Las dotes de Margziam. Lección sobre la caridad, sobre la salvación, sobre los méritos del Salvador.
-¿Dónde has dejado las barcas, Simón, cuando has venido a Nazaret? – pregunta Jesús mientras camina en dirección nordeste, dando la espalda a la llanura de Esdrelón y en dirección al Tabor.
-Las he mandado de nuevo a pescar, Maestro. Pero he dicho que cada tres días estén en Tariquea… No sabía cuánto tiempo me quedaría contigo.
-Muy bien. ¿Quién de vosotros quiere ir a advertir a mi Madre y a María de Alfeo que se agreguen a nosotros en Tiberíades? En casa de José es la cita.
-Maestro… quisiéramos todos. Di Tú quién debe ir y será mejor.
-Entonces Mateo, Felipe, Andrés y Santiago de Zebedeo. Los otros que vengan conmigo a Tariquea. Explicaréis a las mujeres el motivo del retraso. Y decidles que cierren la casa y que vengan. Estaremos juntos durante una luna entera. Marchaos, que aquí está la bifurcación. Y que la paz esté con vosotros.
Besa a los cuatro que se separan y reanuda la marcha con los otros.
Pero después de pocos pasos se detiene y observa a Margziam, que camina un poco retrasado, con la cabeza baja. Cuando el jovencito llega a donde Él, Jesús le pasa la mano por debajo del mentón y le fuerza a levantar la cara: dos líneas de llanto hay en el rostro morenito.
-¿Irías con gusto también tú a Nazaret?
-Sí, Maestro… Pero haz lo que Tú quieras.
-Quiero que te sientas confortado, hijo mío… Ve… corre detrás de aquéllos. La Madre te consolará.
Lo besa y lo deja partir. Margziam se echa a correr y pronto alcanza a los cuatro.
-Es todavía un niño… – observa Pedro.
-Y sufre mucho… Ayer por la noche, que lo encontré llorando en un rincón de la casa, me dijo: «Es como si se me hubieran muerto ayer mi padre y mi madre… La muerte del anciano padre me ha abierto de nuevo todo el corazón…» – dice Juan.
-¡Pobre hijo!… Pero ha sido buena cosa el que haya estado presente en esa muerte… – dice el Zelote.
-¡Se había hecho tantas ilusiones de poder hacer algo por el anciano!… Me decía Porfiria que hacía todo tipo de sacrificios para poder reunir el dinero. Ha trabajado en los campos, ha hecho haces de leña para los hornos, ha pescado, no ha comido los quesitos, para venderlos, ni la miel, para venderla… Tenía esa preocupación en su corazón y quería tener consigo al anciano… ¡En fin! – dice Pedro.
-Es un hombre de propósitos serios. No le pesa ni el sacrificio ni el trabajo. Buenas cualidades – dice Bartolomé.
-Sí, es un buen hijo y se contará entre los mejores discípulos. Ya veis con qué disciplina se guía incluso en los momentos más desazonados… Su corazón afligido añoraba a María, pero no ha pedido ir con ella. Ha entendido tan bien lo que es fuerza en la oración, que supera a muchos adultos – dice Jesús.
-¿Tú crees que hace los sacrificios con una finalidad determinada? – pregunta Tomás.
-Estoy seguro de ello.
-Es verdad. Ayer dio la fruta a un viejo diciéndole: «Reza por el padre de mi padre, que se me ha muerto hace poco», y yo le hice esta observación: «Él está en paz, Margziam. ¿No crees válida la absolución de Jesús?». Me respondió: «La creo válida. Pero al ofrecer sufragios pienso en las almas por las que ninguno reza, y digo: si a mi padre ya no le hace falta, pues que vayan estos sacrificios para aquellos en quien nadie piensa». Y me he sentido edificado – dice Santiago de Alfeo.
