María Santísima con María de Alfeo en Tiberíades, donde Valeria. Encuentro con Judas Iscariote.
Tiberíades está ya a la vista y las dos peregrinas, cansadas, prosiguen mientras desciende el crepúsculo.
-Dentro de poco será de noche… Y estamos todavía en medio de los campos… Dos mujeres solas… Y cerca de una ciudad grande llena de… ¡huy, qué gente! ¡Diablos, la mayor parte diablos!… – dice María de Alfeo mirando asustada a su alrededor.
-No temas, María. Belcebú no nos hará ningún mal. Sólo daña a quien lo acoge en su corazón…
-¡Pero estos paganos lo tienen!…
-En Tiberíades no hay sólo paganos, y entre los paganos también hay justos.
-¡Que no! ¡Que no tienen a nuestro Dios!…
María no rebate porque comprende que es inútil. La buena cuñada no es sino una de las muchas israelitas que se creen las únicas depositarias de la virtud… por ser israelitas.
Un momento de silencio en que se oye sólo el roce de las sandalias que calzan los pies cansados y polvorientos.
Hubiera sido mejor recorrer el camino habitual… Ése lo conocíamos… Lo recorre más gente… Éste… entre huertas, solitario… desconocido… ¡Bueno, que tengo miedo!
-¡No, María! Mira. La ciudad está allí, a dos pasos. Y aquí hay huertos tranquilos de los cultivadores de Tiberíades, y allí, a dos pasos, está la orilla. ¿Quieres que vayamos por la orilla? Encontraremos pescadores… Hay que atravesar sólo estas huertas.
-¡No, no! ¡Nos alejamos otra vez de la ciudad! Y además… los barqueros son casi todos griegos, cretenses, árabes, egipcios, romanos…- y parece como si nombrara clases infernales con cada una de estas palabras. María Santísima no puede evitar sonreír tras la sombra de su velo.
Prosiguen. El camino se transforma en una alameda; por tanto, la máxima sombra… y el ápice del miedo para María de Alfeo, que invoca a Yeohveh a cada paso que da, cada vez más lento.
-¡Venga, sé fuerte! ¡Rauda, si tienes miedo! – la anima María, que a cada invocación ha respondido: « ¡Maran Athá!». Pero María de Alfeo se para del todo y pregunta:
-¿Pero por qué has querido venir aquí? ¿Quizás para hablar con Judas Iscariote?
-No, María. O, por lo menos, no exactamente para eso. He venido para hablar con la romana Valeria…
-¡Misericordia! ¿Vamos a su casa? ¡Ah! ¡No! ¡María! ¡No hagas eso! ¡Yo… yo ya no te acompaño! ¿Pero qué vas a hacer allí? ¡Donde ésas… donde ésas… donde esos reprobados!…
María Sanísima cambia su dulce sonrisa por una expresión seria, y pregunta:
-¿Y no recuerdas que Áurea ha de ser salvada? Mi Hijo ha comenzado su liberación. Yo la cumpliré. ¿Así practicas tú el amor hacia las almas?
-Pero no es de Israel…
-¡Verdaderamente no has entendido todavía ni una palabra de la Buena Nueva! Eres una discípula muy imperfecta… No trabajas para tu Maestro y me causas mucho dolor.
María de Alfeo agacha la cabeza… Y su corazón, lleno de los prejuicios de Israel, sí, pero congénitamente bueno, prevalece. Rompe a llorar, abraza a María y dice: -¡Perdóname! ¡Perdóname! ¡No me digas que te causo dolor y que no sirvo a mi Jesús! ¡Sí, sí! Soy muy imperfecta, merezco reprensión… Pero no lo volveré a hacer… ¡Voy, voy! Hasta al Infierno, si vas tú a él a arrancar un alma para dársela a Jesús… Dame un beso, María, para decir que me perdonas…
María la besa y vuelven al camino, ágiles, alentadas de nuevo por el amor…
Ya están en Tiberíades, hacia el pequeño puerto de los pescadores. Buscan la casita de José, el barquero discípulo… La encuentran. Llaman…
-¡La Madre de mi Maestro! ¡Entra, Mujer! Y Dios esté contigo y conmigo que te recibo en mi casa. Entra también tú y que la paz sea contigo, madre de apóstoles.
