La Transfiguración en el monte Tabor y el epiléptico curado al pie del monte. Un comentario para los predilectos.
¿Hay, acaso, algún hombre que no haya visto, al menos una vez, un alba serena de Marzo? Si tal hombre existe, es un gran desagraciado, porque desconoce una de las gracias más hermosas de la naturaleza despertada de primavera, de nuevo virgen, niña, cual debía ser el primer día. En esta gracia, que es pura en todos sus aspectos y cosas – desde las hierbas nuevas y cargadas de rocío, hasta las florecillas que se abren, como niños que nacen. ante la primera sonrisa de la luz del día: hasta los pájaros que se despiertan con un batir de alas y dicen su primer «¿chip?» interrogativo, preludio de todos sus canoros discursos de la jornada; hasta el mismo olor del aíre, que ha perdido durante la noche, por la lavación del rocío y la ausencia del hombre, hasta la más mínima contaminación de polvo, humo e indicio de cuerpos humanos -, en medio de esta gracia, van Jesús, los apóstoles y los discípulos. Está con ellos también Simón de Alfeo. Van en dirección sureste, superando las colinas que hacen de corona a Nazaret, vadeando un torrente, atravesando una llanura estrecha situada entre las colinas nazarenas y un grupo de montes hacia el este. Estos montes están precedidos por el cono semitruncado del Tabor, cuya cima, curiosamente, me recuerda, vista de perfil, la punta del gorro de nuestra policía nacional. Llegan al monte. Jesús se para y dice: -Pedro, Juan y Santiago de Zebedeo subirán conmigo al monte. Vosotros diseminaos por la base, separándoos hacia los caminos que la bordean, y predicad al Señor. A1 atardecer quiero estar de nuevo en Nazaret, así que no os alejéis mucho. La paz sea con vosotros. Y, volviéndose a los tres que había nombrado, dice: -Vamos. Y empieza a subir sin volverse ya, y con un paso tan expedito, que pone a Pedro en dificultad para seguirle. En un alto que hacen, Pedro, rojo y sudado, le pregunta con respiración afanosa: -¿Pero a dónde vamos? No hay casas en el monte. En la cima, aquella vieja fortaleza. ¿Quieres ir a predicar allí? -Habría subido por la otra vertiente. Como puedes ver, le vuelvo las espaldas. No vamos a ir a la fortaleza, y quien esté en ella ni siquiera nos verá. Voy a unirme con mi Padre. He querido teneros conmigo porque os amo. ¡Venga, ligeros! -¡Oh, mi Señor! ¿Y no podríamos ir un poco más despacio, y hablar de lo que oímos y vimos ayer, que nos ha tenido despiertos toda la noche para comentarlo? -A las citas con Dios hay que ir siempre sin demora. ¡Ánimo, Simón Pedro! Que arriba os permitiré que descanséis. Y reanuda la subida… Suben más alto todavía y la mirada se expande por dilatados horizontes que un hermoso día sereno hace detalladamente nítidos hasta en las zonas más lejanas. El monte no forma parte de un sistema montañoso como el de Judea; se yergue aislado, teniendo, respecto al lugar en que nos encontramos, el oriente de frente, el norte a la izquierda, el sur a la derecha, y, detrás, al oeste, la cima, que se alza aún unos centenares de pasos. Es muy alto, y la mirada puede ver libremente en un vasto radio. El lago de Genesaret parece un recorte de cielo engastado en el verde de la tierra, una turquesa oval ceñida de esmeraldas de distintas tonalidades; un espejo trémulo, que se riza con el viento leve y por el que se deslizan, con agilidad de gaviotas, las barcas con sus velas desplegadas, ligeramente inclinadas hacia la superficie azulina, con la misma gracia del vuelo cándido de una gaviota cuando sigue el curso de la onda en busca de presa. Luego, de la vasta turquesa sale una vena, de un azul más pálido en los lugares donde el guijarral es más ancho, y más oscuro donde las orillas se estrechan y el agua es más profunda y opaca por la sombra que proyectan los árboles que crecen vigorosos junto al río, nutridos con su linfa. El Jordán parece una pincelada casi rectilínea en el verde