Llegada a Nazaret. Alabanzas a la Virgen. Curación de Áurea.
Viniendo de Sefori, se entra en Nazaret por el noroeste, o sea, por la parte más alta y pedregosa. El anfiteatro en que, a escalones, se extiende Nazaret se muestra todo en cuanto se alcanza la cresta del collado, que es el último si se viene de Seforí, y que desciende hacia la pequeña ciudad, por barrancos, con declive más o menos pronunciado. Si reconozco bien el lugar – ha pasado tiempo y muchos lugares de montaña se parecen -, este en que se encuentra Jesús es justamente el sitio en que sus conciudadanos intentaron lapidarlo y Él los detuvo con su poder y pasó en medio de ellos.
Jesús se para a mirar a su ciudad amada y hostil. Una sonrisa de contento le ilumina el rostro. ¡Qué bendición, ignorada e inmerecida por los nazarenos, esta sonrisa divina que se derrama y expande en gracias sobre esta tierra que lo recibió de niño y lo vio crecer, y donde su Madre nació y vino a ser Esposa de Dios y Madre de Dios!
También los dos primos miran a su ciudad con una visible alegría, aunque la de Judas Tadeo está impregnada de seriedad austera, grave, mientras que la de Santiago es más abierta y dulce, más semejante a la de Jesús.
Tomás, aunque no sea su ciudad, tiene la cara que es un luminar de alegría, y dice, señalando hacia la casita de María – del horno salen círculos de humo:
-La Madre está en casa y está haciendo el pan… – y dice estas sencillas palabras con tanto fuego de amor, que parece como si hablara de la propia madre con todo el afecto de un hijo.
El Zelote, más sosegado por la edad y por la educación recibida, sonríe diciendo: -Sí, y su paz ya llega a nuestros
corazones.
-Vamos pronto – dice Santiago – Vamos a pasar por este sendero para llegar sin que casi nos vean los nazarenos. Nos entretendrían…
-Pero os alejáis de vuestra casa… También vuestra madre deseará veros.
-Puedes estar seguro, Simón, de que nuestra madre está en casa de María. Está allí casi siempre… Y estará, porque están haciendo el pan, y por la niña enferma…
-Sí, vamos por aquí. Llegaremos al seto de nuestro huerto pasando por detrás del huerto de Alfeo – dice Jesús.
Bajan a buen paso por el sendero: muy inclinado al principio, más suave cuando está ya cerca de la ciudad. Pasan por olivares, luego por pequeñas parcelas ya sin mieses, y pasan muy cerca de los primeros huertos de la ciudad. Y los altos setos de tupidas frondas que rodean a aquéllos o hacia los cuales se pliegan las frondas de los árboles pesados de fruta, o los muretes de piedra seca cubiertos enteramente por las ramas que cuelgan hacia fuera desde dentro de los huertezuelos, hacen que su tránsito pase inadvertido por las amas de casa, que van y vienen por los huertos, o hacen la colada y tienden la ropa en los pequeños prados que hay cerca de las casas…
E1 seto – toda una maraña de espinos durante el invierno, después del enrojecimiento de los pequeños frutos en otoño, o todo un adensarse de hojas durante el verano, después de la floración del espino albar en primavera -, que limita por un lado al huerto de María, ahora está embellecido con una exuberante planta de jazmín y con un ondear de cálices de una flor cuyo nombre desconozco; estas plantas, desde el interior del huerto, extienden sus ramas sobre el seto, de forma que hacen a éste más tupido y hermoso; un curruco canta en su espesura, y del interior del huerto llega el zureo de las palomas.
-También la barrera está resguardada y toda cubierta de ramas en flor – dice Santiago, que ha ido más deprisa y se ha adelantado a mirar la rústica cancilla de detrás del huerto, la que después de años de no servir para nada fue usada para que entrara y saliera el carrito de Pedro para Juan y Síntica.
-Vamos por el sendero y llamamos a la puerta. A mi Madre le dolería ver estropeada esta barrera – le responde Jesús. -¡Su huerto cerrado!- exclama Judas Tadeo.
-Sí. Y Ella es su rosa – dice Tomás.
