Manahén da algunas noticias acerca de Herodes Antipas, y desde Cafarnaúm va con Jesús a Nazaret. Revelación de las transfiguraciones de la Virgen.
Cuando ponen pie en la playita de Cafarnaúm, los recibe el griterío de los niños, que, tanto corren, veloces, chillando con sus vocecitas, desde la playa a las casas, que emulan a las golondrinas afanadas en la construcción de los nuevos nidos; alborozados con esa sencilla alegría de los niños, para los cuales es espectáculo maravilloso un pececito muerto encontrado en la orilla, y mágico objeto una piedrecita pulida por las olas y que por su color asemeja a una piedra preciosa, o la flor descubierta entre dos piedras, o el escarabajo tornasolado capturado en vuelo: prodigios todos dignos de ser mostrados a las mamás, para que participen de la alegría de su hijito. Mas ahora estas golondrinitas humanas han visto a Jesús, y todos sus vuelos convergen hacia Él, que está para desembarcar en la playita. Entonces se abate sobre Jesús una templada, viva avalancha de carnes niñas, y lo ciñe; una cadena suave de tiernas manitas, que lo ata; un amor de corazones infantiles, que, cual dulce fuego, le da calor.-¡Yo! ¡Yo! -¡Un beso! -¡A mí! -¡También yo! -¡Jesús! ¡Te quiero! -¡No te vuelvas a marchar por tanto tiempo! -¡Venía todos los días aquí para ver si venías! -¡Yo iba a tu casa! -Ten esta flor. Era para mi mamá. Pero te la doy. -Otro beso más para mí, muy fuerte. El de antes no me ha tocado, porque Yael me ha empujado para atrás… Y las vocecitas continúan mientras Jesús trata de caminar entre esa red de ternuras. -¡Pero dejadlo un poco en paz! ¡Fuera! ¡Basta! – gritan discípulos y apóstoles tratando de aflojar el cerco. ¡Ya, ya! ¡Parecen lianas provistas de ventosas! Por esta parte las separan, por allá se pegan. -¡Dejad! ¡Dejadlos! Con paciencia llegaremos – dice Jesús sonriendo, y da pasos increíblemente pequeños para poder andar sin pisar piececitos descalzos. Pero lo que le libra del amoroso cerco es la improvisa llegada de Manahén con otros discípulos, entre los cuales los pastores que estaban en Judea. -¡La paz a ti, Maestro! – dice con voz potente el solemne Manahén, espléndidamente vestido, aunque ya sin objetos de oro en la frente y en los dedos; eso sí, con una magnífica espada a la cintura que suscita la admiración llena de reverencia de los niños, los cuales, ante este magnífico caballero vestido de púrpura y con un arma tan estupenda en su cintura, se apartan atemorizados. Y así Jesús puede abrazarlo, y abrazar a Elías, a Leví, a Matías; a José, a Juan, a Simeón, y no sé a cuántos otros más. -¿Cómo es que estás aquí? ¿Y cómo has sabido que había arribado? -Saberlo, se ha sabido por los gritos de los niños. Han traspasado los muros como flechas de alegría. Pero he venido aquí porque pensaba que está próximo tu viaje a Judea y que ciertamente tomarán parte en él las mujeres… He querido estar también yo… Para protegerte, Señor, si no es demasiada soberbia pensarlo. Hay mucha efervescencia en Israel contra ti. Esto es una cosa dolorosa de decir. Per no la ignoras. Hablando así, llegan a la casa y entran en ella. Manahén continúa hablando después de que el jefe de casa y su mujer han saludado reverentemente al Maestro. -Ya en estos momentos la efervescencia y el interés que suscitas ha penetrado por todas partes, agitando y llamando la atención incluso de los más insensibles y distraídos por cosas muy distintas de lo que Tú eres. Las noticias de tus obras han penetrado incluso dentro de las sucias murallas de Maqueronte y en los lujuriosos refugio de Herodes, bien sean