de la llanura. A uno y otro lado del río, diseminados por la llanura, hay unos pueblecillos. Algunos de ellos son realmente un puñado de casas, otros son más grandes, ya con aire de pequeñas ciudades. Las vías de comunicación son rugosidades amarillentas en el verde. Pero aquí, en la parte del monte, la llanura está mucho más cultivada y es mucho más fértil, muy bonita. Se ve a los distintos cultivos, con sus distintos colores, sonreír al bonito sol que desciende del cielo sereno. Debe ser primavera, quizás Marzo, si calculo la latitud de Palestina, porque veo los cereales ya altos, aunque todavía verdes, ondear como un mar glauco, y veo a los penachos de los más precoces de entre los árboles frutales colocar como nubecillas blancas y róseas sobre este pequeño mar vegetal, y luego prados enteramente florecidos, por los altos henos, sobre los cuales, ovejitas al pasto parecen pequeños cúmulos de nieve amontonadas acá o allá sobre la hierba. A1 pie del monte, en las colinas que constituyen su base – bajas y breves colinas -, hay dos pequeñas ciudaditas, una hacia el sur, la otra hacia el norte. La llanura ubérrima se extiende especial y más ampliamente hacia el sur. Jesús, después de una breve pausa al fresco de un puñado de árboles (pausa que, sin duda, ha sido concedida por piedad hacia Pedro, que en las subidas se cansa visiblemente), reanuda la ascensión. Sube casi hasta la cima, hasta un rellano herboso con un semicírculo de árboles hacia la parte de la ladera. -Descansad, amigos. Yo voy allí a orar. Y señala con la mano una voluminosa roca que sobresale del monte y que se encuentra, por tanto, no hacia la ladera sino hacia dentro, hacia la cima. Jesús se arrodilla en la tierra herbosa y apoya las manos y la cabeza en la roca, en la postura que tomará también en la oración del Getsemaní. El sol no incide en Él, porque la cima lo resguarda. Pero el resto de la explanada herbosa está toda alegre de sol, hasta el límite de sombra del borde arbolado a cuya sombra se han sentado los apóstoles. Pedro se quita las sandalias y las sacude para quitar el polvo y las piedrecitas, y se queda así, descalzo, con sus pies cansados entre la hierba fresca, casi echado, apoyada la cabeza, como almohada, en un matojo esmeraldino que sobresale más que los demás en su trozo de prado. Santiago hace lo mismo, pero, para estar cómodo, busca un tronco de árbol; en él apoya su manto, y en el manto la espalda. Juan permanece sentado, observando al Maestro. Pero la calma del lugar, el vientecíllo fresco, el silencio y el cansancio lo vencen a él también, y se le caen: sobre el pecho, la cabeza; sobre los ojos, los párpados. Ninguno de los tres duerme profundamente; están en ese estado de somnolencia veraniega que atonta. Los despabila una luminosidad tan viva, que anula la del Sol y se esparce y penetra hasta debajo del follaje de las matas y árboles bajo los cuales se han puesto. Abren, estupefactos, los ojos, y ven a Jesús transfigurado. Es ahora como lo veo en las visiones del Paraíso, tal cual. Naturalmente sin las Llagas y sin la enseña de la Cruz. Pero la majestad del Rostro y del Cuerpo es igual; igual es su luminosidad, igual el indumento, que, de un rojo oscuro, se ha transformado en el adiamantado y perlino tejido inmaterial que le viste en el Cielo. Su Rostro es un sol de luz sideral, pero intensísima, en el cual centellean los ojos de zafiro. Parece más alto aún, como si su glorificación hubiera aumentado su estatura. No sabría decir si la luminosidad, que pone incluso fosforescente el rellano, proviene enteramente de El, o si a la luz propia se une toda la luz que hay en el universo y en los cielos, concentrada en su Señor. Sé que es algo indescriptible. (Nota de María Valtorta sobre la Transfiguración “Para desviar las intrigas de Satanás y las insidias de los futuros – y no desconocidos para Dios Padre – enemigos del Verbo Encarnado, Dios envolvió a Cristo