La parábola del administrador infiel y sagaz. Hipocresía de los fariseos y conversión de un esenio.
Espera al Maestro mucha gente, diseminada por las laderas más bajas de un monte que está más bien aislado, porque sobresale de una red de valles que lo circundan, a partir de los cuales sus laderas se alzan (mejor: afloran bruscamente, escarpadas, casi a pico, en ciertos casos totalmente a pico). Para llegar a la cima, un sendero labrado en la roca calcárea araña, serpenteando, las abruptas laderas del monte; en ciertos lugares tiene, como límite, por una parte la pared recta del monte, por otra el despeñadero escarpado. Y el sendero escabroso, amarillento oscuro, tendente casi al rojizo, parece una cinta arrojada en medio del verde polvoriento de bajos matorrales espinosos, punzantísimos; yo diría que las hojas son las púas mismas que cubren las rocosas y áridas pendientes, adornándose acá o allá con una flor espléndida morado-roja semejante a un penacho o a un copo de seda arrancado de las vestiduras de algún desventurado que ha pasado por este zarzal. Y este manto desapacible, hecho de puntas espinosas, de un verde glauco, triste como si estuviera empolvado con impalpable ceniza, se extiende en franjas hasta el pie del monte y por la llanura que hay entre él y otras elevaciones, tanto al noroeste coma al sureste, para alternar con los primeros lugares de hierba verdadera y verdaderos arbustos que no significan ni tortura ni inutilidad. La gente está acampada en estos lugares y espera pacientemente la llegada del Señor. Debe ser el día siguiente del discurso a los apóstoles, porque es por la mañana. Una mañana fresca. El rocío todavía no se ha evaporado de todos los pedúnculos, y, especialmente en los que están más a la sombra, todavía decora de sí espinas y hojas, y transforma en una borla adiamantada las originales flores de los arbustos espinosos. Es ciertamente la hora de la belleza para este triste monte; porque en las otras horas, bajo el sol despiadado o en las noches de luna, debe tener el horrible aspecto de un lugar de expiación infernal. A1 este, una rica y vasta ciudad se ve en la ubérrima llanura. Y, desde esta ladera, baja todavía, donde están los peregrinos, no se ve nada más; pero, desde la cima, la vista debe gozar de un panorama sin par sobre las zonas cercanas. Yo creo que, por la altura del monte, deberá dominarse el Mar Muerto y las zonas orientales de éste, y hasta las cadenas de Samaria y las que ocultan Jerusalén. Pero yo no he estado en la cima, así que… Los apóstoles circulan por entre la muchedumbre tratando de mantenerla serena y ordenada, y de poner en los puestos mejores a los enfermos. Algunos discípulos los ayudan en esta labor. Quizás son los que desarrollan su actividad en esa zona, y que habían guiado hasta cerca de los confines de Judea a los peregrinos deseosos de escuchar al Maestro. De improviso, aparece Jesús, vestido de lino blanco, pero envuelto en su manto rojo, para conciliar el calor de las horas solares con el fresco de las noches aún no veraniegas. Mira – a Él no lo han visto todavía – a la gente que lo espera, y sonríe. Parece que viene de detrás (oeste) del monte, de una altura media. Desciende rápido por el difícil sendero. Es un niño el que ve a Jesús (no sé si por seguir el vuelo de unos pájaros que están anidados entre los matorrales y han alzado el vuelo, asustados, por una piedra que desde arriba ha caído rodando, o quizás por atracción de la mirada), y grita mientras se pone en pie de un salto: -¡El Señor! Todos se vuelven y ven a Jesús, que está ya como mucho a doscientos