincero, verdadero. No es fácil encontrar a alguien que, sin ser forzado a ello, reconozca que es defectuoso.
-Sí, no es fácil. Muchos en Israel no lo saben hacer. Son almas hermosas sepultadas bajo una costra de suciedad. Pero cuando caiga 1a suciedad…
-¿Sucederá, Hijo?
-Estoy seguro. Tienden instintivamente al Bien. Acabarán adhiriéndose. ¿Qué te ha dicho?
-Pocas palabras… Nos hemos entendido enseguida. Pero bueno será tener aquí en seguida a Áurea. Quiero decirle yo esto; bueno, si Tú quieres, Hijo mío.
-Sí, Mamá. Mandamos a Simón – y llama con fuerte voz al Zelote, que viene enseguida.
-Simón, ve a casa de Simón de Alfeo y di que mi Madre ha vuelto; luego ven con la muchacha y con Tomás, que está allí para terminar ese trabajito que le ha rogado hacer Salomé.
Simón se inclina y sale acto seguido.
-Cuenta, Mamá… Tu viaje… tu coloquio… ¡Pobre Mamá, qué cansada estás por causa mía!
-¡Oh, no, Jesús! Ningún cansancio cuando Tú te sientes feliz… – y María cuenta su viaje y los miedos de María de Alfeo, el alto en el camino en casa del barquero, el encuentro con Valeria; y termina: «Dado que el Cielo lo permitía, he preferido verla a esa hora. Más libre ella, más libre yo, y María Cleofás consolada antes, porque de estar dos mujeres solas por Tiberíades sentía un terror que sólo el amor por ti, el pensamiento de servirte, podía superar…», y María sonríe, recordando las angustias de su cuñada…
Jesús también sonríe. Dice:
-¡Pobrecilla! Es la verdadera mujer de Israel, la antigua mujer, reservada, toda ella casa, la mujer fuerte según los Proverbios. Pero en la nueva Religión la mujer no será sólo fuerte en la casa… Serán muchas las que superarán a Judit y a Yael, siendo heroicas en sí, con un heroísmo propio de la madre de los Macabeos… Y también lo será nuestra María. Pero por ahora… es todavía así… ¿Has visto a Juana?
María ya no sonríe. Quizás teme otra pregunta, sobre Judas. Y responde rápidamente:
-No he querido imponer más angustias a María. Hemos estado dentro de casa hasta la mitad entre la nona y la caída de la tarde, descansando, y luego hemos partido… Pensé que pronto la veríamos, en el lago…
-Has hecho bien. Me has dado la prueba del sentimiento de las romanas hacia mí. Si Juana hubiera intervenido, se hubiera podido pensar que cedían ante la amiga. Ahora vamos a esperar hasta el sábado y, si Mirta no viene, iremos nosotros con Áurea.
-Hijo, yo quisiera quedarme…
-Estás muy cansada. Lo veo.
-No, no por ese motivo… Pienso que Judas podría venir aquí… Si conviene que en Cafarnaúm haya siempre alguien que lo espere para acogerlo como amigo, también conviene aquí que haya alguien que le acoja con amor.
-Gracias, Mamá. Tú eres la única que comprende lo que le puede salvar todavía…
Suspiran los dos por el discípulo causante de dolor…
Regresan Simón y Tomás con Áurea, que corre hacia María. Jesús la deja con su Madre y se dirige a casa con los apóstoles.
-Has orado mucho, hija, y el buen Dios te ha escuchado… – empieza a hablar María.
Pero la niña la interrumpe con un grito de alegría:
-¡ Me quedo contigo! – le echa los brazos al cuello y la besa.
María devuelve el beso y, teniéndola aún entre sus brazos, dice:
-Cuando uno hace un gran favor hay que corresponder, ¿no es verdad?
-¡Oh, sí! Y yo corresponderé contigo con mucho amor.
-Sí, hija. Pero por encima de mí está Dios. Es Él el que te ha hecho este gran favor, el que te ha concedido esta gracia sin medida, de acogerte entre los miembros de su pueblo, de hacerte discípula del Maestro Salvador. Yo no he sido sino el instrumento de la gracia, pero la gracia ha sido Él, el Altísimo, el que te la ha concedido. ¿Qué vas a dar, pues, al Altísimo para decirle que se lo agradeces?
-Pues… no sé… Dímelo tú, Madre…
-Amor, esto sin duda. Pero el amor, para ser tal verdaderamente, debe estar unido al sacrificio, porque si una cosa cuesta tiene más valor, ¿no es verdad?
-Sí, Madre.
-Bien, pues entonces diría que tú, con la misma alegría con que has gritado: «¡Me quedo contigo!», deberías gritar: «¡Sí, oh Señor!» cuando yo, pobre sierva suya, te diga la voluntad del Señor para ti.
-Dímela, Madre – dice Áurea, aunque poniéndose serio su rostro.
-La voluntad de Dios te confía a dos buenas madres, a Noemí y a Mirta…
En los ojos claros de la muchacha brillan gruesos lagrimones, y ruedan luego abajo por su carita rosada.
-Son buenas. Jesús y yo las queremos. A una le ha salvado Jesús al hijo, a la otra yo se lo he alactado. Y tú misma has visto que son buenas…
-Sí… pero esperaba estar contigo…
-Hija, no todo se puede tener. Ta ves que yo tampoco estoy con mi Jesús. Os lo doy, y estoy lejos, muy lejos de Él, mientras va recorriendo Palestina, predicando, curando, salvando a las jovencitas…
-Es verdad…
-Si lo quisiera para mí sola, no habrías sido salvada; si lo quisiera para mí sola, vuestras almas no serían salvadas. Considera cuán grande es mi sacrificio. Os doy a un Hijo para que sea inmolado por vuestras almas. Por lo demás, yo y tú estaremos siempre unidas, porque las discípulas están y estarán siempre unidas en torno a Cristo, formando una gran familia unida por el amor a Él.
-Es verdad. Y luego… voy a volver aquí, ¿no es verdad? ¿Nos seguiremos viendo?
-Ciertamente. Mientras Dios lo quiera.
-Y orarás siempre por mí…
-Oraré siempre por ti.
-Y, cuando estemos juntas, ¿me vas a seguir instruyendo?
-Sí, hija…
-¡Ah, yo quería llegar a ser como tú! ¿Podré? Saber, para ser buena…
-Noemí es madre de un arquisinagogo y discípulo del Señor; Mirta, de un hijo que ha merecido la gracia del milagro y es discípulo bueno. Y las dos mujeres son buenas y sabias, además de personas muy llenas de amor.
-¿Me lo aseguras?
-Sí, hija.
-Entonces… bendíceme y hágase la voluntad del Señor… como dice la oración de Jesús. La he dicho muchas veces… Es justo que ahora haga lo que he dicho, para obtener el no volver jamás con los romanos…
-Eres una buena muchacha. Y Dios te ayudará cada vez más. Ven, vamos a decirle a Jesús que la más joven discípula sabe hacer la voluntad de Dios… – y, llevándola de la mano, María vuelve a entrar en casa, con la niña.