de aspectos que son comunes a todos los nacidos de mujer, y no sólo mientras fue «el niño y el hijo del carpintero», sino también cuando fue «el Maestro». Sólo la sabiduría y los milagros lo distinguían de los demás. Pero Israel – aunque en menor medida – conocía otros maestros (los profetas) y obradores de milagros. Ello debía seriar también para probar la fe de sus elegidos: los apóstoles y discípulos- quienes debían «creer sin ver» cosas extraordinarias y divinas. Así, veían al Hombre docto y santo que, también, hacía milagros, pero que, en todo lo demás, era similar a ellos en sus necesidades humanas. Pero, para confirmar a los tres, después de la turbación sufrida por el anuncio de la futura muerte de cruz, El ahora se manifiesta en toda la gloria de su Naturaleza Divina. Después de ello, ya no podía subsistir la duda que e1 anuncio de la muerte de cruz había insinuado en sus más cercanos seguidores. Habían visto a Dios, a Dios en e1 Hombre que sería crucificado. Era la manifestación de las dos Naturalezas hipostáticamente unidas, manifestación innegable que no podía dejar dudas. Y al Hijo-Dios que como tal se manifiesta se une el Padre-Dios con sus palabras y el Cielo, representado por Moisés Y Elías. Después de zarandear su fe por el anuncio de su muerte, Jesús restablece – es más, la aumenta – la fe de los tres apóstoles, transfigurándose) Jesús está ahora de pie; bueno, diría incluso que está levantado del suelo, porque entre Él y la hierba del prado hay como una luz en evaporación, un espacio constituido únicamente por una luz, sobre el cual parece erguirse Él. Pero es tan viva, que podría incluso engañarme, y el no ver el verde de la hierba bajo las plantas de Jesús podría estar provocado por esta luz intensa que vibra y produce ondas como algunas veces se ve en los fuegos intensos. Ondas, aquí, de un color blanco, incandescente. Jesús tiene el Rostro alzado hacia el cielo y sonríe como respuesta a una visión que lo sublima. Los apóstoles sienten casi miedo y lo llaman, porque ya no les parece que sea su Maestro, de tanto como está transfigurado. -¡Maestro, Maestro! – dicen bajo, pero con ansia. Él no oye. -Está en éxtasis – dice Pedro temblando – ¿Qué estará viendo? Los tres se han puesto en pie. Querrían acercarse a Jesús, pero no se atreven. La luz aumenta todavía más, debido a dos llamas que bajan del cielo y se colocan a ambos lados de Jesús. Una vez asentadas en el rellano, se abre su velo y aparecen dos majestuosos y luminosos personajes. Uno, más anciano, de mirada aguda y grave y con barba larga bipartida. De su frente salen cuernos de luz que me dicen que es Moisés. El otro es más joven, enjuto, barbudo y velloso, aproximadamente como el Bautista, al cual yo diría que se asemeja por estatura, delgadez, conformación y gravedad. Mientras que la luz de Moisés es cándida como la de Jesús, especialmente en los rayos de la frente, la que emana Elías es solar, de llama viva. Los dos Profetas toman una postura reverente ante su Dios Encarnado, y, aunque Él les hable con familiaridad, ellos no abandonan esa su postura reverente. No comprendo ni siquiera una de las palabras que dicen. Los tres apóstoles caen de rodillas temblando, cubriéndose el rostro con las manos. Querrían ver, pero tienen miedo. Por fin Pedro habla: -¡Maestro, Maestro, óyeme! Jesús vuelve la mirada sonriente hacia su Pedro, el cual recobra vigor y dice: -Es hermoso estar aquí contigo, con Moisés y con Elías. Si quieres hacemos tres tiendas para ti, para Moisés y para Elías, y nosotros os servimos… Jesús vuelve a mirarlo y sonríe más vivamente. Mira también a Juan y a Santiago: una mirada que los abraza con amor. También Moisés y Elías miran a los tres fijamente. Sus ojos centellean. Deben de ser como rayos que atraviesan los corazones. Los apóstoles no se atreven a decir nada más. Atemorizados, callan. Dan la impresión de personas un poco ebrias, como personas