metros. Su intención sería ir a su encuentro, pero Él, con el gesto de los brazos y la voz que llega nítida, quizás por la resonancia del monte, dice: -Quedaos donde estáis. Y, sonriendo todavía, baja hasta los que esperan. Se detiene en el punto más alto del rellano. Desde allí saluda: -La paz a todos vosotros – y con una sonrisa especial repite el saludo a los apóstoles y discípulos que se han acercado dispuesto en torno a Él. Jesús está radiante de belleza. Con el sol en la frente y la pared verdosa del monte a sus espaldas, parece una visión de sueño. Las horas pasadas en soledad, algún hecho que no conocemos, quizás una sobreabundancia en Él de las caricias paternas, no sé realmente qué cosa, acentúan su siempre perfecta belleza, la hacen gloriosa y majestuosa, pacífica, serena, yo diría: gozosa, como de uno que regresa de un encuentro de amor y trae consigo la alegría del momento en todo su aspecto, en la sonrisa, en las miradas. Aquí el testimonio de este encuentro de amor, que es divino, se trasluce multiplicado cientos de veces respecto a lo que habitualmente es visible después de un encuentro de pobre amor humano: Cristo está radiante. Y subyuga a los presentes, que, admirados, lo contemplan en silencio, como acobardados por la intuición de un misterio de conjunción del Altísimo con su Verbo… Es un secreto, una secreta hora de amor entre e1 Padre y el Hijo. Ninguno la conocerá jamás. Pero el Hijo conserva la señal, casi como si, después de haber sido el Verbo del Padre cual es en el Cielo, a duras penas pudiera volver a ser el Hijo del hombre. La infinidad, la sublimidad encuentra dificultad para ser otra vez «el Hombre». La Divinidad rebosa, estalla, irradia a través de la humanidad como óleo suave a través de un vaso de arcilla poroso, o como luz de horno a través de un velo de cristales opacos. Y Jesús baja sus ojos radiantes, agacha la cara gozosa, esconde su prodigiosa sonrisa, encorvándose hacia los enfermos, acariciándolos y curándolos; los cuales, a su vez, miran, asombrados, ese rostro de sol y amor inclinado hacia su miseria para dar alegría. Pero al final se tiene que erguir de nuevo y debe mostrar a las turbas lo que es el rostro del Pacífico, del Santo, del Dios hecho Carne, todo envuelto todavía en la luminosidad dejada por el éxtasis. Repite: -La paz a vosotros. Hasta la voz es más musical que de costumbre, penetrada de notas suaves y triunfales… Poderosa, se expande sobre los mudos oyentes, busca los corazones, los acaricia, los hace reaccionar, los llama a amar. Todos están impresionados, menos el grupo de fariseos, más secos y ásperos, más espinosos y desabridos que el propio monte, que están como estatuas de incomprensión y odio en un ángulo; y menos otro grupo que, todo blanco y apartado, escucha desde un ribazo, un grupo al que oigo que Bartolomé y el Iscariote señalan como «esenios» (y Pedro dice con tono arisco: -¡Y así hay una camada más de gavilanes! -¡Déjalos! ¡El Verbo es para todos! – dice Jesús sonriendo a su Pedro, aludiendo a los esenios. Luego empieza a hablar. -Hermoso sería que el hombre fuera perfecto como desea el Padre de los Cielos. Perfecto en todos sus pensamientos, afectos, actos. Pero el hombre no sabe ser perfecto y usa mal los dones de Dios, que ha dado al hombre libertad de obrar, aunque mandando las cosas buenas y aconsejando las perfectas, para que el hombre no pudiera decir: «No sabía». ¿Cómo usa el hombre la libertad que Dios le ha dado? Pues, la mayor parte de la Humanidad como podría usarla un niño, o un estúpido; o como un malhechor, las otras partes. Pero luego