La misión de las «voces» en la Iglesia futura. El encuentro con la Madre y las discípulas.
Están ahora en la otra parte del Jordán y andan ligeros en dirección suroeste, orientados hacia una segunda cadena de montes – más elevada que la primera, formada por bajas colinas – pasada la cual se ve la llanura del Jordán. Por lo que comentan, comprendo que han evitado la llanura para no caer de nuevo en el limo que han dejado en la otra parte, y piensan ir a donde deben siguiendo los caminos internos, mejor mantenidos y más transitables, especialmente en tiempo de lluvia. -¿A qué altura estaremos? – pregunta Mateo, que se orienta mal. -Sin duda, entre Silo y Betel. Reconozco los montes – dice Tomás. -Pasamos hace poco por aquí, con Judas, que en Betel se hospedó donde algunos fariseos. -Te podían hospedar también a ti. No quisiste venir. Pero ni yo ni ellos te dijimos: «No vengas». -Yo tampoco digo que me lo dijerais. Digo sólo que preferí quedarme con los discípulos que evangelizaban aquí. Y el incidente termina. Es más, Andrés manifiesta su alegría: -Si en Betel tenemos fariseos amigos, no vendrán contra nosotros. -Pero estamos volviendo, no estamos yendo a Jerusalén – le objetan. -¡Tendremos que ir en todo caso para la Pascua! Y no sé cómo nos las vamos a ingeniar… -¡Sí, claro! ¿Por qué ha dicho que vuelve a Caná? Podían volver las mujeres, y nosotros cumplir el peregrinaje… -¡Está escrito que mi mujer no celebre la Pascua en Jerusalén! – exclama Pedro. Juan le consulta a Jesús, que está hablando animadamente con el Zelote: -Maestro, ¿cómo nos las vamos a ingeniar para que nos dé tiempo a ir y volver? -No lo sé. Me pongo en las manos de Dios. Si nos retrasamos, no será culpa mía. -Has hecho bien siendo prudente – dice el Zelote. -¡Por mí habría seguido! Porque no ha llegado todavía mi hora. Esto Yo lo siento. -Pero, ¿cómo habríais soportado, vosotros, la aventura; vosotros que de un tiempo a esta parte estáis tan… cansados? -Maestro… tienes razón. Parece como si un demonio hubiera espirado su aliento entre nosotros. ¡Estamos muy cambiados! -El hombre se cansa. Quiere las cosas rápidas. Y sueña cosas estúpidas. Cuando se percata de que el sueño es distinto de la realidad, se agita y, si no tiene buena voluntad, cede. Olvida que el Omnipotente, que hubiera podido, en un instante, hacer del Caos el Universo, lo hizo en fases ordenadas y separadas en espacios de tiempo que se han llamado días. Yo debo sacar del Caos espiritual de todo un mundo el Reino de Dios. Y lo haré. Construiré sus bases. Ya las estoy construyendo. Y debo quebrar la roca durísima, para labrar dentro de ella los cimientos que no han de derrumbarse. Vosotros levantaréis lentamente los muros. Vuestros sucesores continuarán la obra, en altura y anchura. De la misma manera que Yo moriré en la obra, vosotros también moriréis, y habrá muchos otros que morirán cruenta o incruentamente, consumidos, de todas formas, por este trabajo que requiere espíritu de inmolación, de generosidad, y lágrimas y sangre y paciencia sin medida… Pedro introduce su cabeza entrecana entre Jesús y Juan. « -¿Se puede saber qué decís? -¡Hombre, Simón! Ven aquí. Hablábamos de la futura Iglesia. Estaba explicando que, al contrario de vuestras prisas, cansancios, desánimos, etc. requiere calma, constancia, esfuerzo, confianza. Estaba explicando que requiere el sacrificio de todos sus miembros. Desde mí, que soy su Fundador, su Cabeza mística, hasta vosotros, hasta todos los discípulos, hasta todos aquellos que lleven el nombre de cristianos y el de pertenecientes a la Iglesia universal. Y, en verdad, los que harán verdaderamente vital a la Iglesia, no pocas veces, serán los más humildes de la gran escala de las jerarquías, es decir, aquellos que parezcan simplemente «números». Verdaderamente, no pocas veces tendré que refugiarme en éstos para seguir manteniendo viva la fe y la fuerza de los colegios apostólicos que se renovarán siempre; y tendré que hacer de estos apóstoles personas atormentadas por Satanás y por los hombres envidiosos, soberbios e incrédulos. Y su martirio moral no será menos penoso que el martirio material: sí, se verán entre la voluntad activa de Dios, y la voluntad mala del hombre, instrumento de Satanás, que tratará con todas las artes y violencias de presentarlos embusteros, locos, obsesos, para paralizar mi obra en ellos y los frutos de mi obra, cada uno de los cuales es un golpe victorioso contra la Bestia. -¿Y resistirán? -Resistirán. Incluso sin tenerme materialmente a su lado. Deberán creer no sólo en lo que se debe creer, sino también en