éstos el palacio de Tiberíades, o los castillos de Herodías o la espléndida mansión de los Asmoneos cerca del Sixto. Franquean, como oleadas de luz y poder, las barreras de tinieblas y mezquindad. Abaten los cúmulos de pecados dispuestos como trinchera y refugio para los sucios amores de la Corte y los atroces delitos. Asaetean, como dardos de fuego, escribiendo palabras mucho más graves que las del banquete de Baltasar en las licenciosas paredes de las alcobas y de las salas del trono y de los banquetes. Gritan tu Nombre y tu poder, tu naturaleza y tu misión. Y Herodes tiembla de miedo por ello; y Herodías se contuerce en los lechos, con miedo a que Tú seas el Rey vengador que habrá de arrebatarle riquezas e inmunidades, si no incluso la vida, y arrojarla a merced de las turbas, que vengarían sus muchos delitos. En la Corte tiemblan. Y es por ti. Tiemblan de miedo humano y sobrehumano. Desde que la cabeza de Juan cayó cortada, un fuego parece devorar las entrañas de quienes lo mataron. Ya no tienen siquiera su mísera paz de antes, paz de puercos hartos de comilonas, que encuentran el silencio a las acusaciones de la conciencia en la ebriedad y en la cópula. Ya no hay nada que les dé paz… Están perseguidos… Y después de cada una de las horas de amor se odian, hartos el uno de la otra, culpándose recíprocamente de haber cometido el delito que turba, que ha sobrepasado la medida; mientras que Salomé, como poseída por un demonio, vive zarandeada por un erotismo que degradaría a una esclava de las moliendas. El Palacio es más hediondo que un albañal. Herodes me ha preguntado varias veces acerca de ti. Siempre he respondido: «Para mí es el Mesías, el Rey de Israel de la única estirpe real, la de David. Es el Hijo del hombre a que se refieren los Profetas, es el Verbo de Dios, Aquel que, por ser el Cristo, el Ungido de Dios, tiene derecho a reinar sobre todos los vivientes». Y Herodes palidece de miedo sintiéndote el Vengador. Y rechaza el miedo, el grito de la conciencia desmembrada por el remordimiento, diciendo – porque los de la Corte para confortarlo dicen que Tú eres Juan falsamente considerado muerto, y con ello le hacen deprimirse más que nunca, de horror; o Elías, o algún otro profeta del pasado -, diciendo: «¡No, no puede ser Juan! Lo decapitaron por orden mía y su cabeza la tiene Herodías en segura custodia. Y no puede ser uno de los profetas. No se vive de nuevo una vez muertos. Pero tampoco puede ser el Cristo. ¿Quién lo dice? ¿Quién dice que lo es? ¿Quién osa decirme que es el Rey de la única estirpe regia? ¡Yo soy el rey! ¡Yo! Y ningún otro. El Mesías fue matado por Herodes el Grande: fue ahogado, recién nacido, en un mar de sangre. Fue degollado como un corderito… y tenía pocos meses… ¿Oyes cómo llora? Su balido me grita continuamente dentro de la cabeza, junto con el rugido de Juan: `No te es lícito’… ¿No me es lícito? Sí. Todo me es lícito, porque yo soy `el rey’. Aquí vino y mujeres, si Herodías rechaza mis abrazos amorosos, y que dance Salomé para despertar mis apetitos aterrorizados por esas cosas pavorosas que dices». Y se emborracha entre las mimas de la Corte, mientras en sus habitaciones grita la desquiciada mujer sus blasfemias contra el Mártir, y sus amenazas contra ti; y, en las suyas, Salomé conoce lo que es el haber nacido del pecado de dos lujuriosos y el haber sido cómplice de un delito conseguido con el abandono del propio cuerpo a los frenesíes lúbricos de un hombre inmundo. Pero luego Herodes vuelve en sí y quiere saber de ti, y querría verte. Y por este motivo favorece el que yo venga