Llegada a Jericó. El amor terreno de la muchedumbre y el amor sobrenatural del convertido Zaqueo.
Hay gran expectación allí por la llegada de Jesús. Numerosa gente espera en los campos cercanos a la ciudad, y en cuanto uno – que ha trepado a un alto nogal con la misión de observar- lanza el grito: « ¡Allí está el Cordero de Dios!», la gente se pone en pie y va presurosa hacia Jesús, que avanza entre las primeras nieblas crepusculares. -¡Maestro! ¡Maestro! ¡Te esperamos desde hace mucho! ¡Nuestros enfermos! ¡Nuestros niños! ¡Tu bendición! Los viejos te esperan para morir en paz. Si nos bendices, Señor, quedaremos preservados de la desventura – hablan todos a la vez, mientras Jesús alza la mano con sucesivos gestos de bendición, y repite: -¡Paz, paz, paz a todos vosotros! Los apóstoles que están todavía con Él se ven alcanzados y arrollados par la muchedumbre, separados de Jesús -quien casi no puede andar- por las mismas personas que se quejan dulcemente de tanta espera. El pobre Zaqueo lucha nerviosamente para llegar hasta Jesús para que lo oiga; para que, al menos, lo vea. Pero, siendo tan bajo como es, y ni muy ágil ni muy fuerte, se ve siempre rechazado por nuevas oleadas de gente, y su grito se pierde en el clamor; y en el jaleo de cabezas, de brazos, de indumentos que se agitan, se pierde su persona. Inútilmente suplica, y alguna vez se enfada, para obtener un poco de piedad. La gente es siempre egoísta para lo que le gusta, y cruel con los más débiles. El pobre Zaqueo, agotado por los esfuerzos, convencido de la inutilidad de éstos, pierde la voluntad de luchar y se resigna mortificado. En efecto, ¿cómo podrá conseguirlo, si por todas las calles sale más gente y cada calle parece un riachuelo que va a desembocar a un único río: el camino recorrido por Jesús? Y cada nuevo afluente, con una nueva oleada que hace cada vez más densa la muchedumbre -hasta el punto de que se hace peligroso encontrarse en medio- rechaza al pobre Zaqueo. Judas Tadeo lo ve y trata de abrirse paso para sacarlo -en una de las calles- del rincón al que lo ha relegado y fijado la muchedumbre. Pero a su vez Judas de Alfeo es impelido por los que le empujan por detrás, y el intento fracasa. Tomás, haciendo arma de su robusta persona, empuja con los codos y grita con su vozarrón potente: « ¡Dejad paso!» con el mismo intento. Pero… ¡ya, ya! La gente es un muro más sólido que la roca, y flexible como el caucho: se pliega pero no se rompe; ya no es un abrazo lo suyo: es una cadena indestructible. También Tomás se resigna. Zaqueo pierde toda esperanza, porque Dídimo es el último de los apóstoles enganchados por el aluvión de gente, que, por fin, pasa. Ha pasado… Trozos de tela, mechones, orlas, horquillas de mujer, hebillas, quedan en el suelo como testimonio de su violencia. Hay incluso una sandalia pequeña, de niño, pisoteada… Parece esperar tristemente al piececito que la ha perdido… Zaqueo se pone en la cola, también él triste como ese calzado pequeño que la muchedumbre ha arrancado a su pequeño propietario. A Jesús ya ni siquiera se le ve. Un esquina de la calle lo ha escondido para los ojos del pobre Zaqueo… Pero cuando -el último de la muchedumbre- llega a la plaza donde antes tenía su banco, ve que la gente se ha parado, gritando, orando, suplicando. Y ve que Jesús, subido en la escalinata de una casa, hace con los brazos y con la cabeza gesto negativo. Y dice algo que, en medio del bramido de la muchedumbre, no se puede comprender. En fin, ve que Jesús, bajando, no sin dificultad, de su pedestal, reanuda el