aturdidas. Pero, cuando un velo, que no es niebla, que no es nube, que no es rayo, envuelve y separa a los Tres gloriosos detrás de una pantalla aún más luminosa que la que ya los circundaba, celándolos a la vista de los tres, y una Voz potente y armónica vibra y llena de sí el espacio, los tres caen con el rostro contra la hierba. -Éste es mi Hijo amado, en quien me he complacido. Escuchadlo. Pedro, al arrojarse rostro en tierra, exclama: -¡Misericordia de mí, que soy un pecador! ¡La Gloria de Dios está descendiendo! Santiago no dice nada. Juan susurra, con un suspiro, como si estuviera próximo a desmayarse: -¡El Señor habla! Ninguno se atreve a levantar la cabeza, ni siquiera cuando el silencio se hace de nuevo absoluto. No ven, por tanto, siquiera el retorno de la luz a su naturaleza de luz solar, que muestra a Jesús solo, de nuevo el Jesús de siempre, con su túnica roja. Él anda en dirección a ellos, sonriendo; los mueve y toca y llama por su nombre. -Alzaos. Soy Yo. No temáis – dice, porque los tres no se atreven a levantar la cara e invocan misericordia para sus pecados, temiendo que sea el Ángel de Dios queriendo mostrarles al Altísimo. -Alzaos. Os lo ordeno – repite Jesús con tono imperioso. Alzan el rostro y ven a Jesús sonriente. -¡Oh, Maestro, Dios mío! – exclama Pedro – ¿Cómo vamos a vivir a tu lado, ahora que hemos visto tu gloria? ¿Cómo vamos a vivir en medio de los hombres, y nosotros, hombres pecadores, ahora que hemos oído la voz de Dios? -Deberéis vivir conmigo y ver mi gloria hasta el final. Sed dignos de ello, porque el tiempo está próximo. Obedeced al Padre mío y vuestro. Volvemos ahora con los hombres, porque he venido para estar con ellos y para llevarlos a Dios. Vamos. Sed santos en recuerdo de esta hora, fuertes, fieles. Participaréis en mi más completa gloria. Pero no habléis ahora de esto que habéis visto a nadie, ni siquiera a vuestros compañeros. Cuando el Hijo del hombre resucite de entre los muertos y vuelva a la gloria del Padre, entonces hablaréis. Porque entonces será necesario creer para tener parte en mi Reino. (Pero no habléis… ni siquiera a vuestros compañeros. La prudencia, perfecta en Cristo, lo impuso así para evitar fanatismos de veneración y de odio, ambos prematuros y nocivos: así lo anota MV en una copia mecanografiada) -¿Pero no tiene que venir Elías para preparar tu Reino? Los rabíes dicen eso. -Elías ha venido ya y ha preparado los caminos al Señor. Todo sucede como ha sido revelado. Pero los que enseñan la Revelación no la conocen ni la comprenden, y no ven ni reconocen los signos de los tiempos ni a los enviados de Dios. Elías ha vuelto una vez. Vendrá la segunda cuando esté cercano el último tiempo, para preparar a los últimos para Dios. Ahora ha venido para preparar a los primeros para Cristo, y los hombres no lo han querido reconocer, le han hecho sufrir y lo han matado. Lo mismo harán con el Hijo del hombre, porque los hombres no quieren reconocer lo que es su bien. (Elías ha vuelto una vez. El Elías que «ha vuelto una vez», al que alude Jesús, era Juan el Bautista: así lo anota MV en una copia mecanografiada) Los tres agachan la cabeza pensativos y tristes, y bajan con Jesús por el mismo camino por el que han subido. … Y es otra vez Pedro el que, en un alto a mitad de camino, dice: -¡Ah, Señor! Yo también digo como tu Madre ayer: «¿Por qué nos has hecho esto?», y también digo: «¿Por qué nos has dicho esto?». ¡Tus últimas palabras han borrado de nuestro corazón la alegría de la gloriosa visión! ¡Ha sido un día de grandes miedos! Primero, el miedo de la gran luz que nos ha despertado, más fuerte que si el monte ardiera, o que si la Luna hubiera bajado a resplandecer al rellano ante nuestros ojos; luego tu aspecto, y el hecho de separarte del suelo como si estuvieras para echar a volar y marcharte. He tenido miedo de que Tú, disgustado por las iniquidades de Israel, volvieras a los Cielos, quizás