-El lirio entre los espinos – dice Santiago.
-La fuente sellada – dice el Zelote.
-Mejor: el manantial de agua viva que, brotando con ímpetu del monte hermoso, da a la Tierra el Agua de Vida y surte con su perfumada pureza hacia el Cielo – dice Jesús.
(Huerto cerrado y las otras imágenes, que en el presente capítulo se aplican a María Stma., están sacadas de: Cantar de los Cantares 2, 2; 4, 8-12; 4, 15; 5, 1; 8, 11-12)
-Dentro de poco estará dichosa viéndote – dice Santiago
-Hermano mío, dime una cosa que desde hace tiempo deseo saber. ¿Cómo ves Tú a María? ¿Como Madre o como súbdita? Es madre para ti, pero es mujer y Tú eres Dios… – dice Judas Tadeo.
-Como hermana y esposa, como delicia y reposo del Dios y como conforte del Hombre. Yo veo y tengo todo en María, como Dios y como Hombre. Aquella que era la Delicia de la Segunda de la Tríada en el Cielo, Delicia del Verbo y del Padre y del Espíritu, es la Delicia del Dios Encarnado, y lo será del Hombre Dios glorificado.
-¡Qué misterio! ¿Entonces Dios se ha privado dos veces de sus complacencias? En ti y en María, y os ha dado a la Tierra… – medita el Zelote.
-¡Qué amor! Esto es lo que debes decir. El amor impulsó a la Tríada a dar a María y a Jesús a la Tierra – dice Santiago.
-Y, no por ti que eres Dios, sino por su Rosa, ¿no temió confiarla a los hombres, todos ellos indignos de tutelarla? – pregunta Tomás.
-Tomás, el Cantar te responde: «El Pacífico tenía una viña y la confió a los viñadores, los cuales, profanadores azuzados por el Profanador, muchas sumas de dinero habrían dado por poseerla, o sea, todas las seducciones para seducirla, pero la Viña
hermosa del Señor se custodió por sí sola, y no quiso dar sus frutos sino al Señor y a Él abrirse y generar el Tesoro sin precio: el Salvador».
Ya han llegado a la puerta de la casa. Judas de Alfeo comenta, mientras Jesús golpea en la puerta cerrada: -Habría que decir: «Ábreme, hermana mía esposa, amada, paloma, inmaculada»…
Pero, cuando la puerta se entreabre y aparece el dulce rostro de la Virgen, Jesús dice sólo la más dulce de las palabras, abriendo los brazos para recibirla:
-¡Mamá!
-¡Oh, Hijo mío! ¡Bendito! Entra. ¡La paz y el amor estén contigo!
-Y a mi Madre y a la casa y a quien en ella está – dice Jesús entrando, seguido por los otros.
-Allí está vuestra madre. Las dos discípulas están con el pan y la colada… – explica María después del saludo recíproco con los apóstoles y sobrinos. Y éstos, discretos, se retiran, para dejar solos a la Madre y al Hijo.
-Aquí me tienes, Madre mía. Estaremos juntos bastante… Qué dulce es el regreso… la casa y, sobre todo, tú, Madre, después de tanto camino en medio de los hombres…
-Que cada vez te conocen más y, por este conocimiento, se dividen en dos ramas: los que te aman… y los que te odian… Y la rama más gruesa es la última…
-El Mal siente que pronto va a ser vencido y está furioso… y hace enfurecer… ¿Cómo está la niña?
-Levemente mejor… Pero estuvo a punto de morir… Y sus palabras, ahora que no delira, corresponden, aunque más reservadas, a las que le salían en el delirio. Sería mentir decir que no hemos reconstruido su historia… ¡Pobrecilla!…
-Sí. Pero la Providencia veló por ella.
-¿Y ahora?…
-Y ahora… No sé. Áurea no me pertenece como tal niña. Su alma es mía; su cuerpo, de Valeria. Por ahora estará aquí, para olvidar…
-Mirta la querría.