camino y tuerce, sí, tuerce justamente por la parte en donde se encuentra su casa. Entonces Zaqueo recupera todo el coraje. La gente es mucha, pero la plaza es amplia, y, por tanto, la masa de gente es menos compacta y puede ser… atravesada como un seto no muy tupido por una persona que tenga voluntad de hacerlo y no tenga miedo de herirse. Y Zaqueo, transformado en cuña, en catapulta, en ariete, arremete, choca, penetra, distribuye y recibe puñetazos en la cara y codazos en el estómago y patadas en las espinillas, pero se abre paso, avanza… Ya está en el lado opuesto, donde… el ensanchamiento termina, y de nuevo se encuentra delante del muro impenetrable. Pocos pasos lo separan de Jesús, que ya está parado junto a su casa. Pero si lo separaran desiertos y ríos podría tener más esperanza en lograr llegar a Él. Se inquieta, vocea, impone: -¡Tengo que ir a mi casa! ¡Dejadme pasar! ¿No veis que Él quiere ir a mi casa? ¿Cómo se le habrá ocurrido decirlo? Ello enciende de nuevo a la muchedumbre, en su deseo de tener en otras casas al Maestro. Quién se ríe burlándose del pobre Zaqueo, quién le responde con malos modales. No hay uno sólo que tenga piedad. Al contrario, se ponen a gritar y a moverse para que el Maestro ni oiga ni vea a Zaqueo. Y algunos gritan: -¡Hasta demasiado has recibido de Él, viejo pecador! Creo que en tanta malevolencia está presente el recuerdo de las pasadas exacciones y vejaciones… El hombre, incluso el más dispuesto a lo sobrenatural, conserva casi siempre un rinconcito en que está vivo el amor por su peculio y donde, aún más vivo, está el recuerdo de quien perjudicó a este peculio… Pero la hora de la prueba para Zaqueo ha pasado, y Jesús lo premia por su constancia. Grita Jesús con toda la fuerza de su voz: -¡Zaqueo! ¡Ven a mí! ¡Dejadlo pasar, que quiero entrar en su casa! Es inevitable obedecer. La gente se comprime para abrirse y Zaqueo pasa adelante, rojo por el esfuerzo, rojo de alegría, tratando de poner en orden sus cabellos despeinados, la túnica desabotonada, el cinturón que ahora tiene las borlas en los riñones en vez de por delante. Busca el manto… ¿Quién sabe dónde estará el manto?… No importa. Ya está delante de Jesús, semiencorvado como acto de deferencia hacia Él. No puede hacer más, porque tiene el mínimo espacio para inclinarse un poco. -Paz a ti, Zaqueo. Ven, pues, que quiero darte el beso de paz Bien lo has merecido – dice Jesús, sonriendo con una sonrisa verdaderamente alegre, juvenil, que, efectivamente, le hace aparecer rejuvenecido. -¡Oh, sí, Señor. Bien lo he merecido! ¡Qué difícil es llegar a ti, Señor! – dice Zaqueo alzándose lo más que puede para ponerse al nivel de Jesús, que se inclina para besarlo. Y alzándose pone a la vista una cara sangrante por un arañazo en la mejilla derecha, y lívido un ojo por algún codazo sufrido en la órbita. Jesús lo besa y dice: -Pero mi premio a ti no es por esta fatiga, sino por las otras, para muchos secretas, pero que Yo conozco. Sí, es verdad. Llegar a mí es difícil, y no es la muchedumbre el único obstáculo, ni es el obstáculo más difícil que uno encuentra. Pero, ¡oh pueblo que casi me has paseado como triunfador!, el obstáculo más difícil, el más hecho, y que vuelve a rehacerse después de haber intentado romperlo o superarlo, es el propio yo. Yo parecía que no veía, pero he visto todo. Y he valorado todo. ¿Y qué he visto? He visto a un pecador convertido, a un hombre que era duro de corazón, que era amante de las comodidades, soberbio, vanidoso, lujurioso y avaro. Y lo he visto despojarse de su yo