Las pláticas de los ocho apóstoles antes de dejar Antioquía. El adiós a Juan de Endor y a Síntica
Los apóstoles están otra vez en la casa de Antioquía; con ellos, los dos discípulos y todos los hombres de Antigonio, no vestidos ya con túnicas cortas y de trabajo, sino con indumentos largos, festivos. De esto deduzco que es sábado. Felipe ruega a los apóstoles que hablen al menos una vez a todos, antes de su ya inminente partida. -¿Sobre qué? -Sobre todo lo que queráis. Habéis oído estos días lo que hemos dicho. De acuerdo con ello, decidid. Los apóstoles se miran unos a los otros. ¿Quién debe hablar? ¡Pedro, es natural! ¡Es el jefe! Pero Pedro no querría hablar y defiere a Santiago de Alfeo o a Juan de Zebedeo el honor de hacerlo. Sólo cuando los ve irremovibles se decide a hablar. -Hoy hemos oído en la sinagoga explicar el capítulo 52 de Isaías. El comentario que se ha hecho ha sido docto según el mundo, pero deficiente según la Sabiduría. De todas formas no se debe recriminar al comentador, que ha dado lo que podía con esa sabiduría suya que carece de la parte mejor: el conocimiento del Mesías y del tiempo nuevo que Él ha traído. No obstante, no hagamos críticas, sino oraciones para que llegue al conocimiento de estas dos gracias y las pueda aceptar sin obstáculo. Me habéis dicho que durante la Pascua oísteis hablar del Maestro con fe y también con menosprecio. Y que solamente por la gran fe que llena los corazones de la casa de Lázaro, todos los corazones, habíais podido resistir a la desazón que las acusaciones de otros metían en el corazón; mucho más si se considera que estos otros eran precisamente los rabíes de Israel. Pero ser doctos no quiere decir ser santos ni poseer la Verdad. La Verdad es ésta: Jesús de Nazaret es el Mesías prometido, el Salvador de que hablan as Profetas, de los cuales el último descansa desde hace poco en el seno de Abraham después del glorioso martirio sufrido por la justicia. Juan el Bautista – y aquí están presentes los que oyeron esas palabras – dijo: «Éste es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo». Sus palabras fueron creídas por los más humildes de entre los que se hallaban presentes, porque la humildad ayuda a llegar a la Fe, mientras que a los soberbios les es difícil el camino – cargados como están de lastre – para llegar a la cima del monte donde vive, casta y luminosa, la Fe. Estos humildes, porque tales eran y por haber creído, han merecido ser los primeros en el ejército del Señor Jesús. Podéis ver, pues, cuán necesaria es la humildad para tener fe solícita, y cuánto es premiado el saber creer, incluso cuando las apariencias se presentan contrarias. Os exhorto y estimulo a tener estas dos cualidades en vosotros; entonces seréis del ejército del Señor y conquistaréis el Reino de los Cielos… A ti, Simón Zelote. Yo he terminado. Continúa tú. El Zelote, cogido tan al improviso y tan claramente indicado como segundo orador, tiene que salir adelante sin demoras ni quejas. Y dice: -Voy a continuar la plática de Simón Pedro, cabeza de todos nosotros por voluntad del Señor. Voy a continuar sin dejar el tema del capítulo 52 de Isaías, visto por uno que conoce la Verdad encarnada, de la que es siervo para siempre. Está escrito: «¡Levántate, revístete de -tu fuerza, oh Sión, vístete de fiesta, ciudad del Santo!». Así verdaderamente debería ser. Porque, cuando una promesa se cumple, cuando una paz se establece, cuando cesa una condena y cuando viene el tiempo de la alegría, los corazones y las ciudades deberían vestirse de fiesta y levantar las frentes abatidas, sintiendo que ya no son personas odiadas, derrotadas, golpeadas, sino amadas y liberadas. No estamos aquí haciendo un proceso a Jerusalén. La caridad, primera entre todas las virtudes, lo prohíbe. Dejemos, pues, de observar el corazón de los demás y miremos al nuestro. Revistamos de fuerza nuestro corazón con esa fe de que ha hablado Simón, y vistámonos de fiesta, porque nuestra fe