-Lo sé… Pero no tengo el derecho a actuar sin el permiso de la romana. Tampoco sé si la adquirieron con dinero o si usaron sólo el arma de las promesas… Cuando la romana la solicite…
-Iré yo por ti, Hijo mío. Es mejor que no vayas Tú… Déjalo en manos de tu Mamá. Nosotras mujeres… seres ínfimos para Israel, no somos tan observadas, si vamos a hablar con los gentiles. ¡Y tu Mamá es tan desconocida para el mundo! Ninguno advertirá la presencia de una hebrea lugareña que, envuelta en su manto, va por las calles de Tiberíades y llama a la casa de una dama romana…
-Podrías ir a casa de Juana… y allí hablar con la dama…
-Lo haré así, Hijo mío. ¡Que tu corazón halle alivio, Jesús mío!… Estás muy afligido… Lo comprendo… y quisiera hacer mucho por ti…
-Y mucho haces, Mamá. Gracias por todo lo que haces…
-¡Oh! ¡Bien pobre ayuda soy, Hijo mío! Porque no consigo que te amen, ni darte… dicha… mientras se te concede tener un poco de dicha… ¿Qué soy, entonces? Una bien pobre discípula…
¡Mamá! ¡Mamá! ¡No digas eso! Mi fuerza me viene de tus oraciones. Pensando en ti descansa mi mente, y ahora el corazón halla conforte estando así, con mi cabeza en tu corazón bendito… ¡Mamá mía!…
Jesús, sentado en el arquibanco que está junto a la pared, ha arrimado hacia sí a su Madre, erguida al lado de Él, y apoya la frente sobre el pecho de María, la cual, levemente, acaricia sus cabellos… Una pausa todo amor.
Luego Jesús alza la cabeza y se pone de pie. Dice:
-Vamos donde los otros, y donde la niña – y sale con su Madre al huerto.
Las tres discípulas, en el umbral de la habitación donde está la joven enferma, hablan a ritmo rápido con los apóstoles. Pero cuando ven a Jesús se callan y se arrodillan.
-La paz a ti, María de Alfeo, y a vosotras, Mirta y Noemí. ¿La niña duerme?
-Sí, persiste la fiebre, que la aturde y la consume. Si sigue así, morirá. Su tierno cuerpo no resiste la enfermedad, y la mente se turba por los recuerdos – dice María de Alfeo.
-Sí… y no reacciona porque dice que quiere morirse para no volver a ver romanos… – confirma Mirta. -Un dolor para nosotras que ya la queremos… – dice Noemí.
-¡ No temáis! – responde Jesús mientras se acerca a la entrada de la pequeña habitación y levanta la cortina…
En el lecho que está pegado a la pared, frente a la puerta, se ve la carita enflaquecida, sepultada bajo la masa de los largos cabellos dorados, una carita de nieve, excepto en los pómulos, que presentan un color rojo encendido. Duerme con fatiga, profiriendo entre dientes palabras balbucientes, incomprensibles, mientras, con la mano relajada encima de la cubrecama, hace, de vez en cuando, un gesto como para rechazar algo.
Jesús no entra. La mira con mirada de compasión. Luego llama fuerte:
-¡Áurea! ¡Ven! ¡Está aquí tu Salvador!
La niña se sienta bruscamente en el lecho, lo ve y emitiendo un grito, baja y corre, vestida con una larga y suelta túnica, descalza, hacia Jesús, y se arroja a sus pies diciendo:
-¡Señor! ¡Ahora sí que me has liberado!
-Está curada. ¿Veis? No podía morir, porque antes debe conocer la Verdad.
Y a la niña, que le besa los pies, le dice:
-¡Arriba! Y vive en paz – y le pone la mano encima de la cabeza ya no febricitante.
Áurea, con su larga túnica de lino, quizás una de la Virgen, tan larga que le forma cola, con los cabellos sueltos como un manto sobre su esbelto cuerpo, con los ojos grises-azules brillantes todavía por la fiebre que acaba de desaparecer y por la alegría que acaba de nacer, parece un ángel.
-Adiós. Nos retiramos al taller mientras vosotras os ocupáis de la niña y de la casa… – dice el Maestro: y seguido por los cuatro, entra en el viejo taller de José, y se sienta con los suyos en los bancos de carpintero desusados…