Entran, mientras la mujer y la jovencita hija del barquero acuden para saludarlas, seguidas por un grupo de hijuelos más pequeños… Pronto toman la parca comida, y María de Cleofás, cansada, se retira con los niños de la casa. En la terraza alta, desde la cual se ve el lago – se oye, más que verse, porque no hay luna todavía – chocando en la playa con sus olas, se quedan María Santísima, el barquero y la mujer de éste, que se esfuerza en hacer buena compañía, pero que en realidad duerme cabeceando contra el pecho.
-¡Está cansada!… – la disculpa José.
-¡ Pobrecilla! Las mujeres de casa están siempre cansadas por la noche.
-Sí, trabajan ellas. No son como aquéllas de allí, entregadas a la diversión – dice con desprecio el barquero, señalando a unas barcas iluminadas que se separan de la orilla entre cantos y sonidos -Ellas salen ahora. Para ellas empieza ahora la fatiga. Cuando las buenas personas duermen. Y perjudican a los que trabajan, porque van a fingir que pescan a los lugares mejores y nos echan a nosotros, que del lago sacamos el pan para la familia…
-¿Quiénes son?
-Romanas y sus semejantes. Y en las semejantes mete a Herodías, a su lujuriosa hija y también otras hebreas… Porque tenemos muchas Marías Magdalenas… Quiero decir Marías antes del arrepentimiento…
-Son infelices…
-¿Infelices? Infelices nosotros, que no las apedreamos para limpiar a Israel de esas que se han pervertido y nos acarrean las maldiciones de Dios.
Entretanto otras barcas se separan de la orilla y las luces de las barcas de los vividores rojean en el lago.
-¡Sientes qué hedor de resinas! Lo primero se embriagan con el humo, luego hacen el resto en los banquetes. Son capaces de ir a los manantiales calientes de la otra orilla… En las Termas de allí… suceden cosas de Infierno. Regresarán al alba, a la aurora, quizás más tarde… borrachos, tumbados como sacos los unos encima de los otros, hombres y mujeres; los esclavos los llevarán a sus casas, a que se les pase la orgía… ¡Esta noche es que van todas las barcas elegantes, eh! ¡Mira! ¡Mira!… Pero mi ira es más contra los judíos que se mezclan allí, que no contra ellos. ¡Ellos… ya se sabe! Animales sin recato. ¡Pero nosotros!… Mujer, ¿sabes que está aquí Judas el apóstol?
-Lo sé.
-No da buen ejemplo, ¿sabes?
-¿Por qué? ¿Va con aquéllos?…
-No… Pero… malos compañeros…, y una mujer. Yo no lo he visto… Ninguno de nosotros lo ve así. Pero unos fariseos se han mofado de nosotros diciéndonos: «Vuestro apóstol ha cambiado de maestro. Ahora tiene una mujer y está en buena compañía de publicanos».
-No juzgues, José, sobre lo que solamente has oído referir. Tú sabes que los fariseos no os aman y que tampoco alaban al Maestro.
-Eso es verdad… Pero la voz circula… y daña…
-De la misma forma que ha empezado terminará. Tú no peques contra tu hermano. ¿Sabes en qué casa está?
-Sí. En casa de un amigo, creo. Uno que tiene un almacén de vinos y especias. El tercer almacén del lado de oriente del mercado, después de la fuente…
-¿Todas las romanas son iguales?
-¡Más o menos!… Aunque eviten ser vistas, hacen el mal.
-¿Quiénes son las que evitan ser vistas?
-Las que fueron a casa de Lázaro en Pascua. Están más retiradas… Quiero decir que no siempre van a los banquetes. Pero en todo caso van lo suficiente como para poder decir que son impuras.
-¿Pero hablas así porque estás seguro de ello, o porque tu prejuicio hebreo te hace hablar así? Examínate de verdad… -Bueno… en realidad… no sé… No las he vuelto a ver en las barcas de los inmundos… Pero van en barca de noche por el
lago.
-Tú también vas.
-¡Claro! ¡Si quiero pescar!
-El calor es muy fuerte. Sólo hay alivio en el lago de noche. Son tus palabras mientras cenábamos.
-Es verdad.
-¿Y entonces, por qué no pensar que ellas también van por este motivo por el lago?
El hombre calla… Luego dice:
-Es tarde. Las estrellas dicen que es la segunda vigilia. Me voy a retirar, Mujer. ¿No vienes?