secular en el Mesías ahora se corona con la realidad de la cosa. El Mesías, el Santo, el Verbo de Dios está realmente entre nosotros. Y tienen prueba de ello no sólo las almas, que reciben palabras de Sabiduría que las fortalecen e infunden santidad y paz, sino también los cuerpos, que por obra del Santo, al cual el Padre todo concede, se ven liberados de las más atroces enfermedades, e incluso de la muerte; para que las tierras y los valles de nuestra patria de Israel queden llenos de las alabanzas al Hijo de David y al Altísimo, que ha enviado a su Verbo, como había prometido a los Patriarcas y Profetas. El que os habla estaba leproso, destinado a morir, transcurriendo primero años de cruel angustia, en la soledad de fiera que es propia de los leprosos. Un hombre me dijo: «Ve a Él, al Rabí de Nazaret, y serás curado». Tuve fe. Fui. Quedé curado. En el cuerpo. En el corazón. En el primero desapareció la enfermedad que separa de los hombres; en el segundo, el rencor que separa de Dios. Y con un corazón nuevo, pasé, de proscrito, enfermo. inquieto, a ser su siervo, llamado a la feliz misión de ir a los hombres y amarlos en nombre suyo e instruirlos en la única cosa que es necesario conocer: que Jesús de Nazaret es el Salvador y que son bienaventurados los que creen en Él. Habla tú ahora, Santiago de Alfeo. -Yo soy el hermano del Nazareno. Mi padre y su padre eran hermanos nacidos del mismo seno. Y, no obstante, no puedo llamarme hermano, sino siervo. Porque la paternidad de José, hermano de mi padre, fue una paternidad espiritual, y en verdad os digo que el verdadero Padre de Jesús, Maestro nuestro, es el Altísimo al que nosotros adoramos. El cual ha permitido que la Segunda Persona de su Divinidad Una y Trina se encarnara y viniera a la tierra, permaneciendo de todas formas siempre unida con aquellas que viven en el Cielo. Porque ello lo puede hacer Dios, el infinitamente Potente. Y lo hace por el Amor, que es su naturaleza. Jesús de Nazaret es nuestro hermano, ¡oh hombres!, porque ha nacido de mujer y es semejante a nosotros por su humanidad. Es nuestro Maestro porque es el Sabio, es la Palabra misma de Dios que ha venido a hablarnos para hacernos de Dios. Y es nuestro Dios, siendo uno con el Padre y con el Espíritu Santo, con los cuales está siempre en unión de amor, potencia y naturaleza. Sea propiedad vuestra también esta verdad, que con manifiestas pruebas fue concedido conociera el Justo que fue pariente mío. Y contra el mundo, que tratará de separaros de Cristo diciendo: «Es un hombre cualquiera», responded: «No. Es el Hijo de Dios, es la Estrella nacida de Jacob, es el Cayado que se eleva en Israel, es el Dominador»: no dejéis que ninguna cosa os disuada. Ésta es la Fe. A ti, Andrés. -Ésta es la Fe. Yo soy un pobre pescador del lago de Galilea, y en las silenciosas noches de pesca, bajo la luz de los astros, tenía mudos coloquios conmigo mismo. Decía: «¿Cuándo vendrá? ¿Viviré todavía? Faltan todavía muchos años, según la profecía». Para el hombre, de vida limitada, unas pocas decenas de años son siglos… Me preguntaba: «¿Cómo vendrá? ¿Dónde? ¿De quién?». Y mi embotamiento humano me hacía soñar regios esplendores, regias moradas y cortejos y poder, e irresistible majestad… Y decía: “¿Quién podrá mirar a este gran Rey?». Lo imaginaba manifestándose en modo más aterrorizador que el propio Yeohveh en el Sinaí. Me decía: «Los hebreos, allí, vieron al monte lanzando resplandores, pero no quedaron reducidos a cenizas parque el Eterno estaba más allá de los nimbos. Pero aquí nos mirará con ojos mortíferos y moriremos…». Era discípulo del Bautista. Y en las pausas de la pesca iba donde él, con otros compañeros. Era un día de esta luna… Las márgenes del Jordán estaban llenas de gente que temblaba al oír las palabras del Bautista. Yo había visto a un joven hermoso y calmo venir hacia nosotros por un sendero. Humilde la túnica, dulce el aspecto. Parecía pedir amor y dar amor. Sus ojos azules