a ti, con la esperanza de que te lleve a su presencia; cosa que no haré nunca, para no llevar tu santidad a un antro de fieras inmundas. Y querría tenerte Herodías para agredirte; y lo grita con su estilete en las manos… Y querría tenerte Salomé, que te vio en Tiberíades sin que Tú lo supieras, el pasado Etanim, en su insania por ti… ¡Éste es el Palacio, Maestro! Pero yo permanezco en él, porque así vigilo las intenciones respecto a ti. -Yo te lo agradezco y el Altísimo te bendice por ello. También esto es servir al Eterno en sus decretos. -Lo he pensado. Y por este motivo he venido. -Manahén, dado que has venido, te ruego una cosa. No bajes a Jerusalén conmigo, sino con las mujeres. Yo voy con éstos por camino ignoto; no podrán hacerme ningún mal. Pero ellas son mujeres indefensas, y el que las acompaña es de corazón manso y está enseñado a ofrecer la mejilla a quien ya lo ha golpeado. Tu presencia será segura protección. Un sacrificio, lo comprendo. Pero estaremos juntos en Judea. No me niegues esto, amigo. -Señor, todo deseo tuyo es ley para tu siervo. Estoy al servicio de tu Madre y de las condiscípulas, desde este momento hasta cuando quieras. -Gracias. Esta obediencia tuya también será escrita en el Cielo. Ahora vamos a dedicar la espera de las barcas para todos a curar a los enfermos que me aguardan. Y Jesús baja al huerto, donde hay camillas o enfermos, y los cura rápidamente, mientras recibe el saludo deferente de Jairo y de los amigos, pocos, de Cafarnaúm. Las mujeres, entretanto – y son Porfiria y Salomé, más la anciana esposa de Bartolomé y la menos anciana de Felipe con sus hijas jovencitas – se ocupan de la comida para el numeroso grupo de los discípulos, que habrán de saciar el hambre con las nasas de pescado que Betsaida y Cafarnaúm han ofrecido. Y una intensa actividad de abrir vientres argénteos todavía palpitantes, de enjuagar peces en los barreños, y una intensa crepitación de frito sobre las parrillas, se produce en la cocina, mientras Margziam, con otros discípulos, alimenta los fuegos y trae cántaros de agua para ayudar a las mujeres. La comida pronto está hecha y pronto consumida. Y habiendo sido ya reclutadas las barcas para el transporte de tanta gente, no falta sino embarcarse en dirección a Magdala, por un lago de encanto: tan sereno… tan angélico, engastado en sus orillas esmeraldinas. Los jardines y la casa de María de Magdala se abren hospitalarios en el mediodía solar para recibir al Maestro y a sus discípulos, y toda Magdala se lanza a la calle a saludar al Rabí que va hacia Jerusalén. Y las frescas laderas de las colinas galileas sienten la marcha diligente y alegre de la turba fiel, seguida de un cómodo carro en que van Juana con Porfiria, Salomé, las mujeres de Bartolomé y Felipe y las dos hijas jovencitas de este último, más los risueños María y Matías, de aspecto irreconocible respecto a lo que eran cinco meses antes. Margziam marcha con bravura con los adultos; es más, por voluntad de Jesús, está incluso en el grupo apostólico, entre Pedro y Juan, y no se pierde ni una palabra de cuanto dice Jesús. El sol resplandece en un cielo purísimo. Tibias rachas de viento traen olor a bosque, a calamanto, a violeta, y el olor de los primeros muguetes y de los rosales que se van poblando cada vez más de flores; soberano, sobrepujando a todos, ese olor fresco, levemente amargoso, de las flores de los árboles frutales, que, desde todas partes, esparcen nieve de pétalos sobre los prados. Todos tienen algunos de estos pétalos entre el pelo, mientras caminan en medio de un continuo gorjeo