La sufrida separación de Bartolomé, que con Felipe vuelve a unirse al Maestro.
Jesús está reunido con los seis en una habitación donde hay yacijas muy míseras, arrimadas unas a otras. El espacio que queda libre apenas si consiente andar de un lado a otro de la estancia. Comen su más que humilde comida sentados encima de los lechos, porque no hay ni mesa ni asientos. Pasa un rato y Juan va a sentarse en el alféizar de la ventana, en busca de sol. Por eso él es el primero que ve a los esperados Pedro, Simón, Felipe y Bartolomé, que vienen en dirección a la casa. Les da una voz y sale corriendo, seguido por todos. Se queda sólo Jesús, el cual los únicos movimientos que hace son ponerse en pie y volverse hacia la puerta para mirar… Entran los llegados. Es fácil imaginar la exuberancia de Pedro; también, la reverencia profunda de Simón Zelote. Lo que causa sorpresa es la actitud de Felipe, y especialmente la de Bartolomé. Entran, yo diría que casi con temor, con congoja, y, a pesar de que Jesús les abra los brazos para intercambiar con ellos el ósculo de paz que ya ha dado a Pedro y a Simón, ellos caen de rodillas y se curvan hasta tocar casi con la frente en el suelo, y besan los pies de Jesús. Permanecen así… Y los suspiros ahogados de Bartolomé denuncian que llora silenciosamente sobre los pies de Jesús. -¿Por qué esta congoja, Bartolmái? ¿No vienes a los brazos de: Maestro? ¿Y tú, Felipe, por qué tan temeroso? Si no supiera que sois dos hombres honestos, en cuyo corazón no puede anidar la malicia, tendría que sospechar que sois culpables de algo. Pero no es así. ¡Ánimo, pues! Hace mucho que deseo vuestro beso y ver la límpida mirada de vuestros ojos fieles… -También nosotros, Señor… – dice Bartolomé, levantando su cara, en que brillan las lágrimas – Tú has sido nuestro único deseo Nos preguntábamos en qué podíamos haberte desagradado para merecer tanta separación. Nos parecía una cosa injustificada… Pero ahora sabemos… ¡Oh, perdón, Señor! Te pedimos perdón. Sobre todo yo, porque Felipe ha estado separado de ti por mí. A él ya le he pedido perdón. Yo, yo sólo culpable, yo, el viejo israelita reticente a renovarse, yo, que te he causado dolor… Jesús se inclina y lo alza con la fuerza, como alza también a Felipe, y, juntos, los aprieta entre sus brazos, mientras dice: -¿Pero de qué te acusas? No has hecho nada malo. ¡Ningún mal! Y Felipe tampoco. Sois mis amados apóstoles, y hoy me siento verdaderamente feliz de teneros conmigo, de nuevo juntos, para siempre… -No, no… Durante mucho tiempo hemos ignorado el motivo por el que, justamente, has desconfiado de nosotros hasta el punto de excluirnos de tu familia apostólica. Pero ahora lo sabemos… y te pedimos perdón, perdón, perdón; yo especialmente. Jesús, Maestro mío…Y Bartolomé lo mira con congoja, con amor, con compasión. Siendo anciano como es, parece un padre mirando a su hijo afligido, examinando su rostro, más afilado a causa de una pena que no había intuido, y en el cual antes no había notado el enflaquecimiento, el envejecimiento… Entonces, nuevas lágrimas gotean en las mejillas de Bartolomé. Y exclama: -¿Pero qué te han hecho? ¿Qué nos han hecho, para hacernos sufrir a todos de este modo? Parece como si un espíritu malo hubiera entrado entre nosotros, para turbarnos, para volvernos tristes, débiles, apáticos, necios… Necios hasta el punto de no comprender que Tú sufrías… Es más, hasta el punto de aumentarte el sufrimiento con nuestras mezquindades, cerrazones, respetos humanos, y con nuestras vejeces, las de nuestro hombre viejo… Sí, el hombre viejo ha triunfado en nosotros, siempre, y tu vitalidad perfecta no nos ha podido renovar nunca. ¡Esto, esto es lo que no me deja tranquilo! No he sabido renovarme, comprenderte, seguirte, con todo mi amor… Te he seguido sólo materialmente… Pero Tú… Tú querías que te siguiéramos espiritualmente… y te comprendiéramos en tu perfección… para ser capaces de perpetuarte… ¡Oh! ¡Maestro mío! ¡Maestro mío, que un día te marcharás, después de tantas luchas, insidias, desazones, después de tantos dolores, y con el dolor de vernos todavía inmaduros!