Los dos injertos que transformarán a los apóstoles. María de Magdala advierte a Jesús de un peligro. Milagro ante la riada del Jordán.
Por fin puedo escribir lo que desde el rayar del alba de esta mañana ocupa mi vista y oído mentales, y me hace sufrir por el esfuerzo de oír cosas externas y de casa mientras que lo que debo ver y oír son las cosas de Dios, y me hace intolerante respecto a todas las demás cosas que no sean lo que el espíritu ve. ¡Cuánta paciencia necesito para… no perder la paciencia esperando el momento de decir a Jesús: «¡Aquí me tienes! ¡Ahora puedes seguir adelante»! Porque – lo he dicho otras veces y ahora lo repito – cuando no puedo proseguir o empezar la narración de lo que veo, la escena se detiene al principio, o en el punto en que me interrumpen, y luego continúa su secuencia o empieza de nuevo, cuando puedo seguirla libremente. Creo que Dios quiere esto para que no omita o confunda ni siquiera un detalle particular, lo cual podría sucederme si escribiera un tiempo después de haber visto. Aseguro por mi conciencia, que cuanto escribo, por verlo u oírlo, lo escribo mientras lo veo y oigo. Así pues, esto es lo que veo desde el comienzo de la mañana, y mi interno consejero me dice que es el comienzo de una larga y hermosa visión. Jesús, con un tiempo de lobos, va por un camino campestre embarradísimo. El camino es un pequeño río de lodo que a cada pisada cede y salpica; un lodo amarillento, pegajoso, resbaladizo cual jabón blando, que se agarra a las sandalias y las aspira como si fuera una ventosa, y al mismo tiempo se desliza bajo sus suelas, haciendo penosa la marcha en medio de muchos patinazos. Debe haber llovido y requetellovido en esos días. Y el cielo (un cielo bajo, plúmbeo, recorrido por nubarrones densos impulsados por los vientos siroco o gregal, tan densos que el aire parece, en la boca, un cuerpo dulzarrón, una pátina empalagosa) todavía promete más lluvia. No alivia este rítmico soplo de viento, que plega hierbas y ramas y luego pasa para tornar todo a la inmovilidad pesada del bochorno tempestuoso. De vez en cuando, un nubarrón se abre, y gruesas gotas, calientes como si provinieran de una ducha templada, caen para formar borbollones en el lodo, que salpica aún más en las túnicas y las piernas. Los bajos de las túnicas – a pesar de que Jesús y los suyos las hayan recogido, disponiéndolas muy abolsadas en torno a las caderas con la ayuda del cordón que las ciñe a las cinturas – son una entera cazcarria de fango, muy húmedo en la parte más baja, casi seco en las salpicaduras más altas. Túnicas y mantos – éstos también los llevan lo más alto posible: los han plegado en dos y así los llevan, por limpieza y para protegerse doblemente de los chaparrazos breves pero violentos – están enteramente sucios de barro. ¿Y los pies y las piernas?: hasta la mitad de las espinillas parecen cubiertos de una espesa media de lana cascarriosa, y que, sin embargo, es lodo, lodo y más lodo encostrado. Hasta aquí el comienzo. Ahora prosigue.Los discípulos se quejan un poco del tiempo y del camino, y, digámoslo también, de las ganas poco… aconsejables del Maestro de estar por ahí caminando con un tiempo como éste. Jesús parece que no oye. Pero oye. Y dos o tres veces se vuelve levemente – van casi en fila india para seguir el lado izquierdo del camino, que, por su nivel un poco más alto que el derecho, está menos cenagoso -, se vuelve para mirarlos, pero no habla. La última vez es el más anciano de los apóstoles el que dice: -¡Pobre de mí! ¡Con esta humedad que se me está secando encima voy a tener dolores para tomar y dejar! ¡Yo ya soy viejo! ¡Ya no tengo treinta años! También Mateo refunfuña: -¿Y yo, entonces? Yo es que no estaba acostumbrado… Cuando