se posaron un momento en mí, y experimenté una cosa que no he vuelto a experimentar jamás. Me pareció como si me acariciaran el alma, como si alas de ángel me rozaran apenas. Por un momento, me sentí tan lejos de la tierra, tan distinto, que dije: «¡Ahora muero! Es la convocatoria de Dios a mi espíritu». Pero no morí. Me quedé hechizado contemplando al joven desconocido, que, a su vez, había fijado su mirada azul en el Bautista. Y el Bautista se volvió, se apresuró a ir a Él, se inclinó ante Él. Se hablaron. Y, dado que la voz de Juan era un trueno continuo, las misteriosas palabras llegaron hasta mí, que estaba escuchando, deseando vehementemente saber quién era el joven desconocido. Mi alma lo sentía distinto de todos. Decían: «Yo debería ser bautizado por Ti…». «Deja, ahora. Conviene cumplir toda justicia»… Juan ya había dicho: «Vendrá uno al que no soy digno de desatar las correas de las sandalias». Había dicho ya: «En medio de vosotros, en Israel, hay uno que no conocéis. Tiene ya en su mano el aventador y limpiará su era y quemará la paja con el fuego inextinguible». Yo tenía ante mí a un joven común, de aspecto manso y humilde, y, no obstante había oído que era Aquel al que ni siquiera el Santo de Israel, el último profeta, el Precursor, era digno de desatarle las sandalias. Había oído que era Aquel al que no conocíamos. Pero no sentí miedo de Él. Es más, cuando Juan, pasado el superextasiante trueno de Dios, pasado el inconcebible esplendor de la Luz en forma de paloma de paz, dijo: «Éste es el Cordero de Dios», yo, con la voz del alma, jubiloso por haber presentido al Rey Mesías en el joven manso y humilde de aspecto, grité con la voz del espíritu: «¡Creo!». Por esta fe soy su siervo. Sedlo vosotros también y tendréis paz. Mateo, a ti el narrar las otras glorias del Señor. -Yo no puedo usar las palabras límpidas de Andrés. Él era un justo; yo, un pecador. Por eso mi palabra no tiene notas festivas, aunque no le falta la paz confidencial de un salmo. Era un pecador, un gran pecador. Vivía en el error completo. Me había endurecido en el error y no sentía desazón. Si alguna vez los fariseos o el arquisinagogo me herían con sus insultos o reprensiones, recordándome al Dios Juez implacable, experimentaba un momento de terror… y luego me arrellanaba en la necia idea: «Total ya soy un réprobo. Gocemos, pues, sentidos míos, mientras podamos hacerlo». Y, más que nunca, me hundía en el pecado. Hace dos primaveras, vino un Desconocido a Cafarnaúm. También para mí era un desconocido. Lo era para todos, porque estaba en los comienzos de su misión. Solamente unos pocos hombres lo conocían por lo que Él era realmente. Estos que veis y otros pocos. Me asombró su espléndida virilidad, más casta que la castidad de una virgen. Esto fue lo primero que me impresionó. Lo veía con porte grave, y, a pesar de ello, dispuesto a escuchar a los niños que iban a El como las abejas a la flor; su único entretenimiento eran sus juegos inocentes y sus palabras sin malicia. Luego me impresionó su poder. Hacía milagros. Dije: «Es un exorcista. Un santo». Pero me sentía tan ignominioso a su lado, que me apartaba de Él. Él me buscaba. Ésa era mi impresión. No había vez que pasara cerca de mi banco que no me mirase con su mirada dulce y un poco triste. Y cada vez se producía como un sobresalto de la conciencia entorpecida, la cual no volvía ya al mismo nivel de torpor. Un día – la gente magnificaba siempre su palabra – sentí deseos de oírle. Escondiéndome detrás de una esquina de una casa le oí hablar a un pequeño grupo de hombres. Hablaba con sencillez, sobre la caridad, que es como indulgencia por nuestros pecados… Desde aquella tarde yo, el exigente y duro de corazón, quise conseguir de Dios el perdón de muchos pecados. Hacía las cosas en secreto… Pero Él sabía que era yo, porque lo sabe todo. Otra vez, le oí explicar precisamente el capítulo 52 de Isaías: decía que en su Reino, en la Jerusalén celestial, no