Llegada a Engadí con diez apóstoles.
Los peregrinos, a pesar de estar cansados por una larga marcha, cubierta quizás en dos etapas, desde el ocaso a esta aurora, y por senderos ciertamente no fáciles, no pueden contener una exclamación de maravilla cuando, dejado atrás el último tramo del camino que va por una pendiente encendida de diamantes con el primer sol le la mañana, se encuentran abierto frente a ellas el panorama completo del Mar Muerto con sus dos orillas.
Mientras que la orilla occidental deja un pequeño espacio de llanura entre el Mar Muerto y la línea de los pequeños montes que, siendo poco altos, parecen la última ondulación de las cadenas de montes de Judea – una ondulación que ha avanzado hacia el litoral bajo desolado y se ha quedado allí, hermosa de vegetación, después de haber puesto el desierto desnudo entre sí y la primera cadena judía -, en la oriental los montes descienden casi a pico en el lecho del Mar Muerto. Se tiene verdaderamente la impresión de que la tierra, en una espantosa catástrofe telúrica, se haya derrumbado así, con un corte neto, dejando fallas, verticales al lago, por las cuales descienden torrentes más o menos ricos de aguas destinadas a evaporarse en sal en las sombrías y malditas aguas del Mar Muerto. Detrás, más allá del lago y del primer marco de montes, más y más montes, hermosos con el sol de la mañana. A1 norte, la entrada verde-azul del Jordán; al sur, montes que hacen de marco al lago.
Un espectáculo de grandeza solemne, triste, monitoria, en que se funden los graciosos aspectos de los montes y el sombrío aspecto del Mar Muerto, que parece recordar así lo que pueden el pecado y la ira del Señor. ¡Porque es tremenda una superficie de agua tan extensa y sin una vela, una barca, un ave, un animal, que lo surque o lo recorra en vuelo, o beba en sus orillas! Y, como contraste del aspecto punitivo del mar, los milagros del sol en las colinas y en las dunas, hasta en las arenas del desierto, donde los cristales de sal adquieren el aspecto de jaspes preciosos diseminados en la arena, en las piedras, en los tallos rígidos de las plantas desérticas, transformando todo en belleza, recubierto por el polvo diamantino esparcido sobre todas las cosas. Y, aún más milagroso, el fértil aspecto de una meseta situada a unos cien o ciento cincuenta metros sobre el nivel del mar, espléndida con sus palmas y plantas y vides de todo tipo, donde fluyen aguas azules y se extiende una bonita ciudad rodeada de sus exuberantes campiñas. Parece, pasando la mirada desde el sombrío aspecto del mar; desde el aspecto desapacible de la orilla oriental, que muestra paz, desabrida paz, solamente en una lengua de tierra baja y verde que se adentra hacia el sureste en el mar; desde el aspecto desolado del desierto de Judea; desde el severo aspecto de los montes judíos… hasta éste, tan delicado, risueño, florido… parece como si terminara bruscamente una febril pesadilla para transformarse en una suave visión de paz.
-Aquella ciudad es Engadí, cantada por los poetas de nuestra Patria. ¡Admirad cuán bella es la región alimentada por aguas de gracia en medio de tanta desolación! Vamos a bajar a sumergirnos en sus jardines, porque todo es jardín allí: el prado, el bosque, las viñas. Es la antigua Jasasón Tamar, cuyo nombre hace referencia a sus hermosas palmas, bajo las cuales más hermoso aún era levantar las cabañas y cultivar la tierra y amarse y criar a los hijos y a los rebaños bajo el frufrú cantarín del follaje de las palmas. Es el oasis riente, resto, entre las otras tierras, del edén castigado por Dios; circundado, cual perla en un engaste, por senderos practicables sólo para las cabras y corzos, como está escrito en los Reyes; senderos en que se abren cavernas hospitalarias para los perseguidos cansados o abandonados. Recordad a David, rey nuestro, y su bondad hacia Saúl, su enemigo. Es Jasasontamar, que es Engadí, la fuente, la bendita, la belleza, la ciudad desde donde atacaron los enemigos del rey Josafat y de los hijos del pueblo suyo, los cuales, desalentados, fueron confortados por Yajaziel, hijo de Zacarías, hablando en él el Espíritu de Dios. Y obtuvieron una gran victoria porque tuvieron fe en el Señor y merecieron ayuda por la penitencia y la oración que hicieron antes de la batalla. Es la ciudad cantada por Salomón como semejanza de las bellezas de la Bella entre las bellas. Es la ciudad mencionada por Ezequiel como una de las alimentadas por las aguas del Señor… ¡Vamos a bajar! Vamos a llevar el Agua viva, que del Cielo desciende, a la gema de Israel.
Y empieza a descender, casi corriendo, por un sendero tremendamente inclinado, todo vueltas, y zigzagues en el roquedo calcáreo rojizo, y que, en los puntos en que más se acerca al mar, va justo hasta el extremo del monte que enmarca a éste: un sendero que haría venirles el vértigo hasta a los más diestros montañeros. Los apóstoles sólo con dificultad siguen su paso; y los más viejos, cuando el Maestro se para ante las primeras palmas y viñas de la fértil meseta que canta con sus aguas cristalinas y con sus aves de todas las especies, están ya totalmente distanciados.
Ovejas blancas pacen bajo el susurrante techo de palmeras, de mimosas, de árboles balsamíferos, de árboles de pistachos, y de otros, que exhalan aromas delicados o penetrantes para fundirse con los de los rosales y del espliego en flor, de la canela, el cinamomo, la mirra, e1 incienso, el azafrán, los jazmines, lirios, muguetes, y de la flor de aloe, que aquí es gigante, y de los claveles, y de los benjuíes que exudan, junto con otras resinas, de los tajos hechos en los troncos. Verdaderamente es «el huerto cerrado, la fuente de jardín», ¡y frutas y flores y fragancias y belleza se alzan de todas las partes! No hay en Palestina un lugar tan hermosamente vasto y sincero como éste. Se comprenden, al mirarlo, muchas páginas de poetas de Oriente, cuando cantan las bellezas de los oasis como bellezas de paraísos desperdigados sobre la superficie de la Tierra.
Los apóstoles, sudorosos, pero maravillados, se juntan de nuevo con el Maestro y, en grupo, bajan, por un camino bien cuidado, hacia la orilla, a la que se llega después de pasar una serie de terrazas, todas cultivadas, a través de las cuales, con cascadas risueñas, descienden beneficiosas aguas a alimentar todos los cultivos hasta la llanura, que termina en la playa. A mitad de la pendiente, entran en la ciudad blanca, susurrante por las palmeras, olorosa por los rosales y las mil flores de sus jardines. Buscan alojamiento, en nombre de Dios, en las primeras casas. Y las casas, benignas como la naturaleza, se abren sin vacilaciones, mientras los que en ellas viven preguntan que quién es «el profeta que parece el rey Salomón vestido de lino y radiante de belleza»…
Jesús, con Juan y Pedro, entra en una casita donde vive una viuda con su hijo. Los otros se dispersan acá o allá, después de la bendición del Maestro y el acuerdo de reunirse a la puesta del sol en la plaza más grande.