llovía en Cafarnaúm, ya sabes, Pedro, que no salía de mi casa. Ponía a unos siervos en la mesa de los impuestos y ellos me traían a los que tenían que pagar. Había organizado un verdadero servicio para esto. ¡Hombre, claro! ¿Quién salía cuando hacía mal tiempo? ¡Pues… algún que otro melancólico y nada más! Mercados y viajes se hacen con el buen tiempo… -¡Callad! ¡Que oye! – dice Juan. -No, hombre, que no oye. Está pensando, y cuando piensa… es como si nosotros no existiéramos – dice Tomás. -Y cuando establece una cosa no la remueve ninguna justa consideración. Quiere hacer lo que quiere Él. Sólo se fía de sí mismo. Será su ruina. Si se asesorase un poco conmigo… ¡Que yo sé muchas cosas! – dice Judas con ese empaque de «yo hago todo» y de «soy más que los demás». -¿Qué sabes tú?- pregunta Pedro, ya rajo como un gallito. ¡Tú sabes todo! ¿Qué amigos tienes? ¿Qué es, que eres una personalidad de Israel? ¡Vete por ahí, hombre! Tú eres un pobre hombre como yo y los demás. Un poco más guapo… Pero la belleza de juventud es una flor que dura un día. ¡Yo también era guapo! -Una fresca carcajada de Juan quiebra el aire. También los otros se ríen, y toman un poco el pelo a Pedro por sus arrugas, sus piernas divergentes, como las de todos los marineros, sus ojos un poco prominentes y enrojecidos por los vientos del lago. -Reíos si queréis, pero es así. Y… no me interrumpáis. Di, Judas. ¿Qué amigos tienes? ¿Qué sabes? Para saber lo que das a entender, debes tener amigos entre los enemigos de Jesús. Y quien tiene amigos entre los enemigos es un traidor. ¡De modo que, muchacho, cuida de ti, si te preocupa tu belleza! Porque, si bien es verdad que ya no soy guapo, es verdad que soy todavía fuerte, y no me costaría mucho esfuerzo dejarte desdentado o deshacerte un ojo – dice Pedro. -¡Qué modos de hablar! ¡Verdaderamente propios de un tosco pescador! – dice Judas con un desprecio de príncipe ofendido. -Sí señor, y a mucha honra. Pescador, pero sincero como mi lago, que si quiere hacer tormenta no dice: «Hago bonanza», sino que se estremece y se pone, como testigos en el zócalo del cielo, unas borlas de nubes que para qué; de forma que basta con que uno no sea un animal o esté borracho para que entienda la alusión y tome las medidas que correspondan. Tú… tú me asemejas a este barro, que parece sólido y, mira» (y pisa enérgicamente, y el barro salpica hasta el mentón del guapo Iscariote). -¡Pero Pedro! ¡Son modales indignos! ¡Pues sí que dan en ti buen fruto las palabras del Maestro sobre la caridad! -Y en ti sobre la humildad y la sinceridad. Venga. Escupe lo que sabes. ¿Qué sabes? ¿Es verdad que sabes, o te das importancia para hacer creer que tienes amigos poderosos? ¡Tú, que eres sólo un pobre gusano! -Yo sé lo que sé, y no vengo a decírtelo a ti para que se produzcan riñas como te gustaría, como galileo que eres. Repito que sería una cosa muy buena que el Maestro fuera menos testarudo. Y menos violento. La gente se cansa de oír que la ofenden. -¡Violento! Si lo fuera, debería hacerte volar al río, inmediatamente. Un buen vuelo por encima de aquellos árboles. Así te lavarías el barro que te ensucia el perfil. ¡Ojalá sirviera para lavarte el corazón, que… me equivocaré, pero debe estar más costroso que mis piernas embarradas! Efectivamente, Pedro, velludo y bajo de estatura, tiene las piernas más embarradas. El y Mateo son verdaderamente de arcilla casi hasta la rodilla. -Dejadlo, ¿no?! ¡Ya está bien! – dice precisamente Mateo. Juan, que ha notado que Jesús ha aminorado la marcha, sospecha que haya oído, y, acelerando el paso, pasando a dos o tres compañeros, se llega hasta Él, se pone a su lado y lo llama: -¡Maestro! – dulcemente como siempre, y con esa mirada suya de amor, volviendo