-No. Me quedo aquí en oración. Saldré pronto. No te asombres si no me ves al alba.
-Eres dueña de hacer lo que quieras. ¡Ana! ¡Venga! ¡Vamos a la cama! – y menea a su mujer, que duerme profundamente. Se marchan.
María se queda sola… Se arrodilla y ora, ora, ora… pero no pierde nunca de vista las barcas que surcan el lago, las barcas de los señores, las que navegan llenas de luz, entre flores, cantos e inciensos… Muchas van, van, van hacia oriente, se hacen pequeñas en la lejanía… y el sonido de los cantos ya no llega. Queda, solitaria, una barca, ante Tiberíades, resplandeciente en medio del lago luminoso por la luna menguante. Navega lentamente hacia arriba y hacia abajo… María la observa hasta que la ve volver la proa hacia la orilla.
Entonces se pone de pie y dice:
-¡Señor, ayúdame! Haz que sea…
Y desciende ágil la pequeña escalera, y entra despacio en una habitación que tiene la puerta entornada… A1 blanco claror de la luna es posible distinguir un lecho. María se inclina hacia él y llama:
-¡María! ¡María! ¡Despiértate! ¡Vamos!
María de Alfeo se despierta y, atónita por el sueño, pregunta mientras se restriega los ojos:
-¿Ya es hora de marcharnos? ¡Qué pronto se ha hecho de día!
Está tan adormilada, que ni siquiera comprende que no es luz de alba sino de luna la tenue fosforescencia que entra por la puerta abierta. Pero se da cuenta de esto cuando está fuera, en el pequeño pedazo de tierra cultivada que hay delante de la casa del barquero.
-¡Pero si es de noche! – exclama.
-Sí. Pero vamos a acortar el tiempo y a salir antes de esta ciudad… al menos eso espero. ¡Ven! Por aquí, siguiendo la orilla. ¡Apresúrate! Antes de que la barca toque tierra…
-¿La barca? ¿Qué barca? – pregunta María. Pero corre detrás de la Virgen, que va muy deprisa por la orilla desierta en dirección al pequeño espigón hacia el que se dirige la barca.
Llegan, jadeantes, unos instantes antes que ésta… María agudiza la mirada. Exclama:
-¡Alabado sea Dios! Son ellas. Ahora ven detrás de mí… porque hay que ir a donde vayan ellas… No sé dónde viven… -¡Pero María… por piedad!… ¡Nos van a tomar por meretrices! …
La Purísima menea la cabeza y susurra:
-Basta con no serlo. ¡Ven! – y la lleva a la penumbra de una casa.
La barca arriba, y, mientras hace las maniobras para abordar, una litera que estaba esperando cerca y que ahora estaban acercando, se detiene. Suben a ella dos mujeres, mientras que otras dos se quedan abajo y van andando al lado de la litera. La litera se pone en movimiento al paso cadencioso de cuatro númidas vestidos con una cortísima túnica sin mangas que apenas si les cubre el torso…
Y María detrás, a pesar de las protestas medio veladas de María de Alfeo:
-¡Dos mujeres solas!… ¡Detrás de ésos! Están medio desnudos… ¡Válgame Dios!…
Pocos metros de camino y luego la litera se detiene. Baja una mujer, mientras el guía llama a un portal. -¡Adiós, Lidia!
-¡Adiós, Valeria! Acaricia a Faustina por mí. Mañana par la noche volveremos a leer en tranquilidad, mientras los otros juerguean.
El portal se abre, y Valeria, con su esclava o liberta, está ya para entrar.
María va hacia ella y dice:
-¡Señora! ¡Una palabra!
Valeria mira a las dos mujeres envueltas en un manto hebreo, muy sencillo y que cubre mucho el rostro, y cree que son unas mendigas. Ordena:
-¡Bárbara, da el óbolo!
-No, señora. No pido dinero. Soy la Madre de Jesús de Nazaret y ésta es mi pariente. Vengo en su Nombre para solicitarte una cosa.
-¡Dómina! Quizás… es que persiguen a tu Hijo…
-No más de lo habitual. Pero Él querría…
-Entra, Dómina. No es digno que te quedes en la calle como una mendiga.
-No. Lo digo pronto, si me escuchas en secreto…
-¡Fuera todos vosotros! – ordena Valeria a la esclava, o quizás liberta, y a los porteros – Estamos solas. ¿Qué quiere el Maestro? Yo no he ido por no ser causa de mal para Él en su ciudad. ¿Y Él? ¿No ha venido por no causarme daño ante mi esposo?