de pájaros, en medio de cantos de seducción y vibrantes reclamos de unas frondas a otras entre los audaces machos y las púdicas hembras; y mientras las ovejas rozan, pingües de maternidad, y los primeros corderitos chocan el morrito rosado contra la torneada ubre para aumentar la secreción de leche, o, como niños felices, corretean haciendo círculos por los prados de hierba reciente. ¡Qué pronto llega Nazaret después de Caná!, donde Susana se une a las otras mujeres llevando consigo los productos de su tierra en cestas y frascos, y una rama entera de rosas rojas, todas en capullo todavía, próximos a abrirse, que – dice – «son ofrenda para María». -Yo también, ¿ves? – dice Juana, y destapa una especie de caja donde están cuidadosamente colocadas bastantes rosas entre musgo húmedo: «Las primeras y las más bonitas. ¡Siempre será nada para Ella, que es tan encantadora! Veo que todas las mujeres han traído consigo provisiones para el viaje pascual; y, con las provisiones, quién esta flor, quién esa otra planta, para el huerto de María… Porfiria se disculpa porque no ha traído más que una maceta de alcanfor, espléndido con esas diminutas hojitas glaucas que emanan su aroma con sólo rozarlas. -María deseaba esta planta balsámica… – dice. Y todas la elogian por la belleza exuberante del arbolito. -¡Oh! Lo he vigilado todo el invierno, resguardándolo del hielo y del granizo en mi habitación. Margziam me ayudaba a llevarla al sol todas las mañanas y a retirarla cuando caía la tarde… Este niño encantador, si no hubiera estado la barca y ahora el carro, se lo habría cargado a las espaldas para llevárselo a María, por cortesía con Ella y conmigo – dice la humilde mujer, que cada vez se siente más segura por la bondad de Juana, y que no cabe en sí de la alegría de estar en viaje hacia Jerusalén, y además con el Maestro, con su marido y con su Margziam. -¿No has estado nunca en Jerusalén? -Mientras vivía mi padre, todos los años. Pero luego… Mi madre no volvió a ir… Mis hermanos me habrían llevado, pero yo servía de ayuda a mi madre y ella no me dejaba partir. Después me casé con Simón… y no he vuelto a estar muy bien de salud. Simón habría debido estar mucho de viaje, y se aburría… Así que me quedaba en casa esperándolo… El Señor veía mi deseo… y era como si hiciera el sacrificio en el Templo… – dice la mansa mujer. Y Juana, que la tiene cerca, le pone una mano en sus espléndidas trenzas y le dice: -¡Querida mía! Y en esa expresión hay mucho amor, mucha comprensión, mucho significado. Llegan a Nazaret… Llegan a la casa de María de Alfeo, que ya está entre los brazos de sus hijos, y ella, con las manos goteando y rojas por la colada que está haciendo, los acaricia, para correr luego, secándoselas en el tosco mandil, a abrazar a Jesús… Llegan a la casa de Alfeo de Sara, que precede inmediatamente a la de María. Alfeo ordena al nietecito más grande que corra a avisar a María, mientras se dirige a pasos de gigante hacia Jesús, con una brazada de nietecitos encima; y lo saluda junto con esa nidada estrechada entre sus brazos como un ramo de flores ofrecido a Jesús.He ahí a María, asomándose a la puerta, bajo el sol, con su vestido de casa de un azul claro un poco descolorido, y con el oro – brillante, vaporoso sobre la frente virginal, macizo en el tupido nudo de las trenzas sobre la nuca – el oro de sus cabellos; hela cayendo sobre el pecho de su Hijo, que la besa con todo su amor. Los demás se detienen, prudentes, para dejarlos libres en los primeros momentos. Pero Ella se separa enseguida y vuelve el rostro, inexpugnable a la