viene la muerte. Entonces el hombre estará sujeto al Juez, que preguntará severo: «¿Qué uso y qué abuso hiciste de lo que te di?». ¡Tremenda pregunta! ¡Ah, entonces los bienes de la tierra, aquellos por los que tan a menudo el hombre se hace pecador, con qué claridad aparecerán menores que briznas de paja! Pobre – una pobreza eterna -, despojado de un vestido irreemplazable, estará abatido y tembloroso ante la majestad del Señor, y no hallará palabra con que justificarse. Porque en la Tierra es fácil justificarse, engañando al pobre ser humano. Pero en el Cielo esto no puede suceder. A Dios no se le engaña. Jamás. Y Dios no acepta contubernios. Jamás. ¿Cómo salvarse entonces? ¿Cómo hacer que sirva todo para la salvación, incluso lo que proviene de la Corrupción, que ha mostrado los metales y las gemas como instrumentos de riqueza, que ha encendido ansias de poder y apetitos carnales? ¿No podrá entonces el hombre – que, por muy pobre que sea, siempre puede pecar deseando inmoderadamente el oro, los cargos, la mujer, haciéndose a veces ladrón de estas cosas para poseer lo que el rico tenía -, no podrá entonces el hombre, sea pobre o sea rico, salvarse nunca? Sí puede. ¿Cómo? Aprovechando la abundancia para el Bien, aprovechando la miseria para el Bien. El pobre que no envidia, que no impreca ni atenta contra lo que a otros pertenece, sino que se conforma con lo que tiene, ése, aprovecha su humilde condición para obtener de ella santidad futura. En verdad, la mayoría de los pobres lo sabe hacer. Menos lo saben hacer los ricos, para los cuales la riqueza es una continua trampa de Satanás, de la ternaria concupiscencia. Mas oíd una parábola, y veréis que también los ricos pueden salvarse a pesar de ser ricos, o reparar sus pasados errores con un buen uso de las riquezas, aunque hayan sido adquiridas mal. Porque Dios, el Bonísimo, deja siempre muchos medios a sus hijos para que se salven. Había, pues, un rico que tenía un administrador. Algunos, enemigos de éste porque envidiaban el buen puesto que tenía, o muy amigos del rico y por tanto, celosos de su bienestar, acusaron al administrador ante su jefe. «Disipa tus bienes. Se queda con una parte. No se preocupa de que produzcan. ¡Ten cuidado! ¡Defiéndete!». El rico, oídas estas repetidas acusaciones, ordenó al administrador que compareciera ante él. Y le dijo: «Me han dicho de ti esto y aquello. ¿Cómo es que has actuado así? Ríndeme cuentas de tu administración porque ya no te permito que sigas llevándola. No puedo fiarme de ti ni puedo dar un ejemplo de injusticia y de excesiva condescendencia que induciría a los consiervos a actuar como tú has obrado. Ve y regresa mañana con todas las escrituras, para que las examine y vea cuál es la situación de mis bienes, antes de confiarlos a un nuevo administrador». Y despidió al administrador, que se marchó pensativo diciendo para sí: «¿Y ahora? ¿Cómo me las voy a arreglar ahora que el amo me quita la administración? No tengo ahorros porque, convencido como estaba que no me iban a pillar, dilapidaba en mis placeres todo lo que distraía. Entrar como labrador, y además subordinado, no me hace ninguna gracia, porque ya no tengo costumbre de trabajar y siento el peso de las juergas. Pedir limosna me hace menos gracia todavía. ¡Demasiada humillación! ¿Qué voy a hacer?». Pensando y pensando, encontró la manera de salir de la penosa situación. Dijo: «¡Ya sé! Con el mismo medio con que me he asegurado una buena vida hasta ahora, en el futuro me voy a asegurar amigos que me reciban, por agradecimiento, cuando ya no tenga la administración. Quien hace favores tiene siempre amigos. Vamos, pues, a hacer favores para recibirlos; inmediatamente además, antes de que la noticia se difunda y sea demasiado tarde». Y fue a casa de los distintos deudores de su amo. Dijo al primero: «¿Cuánto debes a mi jefe, por la suma que te prestó en la primavera de hace tres años?». El interlocutor respondió: «Cien barriles de aceite por la suma y los intereses». «¡Vaya, hombre, pobrecillo! ¡Tú que estás tan cargado de prole, afligido por enfermedades de tus hijos, tener que dar tanto!