su secreta misión; creerla santa, creerla útil, creerla proveniente de mí. Y, mientras, en torno a ellos, Satanás, sibilante, tratará de aterrorizarlos, y el mundo gritará para escarnecerlos, y gritarán los no siempre perfectamente luminosos ministros de Dios para condenarlos. Éste es el destino de mis futuras voces. Y, con todo, no tendré otro modo de hacer reaccionar a los hombres y llevarlos al Evangelio y a Cristo. Ahora bien, como contrapartida de todo lo que les pida y les imponga y de todo lo que reciba de ellos, ¡oh, les daré eterno gozo, una gloria especial! En el Cielo hay un libro cerrado. Sólo Dios puede leerlo. En él están todas las verdades. Pero Dios alguna vez quita los sellos y despierta las verdades ya dichas a los hombres, y constriñe a un hombre, elegido para tal destino, a conocer el pasado, presente y futuro como están contenidos en el libro misterioso. ¿Habéis visto alguna vez a un hijo, el mejor de la familia, o a un alumno, el mejor de la escuela, ser convocados por el padre o el maestro para leer en un libro de adultos y para escuchar la explicación? Está al lado de su padre o de su maestro, abarcado por uno de sus brazos, mientras la otra mano, del padre o maestro, señala con e1 índice los renglones que quiere que lea y conozca el predilecto. Lo mismo hace Dios con sus consagradas para tal destino. Los acerca hacia sí, los tiene cogidos con su brazo, y los fuerza a leer lo que Él quiere, y a saber su significado, y luego a decirlo, y recibir a cambio burlas y dolor. Yo, el Hombre, encabezo la estirpe de los que dicen las Verdades del libro celeste; y recibo burlas, dolor y muerte. Pero el Padre ya prepara mi Gloria. Y Yo, cuando haya subido a ella, prepararé la gloria de aquellos a quienes haya forzado a leer en el libro cerrado los puntos que quería que leyeran, y, en presencia de toda la Humanidad resucitada y de los coros angélicos, los señalaré como lo que fueron, y los invitaré a acercarse; entonces abriré los sellos del Libro que ya será inútil tener cerrado, y ellos sonreirán al verlas de nuevo escritas, al volver a leer las palabras que ya les fueran iluminadas cuando sufrían en la tierra. -¿Y los otros? – pregunta Juan, que está atentísimo a la lección. -¿Qué otros? -Los otros, que como yo no han leído en la tierra aquel libro, ¿no sabrán nunca lo que dice? -Los bienaventurados en el Cielo, absorbidos en la Sabiduría infinita, sabrán todo. -¿Inmediatamente? ¿Nada más morir? -Nada más entrar en la Vida. -¿Pero entonces por qué en el Ultimo Día vas a hacer ver que los llamas para conocer el Libro? -Porque no estarán sólo los bienaventurados viendo esto, sino toda la Humanidad. Y muchos, en la parte de los condenados, serán de aquellos que se burlaron de las voces de Dios como de voces de locos y de endemoniados, y los atormentaron por causa de aquel don suyo. Tardía pero obligada revancha concedida a estos mártires del malvado embotamiento del mundo. -¡Qué bonito será verlo! – exclama Juan arrobado. -Sí. Y ver a todos los fariseos amolar los dientes de rabia – dice Pedro, y se frota las manos. -¡Yo creo que miraré sólo a Jesús y a los benditos que lean con Él el Libro!… – responde Juan con una sonrisa de niño en sus labios rojos, soñando con esa hora, perdidos sus ojos en quién sabe qué visión de luz, ahora más brillantes por un acceso de llanto emotivo que no brota pero pone esplendorosos sus iris garzos. El Zelote lo mira, también Jesús lo mira. Pero Jesús no dice nada. El Zelote, sin embargo, dice: -¡Te mirarás entonces a ti mismo! Porque si entre nosotros hay uno que será «voz de Dios» en la tierra y será llamada a leer los puntos del Libro sellado, ése eres tú, Juan, predilecto de Jesús y amigo de Dios. -¡No digas eso! Yo soy el más ignorante de todos. Soy tan negado para todo, que, si Jesús no dijera que de los niños es el Reino de Dios, pensaría que no podría nunca alcanzarlo. ¿No es verdad, Maestro, que yo valgo sólo porque soy semejante a un niño? -Sí, perteneces a la bienaventurada infancia. ¡Y bendito seas por ello! Siguen andando todavía un rato; luego Pedro, que mira hacia atrás por el camino de caravanas en que ya se encuentran, exclama: -¡Misericordiosa Providencia! ¡Aquél es el carro de las mujeres! Todos se vuelven. Es realmente el pesado carro de Juana. Viene tirado por dos robustos caballos al trote. Se paran para esperarlo. La cubierta de cuero, enteramente echada, impide ver a las personas que vienen dentro del carro. Pero Jesús hace un gesto de que se detenga, y el conductor reacciona con una exclamación de alegría cuando ve a Jesús erguido