-Sí. Ayer se acercó a mí y, echándome los brazos al cuello, porque en el fondo es todavía un niño, me dijo: «Ahora sí que eres mi padre del todo… y te devuelvo lo que tu bondad me había posibilitado ahorrar. Ya no le sirve ese dinero a mi anciano padre,… y tú y Porfiria hacéis mucho por mí…». Yo, conteniendo a duras penas las lágrimas, le respondí: «No, hijo mío. Vamos a usar ese dinero en limosnas para los ancianos pobres o para huerfanitos pobres, y Dios usará tus limosnas para aumentar la paz al pobre anciano». Y Margziam me dio dos besos tan fuertes, que… bueno… que ya no pude contener las lágrimas. Y, Bartolomé, como te está agradecido por haber corrido con los gastos, me decía: «Para mí, el honor dado al anciano no tiene precio. Le voy a decir a Bartolomé que me tenga como criado».
-¡Pobre hijo! ¡Ni durante una hora! Él sirve al Señor y nos edifica a todos. He honrado a un justo. Podía hacerlo, porque mi nombre es conocido y me es fácil encontrar a alguien que me anticipe. Desde Betsaida me encargaré de saldar la pequeña deuda, en el fondo una menudencia…
-Sí. Como dinero es poco, porque los de Yizreel han sido generosos. Pero tu amor hacia el condiscípulo no es una menudencia. Porque todo acto de amor tiene un valor grande.
Vosotros estáis formándoos en este amor al prójimo, que es la segunda parte del precepto básico de la Ley de Dios, y que en realidad en Israel ha caído mucho en abandono. Los muchos preceptos y ese andarse con tiquismiquis -cosas que han subseguido a la clara, coherente, completa Ley del Sinaí, dentro de su brevedad- han tergiversado la primera parte de ese precepto básico, reduciéndolo a un cúmulo de ritos exteriores a los que les falta lo que les da el nervio, el valor, la verdad; o sea, falta la adhesión activa del interior – con las obras que cumple, con las tentaciones que supera- a las formas de culto externo. ¿Qué valor puede tener a los ojos de Dios la ostentación de un culto, cuando luego en el interior el corazón no ama a Dios, no se anonada en un respetuosísimo amor a Dios, cuando no lo alaba y admira teniendo amor por las cosas hechas por Él, y en primer lugar por el hombre, que es la obra maestra de la Creación terrestre?
¿Veis dónde se ha producido el error en Israel?: en haber hecho, en un primer momento, de un único precepto dos preceptos, para separar luego netamente, con la decadencia de los espíritus, el segundo del primero, como si fuera una rama inútil. No era una rama inútil, no eran ni siquiera dos ramas: era un único tronco, que ya desde la base se había adornado con las distintas virtudes de los dos amores.
Mirad esa gruesa higuera que ha nacido allá arriba, encima de aquel collado. Nacida espontáneamente, casi en la raíz, o sea, apenas salida de la tierra, se ha formado en dos ramas tan unidas, que las dos cortezas se han fundido; pero cada una de las dos ramas han dado las propias frondas a los lados, en forma tan caprichosa, que ha dado el nombre de «Casa de la higuera gemela» a este pueblecillo que está en este pequeño collado. Ahora bien, si uno quisiera ahora separar los dos troncos, que en el fondo son un solo tronco, debería usar la segur o la sierra. Pero, ¿qué haría? Haría morir a la planta, o, si fuera tan hábil que guiara la segur o la sierra de forma que lesionara a uno de los dos troncos solamente, salvaría uno de los dos, pero el otro moriría inexorablemente, y el que quedara, aunque siguiera vivo, estaría semimuerto, y probablemente perdería vigor y no daría ya fruto o lo daría muy escaso.
Lo mismo ha sucedido en Israel. Han querido cortar, separar las dos partes (tan unidas que son verdaderamente una cosa sola); han querido retocar lo que era perfecto. Porque todas las obras de Dios son perfectas, todos los pensamientos, todas las palabras. Por tanto, si Dios en el Sinaí mandó amar a Dios santísimo y al prójimo con un único precepto, está claro que no son dos preceptos que puedan ser practicados con independencia el uno del otro, sino que son un solo precepto. Y, no bastándome nunca la formación de que os hago objeto en esta sublime virtud (la mayor de todas, la que sube con el espíritu al Cielo, porque es la única que subsiste en el Cielo), insisto en ella, que es alma de toda la vida del espíritu, el cual pierde la vida si pierde la Caridad, porque pierde a Dios.