… ¿Pero no te dio por un valor de treinta barriles?». «Sí. Pero tenía urgente necesidad, y me dijo: «Yo te lo doy. Pero con la condición de que me devuelvas todo lo que esta suma te produzca en tres años». Ha producido por un valor de cien barriles. Tengo que entregarlos». « ¡Pero hombre, es usura! No, no. É1 es rico, y a ti poco te falta para pasar hambre. El tiene poca familia; tú, mucha. Escribe que te ha producido por valor de cincuenta barriles y despreocúpate ya de ello. Yo juraré que es verdad, y tú tendrás bienestar». « ¿No me traicionarás, no? ¿Si viene a saberlo?». « ¡Pero hombre!… Yo soy el administrador, y lo que juro es sagrado. Haz lo que te digo y vive feliz». El hombre escribió, entregó y dijo: «¡Bendito seas, amigo y salvador mío! ¿Cómo pagarte esto?». «¡Con nada! Esto significa que si por ti sufriera algún daño y me echaran, me recibirías por agradecimiento». «¡Hombre claro! ¡Claro! Puedes contar con ello». El administrador fue a casa de otro deudor, y mantuvo más o menos la misma conversación. Éste tenía que devolver cien fanegas de trigo porque durante tres años la sequía había destruido sus cereales y había tenido que pedir al rico para dar de comer a la familia. «¡No hombre, no te preocupes de doblar lo que te dio! ¡Negar el trigo! ¡Exigir el doble a uno que tiene hambre e hijos, mientras que su trigo se agorgoja en los graneros por sobreabundancia! Escribe ochenta fanegas». «¿Pero si se acuerda de que me dio veinte, y veinte y luego diez?». «¿Cómo se va a acordar? Te las di yo, y yo no quiero acordarme. Hazlo así. Haz como te digo y arregla tu situación. ¡Hace falta justicia entre pobres y ricos! Por mi parte, si fuera yo el patrón, hubiera pedido sólo las cincuenta, y quizás las perdonase incluso». «Tú eres bueno. ¡Si fueran todos como tú! Recuerda que ésta es una casa amiga para ti». El administrador fue a ver a otros, usando el mismo método, manifestándose dispuesto a sufrir para subsanar las cosas con justicia. Y le llovieron bendiciones y ofertas de ayuda. Despreocupado ya respecto al futuro, fue tranquilo a ver a su jefe, el cual, por su parte, había estado siguiendo los pasos del administrador y había descubierto su juego. Y, no obstante, lo alabó diciendo: «Tu acción no es buena. No te alabo por ella. Pero debo alabarte por tu sagacidad. En verdad, en verdad los hijos del siglo son más astutos que los hijos de la luz». Y Yo os digo también lo que dijo el rico: «El fraude no es una cosa bonita y nunca alabaré por él a ninguno. Pero os exhorto a ser, al menos en cuanto hijos del siglo, astutos con los medios del siglo, para darles un uso como monedas para entrar en el Reino de la Luz». O sea, con las riquezas terrenas, medios injustos en la repartición y usados para alcanzar un bienestar transitorio que no tiene valor en el Reino eterno, haceos amigos que os abran las puertas de él. Haced el bien con los medios de que disponéis, restituid lo que vosotros, u otros de vuestra familia, hayáis tomado sin derecho, separaos del apego enfermo y culpable hacia las riquezas. Y todas estas cosas