y con el brazo levantado al borde del camino. Mientras el hombre para a los dos caballos que venían resoplando, se asoma por la apertura del tendal el rostro flaco de Isaac: -¡El Maestro! – grita – ¡Madre, alégrate! ¡Está aquí! Voces de mujeres y confuso rumor de pisadas se producen en el interior del carro; pero antes de que una sola de las mujeres baje, ya han saltado al suelo Manahén, Margziam e Isaac, y corren para venerar al Maestro. -¿Todavía aquí, Manahén? -Fiel a la consigna. Y ahora más que nunca, porque las mujeres tenían miedo… Pero… Te hemos obedecido porque se debe obedecer, aunque – créelo – no había nada preocupante. Sé con certeza que Pilatos ha llamado al orden a los turbulentos, diciendo que quienquiera que provoque sediciones en estos días de fiesta será castigado duramente. Creo que no es ajena a esta protección de Pilatos su mujer, y, sobre todo, las damas amigas de su mujer. En la Corte se sabe todo y nada. Pero se sabe lo suficiente… – y Manahén se aparta para ceder el sitio a María, que ha bajado del carro y ha recorrido los pocos metros de camino, trémula y emocionada toda. Se besan, mientras las discípulas, todas, veneran al Maestro. Pero no están ni María ni Marta de Lázaro. María susurra: -¡Cuánta congoja desde aquella noche! ¡Hijo, cómo te odian todos! – y unas lágrimas descienden siguiendo las líneas rojas que son señal en el rostro de muchas otras vertidas esos días. -Pero ya ves que el Padre provee. ¡Así que no llores! Yo desafío con coraje a todo el odio del mundo. Pero una sola lágrima tuya me abate. ¡Ánimo, Madre santa! – y, teniéndola arrimada contra sí con un brazo, se vuelve hacia las discípulas para saludarlas; y dedica palabras especiales a Juana, que ha querido regresar para acompañar a María. -¡Maestro, no es ningún esfuerzo estar con tu Madre! María está retenida en Betania por los sufrimientos de su hermano. He venido yo. He dejado los niños a la mujer del guardián del palacio; es una mujer buena y maternal. Y ya está también Cusa. ¡Fíjate Tú si le va a faltar algo a nuestro querido Matías, predilecto de mi marido! Pero también Cusa me dijo que partir era inútil. La medida de contención impuesta por el Procónsul le ha roto las uñas también a Herodías. Y además él, el Tetrarca, tiembla de miedo, y no tiene más que un pensamiento: vigilar para que Herodías no lo destruya ante los ojos de Roma. La muerte de Juan ha echado abajo muchas cosas que estaban a favor de Herodías. Y Herodes siente también, y muy bien, que el pueblo está rebelado contra él por la muerte de Juan. La raposa intuye que el peor castigo sería perder la odiosa y humillante protección de Roma. El pueblo arremetería contra él inmediatamente. Por tanto, no dudes que no hará nada por propia iniciativa. -¡Entonces volvemos a Jerusalén! Podéis caminar tranquilos respecto a vuestra incolumidad. Vamos. Que las mujeres monten de nuevo en el carro, y con ellas Mateo y quien esté cansado. Descansaremos en Betel. Vamos. Las mujeres obedecen. Suben con ellas Mateo y Bartolomé. Los otros prefieren seguir al carro a pie junto con Manahén, Isaac y Margziam. Y Manahén cuenta cómo ha hecho las averiguaciones para saber lo que había de verdad en la bravata del herodiano que había extendido un velo de dolor sobre el grupo tranquilo reunido en Betania en casa de Lázaro, «que sufre mucho» (dice Manahén). -¿Ha ido una mujer a Betania? -No, Señor. Pero nosotros hace tres días que faltamos de allí. ¿Quién es? -Una discípula. Se la daré a Elisa, porque es joven, está sola y no tiene medios. -Elisa está en el palacio de Juana. Quería venir. Pero está muy constipada. Ardía en deseos de verte. Decía: «¿Pero no comprendéis que mi paz está en verlo?» -Voy a darle también una alegría con esta joven. ¿Y tú, Margziam, no hablas? -Escucho, Maestro. -El muchacho escucha y escribe. De uno u otro requiere que le repitamos tus palabras, y escribe, escribe. ¿Pero las habremos dicho bien? – dice Isaac. -Las miraré Yo y añadiré lo que falte en el trabajo de mi discípulo – dice Jesús acariciando el carrillo morenito de Margziam. Y pregunta: « ¿Y el anciano padre? ¿Lo has visto?». -¡Sí! No me reconocía. Lloró de alegría. Pero lo veremos en el Templo porque Ismael los envía. Es más, les ha dado más días este año. Tiene miedo de ti. -¡Claro, mira tú éste! ¡Después de la bromita que le sucedió a Cananías en Sebat! – dice Pedro, y ríe. -Pero el miedo a Dios no construye; al contrario, destruye. No es amistad. Es sólo una espera que a menudo se transforma en odio. Pero cada uno da lo que puede… Prosiguen el camino y los pierdo de vista.