viejo, incluso en las cosas menores, cambiar en sus modos y apegos –como para venir donde su Salvador, luchar y suplicar humildemente- y lo he visto recibir pullas y reproches pacientemente, y sufrir en su cuerpo por los empujones de la muchedumbre, y en su corazón por verse relegado a la cola, sin poder recoger ni siquiera una mirada mía. Y he visto otras cosas en él; cosas que también vosotros conocéis, pero que no queréis tener en cuenta, a pesar de que os hayan producido alivio. Diréis: «¿Y cómo lo conoces, Tú que no vives con nosotros?». Os respondo: de la misma forma que leo en el corazón de los hombres, no ignoro las acciones de los hombres, y sé ser justo y premiar en proporción al camino recorrido para llegar a mí, a los esfuerzos realizados para desplantar de la agreste selva que cubría al espíritu todo aquello que no fuera el árbol vital, y fertilizar al espíritu y ponerlo como rey en el yo, y rodearlo de árboles de virtudes para que recibiera honor, y velar para que ningún animal -las distintas pasiones malas- inmundo, porque repta, por su avidez de corrupción, o lascivo u ocioso, anidara en este bosque, sino que el espíritu –vuestro espíritu- estuviera habitado sólo por lo que es bueno y capaz de alabar al Señor, o sea, por los afectos sobrenaturales: aves cantoras y mansos corderos, dispuestos a ser sacrificados, dispuestos a la perfecta alabanza por amor a Dios. Y, de la misma forma que no he ignorado las obras de Zaqueo, sus pensamientos, sus fatigas, tampoco he ignorado que en muchos de esta ciudad, muchos que me han aclamado, hay más un amor sensible que espiritual. Si me amarais con justicia, habríais sido compasivos con vuestro convecino; no lo habríais mortificado recordándole el pasado. Ese pasado que él ha borrado y que Dios no recuerda. Porque el perdón concedido ya no se toca. A menos que el hombre vuelva a pecar. Pero se le juzga de nuevo por el pecado nuevo, no por el que fue perdonado. Ahora Yo -y esto os lo doy como compañía en las meditaciones de la noche- os digo que el amarme de verdad no consiste en aclamarme, sino en hacer lo que Yo hago y enseño, en practicar el amor recíproco, en ser humildes y misericordiosos, recordando que un único barro os ha formado respecto a la parte material, y que el barro siempre tiende al pantano y que, por tanto, si hasta ahora lo que en vosotros es fuerza – el espíritu- que os ha tenido suspendidos por encima del pantano, no ha conocido nunca derrotas y ello es imposible, porque el hombre es pecador y sólo Dios carece de pecado, mañana vuestro espíritu podría conocerlas, y en número y alcance aún mayores que las del antiguo pecador que ha renacido a la Gracia, que ha sido rejuvenecido por ella y renovado, como un niño nacido poco antes, y que tiene a favor de él esa humildad que le viene del recuerdo de haber sido pecador, y la enardecida voluntad de hacer, en el resto de la vida, tanto bien como sea requerido para llenar una vida longeva y enteramente consagrada al bien, hasta el punto de reparar, con medida llena y rebosante, todo el mal que haya podido hacer. Mañana os voy a hablar. Por ahora, en este atardecer, he terminado. Id, llevando en vosotros esta advertencia mía, y bendecid a Dios, que os manda al Médico que extirpa vuestras sensualidades celadas bajo un velo de santidad espiritual, como enfermedades escondidas que roen la vida bajo un velo de salud aparente… Ven, Zaqueo. -Sí, mi Señor. Tengo sólo un anciano doméstico. Yo mismo abro la puerta, y con ella mi corazón lleno de emoción por tu infinita bondad. Y, abierta