serán como amigos que, en la hora de la muerte, os abrirán las puertas eternas y os recibirán en las moradas bienaventuradas. ¿Cómo podéis exigir que Dios os dé sus bienes paradisíacos, si veis que no sabéis hacer buen uso ni siquiera de los bienes terrenos? ¿Pretendéis que, suponiendo un imposible, admita en la Jerusalén celeste elementos disipadores? No, nunca. Allá arriba se vivirá con caridad y con generosidad y justicia. Todos para Uno y todos para todos. La comunión de los santos es sociedad activa y honesta, es sociedad santa. Y ninguno que haya mostrado ser injusto e infiel puede entrar en ella. No digáis: «Pero allá arriba seremos fieles y justos, porque tendremos todo sin sujeción a temor alguno». No. El que es infiel en lo poco sería infiel aunque poseyera el Todo, y quien es injusto en lo poco es injusto en lo mucho. Dios no confía las verdaderas riquezas al que en la prueba terrena muestra que no sabe hacer uso de las riquezas terrenas. ¿Cómo podrá Dios confiaros un día en el Cielo la misión de ser espíritus auxiliadores de vuestros hermanos de la Tierra, cuando habéis mostrado que arrebatar y robar, o conservar con avidez, es vuestra prerrogativa? Por eso os negará vuestro tesoro, el que había conservado para vosotros; y se lo dará a aquellos que supieron ser astutos en la Tierra usando incluso lo injusto y malsano en obras que lo hacían justo y sano. (El que es infiel en lo poco sería infiel aunque poseyera el Todo… La expresión, que ha de entenderse a la luz de Lucas 16, 10-12 fue aclarada por MV con la siguiente observación en una copia mecanografiada: “Lenguaje figurado para hacer comprensible la comparación. Es cierto que en el Cielo no se puede pecar ni ser infieles porque los que están en el Cielo están ya confirmados en gracia y ya no pueden pecar. Pero Jesús pone esta comparación para ser, comprendido más fácilmente) Ningún siervo puede servir a dos señores. Porque será de uno de los dos u odiará a uno de los dos. Los dos señores que el hombre puede elegir son Dios o la Ganancia, Pero, si quiere ser del primero no puede ponerse los distintivos, seguir las voces, usar los medios del segundo». Una voz se alza del grupo de los esenios: -El hombre no es libre para elegir. Está obligado a seguir un destino. Y no se diga que éste está distribuido sin sabiduría. Es lo contrario: la Mente perfecta ha establecido, como propio designio perfecto, el número de los que serán dignos de los Cielos. Los otros inútilmente se esfuerzan en serlo. Así es. No puede ser de otra forma. De la misma manera que uno, saliendo de casa, puede encontrar la muerte a causa de una piedra desprendida de la cornisa, y otro, en el corazón de una batalla, se puede salvar hasta de la más pequeña herida, igualmente e1 que quiere salvarse, pero no está escrito que se haya de salvar, lo único que hará será pecar incluso sin saberlo, porque su condenación está ya designada. -No, hombre. No es así. Y cambia de idea. Pensando así haces una grave injuria al Señor. -¿Por qué? Demuéstramelo y me enmendaré. -Porque tú, diciendo esto, admites mentalmente que Dios es injusto hacia sus criaturas. Él las ha creado de igual modo y con un mismo amor. Él es un Padre. Perfecto en su paternidad, como en todas las cosas. ¿Cómo puede entonces hacer distinciones y maldecir a un hombre cuando es concebido y es un inocente embrión, maldecirlo desde cuando es incapaz de pecar? -Para resarcirse de la ofensa recibida del hombre. -No. ¡Dios no se resarce así! No se conformaría con un mísero sacrificio como éste, de un injusto y forzado sacrificio. La culpa contra Dios