la cabeza hacia arriba, porque es más bajo y porque va hacia el centro del camino y, por tanto, fuera del ligero desnivel por el que todos marchan. -¡Juan! ¿Me has alcanzado? Jesús le sonríe. Juan, estudiando con amor y preocupación su rostro para tratar de ver si ha oído, responde: -Sí, Maestro mío. ¿Me quieres contigo? -Siempre te quiero conmigo. A todos os querría tener al lado, ¡y con tu corazón! Pero, si sigues caminando por ahí, te acabarás de mojar. -¡No me importa, Maestro! ¡Nada me importa, con tal de estar a tu lado! -¿Siempre quieres estar conmigo? Tú no piensas que soy imprudente y que puedo meteros en líos también a vosotros. ¿No te sientes ofendido porque no atiendo tus consejos? -¡Maestro! ¿Entonces has oído? – Juan está consternado.-He oído todo. Desde las primeras palabras. De todas formas, no te aflijas. No sois perfectos. Lo sabía desde cuando os llamé. Y no pretendo que seáis perfectos rápidamente. Antes deberéis ser transformados de agrestes en delicados, con dos injertos… -¿Cuáles, Maestro? -Uno de sangre, otro de fuego. Después seréis héroes del Cielo y convertiréis al mundo, empezando por vosotros. -¿De sangre? ¿De fuego? -Sí, Juan. La Sangre: la mía… -¡No, Jesús! Juan le interrumpe con un gemido. -Serénate, amigo. No me interrumpas. Sé tú el primero en escuchar estas verdades. Lo mereces. La Sangre: la mía. Ya sabes que para esto he venido. Soy el Redentor… Piensa en los Profetas. No omitieron ni una iota describiendo mi misión. Seré el Hombre descrito por Isaías. Y, cuando me desangren, mi Sangre os fecundará a vosotros. Pero no me limitaré a esto. Sois tan imperfectos, débiles, obtusos y miedosos, que Yo, glorioso al lado del Padre, os enviaré el Fuego, la Fuerza que procede de mi ser por generación del Padre y que vincula al Padre y al Hijo en una arra indisoluble, haciendo de Uno, Tres: el Pensamiento, la Sangre, el Amor. Cuando el Espíritu de Dios, o mejor, el Espíritu del Espíritu de Dios, la Perfección de las Perfecciones divinas, descienda sobre vosotros, vosotros dejaréis de ser lo que ahora sois. Seréis nuevos, potentes, santos… Pero para uno nula será la Sangre y nulo el Fuego. Porque la Sangre, para él, significará poder de condenación, y para toda la eternidad conocerá otro fuego, en el cual arderá, arrojando y tragando sangre, porque verá sangre en todos los lugares donde ponga sus ojos mortales o sus ojos espirituales, desde cuando haya traicionado la Sangre de un Dios. -¡Oh, Maestro! ¿Quién es? -Lo sabrás un día. Ahora ignora. Y, por la caridad, no trates ni siquiera de indagar. La averiguación presupone sospecha. No debes sospechar de tus hermanos, porque la sospecha es ya falta de caridad. -Me basta con que me asegures que no seremos ni yo ni Santiago los que te traicionemos. -¡No, tú no! Y tampoco Santiago. ¡Tú eres mi consuelo, Juan bueno! – y Jesús le pone un brazo encima de los hombros y lo arrima hacia sí, y prosiguen así unidos. Van en silencio un rato. También los demás ahora guardan silencio. Se oyen sólo las pisaduras sobre el lodo. Luego, otro ruido. Es un susurro, un gorgoteo: me asemeja al pesado ronquido de una persona acatarrada. Un ronquido monótono, interrumpido de vez en cuando por pequeños chasquidos. -¿Oyes? – dice Jesús – El río está cerca. -Pero al vado no llegaremos antes de la noche. Dentro de poco empezará a oscurecer. -Dormiremos en alguna cabaña. Y mañana pasaremos. Hubiera querido llegar antes, porque cada hora que pasa se engrosa más el río. ¿Oyes? Los cañizares de las orillas se rompen bajo el peso de las aguas crecidas. -¡Te han entretenido mucho en las ciudades de la Decápolis! Nosotros se lo decíamos a aquellos enfermos: «¡Otra vez será!» pero… -Pero quien está enfermo quiere curarse, Juan. Y