… Y Bartolomé reclina su cabeza en el hombro de Jesús y llora, lleno de desolación, compungido por la conciencia de haber sido un discípulo obtuso. -No te achiques, Natanael. Ves todo esto como una enormidad que te sorprende. Pero tu Jesús sabía que sois hombres… y no pretende nada por encima de cuanto podáis dar. ¡Ah, me daréis todo, absolutamente todo! Mas ahora tenéis que crecer, formaros… Es una obra lenta. Pero sé esperar. Y gozo con vuestro crecimiento. Porque es un crecimiento continuo en mi Vida. Incluso tu llanto, y la concordia de los que estaban conmigo, y la piedad que ha sustituido a las intransigencias que constituían vuestra naturaleza, a egoísmos, a avaricias espirituales; incluso vuestra seriedad actual: todo es fase de crecimiento en mí. Animo, pues. Queda en paz, porque Yo sé. Todo. Conozco tu honestidad, tu buena fe, tu generosidad, tu sincero amor. ¿Dudar Yo de mi sabio Bartolmái y de Felipe, tan equilibrado y fiel? Sería hacer un agravio a mi Padre, que me ha concedido el contaros entre los más amados. Pero ahora… ¡venga, vamos a sentarnos aquí!, y que quien ya haya descansado se ocupe de los hermanos cansados y hambrientos, ofreciéndoles comida y descanso. Entretanto contad a vuestro Maestro y a los hermanos lo que ellos ignoran. Y se sienta en su yacija, teniendo consigo, a ambos lados, a Felipe y a Natanael; Pedro y Simón se sientan en la yacija que hay frente a Jesús: unas rodillas contra otras. -Habla tú, Felipe. Yo ya he hablado. Y tú has sido más justo que yo en este tiempo… -¡Oh! ¡Bartolomé! ¡Justo! Sólo había entendido que el hecho de no naber querido que estuviéramos a su lado no era ni animosidad ni cambio voluble del Maestro respecto a nosotros… Intentaba tranquilizarte así… tratando de impedirte que pensaras en cosas que te habrían dado dolor por haberlas pensado, y remordimiento. Yo tenía sólo un remordimiento: haberte retenido la desobediencia al Maestro cuando querías seguir a Simón de Jonás, que iba por Margziam a Nazaret… Después… te veía sufrir tanto en el cuerpo y en el alma, que decía: «¡Mejor hubiera sido dejarle hacer lo que quería! El Maestro le habría perdonado su desobediencia, y Bartolomé no se seguiría envenenando el alma con estas ideas»… Pero tú mismo puedes ver que, si hubieras partido, no habrías tenido nunca la clave del misterio… y quizás tu sospecha sobre la volubilidad del Maestro no habría desaparecido ya nunca. Sin embargo, así… -Sí. Sin embargo, así he entendido. Maestro, Simón de Jonás y Simón Zelote – los asalté con mis preguntas para saber muchas cosas o para que me confirmaran muchas otras que ya sabía – me dijeron solamente: «El Maestro ha sufrido mucho; tanto, que ha adelgazado y se ha envejecido. Y todo Israel, nosotros los primeros, tenemos la culpa. Él nos ama y perdona. Pero desea no hablar del pasado. Por tanto os aconsejamos que ni preguntéis ni habléis…». Pero yo quiero hablar. Preguntar, no preguntaré. Pero debo hablar. Para que Tú sepas. Porque ninguna cosa presente en el alma de tu apóstol te debe quedar celada. Un día – ya llevaban varios fuera Simón y los otros – vino a verme Micael de Caná. Un poco pariente, muy amigo, compañero de estudios ya desde la infancia… El, estoy seguro, venía con buena fe. Por afecto hacia mí. Pero quien le enviaba no tenía buena fe. Quería saber por qué yo me había quedado en casa… mientras que los otros se habían marchado. Y me dijo: «¡Entonces es verdad! Te has separado porque eres un buen israelita y no puedes aprobar ciertas cosas. Y de buena gana te dejan separado los otros, empezando por Jesús de Nazaret, porque están seguros de que no los ayudarías