sólo la puede quitar el Dios hecho Hombre. Él será el Expiador. No éste o aquel hombre. ¡Ojalá hubiera sido posible que Yo tuviera que quitar sólo 1a culpa original! ¡Que la Tierra no hubiera tenido ningún Caín, ningún Lámek, ningún pervertido sodomita, ningún homicida, ladrón, fornicador, adúltero, blasfemo, ninguno sin amor a sus padres, ningún perjuro, y así sucesivamente! Mas, de cada uno de estos pecados el pecador, y no Dios, es culpable y autor. Dios ha dejado libertad a sus hijos de elegir el Bien o el Mal. -¡No hizo bien! – grita un escriba – ¡Nos ha tentado sobremodo!. Sabiendo que éramos débiles, ignorantes, gente corrompida, nos puso en la tentación. Ello es o imprudencia o maldad. Tú que eres justo deberás convenir en que digo una verdad. -Dices una mentira para tentarme. Dios había dado a Adán y Eva todos los consejos. ¿Y de qué sirvió? -Hizo mal también entonces. No debía haber puesto el árbol, la tentación, en el Jardín. -¿Y entonces dónde está el mérito del hombre? -Hubiera prescindido del mérito. Hubiera vivido sin mérito propio, sólo por mérito de Dios. -Te quieren tentar, Maestro. Deja a esas serpientes. Escúchanos a nosotros, que vivimos en continencia y meditación – grita de nuevo el esenio. -Sí, vivís así. Pero malamente. ¿Por qué no vivir así santamente? El esenio no responde a esta pregunta, sino que pregunta: -De la misma forma que me has dado una razón convincente sobre el libre arbitrio, y la voy a meditar sin animosidad, esperando poder aceptarla, dime ahora: ¿Crees realmente en una resurrección de la carne y en una vida de los espíritus completados por ella? -¿Tú crees que Dios va poner fin así, sin más, a la vida del hombre? -Pero el alma… Dado que el premio la hace dichosa, ¿para qué sirve hacer resucitar la materia? ¿Va a aumentar eso el gozo de los santos? -Nada aumentará el gozo que un santo tendrá cuando posea a Dios. 0 sea, sólo una cosa lo aumentará en el último Día: el saber que el pecado ya no existe. ¿Y no te parece justo que, de la misma forma que durante este día carne y alma estuvieron unidas en la lucha por poseer el Cielo, en el Día eterno carne y alma estén unidas para gozar del premio? ¿No estás convencido de esto? ¿Y entonces por qué vives en continencia y meditación?-Para… para ser más plenamente hombre, señor por encima de los otros animales, que obedecen a los instintos sin freno; y para ser superior a la mayor parte de los hombres, que están embadurnados de animalidad, a pesar de ostentar filacterias y fimbrias, y fórmulas, y amplias vestiduras, y se llaman «los apartados». -¡Anatema! Los fariseos, recibido de lleno el flechazo, que hace murmurar aprobadora a la multitud, se retuercen y gritan como endemoniados. -¡Nos está insultando, Maestro! Tú conoces nuestra santidad. Defiéndenos – gritan gesticulando. Jesús responde: -También él conoce vuestra hipocresía. Las vestiduras no corresponden a la santidad. Mereced las alabanzas y entonces podré hablar. Pero a ti, esenio, te respondo que te sacrificas por demasiado poco. ¿Por qué? ¿Por quién? ¿Por cuánto? Por una alabanza humana. Por un cuerpo mortal. Por un tiempo rápido como vuelo de halcón. Eleva tu sacrificio. Cree en el Dios verdadero, en la bienaventurada resurrección, en la voluntad libre del hombre. Vive como asceta. Pero por estas razones sobrenaturales. Y con la carne resucitada gozarás de la eterna alegría. -¡Es tarde! ¡Soy viejo! Quizás he malgastado mi vida estando en una secta de error… ¡Ya nada!