edad, ahora todo rosado por la sorpresa y luminoso por la sonrisa, y saluda con su voz de ángel: -La paz a vosotros, siervos del Señor y discípulos de mi Hijo. La paz a vosotras, hermanas en el Señor – y, con las discípulas, que han bajado del carro, intercambia un beso fraterno. -¡Oh, Margziam, ya no voy a poder tenerte entre mis brazos! Ya eres un hombre. Pero ven con la Mamá de todos los buenos, que sí te daré un beso todavía. ¡Tesoro mío! Que Dios te bendiga y te haga crecer en sus caminos, robusto como crece tu joven cuerpo, y más aún. Hijo mío, habrá que llevarlo a que lo vea su abuelo. Se pondrá muy contento de verlo así – dice luego volviéndose hacia Jesús. Y luego abraza a Santiago y a Judas de Alfeo. Y les da la noticia que ciertamente desean oír: -Este año Simón viene conmigo, como discípulo del Maestro. Me lo ha dicho. Luego saluda, uno por uno, a los más conocidos, a los más influyentes, y tiene para cada uno de ellos una palabra de gracia. Jesús acerca a Manahén a Ella y se lo presenta como escolta suya en el viaje hacia Jerusalén. -¿No vienes con nosotros, Hijo? -Madre, tengo más lugares que evangelizar. Nos veremos en Betania. -Hágase tu voluntad ahora y siempre. Gracias, Manahén. Tú: ángel humano; nuestros custodios: ángeles del Cielo; estaremos tan seguras como estando en el Santo de los Santos. Y ofrece su mano menuda a Manahén en señal de amistad. El caballero, crecido en el fasto, se arrodilla para besar la gentil mano que se le ofrece. Entretanto, han descargado las flores y todas las otras cosas que deben quedarse en Nazaret. Luego el carro va a su lugar: alguna de las caballerizas de la ciudad. La pequeña casa parece una rosalera por las rosas que las discípulas han distribuido por todas partes. Pero la planta de Porfiria, que ha sido puesta encima de la mesa, recoge la más viva admiración de María; y dice que la lleven a un lugar apropiado según las indicaciones de la mujer de Pedro. Ciertamente no pueden entrar todos en la minúscula casa, ni en el huerto, que no es ni un latifundio ni una hacienda, pero que, eso sí, parece ascender hacia el cielo sereno, hacerse etéreo (por la gran cantidad de nubes de flores de los árboles de este hortezuelo). Y Judas de Alfeo, sonriendo, pregunta a María: -¿Has cortado hoy también la rama para tu ánfora? -Claro, Judas. La estaba contemplando cuando habéis llegado… -Y soñando de nuevo, Mamá, tu vasto misterio – dice Jesús, ciñéndola con su brazo izquierdo y arrimándola contra su pecho. María alza su rostro enrojecido, y suspira: -Sí, Hijo mío… y también el primer latido de tu corazón en mí… Jesús dice: -Que se queden las discípulas, los apóstoles, Margziam, los discípulos pastores, el sacerdote Juan, Esteban, Hermas y Manahén. Los demás que se dispersen en busca de alojamiento… -Muchos pueden alojarse en mi casa… – grita desde la puerta, donde está retenido, Simón de Alfeo. -Soy condiscípulo de ellos y los reclamo. -¡Hermano, acércate para que te pueda besar – dice, efusivo, Jesús, mientras Alfeo de Sara e Ismael y Aser, los dos discípulos ex arrieros de asnos, de Nazaret, dicen, a su vez: -¡A nuestra casa. ¡Venid, venid! Los discípulos que no habían sido nombrados se marchan. Se puede entonces cerrar la puerta… para ser abierta de nuevo inmediatamente, por la llegada de María de Alfeo, que no puede estar lejos aunque se estropee su colada. Son casi cuarenta personas, así que se esparcen por el huerto tibio y calmo. Se distribuyen los alimentos. Todos, tan contentos como están de consumirlos en la casa del Señor y además distribuidos por María, los encuentran