Los ocho apóstoles se reúnen con Jesús cerca de Akcib.
Jesús – un Jesús muy delgado y pálido, muy triste, atormentado yo diría – está en la cima, exactamente en la cima más alta de un montecito, que es sede de un pueblo. Pero Jesús no está en el pueblo (que está en la cima, sí, pero vuelto hacia la ladera sureste), sino en una pequeña prominencia, la más alta, que mira hacia el noroeste (la verdad es que más oeste que norte). Jesús, dado que mira desde varios lados, ve una cadena ondulada de montes, que en los extremos noroeste y suroeste introduce sus últimos ramales en el mar: al suroeste, con el Carmelo, que se difumina a lo lejos en este día claro; al noroeste, con un cabo cortante como un espolón de nave, muy parecido a nuestras Apuanas, por las venas rocosas que albean bajo el sol. Por las laderas de esta cadena ondulada de montes descienden torrentes y regatos (todos bien colmados de aguas en esta estación del año) que por la llanura costera corren a introducirse en el mar. Cerca de la amplia bahía de Sicaminón, el más exuberante de ellos, el Kisón, desemboca en el mar, tras haber formado casi un pequeño lago en la confluencia con otro riachuelo, poco antes de la desembocadura. El sol meridiano del claro día extrae de los cursos de agua reflejos de topacios o zafiros, mientras que el mar es un inmenso zafiro veteado de livianos collares de perlas. La primavera del sur se perfila ya con las nuevas hojas, que, de las abiertas gemas, brotan, tiernas, brillantes, tan nuevas, tan desconocedoras de polvo y tempestades, de mordeduras de insectos y de contactos de hombre, que yo diría virginales. Y las ramas de los almendros son ya borlas de espuma blanco-rosada; tan blandas, tan livianas, que da la impresión de que vayan a desprenderse del tronco natal y navegar, cual pequeñas nubes, por el aire sereno. También los campos de la llanura, no vasta pero sí fértil, comprendida entre los dos cabos, el del noroeste y el del suroeste, muestra un tierno verdear de cereales, que quitan toda tristeza a los campos, poco antes desnudos. Jesús mira. Desde el punto en que se encuentra, ve tres caminos: el que sale del pueblo y va a terminar ahí (es un caminito sólo para personas) y otros dos, que van hacia abajo, desde el pueblo, y se bifurcan en opuestas direcciones: hacia el noroeste, hacia el suroeste. ¡Qué Jesús tan desmejorado’ Signado por la penitencia mucho más que cuando ayunó en el desierto: entonces era el hombre empalidecido, pero todavía joven y vigoroso; ahora es el hombre consumido por un complejo sufrir que deprime tanto las fuerzas físicas como las morales. Sus ojos están muy tristes, una tristeza dulce y grave al mismo tiempo. Las mejillas, enflaquecidas, hacen realzar aún más la espiritualidad del perfil, de la frente alta, de la nariz larga y derecha, de esa boca cuyos labios carecen absolutamente de sensualidad. Un rostro angélico, de tanto como excluye la materialidad. Tiene la barba más larga que de costumbre, crecida incluso en los carrillos hasta confundirse con los cabellos, que le caen sobre las orejas; de forma que de su rostro son visibles solamente la frente, los ojos, la nariz y los pómulos, flacos y de un color marfil sin sombra de róseo. Tiene los cabellos peinados rudimentariamente, cabellos que se han vuelto opacos y conservan, para recuerdo del antro en que ha estado, muchos pequeños fragmentos de hojas secas y de palitos que se han quedado enredados en la larga cabellera. Y la túnica y el manto, arrugados y polvorientos, denuncian también el lugar agreste en que han sido vestidos y usados sin tregua. Jesús mira… El sol del mediodía lo calienta, y da la impresión de que ello le es agradable, porque evita la sombra de algunos robles para ir bien al sol; pero, a