… -No. ¡Nunca es demasiado tarde para quien quiere el bien! Oíd, vosotros pecadores, vosotros que estáis en errores, vosotros, cualquiera que sea vuestro pasado. Arrepentíos. Venid a la Misericordia. Os abre los brazos. Os indica el camino. Yo soy fuente pura, fuente vital. Alejad de vosotros las cosas que os han descarriado hasta este momento. Venid desnudos al lavacro. Revestíos de luz. Renaced. ¿Habéis robado como salteadores de caminos, o elegante y astutamente en las transacciones y administraciones? Venid. ¿Habéis tenido vicios o pasiones impuras? Venid. ¿Habéis sido opresores? Venid. Venid. Arrepentíos. Venid al amor y a la paz. Dejad que el amor de Dios pueda derramarse sobre vosotros. Consolad este amor acongojado por vuestra resistencia, por vuestro miedo, por vuestra vacilación. Os lo ruego en nombre del Padre mío y vuestro. Venid a la Vida y a la Verdad, y tendréis la vida eterna. Un hombre de la muchedumbre grita: -¡Yo soy rico y pecador! ¿Qué debo hacer para ir? -Renuncia a todo por amor a Dios y por amor a tu alma. Los fariseos murmuran y satirizan a Jesús como «vendedor de cosas ilusorias y de herejías», como «pecador que pasa por santo», y le advierten que los herejes son siempre herejes, y que eso son los esenios. Dicen que las conversiones repentinas no son sino exaltaciones momentáneas y que el impuro seguirá siéndolo siempre, el ladrón ladrón, el homicida homicida, para terminar diciendo que sólo ellos, que viven en santidad perfecta, tienen el derecho al Cielo y a la predicación. -Era un día feliz. Una siembra de santidad caía en los corazones. Mi amor, nutrido por el beso de Dios, daba a las semillas vida. El Hijo del hombre se sentía feliz de santificar… Vosotros me amargáis el día. Pero no importa. Yo os digo – y si no soy dulce la culpa es vuestra -, Yo os digo que sois de esos que se muestran justos, o tratan de hacerlo, a los ojos de los hombres, pero que no lo son. Dios conoce vuestros corazones. Lo que es grande a los ojos de los hombres es abominable ante la inmensidad y perfección de Dios. Vosotros citáis la Ley antigua. ¿Por qué, entonces, no la vivís? Modificáis para ventaja vuestra la Ley, cargándola con pesos que os producen una ventaja. ¿Por qué, entonces, no dejáis que Yo la modifique en favor de estos pequeños, quitándole todas las fórmulas y sutilezas cargosas, inútiles, de los preceptos que habéis establecido vosotros, tales y tantos que la Ley esencial desaparece bajo ellos y muere ahogada? Yo siento compasión de estas turbas, de estas almas que buscan respiro en la Religión y encuentran un nudo corredizo; que buscan el amor y encuentran el terror… No. ¡Venid, pequeños de Israel! ¡La Ley es amor! ¡Dios es amor! Esto digo a los que vosotros atemorizáis. La Ley severa y los profetas amenazadores que me han anunciado sin lograr mantener distanciado el pecado, a pesar de los gritos de su profetismo angustioso, llegan hasta Juan. De Juan en adelante viene el Reino de Dios, el Reino del amor. Y digo a los humildes: «Entrad en él. Es para vosotros». Y todos los que tienen buena voluntad se esfuerzan en entrar. Pero, para los que no quieren agachar la cabeza, golpearse el pecho, decir: «He pecado», no habrá Reino. Está escrito: «Circuncidad vuestro corazón y no endurezcáis más vuestra cerviz». Esta tierra vio el prodigio de Eliseo, que hizo dulces las aguas amargas echando en ellas la sal. ¿Y Yo no echo la sal de la Sabiduría en vuestros corazones? ¿Y entonces por qué sois inferiores al agua y no cambiáis vuestro espíritu? Añadid a vuestras fórmulas mi sal y tendrán un nuevo sabor, porque volverán a dar a la Ley la primitiva fuerza. En vosotros, los más necesitados, antes que en ningún otro. ¿Decís que cambio