de un sabor celestial. Regresa Simón, después de acomodar convenientemente a los discípulos, y dice: -No me has llamado como a los demás, pero soy hermano tuyo y vengo de todas formas. -Bien. Ven, Simón. He querido que estuvierais aquí para daros a conocer a María. Muchos de vosotros conocéis a la «madre» María algunos a la «esposa» María. Pero ninguno conoce a la «virgen» María. Os la quiero dar a conocer en este jardín en flor, al cual vuestro corazón viene, con el deseo, en los momentos de lejanía forzada, como a un lugar de reposo, durante las fatigas del apostolado. He oído lo que decíais, apóstoles, discípulos y parientes; he oído vuestras impresiones, vuestros recuerdos, vuestras afirmaciones acerca de mi Madre. Quiero transfiguraros todo esto – cargado de admiración pero todavía muy humano – en conocimiento sobrenatural. Porque mi Madre, antes de mí, debe ser transfigurada ante los ojos de los más merecedores, para ser mostrada cual Ella es. Veis a una mujer. Una mujer que por su santidad os parece distinta de las demás, y que veis en realidad como un alma envuelta en la carne, como la de todas sus hermanas de sexo. Pero ahora quiero descubriros el alma de mi Madre, su verdadera y eterna belleza. Ven aquí, Madre mía. No te ruborices. No te eches hacia atrás atemorizada, paloma suave de Dios. Tu Hijo es la Palabra de Dios, No puede hablar de ti y de tu misterio, de tus misterios, ¡oh sublime Misterio de Dios! Vamos a sentarnos aquí, bajo esta sombra ligera de árboles en flor, junto a la casa, junto a tu habitación santa. ¡Así! Vamos a descorrer esta cortina ondeante. Que salgan olas de santidad y de Paraíso de esta habitación virginal para saturarnos de ti a todos… Sí. A mí también, y quede perfumado de ti, Virgen perfecta, para poder soportar los hedores del mundo, para, teniendo saturada la pupila de tu Candor, poder ver candor… Venid aquí, Margziam, Juan, Esteban, y vosotras, discípulas, poneos bien de frente a la puerta abierta de la morada casta de la que es Casta entre todas las mujeres. Y detrás vosotros, amigos míos. Y aquí, a mi lado, tú, amada Madre mía. Poco antes os he dicho: «la eterna belleza del alma de mi Madre». Soy la Palabra y por ello sé hacer uso de la palabra sin error. He dicho: eterna, no inmortal. Y no lo he dicho sin una finalidad. Inmortal es quien, habiendo nacido, ya no muere. Así, el alma de los justos es inmortal en el Cielo, el alma de los pecadores es inmortal en el Infierno; porque el alma, una vez creada, ya no muere sino a la gracia. Pero el alma tiene vida, existe desde el momento en que Dios la piensa. La crea el Pensamiento de Dios. El alma de mi Madre desde siempre es pensada por Dios. Por tanto es eterna en su belleza, en la cual Dios ha vertido todas las perfecciones para recibir de ella delicia y confortación. Está escrito en el Libro de nuestro antepasado Salomón, que te antevió, y, por tanto, puede ser llamado profeta tuyo: «Dios me poseyó al principio de sus obras, desde el mismo principio, antes de la Creación. Ab aeterno fui establecida, al principio, antes de que fuera hecha la Tierra. No existían todavía los abismos y yo había sido ya concebida. No manaban aún las fuentes de las aguas, no habían sido asentadas aún las montañas sobre su pesada mole y yo ya existía. Antes de las colinas había sido dada a luz. Él no había hecho todavía la Tierra, ni los ríos, ni los fundamentos del mundo, y yo ya existía Cuando preparaba los cielos y el Cielo, estaba presente. Cuando con ley inviolable cerró debajo de la bóveda el abismo, cuando afianzó en lo alto la bóveda