pesar de que sea un sol neto, resplandeciente, no enciende reflejos en sus cabellos polvorientos ni en sus ojos cansados, ni da color a su rostro enflaquecido. No es el sol lo que lo conforta y aviva su color; es el ver a sus queridos apóstoles, que suben, gesticulando y mirando hacia el pueblo por el camino que viene del noroeste, el más llano. Entonces se produce la metamorfosis: la mirada se le aviva; el rostro parece perder en parte su aspecto demacrado, por una leve coloración rosada que se extiende sobre las mejillas, y más por la sonrisa que lo ilumina. Abre los brazos – los tenía cruzados – y exclama: «¡Mis amados!». Lo dice alzando la cara, extendiendo su mirada sobre las cosas, como queriendo comunicar su alegría a las hierbas y a los árboles, al cielo sereno, al aire, que ya sabe a primavera. Recoge el manto ciñéndoselo bien al cuerpo, para que no se quede enganchado en las matas, y baja raudo, por un atajo, al encuentro de ellos, que suben y que todavía no lo han visto. Cuando la distancia puede ser salvada por la voz, los llama para detener su marcha en dirección al pueblo. Oyen la llamada lejana. Quizás desde el punto en que están no pueden ver a Jesús, cuyo indumento oscuro se confunde con la espesura del bosque que cubre la ladera. Miran a su alrededor, gesticulan… Jesús los llama de nuevo… Por fin, un claro del bosque lo muestra a sus ojos, bajo el sol, con los brazos un poco extendidos, como queriéndolos abrazar ya. Entonces se oye un fuerte grito, que se refleja en la abrupta ladera: -¡El Maestro! – y, dejando el camino, empieza una gran carrera hacia arriba por las escarpaduras, arañándose, tropezando, jadeando, sin sentir el peso de los talegos ni la fatiga del paso… llevados de la alegría de verlo de nuevo. Naturalmente, los primeros en llegar son los más jóvenes y los más ágiles, es decir, los dos hijos de Alfeo, de paso seguro, propio de quien ha nacido en las colinas, y Juan y Andrés, que corren como dos cervatillos, sonriendo felices. Y caen a sus pies, amorosos y reverentes, felices, felices, felices… Luego llega Santiago de Zebedeo. Los últimos en llegar, casi juntos, son los tres menos expertos en carreras y en montañas: Mateo y el Zelote y, el último, el último de todos, Pedro. Pero se abre paso – ¡vaya que si se abre paso! – para llegar al Maestro. Los primeros que han llegado están abrazados a sus piernas y no se cansan de besarle las vestiduras o las manos, que El les ha dejado abandonadas. Coge enérgicamente a Juan y a Andrés, que están agarrados a las vestiduras de Jesús como ostras a un escollo, y jadeante por el esfuerzo realizado, los aparta lo suficiente como para poder caer también él a los pies de Jesús, y dice: -¡Oh, Maestro mío! ¡Ahora vuelvo a vivir, por fin! Ya no podía más. He envejecido y adelgazado como por una mala enfermedad. Mira como es verdad, Maestro… – y alza la cara para que Jesús lo mire. Pero, al hacerlo, ve en él el cambio de Jesús, y se pone en pie gritando: « ¿Maestro? ¿Pero qué has hecho? ¡Necios! ¡Pero mirad! ¿No veis nada vosotros? ¡Jesús ha estado enfermo!… ¡Maestro, Maestro mío, ¿qué has tenido? ¡Díselo a tu Simón!». -Nada, amigo. -¿Nada? ¿Con esa cara? ¡Entonces es que alguien te ha tratado mal! -¡No, hombre, Simón! -¡Imposible! ¡O enfermo o has sufrido persecución! ¡Que tengo ojos, eh!… -Yo también los tengo. Y, efectivamente, te veo enflaquecido y más viejo. Entonces tú ¿por qué estás así? – pregunta sonriendo el Señor a su Pedro, el cual lo observa atentamente como si quisiera leer la verdad en el pelo, en la piel, en la barba de Jesús. -¡Pero yo he sufrido! No lo niego. ¿Crees que ha sido placentero ver tanto dolor? -¡Tú lo has dicho! Yo también he sufrido por el mismo motivo… -¿Sólo por eso, realmente, Jesús? – pregunta, enternecido y afectuoso, Judas de Alfeo. -Por el dolor, sí, hermano mío. El dolor causado por tener que mandar a otro sitio… -Y por el dolor de haberte visto obligado a ello por… -¡Por favor!