la Ley? No. No mintáis. Devuelvo a la Ley su primitiva forma, que vosotros habéis alterado. Porque es una Ley que durará cuanto dure la Tierra, y antes desaparecerán el cielo y la tierra que uno solo de sus elementos constitutivos o de sus consejos. Y si la cambiáis, por satisfacer vuestro gusto, y entráis en sutilezas buscando escapatorias a vuestras culpas, sabed que ello no es beneficioso. ¡No es beneficioso, Samuel! ¡No es beneficioso, Isaías! Permanentemente está escrito: «No cometas adulterio», y Yo completo: «Quien despide a su esposa para tomar otra es adúltero, y quien se casa con una mujer repudiada por su marido es adúltero, porque sólo la muerte puede dividir lo que Dios ha unido». Pero las palabras duras son para los pecadores impenitentes. Los que han pecado pero se afligen desconsoladamente por haberlo hecho, sepan, crean que Dios es Bondad, y se acerquen a Aquel que absuelve, perdona y admite a la Vida. Salid de aquí con esta certeza. Esparcidla en los corazones. Predicad la misericordia que os da la paz bendiciéndoos en el nombre del Señor. La gente empieza a marcharse del lugar, lentamente (bien porque el sendero es estrecho, bien porque Jesús los atrae), pero dejan el lugar… Se quedan con Jesús los apóstoles. A su vez se ponen en marcha, y van hablando. Buscan sombra caminando al lado de un pequeño bosquecillo de tamarices de desordenadas frondas. Pero dentro hay un esenio. El que ha hablado con Jesús. Se está quitando sus vestiduras blancas.Pedro, que va delante de todos, lleno de estupor al ver que el hombre se queda sólo con el calzón corto, se echa a correr hacia el grupo diciendo: -¡Maestro! ¡Un loco! El que hablaba contigo, el esenio. Se ha desnudado y llora y suspira. No podemos ir allí. Pero el hombre, delgado, con poblada barba, su cuerpo completamente desnudo a excepción del calzón corto y las sandalias, ya sale de la espesura del bosquete y viene hacia Jesús llorando y golpeándose el pecho. Se arrodilla: -Yo soy el curado milagrosamente en el corazón. Me has curado el espíritu. Obedezco tu palabra. Tomo nuevo vestido, de luz, dejando todo pensamiento que fuera para mí vestido de error. Me separo para meditar sobre el Dios verdadero, para obtener vida y resurrección. ¿Es suficiente? Dame el nuevo nombre y un lugar donde vivir de ti y de tus palabras. -¡Está loco! ¡No sabemos hacerlo nosotros que oímos tantas! Y él… por un solo discurso… – comentan entre sí los apóstoles. Pero el hombre, que lo oye, dice: -¿Queréis poner límites a Dios? Él me ha quebrantado el corazón para darme un espíritu libre. ¡Señor!… – suplica con los brazos extendidos hacia Jesús. -Sí. Llámate Elías y sé fuego. Aquel monte está lleno de cavernas. Ve a él, y cuando sientas temblar la tierra por un tremendo terremoto, sal y busca a los siervos del Señor para unirte a ellos. Habrás nacido de nuevo, para ser siervo tú también. Ve. El hombre le besa los pies, se alza y se pone en camino. -¿Pero va así desnudo? – preguntan asombrados. -Dadle un manto, un cuchillo, yesca y eslabón, y un pan. Caminará hoy y mañana, y luego se retirará en oración al lugar donde estuvimos nosotros. El Padre se ocupará de su hijo. Andrés y Juan se echan a correr y le dan alcance cuando ya está para desaparecer tras un recodo. Vuelven diciendo: -Lo ha cogido. Le hemos indicado también el lugar donde estábamos. ¡Qué conquista tan inesperada, Señor! -Dios hace germinar flores hasta en las rocas. También en los desiertos de los corazones hace surgir espíritus de voluntad para consuelo mío. Ahora vamos hacia Jericó. Nos alojaremos en alguna casa del campo.