la cancilla, invita a Jesús y a los apóstoles a entrar. Guía a Jesús hacia la casa, a través del jardín, que ahora es huerto… La casa también está despojada de todas las cosas superfluas. Zaqueo enciende una lámpara y llama al doméstico. -Mira, el Maestro está aquí. Duerme aquí con los suyos y cena aquí. ¿Has preparado las cosas como te dije? -Sí, todo está preparado, menos las verduras, que voy a echar ahora en el agua hirviendo. -Entonces cámbiate de vestido y ve a decir a los que tú sabes que Él está aquí, que vengan. -Voy, señor. ¡Bendito seas, Maestro, que me das la ocasión de morir feliz! Se marcha. -Servía ya a mi padre y se ha quedado en mi casa. De todos los demás he prescindido. Pero a él lo estimo. Ha sido la voz que no callaba nunca cuando pecaba. Y yo, por eso, lo maltrataba. Ahora, después de ti, es al que más quiero… Venid, amigos. Allí hay fuego y todo lo que puede aliviar a los cuerpos cansados y helados. Tú, Maestro, en mi misma habitación… – y lo guía hacia un cuarto que está en el fondo del pasillo. Entra, cierra la puerta, echa agua humeante en un barreño, descalza a Jesús, le sirve. Antes de calzarle las sandalias, besa un pie desnudo y se lo pone encima del cuello y dice: -¡Así! ¡Para que aplastes los residuos del viejo Zaqueo! Se levanta. Mira a Jesús con una sonrisa que le tiembla en los labios, una sonrisa humilde, hecha un poco de llanto. Con un gesto señala todo el cuarto, diciendo: -Aquí dentro he pecado mucho. Pero he cambiado todo, para que lo que tenía ese sabor ya no estuviera presente en mí… Los recuerdos… Yo soy débil… He dejado que viviera entre estas paredes desnudas, en este lecho duro, sólo el recuerdo de la conversión… Lo demás… Lo he vendido, porque me había quedado sin dinero y quería hacer el bien. Siéntate, Maestro… Jesús se sienta en un asiento de madera y Zaqueo se pone en el suelo, a sus pies, medio sentado, medio arrodillado. Sigue hablando: -No sé si he hecho bien; si aprobarás lo que he hecho. Quizás he empezado por donde tenía que terminar. Pero ellos también existen. Y sólo un viejo publicano puede no sentir rechazo hacia ellos en Israel. No. Lo he dicho mal. No sólo un viejo publicano. Tampoco Tú. Es más, eres Tú el que me ha enseñado a amarlos verdaderamente. Antes eran mis cómplices en el vicio, pero no los quería. Ahora me opongo a ellos, pero los quiero. Tú y yo. El todo Santo, el pecador convertido. Tú, porque no has pecado nunca y quieres darnos tu alegría, la de un Hombre sin culpa; yo, porque he pecado mucho, y sé lo dulce que es la paz que proviene de haber sido perdonado, redimido, renovado… La he deseado para ellos. Los he buscado. ¡Al principio ha sido duro! Quería hacerlos buenos a ellos y tenía que hacerme bueno yo mismo… ¡Qué fatiga! Vigilarme porque sentía que me vigilaban. La más mínima cosa habría bastado para que se alejaran… Y además… muchos pecaban por necesidad, por necesidad de oficio. He vendido todo para tener dinero para mantenerlos hasta que encontraran otros oficios menos fructíferos, más cansados, pero honestos. Y siempre hay alguno de ellos que viene, mitad curioso, mitad deseoso de ser un hombre y no sólo un animal. Y debo hospedarlos, hasta que se hacen mansos para el nuevo yugo. Muchos se han circuncidado. El primer paso hacia el verdadero Dios. Pero no lo impongo. Tengo amplios los brazos para abrazar las miserias, yo que no puedo sentir asco de ellas. Quisiera también yo dar a éstos lo que Tú querrías dar a todos: la alegría de no tener ya remordimientos, dado que no podemos como Tú carecer