celeste y colgó de ella las fuentes de las aguas, cuando fijó al mar sus confines y dictó a las aguas la ley de no superarlos, mientras echaba los cimientos de la Tierra, yo estaba con Él dando orden a todas las cosas. En medio de una constante alegría, jugaba en su presencia continuamente. Jugaba en el orbe». ¡Sí, oh Madre de la que Dios, el Inmenso, el Sublime, el Virgen, el Increado, estaba grávido, y te llevaba como al dulcísimo fruto de su seno, exultando al sentirte agitarte dentro de Él, dándole las sonrisas con las que hizo la Creación! Tú, a la que dio a luz al dolor para darte al Mundo, alma suavísima, nacida del Virgen para ser la «Virgen», Perfección de la Creación, Luz del Paraíso, Consejo de Dios, el cual, mirándote, pudo perdonar la Culpa, porque sólo tú, tú sola, sabes amar como no sabe hacerlo toda la Humanidad junta. ¡En ti e1 Perdón de Dios! ¡En ti la Medicina de Dios, tú, caricia del Eterno en la herida infligida por el hombre a Dios! ¡En ti la Salud del mundo, Madre del Amor encarnado y del Redentor concedido! ¡Oh, el alma de mi Madre! ¡Fundido en el Amor con el Padre, te miraba dentro de mí, oh alma de mi Madre!… Tu esplendor, tu oración, la idea de que tú me llevaras, eran eterno consuelo de mi destino de dolor y de experiencias inhumanas, de lo que significa para el Dios perfectísimo el mundo corrompido. ¡Gracias, Madre! He venido ya saturado de tus consuelos, he descendido sintiéndote sólo a ti, tu perfume, tu canto, tu amor… ¡Alegría, alegría mía! Pero, oíd, vosotros que ahora sabéis que una sola es la mujer en la que no hay mancha, una sola la Criatura que no cuesta heridas al Redentor, oíd la segunda transfiguración de María, la Elegida de Dios. Era una tarde serena de Adar. Estaban en flor los árboles en el huerto silencioso. María, desposada con José, había cogido una rama de árbol florecido para sustituir a la otra que había en su habitación. Hacía poco que María había venido a Nazaret, tomada del Templo para adornar una casa de santos. Y, con el alma tripartita (entre el Templo, la casa y el Cielo), miraba la rama florecida, pensando que con una parecida a ésa, florecida en modo insólito, una rama cortada en este hortezuelo en pleno invierno y que había echado flores como en primavera delante del Arca del Señor – quizás le había dado calor el SolDios radiante en el lugar de su Gloria – Dios le había expresado su voluntad… Y pensaba también que el día de la boda José le había llevado otras flores, aunque no como esa primera, que tenía escrito en sus pétalos ligeros: «Te quiero unida a José»… Muchas cosas pensaba… Y pensando subió a Dios. Las manos se movían diligentes entre la rueca y el huso, e hilaban un hilo más delgado que un cabello de su joven cabeza… El alma tejía un tapiz de amor, yendo diligente, como la lanzadera del telar, de la tierra al Cielo; de las necesidades de la casa, de su esposo, a las del alma, de Dios. Y cantaba y oraba. El tapiz se formaba en el místico telar, se desenrollaba desde la tierra al Cielo, subía para perderse arriba… ¿Formado con qué? Con los hilos finos, perfectos, fuertes, de sus virtudes; con el veloz hilo de la lanzadera que Ella creía «suya», y, sin embargo, era de Dios: la lanzadera de la Voluntad de Dios en la cual estaba arrollada la voluntad de la pequeña, grande Virgen de Israel, la Desconocida para el Mundo, la Conocida para Dios; su voluntad arrollada, hecha una con la Voluntad del Señor. Y el tapiz se adornaba con flores de amor, de pureza, con palmas de paz, de gloria, con violetas, jazmines… Todas las virtudes florecían en el tapiz del