… ¡Silencio! Prefiero el silencio ante mi herida a cualquier palabra que quiera consolarme diciéndome: «Sé por qué has sufrido». Y, además, sabedlo todos, he sufrido por muchas cosas, no solo por ésta. Y, si Judas no me hubiera interrumpido, os lo habría dicho – Jesús se muestra severo al decir esto. Todos se intimidan. Pedro es el primero en reaccionar, y pregunta: -¿Y dónde has estado, Maestro? ¿Qué has hecho? -He estado en una gruta… orando… meditando… fortaleciendo mi espíritu, obteniendo fortaleza para vosotros en vuestra misión, para Juan y Síntica en su sufrimiento. -¿Pero dónde, dónde? ¡Sin vestidos, sin dinero! ¿Cómo te las has arreglado? Simón está nervioso. -En una gruta no necesitaba nada. -Pero, ¿y la comida?, ¿y el fuego?, ¿y la cama?, ¿y…? ¡Bueno, todo! Yo te imaginaba – era mi esperanza -, al menos, huésped, como un peregrino que hubiera perdido el camino, en Yiftael, o en otra parte… en definitiva, en una casa. Eso me tranquilizaba un poco. ¡Pero, de todas formas…! Decid vosotros si no era mi tormento el pensamiento de que Él estaba sin ropa, sin comida, sin medios para procurársela, sin, sobre todo esto, sin voluntad de procurársela. ¡Jesús, no debías haberlo hecho! ¡Y no me lo volverás a hacer, nunca! De ahora en adelante, no te dejaré ni por una hora. Me coseré a tu túnica, para seguirte como una sombra, quieras o no. Sólo si muero seré separado de ti. -O si muero Yo. -¡Tú no! Tú no debes morir antes que yo. No digas eso. ¿Quieres entristecerme del todo? -No. Es más, quiero alegrarme contigo, con todos, en esta hermosa hora que me trae de nuevo a mis amados, predilectos amigos. ¿Veis? Ya estoy mejor, porque vuestro amor sincero me alimenta, me da calor, me consuela de todo. Y los acaricia, uno a uno, mientras sus rostros resplandecen con una sonrisa dichosa y sus ojos brillan y tiemblan los labios por la emoción de estas palabras, preguntando: -¿De verdad, Señor? -¿Es realmente así? -¿Tanto nos quieres? -Sí. Os quiero mucho. ¿Habéis traído comida? -Sí. Presentía que estabas exhausto y la he comprado por el camino. Tengo pan, carne asada, leche, queso y manzanas, y una borracha con vino generoso y huevos para ti, si es que no se han roto… -Bien, entonces vamos a sentarnos aquí, bajo este buen sol, y vamos a comer. Mientras comemos me habláis… Se sientan al sol en un risco. Pedro abre su talego y observa sus tesoros: -¡Todo salvo! – exclama – Incluso la miel de Antigonio. ¡Pero hombre! ¡Si ya lo he dicho yo! Al regreso, aunque nos hubiéramos metido en una cuba para rodar impulsados por un loco, o en un bote sin remos, hasta incluso con agujero, y además en una tempestad, habríamos llegado sanos y salvos… ¡Pero a la ida! Cada vez me convenzo más de que era el demonio el que nos ponía obstáculos, para no dejarnos ir con esos dos pobrecitos… -Si, claro, ahora ya no tenía objeto… – confirma el Zelote. -Maestro, ¿has hecho penitencia por nosotros? – pregunta Juan, que se olvida de comer por contemplar a Jesús. -Sí, Juan. Os he seguido con el pensamiento. He sentido vuestros peligros y aflicciones. Os he ayudado como he podido… -¡Yo lo he sentido! Y os lo dije, ¿os acordáis? -Sí, es verdad – confirman todos. -Ahora me estáis devolviendo lo que os he dado. -¿Has ayunado, Señor? – pregunta Andrés. -¿Qué remedio! – le responde Pedro – Aunque hubiera querido comer, sin dinero, en una gruta, ¿cómo querías que comiera? -¡Por causa nuestra! ¡Cuánto me apena esto! – dice Santiago de Alfeo. -¡Oh, no! ¡No os aflijáis! No solamente por vosotros. También por todo el