de culpa. Ahora dime, mi Señor, si he sido demasiado osado. -Has obrado bien, Zaqueo. Les das a ellos más de lo que esperas y de lo que piensas que Yo quiero dar a los hombres. No sólo la alegría del perdón, de no tener remordimientos, sino también la alegría de ser pronto ciudadanos de mi Reino celeste. No ignoraba estas obras tuyas. Observaba tu marcha por el arduo, pero glorioso, camino de la caridad; porque esto es caridad, y de la más genuina. Has aprendido la palabra del Reino. Pocos la han comprendido, porque sobrevive en ellos la concepción antigua y la convicción de ser ya santos y doctos. Tú, eliminado de tu corazón el pasado, te has quedado vacío, y has podido, es más, has querido, meter dentro de ti las palabras nuevas, lo futuro, lo eterno. Sigue así, Zaqueo, y serás el exactor de tu Señor Jesús – concluye Jesús, sonriendo y poniendo su mano en la cabeza de Zaqueo. -¿Estás conforme conmigo, Señor? ¿En todo? En todo, Zaqueo. Se lo he dicho también a Nique, que me hablaba de ti. Nique te comprende. Es una mujer abierta a la piedad universal.-Nique me ayudaba mucho. Pero ahora la veo sólo cada nueva luna… Hubiera querido seguirla. Pero Jericó es un lugar propicio para mi nuevo trabajo… -No estará mucho tiempo en Jerusalén… Viajarías por nada. Nique volverá después aquí… -¿Después?… ¿Cuándo, Señor? -Cuando mi Reino haya sido proclamado. -Tu Reino… Tengo miedo de ese momento. Los que ahora se dicen fieles tuyos, ¿sabrán serlo entonces? Porque, sin duda, habrá tumultos y luchas entre los que te aman y los que te odian… ¿Sabes, Señor, que tus enemigos pagan incluso a bandoleros, a la hez del pueblo, para tener partidarios preparados a crear alboroto para imponerse? Esto lo he sabido por uno de mis pobres hermanos… ¡Oh! ¿Entre quien roba legalmente, entre quien roba el honor y el que desvalija a un viandante, hay, acaso, mucha diferencia? Yo he robado también legalmente, hasta que Tú me salvaste, pero ni siquiera entonces habría secundado a los que te odian… Es un joven. Un 1adrón. Sí. Un ladrón. Una noche, que había ido hacia el Adomín a esperar a tres como yo, que venían de Efraím con ganado que había comprado a menos precio, lo encontré apostado en una hoz. Hablé con él… Nunca he tenido familia, pero creo que si hubiera tenido hijos les habría hablado de la misma manera para convencerlos de cambiar de vida. Me explicó cómo y por qué se hizo ladrón. Sí, ¡cuántas veces los verdaderos culpables son los que parece que no hacen nada malo!… Le dije: «Deja de robar. Si tienes hambre, hay un pan también para ti. Te encontraré un trabajo honrado. Dado que todavía no te has hecho homicida, detente, sálvate». Y lo convencí. Me dijo que se había quedado solo, porque los otros habían sido comprado con mucho dinero por los que te odian, y ahora están preparados para crear tumultos y para decirse tuyos y escandalizar al pueblo, escondidos en las grutas del Cedrón, en los sepulcros, hacia el Faselo en las cavernas del norte de la ciudad, entre las tumbas de los Reyes y de los Jueces, en todas partes… ¿Qué pretenden hacer, Señor? -Josué pudo detener el Sol, pero ellos, a pesar de todos los medios, no podrán detener la voluntad de Díos. -¡Tienen el dinero, Señor! El Templo es rico, y para ellos no es korbán el oro ofrecido al Templo, si les sirve para triunfar. -No tienen nada. La fuerza es mía. Su edificio caerá como si fuera de hojas secadas por los vientos de otoño y colocadas en forma de castillo por un niño. No temas, Zaqueo. Tu Jesús será Jesús. -¡Dios lo quiera, Señor!… Nos llaman. Vamos…