por orden del Altísimo. Luego he tenido miedo de ver aparecer a Moisés, al que los suyos de su tiempo no podían ver ya sin velo, de tanto como resplandecía en su rostro el reflejo de Dios, y todavía era hombre, mientras que ahora es espíritu bienaventurado y encendido de Dios; y a Elías… ¡Misericordia divina! He pensado que había llegado a mi último momento, y todos los pecados de mi vida, desde cuando robaba de pequeño la fruta de la despensa hasta el último de haberte aconsejado mal hace unos días, me han venido a la mente. ¡Con qué temblor me he arrepentido! Luego me dio la impresión de que me amaban esos dos justos… y he tenido la intrepidez de hablar. Pero incluso su amor me producía miedo, porque no merezco el amor de semejantes espíritus. ¡Y después… después!… ¡El miedo de los miedos! ¡La voz de Dios!… ¡Yeohveh ha hablado! ¡A nosotros! Nos ha dicho: «¡Escuchadle!». Tú. Y te ha proclamado «su Hijo amado en el cual Él se complace». ¡Qué miedo! ¡Yeohveh!… ¡A nosotros!… ¡Verdaderamente sólo tu fuerza nos ha mantenido en vida!… Cuando nos has tocado y tus dedos ardían como puntas de fuego, he sentido el último momento de terror. He creído que era la hora de ser juzgado y que el Ángel me tocaba para tomar mi alma y llevársela al Altísimo… ¡Pero, ¿cómo pudo tu Madre ver… oír… vivir en definitiva, ese momento del que hablaste ayer, sin morir, Ella que estaba sola, siendo jovencita aún, sin Ti?! -María, la Sin Mancha, no podía tener miedo de Dios. Eva no tuvo miedo de Dios mientras fue inocente. Y Yo estaba en ese lugar. Yo, el Padre y el Espíritu, Nosotros, que estamos en el Cielo y en la tierra y en todas partes, y que teníamos nuestro Tabernáculo en el corazón de María – dice dulcemente Jesús. -¡Qué cosa! ¡Qué cosa!… Pero después hablaste de muerte… Y toda alegría se borró… Pero, ¿por qué a nosotros tres todo esto?, ¿por qué a nosotros? ¿No convenía dar a todos esta visión de tu gloria? -Precisamente porque desfallecéis al oír hablar de muerte, y muerte de suplicio, del Hijo del hombre, el Hombre-Dios os ha querido fortalecer para aquella hora y para siempre, con la precognición de lo que seré después de la Muerte: recordad todo esto, para decirlo a su tiempo… ¿Habéis entendido? -¡Oh, sí, Señor. No es posible olvidar. Y sería inútil decirlo. Dirían que estaríamos ebrios. Reanudan la marcha hacia el valle. Pero, llegados a un punto, Jesús tuerce por un sendero pino en dirección a Endor, o sea, por el lado opuesto al otro en que dejó a los discípulos. -No los encontraremos – dice Santiago – El sol empieza a bajar. Se estarán agrupando para esperarte en el lugar donde los dejaste. -Ven y no te crees pensamientos necios. En efecto, en cuanto la espesura se abre dando lugar a una pradera que desciende suavemente hasta tocar el camino de primer orden, ven a toda la masa de los discípulos, aumentada por la presencia de viandantes curiosos, de escribas venidos de no sé dónde, moviéndose en la base del monte. -¡Vaya! ¡Escribas!… ¡Y ya disputan! – dice Pedro señalándolos. Y baja los últimos metros disgustado. Pero también los que están abajo los han visto y unos a otros se los señalan, y luego se echan a corren hacia Jesús, gritando: -¿Cómo es que vienes por esta parte, Maestro? Estábamos para encaminarnos al lugar establecido. Pero nos han entretenido en disputas los escribas, y con sus súplicas un padre afligido. -¿De qué discutíais entre vosotros? -Por un endemoniado. Los escribas se han burlado de nosotros porque no hemos podido liberarlo. Lo ha intentado de nuevo, ya por pundonor, Judas de Keriot; pero ha sido inútil. Entonces hemos dicho: «Intentadlo vosotros». Han respondido: «No somos exorcistas». Ha coincidido que pasaban algunos, que venían de Caslot – Tabor, entre los que había dos exorcistas. Pero ellos tampoco nada. Aquí viene el padre a suplicarte. Escúchalo. Un hombre, en efecto, se acerca suplicante. Se arrodilla frente a Jesús, que se ha