Oídme. Imaginad que a vuestra puerta vengan un día a llamar dos riquísimos esposos, pidiendo hospitalidad para toda la vida. ¿Podríais decir: “Aceptamos al esposo, pero no queremos a la esposa~, sin oír esta respuesta del esposo: «Eso no puede ser, porque no me puedo separar de la carne de mi carne. Si no queréis acogerla, yo tampoco me puedo alojar en vuestra casa, y me voy con todos mis tesoros, de los cuales os habría hecho copartícipes”?
Dios está aunado con la Caridad. Esta es verdaderamente, y más íntima y verdaderamente que dos esposos que se aman intensamente, espíritu de su Espíritu. Es Dios mismo la Caridad. La Caridad no es sino el aspecto más manifiesto, más ilustrativo de Dios. Entre todos sus atributos, es el atributo rey y el atributo origen, porque todos los demás atributos de Dios nacen de la caridad. ¿Qué es la Potencia sino caridad que obra? ¡Qué es la Sabiduría sino caridad que enseña? ¿Qué es la Misericordia sino caridad que perdona? ¿Qué es la Justicia sino caridad que administra? Y podría continuar así para todos los innumerables atributos de Dios.
¿Y bien?, ¿teniendo en cuenta esto que digo, podéis pensar que quien no tiene la Caridad puede tener a Dios? No lo tiene. ¿Podéis pensar que pueda acoger a Dios y no la Caridad, esa Caridad que es única y abraza Creador y criaturas y no se puede tener de ella sólo una mitad, la tributada al Creador, sin tener también la otra mitad, la tributada al prójimo?
Dios está en las criaturas. Está en ellas con su señal imborrable, con sus derechos de Padre, de Esposo, de Rey. El alma es su trono; el cuerpo, su templo. Ahora bien, el que no ama a un hermano suyo y lo hace objeto de desprecio, hace desprecio, produce dolor, niega su reconocimiento al Amo de la casa de su hermano, al Rey, al Padre, al Esposo de su hermano; y es natural que este gran Ser que es Todo, y que está presente en un hermano, en todos los hermanos, haga suya la ofensa infligida al ser menor, a la parte del Todo, o sea, a éste o a aquel hombre. Por este motivo os he enseñado las obras de misericordia corporales y espirituales; por esto, os he enseñado a no escandalizar a los hermanos; por esto, os he enseñado a no juzgar, a no despreciar, a no rechazar a los hermanos, ya sean buenos, ya sean no buenos, fieles o gentiles, amigos o enemigos, ricos o pobres.
Cuando en un tálamo se verifica una concepción, ésta se forma con el mismo acto, ya se produzca en un tálamo de oro, ya se produzca en el mullido de paja de un establo. Y la criatura que se forma en el seno regio no es distinta de la que se forma en el seno de una mendiga. La concepción, el hecho de formar un nuevo ser es igual en todos los puntos de la Tierra, cualquiera que fuere su religión. Todas las criaturas nacen como nacieron Abel y Caín del seno de Eva. Y a la igualdad de la concepción, formación y modo de nacer, de los hijos de un hombre y una mujer en la Tierra, corresponde otra igualdad en el Cielo: la creación de un alma para ser infundida en el embrión, para que el embrión sea de hombre y no de animal y lo acompañe desde el momento en que es creada hasta la muerte, y sobreviva a él en espera de la resurrección universal para volver a unirse, entonces, al cuerpo resucitado y recibir con él el premio o el castigo. El premio o el castigo, según las acciones realizadas en la vida terrena.