estarían los impuros ni los incircuncisos de corazón, y prometía que aquella Ciudad celeste – cuyas bellezas expresaba con tan persuasiva palabra, que me vino nostalgia de ella – sería de quien a Él fuera. Y luego,… y luego… ¡oh, aquel día no fue una mirada de tristeza, sino de mando! Me desgarró el corazón, puso mi alma al desnudo, la cauterizó, tomó en su poder a esta pobre alma enferma, la atormentó con su amor exigente… y mi alma fue nueva. Fui a Él con arrepentimiento y deseo. No esperó a que le dijera: «¡Señor, piedad!». Dijo Él: «¡Sígueme!». El Manso había vencido a Satanás en el corazón del pecador. Que esto os diga, si alguno de vosotros tiene culpas que le turban, que es el Salvador bueno y que no hay que apartarse de Él, sino que, cuanto más pecador es uno, más debe ir a El con humildad y arrepentimiento para ser perdonado. Santiago de Zebedeo, habla tú. -Verdaderamente no sé qué decir. Habéis hablado y dicho lo que yo habría dicho. Porque la verdad es ésta y no puede cambiar. Yo también estaba, con Andrés, en el Jordán, pero no me di cuenta de Él sino cuando me lo indicó la mención del Bautista. Yo también creí inmediatamente, y, cuando se marchó, después de su luminosa manifestación, me quedé como uno al que de una cima llena de sol lo llevan a una oscura cárcel. Sentía un incontenible deseo de volver a encontrar el sol. El mundo carecía totalmente de luz, después de habérseme presentado la Luz de Dios y luego haber desaparecido de mi presencia. Estaba solo entre los demás hombres. Mientras comía tenía hambre. Durante el sueño velaba con la parte mejor de mí mismo. Dinero, oficio, afectos, todo había pasado a un segundo lugar respecto a este deseo incontenible de El; había quedado lejos, sin atractivo. Cual niño que ha perdido a su madre, gemía: «¡Vuelve, Cordero del Señor! ¡Altísimo, como enviaste a Rafael a guiar a Tobías, envía a tu ángel a guiarme a los caminos del Señor para que lo encuentre, lo encuentre, lo encuentre!». Y, a pesar de todo, cuando, después de decenas de días de inútil espera y de búsqueda ansiosa – que, por su inutilidad, nos hacía sentir más cruel la perdida de nuestro Juan, que había sido arrestado por primera vez -, se nos presentó por el sendero, viniendo del desierto, no lo reconocí inmediatamente. Llegado a este punto, quiero, hermanos en el Señor, enseñaros otro camino para ir a Él y reconocerlo. Simón de Jonás ha dicho que hace falta fe y humildad para reconocerlo. Simón Zelote ha confirmado la absoluta necesidad de la fe para reconocer en Jesús de Nazaret a Aquel que es, en el Cielo y en la tierra, según cuanto ha sido dicho. Y Simón Zelote necesitaba una fe muy grande, para esperar incluso para su cuerpo inevitablemente enfermo. Por eso Simón Zelote dice que fe y esperanza son los medíos para poseer al Hijo de Dios. Santiago, hermano del Señor, habla del poder de la fortaleza para conservar lo hallado. La fortaleza, que impide que las insidias del mundo y de Satanás socaven nuestra fe. Andrés muestra toda la necesidad de unir a la fe una santa sed de justicia, tratando de conocer y retener la verdad, cualquiera que fuere la boca santa que la anuncie, no por un orgullo humano de ser doctos, sino por el deseo de conocer a Dios. Quien se instruye en las verdades encuentra a Dios. Mateo, que fue pecador, os indica otro camino por el que se alcanza a Dios: despojarse de la sensualidad por espíritu de imitación, yo diría que por reflejo de Dios, que es Pureza infinita. El, el pecador, se siente impresionado, lo primero, por la «virilidad casta» del Desconocido que había ido a Cafarnaúm, y, casi como si ésta tuviera el poder de resucitar su muerta continencia, se veda a sí mismo, lo primero, el sentido carnal, liberando así de obstáculos el camino para la llegada de Dios y para la resurrección de las otras virtudes muertas. De la continencia pasa a la misericordia, de ésta a la contrición, de la contrición a la superación de todo sí mismo y a la