-No. Por consejo mío. A mi Hijo lo odian, señora.
-Lo sé.
-Encuentra consuelo sólo en su misión.
-Lo sé.
-No pide honores ni soldados, no aspira a reinos ni a riquezas. Pero hace valer su derecho sobre los espíritus. -Lo sé.
-Señora… El debería traerte a aquella niña… Pero, y no te enojes si te lo digo, aquí ella no podría hacer que su espíritu fuera de Jesús. Tú eres mejor que las otras… Pero alrededor de ti… demasiado vivo está el fango del mundo.
-Es verdad. ¿Y entonces?
-Tú eres madre… Mi Hijo tiene sentimientos de padre para con todos los espíritus. ¿Soportarías tú que tu hija creciera en medio de quienes podrían causar su ruina?…
-No. Y he comprendido… Bueno, pues… di a tu Hijo estas palabras: «En recuerdo de Faustina, salvada en la carne, Valeria te deja a Áurea para que salves su espíritu…». ¡Es cierto! Estamos demasiado pervertidos como para inspirar confianza a un santo… ¡Señora, ora por mí! – y se retira antes de que María pueda darle las gracias. Se retira, yo diría, llorando…
María de Alfeo se ha quedado de piedra.
-Vamos, María… Mañana al anochecer partimos y al caer de la tarde estaremos en Nazaret…
-Vamos… La ha cedido como… como una cosa…
-Para ellos es una cosa. Para nosotras es un alma. Ven. Mira… Ya blanquea el cielo allá en el fondo. Se puede decir que no hay noche en este mes…
Van, en vez de por el camino de la orilla, por el que se abre ante ellas no ya en penumbra. Un camino que va por detrás de una fila de casitas modestas… Cuando están a la mitad del recorrido, de detrás de una esquina sale Judas, visiblemente embriagado; un Judas que viene de quién sabe qué festín, despeinado, arrugadas las vestiduras, el rostro ajado.
-¡Judas! ¿Tú? ¿En este estado?
A Judas no le da tiempo a fingir que no la conoce, tampoco puede huir… La sorpresa le aclara la mente y lo clava donde está, sin reacción.
María se le acerca, venciendo la repugnancia que despierta en ella el aspecto del apóstol, y le dice:
-Judas, desgraciado hijo, ¿qué haces? ¿No piensas en Dios? ¿En tu alma? ¿En tu madre? ¿Qué haces, Judas? ¿Por qué
quieres ser pecador? ¡Mírame, Judas! No tienes derecho a matar tu alma… – y lo toca, tratando de tomarle una mano.
-Déjame tranquilo. A1 fin y al cabo soy un hombre. Y… y soy libre de hacer lo que todos hacen. Dile a Él, que te manda
para espiarme, que no soy todavía todo espíritu, y que soy joven.
-No eres libre de destruirte. ¡Judas, ten piedad de ti mismo!… Actuando así no serás nunca un espíritu santo… Judas… Él no me ha mandado para espiarte. Él ora por ti, sólo eso, y yo con Él. En nombre de tu madre…
-Déjame tranquilo – dice Judas con descortesía. Y luego, quizás sintiéndose ruin, corrige: «No merezco tu piedad… Adiós…» y huye…
-¡Qué demonio!… Se lo voy a decir a Jesús – exclama María de Alfeo. ¡Tiene razón mi Judas!
-Tú no dirás nada a nadie. Orarás por él, eso sí…
-¿Lloras? ¿Lloras por él? ¡Oh!…
-Lloro… Me sentía feliz de haber salvado a Áurea… Ahora lloro porque Judas es pecador. Pero a Jesús, que está muy afligido, le llevaremos sólo la noticia hermosa. Y le arrebataremos, con penitencias y oraciones, el pecador a Satanás… ¡Como si fuera hijo nuestro, María! ¡Como si fuera hijo nuestro!… Tú también eres madre, y sabes… Por esa madre infeliz, por esta alma pecadora, por nuestro Jesús…
-Sí, oraré… Pero no creo que él lo merezca…
-¡María! No digas eso…
-No lo digo. Pero… es así. ¿No vamos a casa de Juana?
-No. Iremos pronto a su casa con Jesús…