amor que la Virgen de Dios extendía, invitante, desde la tierra hasta el Cielo. Y, no bastando el tapiz, lanzaba su corazón cantando: «Venga mi Amado a su jardín y coma el fruto de sus árboles frutales… Baje mi Amado a su jardín, a la era de los aromas, a halagarse en los jardines, a recoger lirios. ¡Yo soy de mi Amado, y mi Amado es mío; Él, que se halaga entre los lirios!». Y, desde lejanías infinitas, entre torrentes de Luz, venía una Voz cual oído humano no puede oír, ni garganta humana formar. Decía: «¡Cuán hermosa eres, amiga mía! ¡Qué hermosa!… Miel gotean tus labios… ¡Un jardín cerrado eres tú, una fuente sellada, oh hermana, esposa mía!…», y las dos voces se unían para cantar la eterna verdad: «El amor es más fuerte que la muerte. Nada puede extinguir o ahogar `nuestro’ amor». La Virgen se transfiguraba así…, así… así… mientras descendía Gabriel y la reclamaba, con su llamear, a la Tierra; uníale de nuevo el espíritu al cuerpo, para que Ella pudiera oír y comprender la demanda de Aquel que la había llamado «Hermana» pero que la quería «Esposa». Pues bien, allí tuvo lugar el Misterio… Y una púdica, la más púdica entre todas las mujeres, Aquella que ni siquiera conocía el estímulo instintivo de la carne, se turbó ante el ángel de Dios, porque hasta un ángel turba la humildad y la verecundia de la Virgen; y sólo se calmó oyéndolo hablar; y creyó; y dijo la palabra por la que el amor «de Ella y Él » se hizo Carne y vencerá a la Muerte, y no habrá agua que pueda apagarlo ni maldad que pueda sumergirlo… Jesús se inclina dulcemente hacia María, que ha caído a sus pies, casi extática, al rememorar la lejana hora, iluminada con una luz especial que parece exhalar del alma; y le pregunta quedo:-¡Cuál fue, ¡Purísima!, tu respuesta a aquel que te aseguraba que viniendo a ser Madre de Dios no perderías tu perfecta Virginidad? Y María, casi en sueño, lentamente, sonriendo, con los ojos dilatados por un feliz llanto: -¡He aquí a la Sierva del Señor! Hágase en mí según su Palabra – y reclina, adorando, la cabeza en las rodillas de su Hijo. Jesús la cubre con su manto, celándola así a los ojos de todos, y dice: -Y se cumplió. Y se cumplirá hasta el final. Hasta sus otras transfiguraciones. Ella será siempre «la Sierva de Dios». Hará siempre lo que diga «la Palabra». ¡Ésta es mi Madre! Bueno es que empecéis a conocerla en toda su santa Figura… ¡Madre! ¡Madre! Alza tu cara, Amada… Llama a tus devotos a esta Tierra en que por ahora estamos… – dice mientras destapa a María, después de un rato en que no se ha oído ningún sonido aparte del zumbido de las abejas Y el gorgoteo de la fuentecita. María levanta la cara, cubierta de llanto, y susurra: -¿Por que me has hecho esto Hijo? Los secretos del Rey son sagrados… -Pero el Rey los puede revelar cuando quiere. Madre, lo he hecho para que se comprenda lo que dijo un Profeta: «Una Mujer abarcará al Hombre», y lo otro del otro Profeta: «La Virgen concebirá y dará a luz a un Hijo». Y también para que ellos, que se horrorizan por demasiadas cosas del Verbo de Dios que consideran humillantes, tengan como contrapeso otras muchas cosas que los confirmen en el gozo de ser «míos». Así no se volverán a escandalizar, y conquistarán así también el Cielo… Ahora los que tengan que ir a las casas hospitalarias que vayan. Yo me quedo aquí con las mujeres y Margziam. Que mañana, al alba, estén aquí todos los hombres; quiero llevaros a un lugar cercano. Luego regresaremos para saludar a las discípulas. Después volveremos a Cafarnaúm y reuniremos a los otros discípulos para enviarlos detrás de ellas…