unión con Dios. «Sígueme.” «Voy.” Pero su alma había dicho ya: «Voy», y el Salvador había dicho ya: «Sígueme», desde la primera vez que la virtud del Maestro había atraído la atención del pecador. Imitad. Porque toda experiencia ajena, aunque fuera penosa, es guía para evitar el mal y encontrar el bien en aquellos que tienen buena voluntad. Yo, por mi, digo que, cuanto más se esfuerza el hombre en vivir para el espíritu, más apto es para reconocer al Señor; y la vida angélica favorece esto al máximo. Entre nosotros, discípulos de Juan, el que lo reconoció, después de la ausencia, fue el alma virgen. Él, más incluso que Andrés, lo reconoció, a pesar de que la penitencia hubiera cambiado el rostro del Cordero de Dios. Por eso digo: «Sed castos para poderlo reconocer». Judas, ¿quieres hablar tú ahora? -Sí. Sed castos para poderlo reconocer. Pero sedlo también para poderlo conservar en vosotros con su Sabiduría, con su Amor, con todo É1 mismo. Sigue diciendo Isaías en el capítulo 52: «No toquéis lo impuro,… purificaos los que lleváis los vasos del Señor». Verdaderamente, toda alma que se hace discípula suya es semejante a un vaso colmado del Señor, y el cuerpo que la contiene es como el portador del vaso consagrado al Señor. No puede Dios estar donde hay impureza. Mateo ha dicho cómo el Señor estaba explicando que nada que fuera impuro o que estuviera separado de Dios habitará en la Jerusalén celeste. Sí. Pero es necesaria no ser impuros aquí abajo, y no estar separados de Dios, para poder entrar en ella. Desdichados aquellos que aplazan a la última hora su arrepentimiento. No siempre tendrán tiempo de hacerlo. De la misma manera que los que ahora lo calumnian no tendrán tiempo de hacer nuevo su corazón en el momento de su triunfo, siendo así que no gozarán de los frutos de este. Quienes esperan ver en el Rey santo y humilde un monarca terreno, y, más aún, quienes temen ver en El un monarca terreno, no estarán preparados para aquella hora; engañados y defraudado su pensamiento, que no es el pensamiento de Dios sino un pobre pensamiento humano, pecarán cada vez más. La humillación de ser el Hombre pesa sobre Él. Debemos tener presente esto. Isaías dice que todos nuestros pecados tienen mortificada a la Persona Divina bajo una apariencia común. Cuando pienso que el Verbo de Dios tiene alrededor de sí, como una costra sucia, toda la miseria de la Humanidad desde que ésta existe, pienso con profunda compasión y con profunda comprensión en el sufrimiento que debe producirle ello a su alma sin culpa: la repulsa de una persona sana que fuera recubierta con los andrajos y las porquerías de un leproso. Es verdaderamente el traspasado por nuestros pecados, el llagado por todas las concupiscencias del hombre. Su alma, que vive entre nosotros, debe temblar con los contactos como por escalofrío de fiebre. Y, no obstante, no dice nada. No abre la boca para decir: «Me producís horror». La abre solamente para decir: «Venid a mí, que os quite vuestros pecados». Es el Salvador. En su infinita bondad, ha querido velar su irresistible belleza. Esa belleza que, si se hubiera presentado cual es en el Cielo, nos habría reducido a cenizas, como ha dicho Andrés. Esa belleza ahora se ha hecho atractiva, como de manso Cordero, para poder acercarse a nosotros y salvarnos. Su opresión, su condena durará hasta que, consumido por el esfuerzo de ser el Hombre perfecto en medio de los hombres imperfectos, sea elevado por encima de la multitud de los rescatados, en el triunfo de su realeza santa. ¡Dios que conoce la muerte, para salvarnos a la Vida!