quien tiene piedad cura inmediatamente, Juan. No importa. Pasaremos de todas formas. Quiero recorrer la otra orilla antes de volver a Jerusalén para Pentecostés. Callan de nuevo. Cae la tarde con la rapidez de las tardes lluviosas. La marcha, en el crepúsculo cada vez más oscuro, se hace aún más difícil. Y los árboles que hay a lo largo del camino aumentan la oscuridad con su follaje. -Vamos a pasar a la otra margen del camino. Ya estamos muy cerca del vado. Vamos a buscar una cabaña. Cruzan. Los demás los siguen. Salvan un pequeño canal cenagoso – más cieno que agua – que va a afluir, burbujeando, al río. Casi a tientas pasan entre los árboles, y se dirigen hacia el río, cuyo rumor se oye cada vez más cercano y fuerte. Un primer rayo de luna perfora las nubes, penetra entre dos nubes y baja haciendo brillar el agua limosa del Jordán, que está muy engrosado y ancho en ese punto. (Si calculo bien, el río tiene una anchura de cincuenta o sesenta metros. Soy una verdadera calamidad en cuestión de cálculo de medidas, pero creo que mi casa cabría en ese cauce, al menos, nueve o diez veces, y tenía una anchura de aproximadamente cinco metros y medio). Ahora no es el hermoso, calmo y azul Jordán, de aguas pacíficas y bajas que dejan al descubierto la fina arena del guijarral en las orillas, donde empiezan los cañizares, que siempre son un temblor sonoro. Ahora el agua ha invadido toda, y los primeros cañizares, combados, rotos y sumergidos, ya no se ven; todo lo más, alguna cinta de las hojas ondea en la superficie del agua y parece hacer un gesto de adiós y pedir ayuda. E1 agua está ya al pie de los primeros árboles gruesos. No sé qué árboles son. Son altos y frondosos, compactos como una muralla, oscura en la noche oscura. Algún sauce hunde las cimas de sus desordenadas frondas en el agua amarillenta. -Por aquí ya no se puede vadear – dice Pedro. -Por aquí no. ¿Pero allí? ¿Ves? Se pasa todavía – dice Andrés. Efectivamente, dos cuadrúpedos están pasando con cautela e1 río. El agua toca el vientre de los animales. Si pasan ellos, pasan también las barcas. -Pero es mejor pasar enseguida, aunque ya sea de noche. Hay menos nubes, y hay luna. No dejemos pasar este momento. Vamos a buscar si hay una barca… Y Pedro lanza tres veces un largo y lamentoso “¡0… eh!” Ninguna respuesta. Vamos abajo, al pie del vado. Melquías con sus hijos debe estar. Es el mejor período del año para él. Nos pasará. Andan lo más deprisa que pueden por el senderillo que, casi lamido por el río, lo bordea. -¿Pero aquélla no es una mujer? – dice Jesús, mirando a los dos que ya han cruzado el río con los caballos y que ahora están parados en el sendero.-¿Una mujer? Pedro y los demás no ven ni distinguen si es hombre o mujer el bulto oscuro que ha bajado del caballo y está esperando. -Sí. Es una mujer. Es… es María. Mirad, ahora que cae bajo el rayo de la luna. -¡Dichoso Tú que ves! ¡Dichosos tus ojos! -María es. ¿Qué querrá? – y Jesús grita: « ¡María!». -¡Rabbuní! ¿Eres Tú? ¡Gloria a Dios, que te he encontrado! – y María corre como una gacela hacia Jesús. No me explico cómo no tropieza en el accidentado sendero. Ha dejado caer un primer manto grande y grueso, y ahora viene con su velo y un manto más ligero arrollado al cuerpo encima de una túnica oscura. Cuando llega donde Jesús, se arroja a sus pies sin tener en cuenta el barro. Jadea, pero se la ve feliz. Repite: -¡Gloria a Dios, que me ha hecho encontrarte! -¿Por qué, María? ¿Qué sucede? ¿No estabas en Betania? -Estaba en Betania con tu Madre y las mujeres, como habías dicho… Pero he venido a tu encuentro… Lázaro no podía porque sufre mucho… Entonces he venido yo con el doméstico… -¡Tú salir de casa sola con un muchacho y con este tiempo! -¡Rabbuní, no irás