mundo. He hecho lo que cuando empecé la misión. En aquella ocasión, al final, fui socorrido por los ángeles; ahora me socorréis vosotros. Y, creedme, para mí es doble alegría. Porque en los ángeles es inderogable el ministerio de caridad, pero en los hombres es menos fácil de encontrar. Vosotros lo estáis ejerciendo. Y habéis pasado, por amor a mí, de hombres a ángeles, habiendo elegido la santidad por encima de toda otra cosa. Por tanto, me hacéis feliz como Dios y como Hombre-Dios. Porque me dais aquello que es de Dios: la Caridad, y me dais aquello que es del Redentor: vuestra elevación a la Perfección. Esto me viene de vosotros, y alimenta más que cualquier otro alimento. También en aquel entonces, en el desierto, fui nutrido de amor después del ayuno. Y ello me confortó. ¡Lo mismo ahora, lo mismo ahora! Todos hemos sufrido. Yo y vosotros. Pero no ha sido un sufrimiento inútil. Creo, sé, que este sufrimiento os ha favorecido más que todo un año de instrucción. El dolor, la meditación sobre el mal que un hombre puede hacer a su semejante, la piedad, la fe, la esperanza, la caridad que habéis debido ejercer, y además solos, os han madurado, como niños que se hacen hombres… -¡Oh, sí! Me he hecho viejo. No volveré a ser el Simón de Jonás que era al partir. He comprendido lo dolorosa y fatigosa que es nuestra misión, a pesar de ser hermosa… – suspira Pedro. -Bueno, pues ahora estamos aquí, juntos. Referid… -Habla tú, Simón. Sabes hacerlo mejor que yo – dice Pedro al Zelote. -No. Tú, como jefe competente que eres, habla por todos – responde. Y Pedro empieza, diciendo como preliminar: -Pero ayudadme. Narra con orden hasta la partida de Antioquía. Luego comienza la narración del regreso: -Sufríamos todos, ¿eh? Nunca olvidaré las últimas voces de los dos… Pedro se seca con el dorso de la mano dos lagrimones que ruedan al improviso… -Me parecieron el último grito de uno que se estuviera ahogando… ¡En fin! Bueno, hablad vosotros… yo no puedo… – y se levanta y se aparta un poco para controlar su emoción. Continúa Simón Zelote: -Ninguno habló durante mucho camino… No podíamos hablar… La garganta estaba tan hinchada de llanto que nos dolía… Y no queríamos llorar… porque si hubiéramos empezado, aunque hubiera sido uno sólo, ya no habría tenido solución. Llevaba los ramales yo, porque Simón de Jonás, para que no se viera que sufría, se había puesto en el fondo del carro a hurgar en los talegos. Nos detuvimos en un pueblecito a mitad de camino entre Antioquía y Seleucia. A pesar de que la luna fuera cada vez más clara a medida que la noche avanzaba, no conociendo bien el lugar, nos detuvimos allí. Y nos quedamos adormilados ahí, entre nuestras cosas. No comimos, ninguno, porque… no podíamos. Pensábamos en ellos dos… Con la primera luz del alba, pasamos el puente y llegamos antes de la hora tercera a Seleucia. Restituimos el carro y el caballo al hospedero y – era un hombre muy bueno – le pedimos consejo respecto a la nave. Dijo: «Voy yo al puerto. Me conocen y conozco gente». Y así hizo. Encontró tres naves que estaban para zarpar para estos puertos. Pero en una de ellas había ciertos… seres que no quisimos tener cerca. Nos lo dijo el hombre, que lo había sabido por el jefe de la nave. La segunda era de Ascalón, y no quería hacer escala para nosotros en Tiro, a menos que hubiéramos dado una suma que ya no teníamos. La tercera era una goleta bien mísera, cargada de madera bruta. Una barca pobre, con pocos tripulantes, y creo que con mucha miseria. Por eso, a pesar de que se dirigía a Cesárea, aceptó detenerse en Tiro, previo desembolso de una jornada de comida y paga para toda la tripulación. Nos venía bien. Yo, verdaderamente, y conmigo Mateo, teníamos un poco de miedo. Es época de