… Que estos pensamientos os hagan amarlo sobre todas las cosas. El es el Santo. Yo lo puedo decir, yo que con Santiago he crecido con E1. Y lo digo y lo diré, dispuesto a dar mi vida para firmar esta confesión; para que los hombres crean en El y tengan la Vida eterna. Juan de Zebedeo, te toca hablar a ti. -¡Qué hermosos en los montes los pies del mensajero! Del Mensajero de paz, de Aquel que anuncia la felicidad y predica la salud, de Aquel que dice a Sión: «¡Reinará tu Dios!». Y estos pies van, incansables, desde hace dos años, por los montes de Israel, convocando a las ovejas de la grey de Dios para reunirlas, confortando, sanando, perdonando, dando paz. Su paz. Verdaderamente me resulta extraño el no ver estremecerse de alegría los montes y exultar las aguas de la patria, bajo la caricia de su pie. Pero lo que más me asombra es el no ver a los corazones estremecerse de alegría y exultar diciendo: «¡Gloria al Señor! ¡El Esperado ha venido! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!». Aquel que derrama gracias y bendiciones, paz y salud, y llama para el Reino abriéndonos el camino que a Él conduce; Aquel, sobre todo, que espira amor de cada una de sus acciones o palabras, de cada mirada, de cada respiro. ¿Qué es este mundo, pues, para estar ciego a la Luz que vive en medio de nosotros? ¿Qué losas, más espesas que la piedra que cierra las puertas de los sepulcros, le muran la vista del alma para no ver esta Luz? ¿Qué montañas de pecados tiene encima de sí para estar tan oprimido, separado, cegado, ensordecido, encadenado, paralizado, de forma que permanece pasivo ante el Salvador? ¿Qué es el Salvador? Es la Luz fundida con el Amor. La boca de mis hermanos ha cantado las alabanzas del Señor, ha recordado sus obras, ha indicado las virtudes que deben practicarse para llegar a su camino. Yo os digo: amad. No hay virtud mayor ni más semejante a su Naturaleza. Si amáis, practicaréis todas las virtudes sin esfuerzo, empezando por la castidad. Y no os será gravoso el ser castos, porque amando a Jesús no amaréis a nadie inmoderadamente. Seréis humildes porque veréis en É1 sus infinitas perfecciones con ojos amantes, por lo cual no os ensoberbeceréis de las vuestras, mínimas. Seréis creyentes. ¿Quién no cree en aquel a quien ama? Sentiréis la contrición del dolor que salva, porque será recto vuestro dolor, es decir será un dolor por la pena causada a Él, no por la pena por vosotros merecida. Seréis fuertes. ¡Oh, sí! ¡Cuando uno está unido a Jesús, es fuerte! Fuerte contra todo. Estaréis llenos de esperanza, porque no dudaréis del Corazón de los corazones, que os ama con la totalidad de sí mismo. Seréis sabios. Seréis todo. Amad a Aquel que anuncia la felicidad verdadera, que predica la salud, que va, incansable, por los montes y los valles convocando al rebaño para reunirlo; a Aquel en cuyo camino está la Paz, como también hay paz en su Reino, que no es de este mundo, sino que es verdadero, como verdadero es Dios. Abandonad cualquier camino que no sea el suyo. Liberaos de toda tiniebla. Id a la Luz. No seáis como el mundo, que no quiere ver la Luz, que no quiere conocerla. Vosotros id a nuestro Padre, que es el Padre de las luces, que es Luz sin medida, a través del Hijo, que es la Luz del mundo, para gozar de Dios en el abrazo del Paráclito, que es fulgor de las Luces en una sola beatitud de amor, que a los Tres centra en Uno. ¡Infinito océano del Amor, sin tempestades, sin tinieblas, acógenos! ¡A todos! A los inocentes y a los convertidos. ¡A todos! ¡En tu paz! ¡A todos! Para toda la eternidad. A todos los que habitamos sobre la tierra, para que te amemos a ti, Dios, y al prójimo como tú quieres. A todos, en el Cielo, para que sigamos amando, siempre, no sólo a ti y a los celestes habitantes, sino también, y todavía, a los hermanos que militen en la tierra en espera de la paz, y, cual ángeles de amor, los defendamos y apoyemos en las batallas y tentaciones, para que después puedan estar contigo en tu paz, para gloria eterna del Señor nuestro Jesús, Salvador, Amador del hombre, hasta el límite sin límite del anonadamiento sublime. Como siempre, Juan, ascendiendo en sus vuelos de amor, lleva consigo a las almas a lugares de amor levísimo y silencio místico. Debe pasar un rato antes de que retorne la palabra a los labios del auditorio. El primero en hablar es