a decirme que piensas que tengo miedo! No he tenido miedo de hacer tanto mal… no lo tengo ahora de hacer el bien. -¿Y bien? ¿Para qué has venido? -Para decirte que no pases… En la otra parte te esperan con intención de hacerte daño… Lo he sabido… Lo he sabido de un herodiano que hace tiempo… que hace tiempo me amaba… No sé si lo habrá dicho por amor, todavía, o por odio… Sé que anteayer me vio a través de la cancilla y me dijo: «María necia, ¿estás esperando a tu Maestro? Haces bien, porque será la última vez, porque en cuanto pase y venga a Judea le echan mano. Míralo bien y luego huye, porque no es prudente estar cerca de Él ahora…». Entonces… te puedes imaginar con qué coraje… he indagado… Como sabes… he conocido a muchos… y, aunque quizás llamándome loca y… poseída, todavía me hablan… He sabido que es verdad. Entonces he tomado dos caballos y he venido, sin decir nada a tu Madre… para no causarle dolor. Regresa…, vuélvete inmediatamente, Maestro. Si saben que estás aquí, pasado el Jordán, vienen. Y estás ya demasiado cerca de Maqueronte. ¡Vete, vete por piedad, vete por piedad, Maestro!… -No llores, María… -¡Tengo miedo, Maestro! -¡No! ¿Miedo tú, tan valiente que has pasado el río crecido y de noche?.., -Pero esto es un río y ésos son hombres enemigos tuyos y que te odian… Tengo miedo del odio a ti… Porque te quiero, Maestro. -No temas. No me prenderán aún. No es mi hora. Aunque pusieran a lo largo de todos los caminos formaciones y más formaciones de soldados, no me prenderían. No es mi hora. Pero seguiré tu deseo. Regresaré… Judas barbota unas palabras entre dientes. Jesús responde: -Sí, Judas. Es exactamente como dices. Exactamente en la primera mitad de tu frase. Hago caso de ésta; sí, hago caso de ella. Pero no porque sea mujer, como insinúas, sino porque es la que ha recorrido más camino de amor. María, vuelve a casa mientras puedas hacerlo. Yo regreso. Pasaré… por donde pueda, y me iré a Galilea. Ven con mi Madre y las otras a Caná, a casa de Susana. Allí os daré instrucciones. Ve en paz, bendita. Dios está contigo. Jesús le pone la mano en la cabeza, bendiciéndola así. María toma las manos de Cristo y las besa, luego se levanta y se vuelve. Jesús la mira mientras se marcha. La mira mientras recoge el grueso manto y se lo pone, mientras va hasta e1 caballo y monta, mientras entra de nuevo en el vado y pasa. -Y ahora vamos – dice. -Quería que descansarais, pero no me es posible. Me preocupo de vuestra incolumidad, piense lo que piense Judas en contra. Creedme: si cayerais en manos de mis enemigos sería peor para vuestra salud que el agua y el barro… Todos bajan la cabeza, porque han comprendido el reproche velado, y dado como respuesta a sus conversaciones de antes. Caminan, caminan, caminan toda la noche, entre disipaciones de nubes y breves chubascos. A la entrada de una pobrísima aldea, que se extiende junto al río con sus casuchas de barro, los sorprende una aurora cenicienta. El río es un poco menos ancho que en el vado. Hay algunas barcas que han sido arrastradas a la tierra, incluso hasta dentro de la propia aldea, para salvarlas de la crecida. Pedro lanza su grito: “¡0… eh!” Sale de un tugurio un hombre vigoroso, aunque anciano. -¿Qué quieres? -Barcas para pasar. -¡Imposible! El río está demasiado crecido… La corriente…. -¡Eh, amigo! ¿A quién se lo estás diciendo? Soy pescador de Galilea. -Una cosa es el mar… esto es río… no quiero quedarme sin barca. Y además… sólo tengo una, y tú y los que te acompañan sois muchos. -¡Embustero! ¿Me vas a contar que tienes una barca sólo? -¡Que se me sequen los ojos si miento, yo… -Ten cuidado, no sea que se te vayan a secar de verdad. Éste es el Rabí de Galilea, que da ojos a los ciegos y que… puede complacerte secándote los tuyos… -¡Misericordia! ¡El Rabí! ¡Perdóname, Rabbuní!