tempestades… Y ya sabes lo que encontramos a la ida. Pero Simón Pedro dijo: «No sucederá nada». Y subimos a la barca. Iba tan suave y veloz que parecía que los ángeles fueran las velas de la nave. Empleamos para llegar a Tiro menos de la mitad del tiempo tardado a la ida; y en Tiro el patrón fue tan bueno, que nos concedió remolcar la barca hasta cerca de Tolemaida. Bajaron a la barca Pedro, Andrés y Juan, para las maniobras. Pero era muy simple… No como a la ida… En Tolemaida nos separamos. Estábamos tan contentos, que, antes de bajar todos a la barca, donde estaban ya nuestras cosas, les dimos más dinero del convenido. En Tolemaida nos hemos detenido un día, y luego hemos venido aquí… Pero nunca olvidaremos el dolor sufrido. Simón de Jonás tiene razón. -¿No tenemos también razón ai decir que el demonio nos ponía obstáculos sólo a la ida? – preguntan más de uno. -Tenéis razón. Ahora escuchad. Vuestra misión ha terminado. Volvemos hacia Yiftael, a esperar a Felipe y Natanael. Y hay que hacerlo pronto. Luego vendrán los demás. Entretanto, evangelizaremos aquí, en los confines de Fenicia y en la propia Fenicia. Pero todo lo ocurrido ha quedado para siempre sepultado en nuestros corazones. No se dará respuesta a ninguna pregunta. -¿Ni siquiera a Felipe y Natanael? Saben que hemos venido contigo. -Hablaré Yo. He sufrido mucho, amigos, y vosotros lo habéis visto. He pagado con mi sufrimiento la paz de Juan y Síntica. Haced que mi sufrimiento no sea inútil. No carguéis mis hombros con un peso más. ¡Tengo ya muchos!… Y su peso crece cada día que pasa, cada hora que pasa… Decid a NatanaeI que he sufrido mucho. Decídselo a Felipe. Y que sean buenos. Decídselo a los otros dos. Pero no digáis más. Decir que habéis entendido que he sufrido, y que os lo he confirmado, es una verdad. No hace falta más. Jesús habla cansado… Los ocho lo miran apenados, y Pedro, que está detrás de Él, se atreve incluso a acariciarle la cabeza. Jesús la alza y mira a su honesto Simón con una sonrisa de tristeza afectuosa. -¡No, no puedo verte así! Me parece, tengo la sensación de que la alegría de nuestra unión haya terminado, y que de ella quede la santidad, sólo la santidad. Entretanto… vamos a Akcib. Te cambiarás de túnica, te rasurarás los carrillos, ordenarás tus cabellos. ¡Así no, así no! No puedo verte así… Me pareces… uno que hubiera logrado huir de manos crueles, o que le hubieran maltratado, o una persona al límite de sus fuerzas… Me pareces Abel de Belén de Galilea, liberado de sus enemigos… -Sí, Pedro. Pero el maltratado es el corazón de tu Maestro… y no se curará nunca… Es más, será herido cada vez más. Vamos… Juan suspira: -Lo siento… hubiera deseado contar a Tomás, que tanto quiere a tu Madre, el milagro de la canción y del ungüento… -Un día lo contarás… No ahora. Todo manifestaréis un día. Entonces podréis hablar. Yo mismo os diré: «Id a decir todo lo que sabéis». Pero, entretanto, sabed ver en el milagro la verdad, ésta: el poder de la fe. Tanto Juan como Síntica han calmado el mar y curado al hombre no por las palabras, no por el ungüento, sino por la fe con que han usado el nombre de María y el ungüento hecho por Ella. Y otra cosa: ello se produjo porque en torno a su fe estaba la vuestra, la de todos vosotros, y vuestra caridad. Caridad hacia el herido. Caridad hacia el cretense. A1 primero le quisisteis conservar la vida; al otro quisisteis darle la fe. Pero si aun es fácil curar los cuerpos, cosa muy dura es curar los espíritus… No hay morbo más difícil de erradicar que el espiritual… – y Jesús suspira fuerte. Están a la vista de Akcib. Pedro se adelanta con Mateo para encontrar alojamiento. Le siguen los demás, compactos en torno a Jesús. El sol declina rápidamente mientras entran en el pueblo…