Porque no os penséis que la Caridad es injusta y que, sólo porque muchos no vayan a ser de Israel o de Cristo, aun siendo virtuosos en la religión que siguen, convencidos de estar en la verdadera, vayan a permanecer para toda la eternidad sin premio. Después del fin del mundo, ninguna virtud sobrevivirá, sino la Caridad, o sea, la unión del Creador y de todas las criaturas que vivieron con justicia. No habrá muchos Cielos (uno para Israel, uno para los cristianos, uno para los católicos, uno para los gentiles, uno para los paganos); no los habrá, sino que habrá un solo Cielo. Igualmente, habrá un solo premio: Dios, el Creador que se une de nuevo con aquellas criaturas suyas que han vivido en justicia, en las cuales, por la belleza de los espíritus y de los cuerpos de los santos, admirará su propio Ser con alegría de Padre y de Dios. Habrá un solo Señor. No un Señor para Israel, uno para el catolicismo, uno para cada una de las otras religiones.
Ahora os voy a revelar una gran verdad. Recordadla. Transmitidla a vuestros sucesores. No esperéis siempre a que el Espíritu Santo proyecte luz sobre las verdades, después de años o siglos de oscuridad. Oíd.
Vosotros quizás decís: «Pero entonces, ¿qué justicia hay en el hecho de ser de la religión verdadera, si al final del mundo vamos a ser tratados de la misma manera que los gentiles?». Os respondo: la misma justicia que hay -y es justicia verdadera- para aquellos que aun siendo de la religión santa no serán bienaventurados por no haber vivido como santos. Un pagano virtuoso, por el solo hecho de haber vivido con virtud escogida, convencido de que su religión era buena, tendrá al final el Cielo. ¿Pero cuándo? Cuando llegue el fin del mundo, cuando de las cuatro moradas de los que han muerto queden sólo dos: el Paraíso y el Infierno. Porque la Justicia en ese momento deberá conservar y dar estos dos reinos eternos, respectivamente a quien del árbol del libre albedrío escogió los frutos buenos y a quien quiso los malos.
¡Pero, cuánta espera antes de que un pagano virtuoso llegue a ese premio!… ¿No consideráis esto? Y esa espera, especialmente desde el momento en que la Redención, con todos los consiguientes prodigios, se verifique, y el Evangelio sea predicado en el mundo, será la purgación de las almas que vivieron con justicia en otras religiones y que no pudieron entrar en la Fe verdadera después de conocerla como existente y efectivamente real. Para ellos el Limbo durante siglos y siglos, hasta el fin del mundo. Para los creyentes que creen en el Dios verdadero y que no supieron ser heroicamente santos, el largo Purgatorio (y para algunos podrá terminar en el fin del mundo). Pero, después de la expiación y la espera, todos los buenos, cualquiera que fuere su procedencia, estarán a la derecha de Dios; los malos, cualquiera que fuere su procedencia, a la izquierda, y luego en el Infierno horrendo; mientras que el Salvador entrará con los buenos en el Reino eterno.
-Señor, perdona si no te entiendo. Lo que dices es muy difícil… al menos para mí… Dices siempre que eres el Salvador y que redimirás a los que creen en ti. ¿Y entonces los que no creen, o porque no te han conocido por haber vivido antes, o porque -¡es tan grande el mundo!- no han tenido noticia de ti, cómo pueden ser salvados? – pregunta Bartolomé.
-Ya te lo he dicho: por su vida de justos, por sus obras buenas, por esa fe suya que consideran verdadera. -Pero no han recurrido al Salvador…
-Pero el Salvador por ellos, también por ellos, sufrirá. ¿No consideras, Bartolmái, qué gran valor tendrán mis méritos de Hombre Dios?
-Mi Señor, en todo caso inferiores a los de Dios, a los que, por consiguiente, posees desde siempre.