quedado en el prado en pendiente, estando, pues, al menos, tres metros por encima del camino, y, por tanto, bien visible a todos. -Maestro – le dice el hombre – venía a Cafarnaúm con mi hijo, buscándote. Te traía a mi hijo infeliz para que lo liberaras, Tú que expulsas los demonios y curas toda enfermedad. Frecuentemente se apodera de él un espíritu mudo. Cuando se apodera de él sólo puede emitir gritos roncos, como un animal que se estuviera ahogando. El espíritu lo tira al suelo, y él, en el suelo, se revuelca, le crujen los dientes, echa espuma como un caballo que muerde el bocado, y se hiere, o puede incluso morir por asfixia, o quemado, o destrozado, porque el espíritu, más de una vez, lo ha arrojado al agua, al fuego, o lo ha tirado por las escaleras. Tus discípulos lo han intentado, pero no han podido. ¡Oh, Señor bueno! ¡Piedad de mí y de mi niño! Jesús centellea de poder mientras grita: -¡Oh generación perversa, oh turba satánica, legión rebelde, pueblo del infierno incrédulo y cruel, ¿hasta cuándo tendré que estar contigo?, ¿hasta cuándo tendré que soportarte? Se muestra majestuoso, tanto, que se hace un silencio absoluto y cesan las risitas maliciosas de los escribas. Jesús dice al padre: -Levántate y tráeme a tu hijo. El hombre se marcha y regresa con otros hombres; en medio de éstos viene un muchacho de unos doce o catorce años. Un muchacho guapo, pero con una mirada un poco cretina, como si estuviera aturdido. En su frente rojea una herida alargada; más abajo se ve una cicatriz vieja, blanquecina. Nada más ver a Jesús, que lo está mirando fijamente con sus ojos magnéticos, lanza un grito ronco, y se contuerce todo su cuerpo convulsivamente, y cae al suelo echando espuma y girándole los ojos (de forma que se ve solamente el bulbo blanco, mientras se revuelca por el suelo con una típica convulsión epiléptica). Jesús se acerca unos pasos para llegar a su lado y dice: -¿Desde cuándo le sucede esto? Habla fuerte, que todos te oigan. Y el hombre, gritando, mientras se va estrechando el círculo, y los escribas se ponen más arriba de Jesús para dominar la escena, dice: -Desde niño. Ya te he dicho que a menudo cae en el fuego, en el agua, o desde las escaleras o desde los árboles, porque el espíritu lo asalta desprevenidamente y lo empuja con violencia para acabar con él. Está todo lleno de cicatrices y quemaduras. Ya es mucho que no se haya quedado ciego a causa de las llamas de la lumbre. Ningún médico, ningún exorcista, ni siquiera tus discípulos lo han podido curar. Pero Tú, si, como creo firmemente, puedes algo, ten piedad de nosotros v socórrenos. -Si puedes creer así, todo me es posible, porque todo se le concede al que cree. -¡Oh, Señor, claro que creo! Pero, si no creo todavía suficientemente, aumenta mi fe: para que sea completa y obtenga el milagro – dice el hombre llorando de rodillas junto al hijo, que padece más convulsiones que nunca. Jesús se endereza, retrocede dos pasos, y, mientras la muchedumbre, más que nunca, restringe su círculo, grita fuerte: -¡Espíritu maldito que haces sordo y mudo al niño y lo atormentas, te ordeno que salgas de él y no vuelvas a entrar nunca!El niño, a pesar de su postura (está echado en el suelo), da unos botes espantosos, haciendo presión contra el suelo con la cabeza y los pies, en forma de arco, y lanza gritos no humanos. Un último salto, con el que se vuelve boca abajo y golpea la frente y la boca contra una roca que sobresale de la hierba; ésta se pone roja de sangre. Luego se queda inmóvil. -« ¡Se ha muerto!» gritan muchos. « ¡Pobre niño!», « ¡Pobre padre!» – dicen, compasivos, los mejores. Y los escribas, riéndose burlonamente, dicen: -¡Buen servicio te ha hecho el Nazareno! – o: « ¡Maestro ¿cómo es esto?! Esta vez Belcebú te ha hecho quedar mal…» y se echan a reír venenosamente. Jesús no responde a nadie. Ni siquiera al padre, que ha dado la vuelta a su hijo y ahora le está secando la sangre