Felipe, dirigiéndose a Pedro: -¿Y Juan, el pedagogo, no habla? -Os hablará por nosotros continuamente. Ahora dejadlo en su paz, y dejadnos también a nosotros un buen rato con él. Tú, Saba, haz lo que te he dicho antes; y tú también, buena Berenice… Salen todos. Se quedan en la amplia sala los ocho con los dos. Hay un silencio grave: Están todos un poco pálidos: los apóstoles, porque saben lo que está para producirse; los dos discípulos, porque lo presienten. Pedro abre sus labios, pero encuentra sólo esta palabra: «Oremos», y entona el «Pater noster». Luego – está verdaderamente pálido, quizás más que en el momento de la muerte -, yendo a ponerse entre los dos y colocando una mano sobre sus hombros, dice: -Es la hora de la despedida, hijos. ¿Qué le digo al Señor en nombre vuestro? ¿A Él, que ciertamente estará ansioso de saber de vuestra santidad? Síntica cae de rodillas y se cubre el rostro con las manos. Juan la imita. Pedro los tiene a sus pies, y, mecánicamente, los acaricia mientras se muerde los labios para no ceder a la emoción. Juan de Endor alza su acongojado rostro y dice: -Dirás al Maestro que nosotros hacemos su voluntad… Y Síntica: -Y que nos ayude a cumplirla hasta el final… El llanto impide frases más largas. -Bien. Démonos el beso de despedida. Esta hora debía llegar… También Pedro se corta, ahogado por un nudo de llanto. -Antes bendícenos – suplica Síntica. -No. No yo. Mejor uno de los hermanos de Jesús… -No. Tú eres el jefe. Nosotros los bendeciremos con el beso. Bendícenos a todos, a nosotros que nos marchamos y a ellos que se quedan – dice Judas Tadeo, poniéndose el primero de rodillas. Y Pedro, el pobre Pedro – que ahora está rojo por el esfuerzo de mantener firme la voz y por la emoción de bendecir, con las manos extendidas hacia el pequeño núcleo arrodillado a sus pies – pronuncia, con voz aún más áspera por el llanto, casi de viejo, la bendición mosaica… Luego se agacha, besa en la frente a la mujer, como si fuera una hermana; levanta y abraza, besándolo fuerte, a Juan, y… se marcha valientemente de la habitación, mientras los otros imitan su acto para con los dos que se quedan… Afuera, el carro está ya preparado. Sólo están presentes Felipe y Berenice, y el siervo, que sujeta el caballo. Pedro ha subido ya al carro… -Dirás al amo que esté tranquilo respecto a sus recomendados – dice Felipe a Pedro. -Dirás a María que siento la paz de Euqueria desde que ella es discípula – dice en voz baja Berenice al Zelote. -Le diréis al Maestro, a María, a todos, que los amamos, y que… ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Oh, no los volveremos a ver! ¡Adiós, hermanos! Adiós… Corren afuera, al camino, los dos discípulos… Pero el carro, que ha partido al trote, ya ha doblado la esquina… Ha desaparecido… -¡Síntica! -¡Juan! -¡Estamos solos! -¡Dios está con nosotros!… Ven, pobre Juan. El sol declina. Te sienta mal estar aquí… -Para mí el Sol se ha puesto para siempre… Sólo volverá a salir en el Cielo. Y entran donde antes estaban con los demás, se dejan caer sobre una mesa y se entregan, ya sin freno, al llanto… Dice Jesús: «Y el tormento causado por un hombre, sólo querido por el hombre malo, quedó consumado, deteniéndose como un curso de agua en un lago después de haber realizado su recorrido… Te hago notar cómo también Judas de Alfeo, a pesar de estar más nutrido de sabiduría que los demás, da al texto de Isaías, sobre mis sufrimientos de Redentor, una explicación humana. Y así era todo Israel, que se negaba a aceptar la realidad profética y contemplaba las profecías sobre mis dolores como alegorías y símbolos. Fue el gran error, por el que, en la hora de la Redención, bien pocos en Israe1 supieron ver todavía al Mesías en el Condenado. La Fe no es sólo una corona de flores. Tiene espinas también. Y es santo aquel que sabe creer tanto en las horas de gloria como en las horas trágicas; y sabe amar, tanto si Dios lo cubre de flores, como si lo coloca sobre espinas.