-Respuesta correcta y no correcta. Los méritos de Dios son infinitos, dices, Todo es infinito en Dios. Pero Dios no tiene méritos, en el sentido de que no ha merecido. Tiene atributos, virtudes propias suyas. Él es el que es: la Perfección, el Infinito, el Omnipotente. Pero para merecer hay que llevar a cabo, con esfuerzo, algo que sea superior a nuestra naturaleza. No es un mérito comer, por ejemplo. Pero puede ser un mérito el saber comer parcamente, haciendo verdaderos sacrificios para dar a los pobres lo que ahorramos. No es un mérito el estar callados, pero lo es cuando lo estamos no replicando contra una ofensa. Y así sucesivamente. Ahora bien, como tú puedes comprender, Dios, que es perfecto, infinito, no tiene necesidad de someterse a esfuerzo. Pero el Hombre Dios puede someterse a esfuerzo, humillando la infinita Naturaleza divina a la limitación humana, venciendo a la naturaleza humana, que no está ausente de Él ni en Él es metafórica, sino que es real, con todos sus sentidos y sentimientos, con sus posibilidades de sufrimiento y muerte, con su voluntad libre.
A nadie le gusta la muerte, especialmente si es dolorosa, precoz e inmerecida. A ninguno le gusta. Y, no obstante, todo hombre debe morir. Por tanto, el hombre debería mirar a la muerte con la misma alma con que ve que termina todo lo que tiene vida. Pues bien, Yo fuerzo a mi Humanidad a amar la muerte. No sólo esto. He elegido la vida para poder tener la muerte. Por la Humanidad. Por eso, Yo, en mi condición de Hombre-Dios, adquiero esos méritos que en mi condición de Dios no podía adquirir. Y, con ellos, que son infinitos por la forma como los adquiero, por la Naturaleza divina unida a la humana, por las virtudes de caridad y obediencia con las cuales me he puesto en condiciones de merecerlos, por la fortaleza, la justicia, la templanza, la prudencia, por todas las virtudes que he puesto en mi corazón para hacerlo grato a Dios, mi Padre, Yo tendré un poder infinito no sólo como Dios, sino como Hombre que se inmola por todos, o sea, que alcanza el límite máximo de la caridad. Lo que da el mérito es el sacrificio. Cuanto mayor es el sacrificio, mayor es el mérito. Si es completo el sacrificio, completo es el mérito; si perfecto el sacrificio, perfecto el mérito, y utilizable según la santa voluntad de la víctima, a la que el Padre dice: «¡Sea como tú quieres!», porque la víctima lo ha amado sin medida y ha amado al prójimo sin medida.
Y os digo que el más pobre de los hombres puede ser el más rico y beneficiar a un número sin medida de hermanos, si sabe amar hasta el sacrificio. Os digo que, aunque no tuvierais ni una miga de pan ni un vaso de agua ni un vestido roto, podríais hacer un bien siempre. ¿Cómo? Orando y sufriendo por los hermanos. ¿Hacer un bien a quién? A todos. ¿De qué forma? De mil maneras, todas santas, porque si supierais amar sabríais obrar como Dios, y enseñar, perdonar, administrar, y, como el Hombre-Dios, redimir.
-¡Oh, Señor, danos esta caridad! – suspira Juan.
-Os la da Dios, porque se da a vosotros. Pero vosotros debéis acogerla y practicarla cada vez más perfectamente. Ningún hecho debe estar para vosotros separado de la caridad. Desde los hechos materiales a los del espíritu. Todo se haga con caridad y por la Caridad. Santificad vuestras acciones, vuestras jornadas; poned la sal en vuestras oraciones, la luz en vuestras acciones. La luz, el sabor, la santificación, es la caridad. Sin ella, nulos son los ritos y vanas las oraciones, falsas las ofrendas. En verdad os digo que la sonrisa con que un pobre os saluda como a hermanos tiene más valor que el saco de monedas que uno puede arrojaros a los pies sólo para ser notado. Sabed amar y Dios estará con vosotros, siempre.
-Enséñanos a amar así, Señor.
-Hace dos años que lo estoy haciendo. Haced lo que me veis hacer y estaréis en la Caridad, y la Caridad estará en vosotros, y tendréis el sello, el crisma, la corona que harán que seáis verdaderamente reconocidos como ministros de Dios-Caridad. Ahora vamos a detenernos en este lugar umbrío. Aquí hay hierba tupida y alta, y los árboles mitigan el calor. Proseguiremos cuando atardezca…