-Sí. Pero no vuelvas a mentir. Dios ama a los sinceros. ¿Por qué decir que tienes una barca sólo, cuándo todo el pueblo puede desmentirte? ¡Demasiado humillante es para un hombre la mentira y e1 quedar desenmascarado! ¿Me prestas tus barcas? -Todas, Maestro. -¿Cuántas hacen falta, Pedro? -En tiempos normales son suficientes dos. Pero con el río crecido es más difícil la maniobra y hacen falta tres. -Tómalas, pescador. Pero, ¿cómo voy a recuperarlas? -Ven en una. ¿No tienes hijos? -Tengo un hijo y dos yernos y algunos nietos. -Dos por cada barca son suficientes para regresar. -Vamos. El hombre llama a los otros, y, con la ayuda de Pedro, Andrés, Santiago y Juan, empujan las barcas adentro. La corriente es fuerte y trata de arrastrarlas enseguida corriente abajo. Las cuerdas que sujetan las barcas a los troncos más cercanos están tensas come las de un arco, y crujen por la tensión. Pedro mira. Mira las barcas, el río; mira y menea la cabeza y se alborota con una mano sus cabellos entrecanos; luego lanza una ojeada curiosa a Jesús. -¿Tienes miedo, Pedro? -¡Hombre!… casi, casi… -No temas. Ten fe. Y también tú, hombre. Quien lleva a Dios y a sus enviados no debe temer. Vamos a bajar a las barcas. Yo a la primera. El dueño de las barcas hace un gesto de resignación. Estará pensando que ha llegado la última hora para sí y para sus parientes; lo mínimo que estará pensando es que va a perder las barcas o que quién sabe dónde van a terminar. Jesús ya está en la barca. De pie, en la proa. Bajan también los otros, a ésta o a las otras dos barcas. Queda en tierra solamente un viejecito, el ayudante quizás, que vigila las sogas. -¿Ya? -Sí, ya. -¿Preparados los remos? -Preparados. -Suelta, tú, de la orilla. El viejecito desanuda los cabos de la espiga con que formaban nudo cabe el tronco. Las barcas, a medida que van quedando libres, dan un bandazo un poco hacia el sur en la dirección de la corriente. Pero Jesús tiene la expresión del rostro de cuando obra milagros. No sé lo que le dice al río. Lo que sé es que la corriente casi se para (tiene sólo el movimiento lento del Jordán cuando no está crecido). Las barcas cortan el agua sin esfuerzo; es más, a una velocidad que debe asombrar al dueño de las barcas. Ya están en la otra parte. Bajan fácilmente; y la corriente, mientras están parados los remos, no intenta arrastrar hacia abajo a las barcas. -Maestro, veo que eres verdaderamente poderoso – dice el dueño de las barcas. Bendice a tu siervo y acuérdate de mí, que soy un pecador. -¿Por qué poderoso? -¿Hombre, te parece poco? ¡Has detenido la corriente impetuosa del Jordán!… -Josué ya hizo este milagro, y mayor aún, porque desaparecieron las aguas del río, para que pasara el Arca… -Y tú, hombre, has pasado a la verdadera Arca de Dios – dice Judas con su empaque. -¡Oh, Dios Altísimo! ¡Sí, lo creo! ¡Tú eres el verdadero Mesías! El Hijo de Dios Altísimo. Voy a decir esto por ciudades y pueblos de la ribera. Voy a decir esto, lo que has hecho, lo que te he visto hacer. ¡Vuelve, Maestro! Mi pobre aldea tiene muchos enfermos. ¡Ven a curarlos! -Iré. Tú, mientras, predica en mi Nombre la fe y la santidad para ser gratos a Dios. Adiós, hombre. Ve en paz. Y no temas por el regreso. -No tengo miedo. Si tuviera miedo, te habría pedido que tuvieras compasión de mi vida. Pero creo en ti y en tu bondad y voy a la otra orilla sin pedir nada. Adiós. Vuelve a subir a la barca. Es el primero en meter la proa en el río. Y marcha seguro y veloz. Toca la orilla. Jesús, que ha estado parado hasta que lo ha visto en tierra, hace un gesto de bendición. Luego se retira hacia el camino. El río reemprende su marcha vortiginosa… Y todo termina así.