de la frente herida y de los labios heridos, gimiendo, invocando a Jesús. Pero el Maestro se inclina y toma de la mano al niño. Y éste abre los ojos dando un fuerte suspiro, como si se despertase de un sueño, luego se sienta y sonríe. Jesús lo acerca hacia sí, le hace ponerse de pie y se lo entrega a su padre, mientras los presentes gritan de entusiasmo y los escribas huyen seguidos de las burlas de la gente… -Y ahora vamos – dice Jesús a sus discípulos. Despide a la gente, costea el lado del monte y va al camino recorrido por la mañana. Dice Jesús (a María Valtorta): -No te elijo sólo para conocer las tristezas de tu Maestro, y sus dolores; quien sabe estar conmigo en el dolor debe tener parte conmigo en la alegría. Quiero que tengas, delante de tu Jesús, que se te muestra, los mismos sentimientos de humildad y arrepentimiento de mis discípulos. Jamás soberbia. Serías castigada perdiéndome. Continuo recuerdo de quién soy Yo y de quién eres tú. Continuo pensamiento de tus faltas y de mi perfección, para tener un corazón lavado por la contrición; pero, al mismo tiempo, también mucha confianza en mí. He dicho: «No temáis. Alzaos. Vamos. Vamos con los hombres, porque he venido para estar con ellos. Sed santos, fuertes y fieles en recuerdo de esta hora». Te lo digo a ti también, y a todos mis predilectos de entre los hombres, a los que me tienen de forma especial. No tengáis miedo de mí. Me muestro para elevaros, no para reduciros a cenizas. Alzaos: que la alegría del don os dé vigor y no os embote en el sopor del quietismo, creyéndoos ya salvados porque os haya mostrado el Cielo. Vamos juntos a los hombres. Os he invitado a obras sobrehumanas con sobrehumanas visiones y lecciones, para que podáis servirme más de ayuda. Os asocio a mi obra. Pero Yo no he conocido, ni conozco, descanso. Porque el Mal no descansa nunca y el Bien debe estar siempre activo para anular lo más que se pueda la obra del Enemigo. Descansaremos cuando el Tiempo llegue a su cumplimiento. Ahora es necesario caminar incansablemente, obrar continuamente, consumirse infatigablemente por la mies de Dios. Que mi continuo contacto os santifique, mi continua lección os fortalezca, mi amor de predilección os haga fieles contra toda insidia. No seáis como los antiguos rabíes, que enseñaban la Revelación y luego no le prestaban fe, hasta el punto de que no reconocían los signos de los tiempos ni a los enviados de Dios. Reconoced a los precursores de Cristo en su segunda venida, porque las fuerzas del Anticristo están en marcha, y, haciendo una excepción a la medida que me he impuesto, porque sé que bebéis de ciertas verdades no por espíritu sobrenatural sino por sed de curiosidad humana, os digo en verdad que lo que muchos creerán victoria sobre el Anticristo, paz ya próxima, no será sino un alto para dar tiempo al Enemigo de Cristo de recuperar fuerzas, curarse las heridas, reunir su ejército para una lucha más cruel. Reconoced, vosotros que sois las «voces» de este vuestro Jesús, del Rey de reyes, del Fiel y Veraz, que juzga y combate con justicia y será el Vencedor de la Bestia y de sus siervos y profetas, reconoced vuestro Bien y seguidle siempre. Que ningún engañoso aspecto os seduzca y ninguna persecución os aterre. Diga vuestra «voz» mis palabras. Sea vuestra vida para esta obra. Y si tenéis destino, en la tierra, común con Cristo, su Precursor y Elías, destino cruento o atormentado por vejaciones morales, sonreíd a vuestro destino futuro y seguro, el que tendréis en común con Cristo, con su Precursor, con su Profeta. Iguales en el trabajo, en el dolor, en la gloria. Aquí Yo Maestro y Ejemplo; allí Yo Premio y Rey. Tenerme será vuestra bienaventuranza. Será olvidar el dolor. Será algo que para hacéroslo comprender ninguna revelación es suficiente, porque la alegría de la vida futura es demasiado superior a la posibilidad de imaginar de la criatura que todavía está unida a la carne.