ni siquiera con la complicidad del silencio. ¡Haces bien’ Reconozco en ti al hombre de tiempos pasados. Creía que te habías corrompido, que habías renegado de Israel. Haces bien, por tu espíritu y por tu bienestar y el de los tuyos. Porque lo que está sucediendo no será perdonado por el Sanedrín, y serán perseguidos los que hayan participado en ello». Yo le dije: «¿Pero de qué estás hablando? Ya te he dicho que recibí la orden de quedarme en casa por la estación que era. Eso por una parte, y también por si venían peregrinos, para encaminarlos hacia Nazaret, o decirles que esperasen al Maestro para el final de Sabat en Cafarnaúm. ¿Y tú me hablas de separaciones, complicidades, persecuciones! ¡Explícate!…». ¿No es verdad que le dije eso, Felipe? Felipe asiente con un gesto. -Entonces – prosigue Bartolomé – Micael me dijo que se sabía que Tú te mostrabas rebelde al consejo y a la orden de los miembros del Sanedrín, porque seguías teniendo contigo a Juan de Endor y a una griega… Señor, te causo dolor, ¿verdad? Pero… tengo que hablar. Te pregunto: ¿Es verdad que estaban en Nazaret? -Sí. Es verdad. -¿Es verdad que partieron contigo? -Sí. Es verdad. -¡Felipe, Micael tenía razón! ¿Pero cómo podía saberlo? -¡Pero hombre, si son las serpientes que me pararon a mí, y a Simón, y quién sabe a cuántos más! Son las víboras de siempre – dice Pedro, vehemente. Jesús, sin embargo, sereno pregunta: -¿No te dijo nada más? Sé totalmente sincero con tu Maestro. -Nada más. Quería saber por boca mía… Pero yo le mentí a Micael. Dije: «Hasta Pascua estoy en mi casa». Por miedo a que me siguiera, por miedo a que… no sé… Por miedo a perjudicarte… Y entonces comprendí también por qué me habías dejado… Habías sentido que yo era todavía demasiado Israel… Bartolomé llora de nuevo… …Y dudaste de mí… -No. ¡Eso no! En absoluto. En ese momento no se necesitaba tu presencia junto a tus compañeros; sin embargo, eras necesario, como puedes ver, en Betsaida. A cada uno su misión. A cada edad sus fatigas… -¡No, no! No me vuelvas a separar por ninguna fatiga, Señor. No tengas en cuenta nada… Tú eres bueno. Pero yo quiero estar contigo. Es un castigo estar lejos de ti… Y yo, necio, incapaz de todo, hubiera podido al menos consolarte, si no podía hacer otra cosa. He comprendido… Has enviado a éstos con los dos… No me lo digas. No quiero saberlo. Pero siento que es así y lo digo. Pues entonces, habría podido, y debido, estar contigo. Pero Tú no me has tomado contigo como castigo por ser tan reacio a hacerme «nuevo». Pero, te juro, Maestro, que lo que he sufrido me ha renovado, y que jamás volverás a ver al viejo Natanael. -Como puedes ver, el sufrimiento ha terminado para todos en alegría. Ahora nos pondremos en marcha, al encuentro de Tomás y Judas. Sin esperar a que vayan al lugar establecido. Luego, con ellos, seguiremos caminando… ¡Hay mucho que hacer!… Mañana nos pondremos en camino. Pronto. -Y harás bien. Porque el tiempo se pone nórtico. Una desgracia para los cultivos… – dice Felipe. -¡Pues sí! Las últimas granizadas han quemado en franjas los campos. ¡Si lo hubieras visto, Señor! Parece como si hubiera pasado el fuego por ciertos lugares. Y lo curioso es que son así verdaderamente: devastaciones en franjas – dice Pedro. -En vuestra ausencia, ha granizado mucho. Un día, a mitad de la luna de Tébet, parecía un flagelo. Me dicen que en la llanura algunos tienen que volver a sembrar. Hacía más calor antes. Pero, desde entonces, se busca el sol con placer. Se vuelve para atrás… ¡Qué signos más extraños! ¿Qué serán? – pregunta Felipe. -Sólo efectos de lunaciones. No le des importancia. No son éstas las cosas que deben causar impresión. Además, nosotros iremos hacia la llanura, y la marcha será bonita. Frío, pero no mucho; en cambio, tiempo seco. Entretanto, venid. En la terraza hay buen sol. Estaremos ahí arriba descansando todos juntos…