La mano herida de Jesús. Curación de un sordomudo en los confines sirofenicios.
No sé dónde han pernoctado los peregrinos. Sé que es de nuevo por la mañana, que están en camino, por lugares montañosos como antes, que Jesús tiene vendada la mano y Santiago de Alfeo la frente, que Andrés cojea bastante y Santiago de Zebedeo no lleva el talego (lo ha cogido su hermano Juan). Jesús ha preguntado dos veces: -¿Puedes seguir andando, Andrés? -Sí, Maestro. Camino mal por el vendaje. Pero el dolor no es fuerte. Y la segunda vez añade: -¿Y tu mano, Maestro? -Una mano no es una pierna. Está en descanso y duele poco. -¡Mmm! Poco no creo, tan hinchada como está y tan abierta, hasta el hueso… El aceite hace bien. Pero quizás hubiera sido mejor si de ese ungüento de tu Madre le hubiéramos pedido un poco a… -A mi Madre. Tienes razón – dice rápidamente Jesús, sintiendo lo que está para salir de los labios de Pedro, el cual, confuso, se pone colorado y mira con mirada desolada a su Jesús; tan desolada, que Él sonríe y apoya la mano, precisamente la herida, encima del hombro de Pedro, para arrimársele a sí.-Te hará daño estar así. -No. Simón. Tú me quieres y tu amor es un magnífico aceite saludable. -¡Oh, entonces, si es por eso, ya deberías estar curado! Hemos sufrido todos de verte tratado de ese modo, y hay quien ha llorado. Pedro mira a Juan y a Andrés… -Aceite y agua son buena medicina, pero el llanto de amor y piedad es más potente que cualquier otra cosa. ¿Veis? Estoy mucho más alegre hoy que ayer. Porque hoy sé cuán obedientes sois y cuánto me queréis. Todos – y Jesús los mira con su mirada dulce, en cuya ya habitual tristeza hay una tenue luz de alegría esta mañana. – Pero qué hienas, ¡eh! ¡Jamás he visto un odio como ése! – dice Judas de Alfeo. -Debían ser todos judíos. -No, hermano. La región no tiene nada que ver. El odio es igual en todos los sitios. Recuerda que en Nazaret, hace meses, fui expulsado y me querían apedrear. ¿No te acuerdas? – dice sereno Jesús (y ello sirve de consuelo de las palabras de Judas Tadeo para los que son judíos). Tanto consuelo, que el Iscariote dice: -¡Ah, pero esto lo voy a decir! ¡Vaya que si lo voy a decir! No estábamos haciendo nada malo No hemos reaccionado. Y Él ha hablado lleno de amor al principio. Han empezado a pedradas con nosotros, como si fuéramos serpientes. Lo voy a decir. -¿Y a quién se lo vas a decir, si están todos contra nosotros? -Yo sé a quién decírselo. De momento, en cuanto vea a Esteban y a Hermas se lo digo. Lo sabrá enseguida Gamaliel. Pero para Pascua se lo digo a quien yo me sé. Voy a decir: «No es justo actuar así. Con vuestro furor sois ilegales. Vosotros sois culpables, no Él» -Mejor sería que no te acercaras mucho a esos «señores»!… Tengo la impresión de que para ellos tú también eres culpable – aconseja sabiamente Felipe. -Es verdad. Mejor es que no vuelva a tener nunca contacto con ellos. Sí. Es mejor. Pero a Esteban sí se lo digo. Es bueno y no envenena… -¡Déjalo, hombre, Judas! No harías mejorar nada. Yo he perdonado. No pensemos más en ello – dice sereno y persuasivo Jesús. Dos veces que encuentran riachuelos, tanto Andrés como los dos Santiagos se mojan las vendas que cubren sus contusiones. Jesús no. Prosigue tranquilo, como si no sintiera dolor. Y, sin embargo, el dolor debe ser notable, si, cuando se detienen para comer, debe pedir a Andrés que le parta el pan; si, cuando se le desata una sandalia, debe rogar a Mateo que se la ate de nuevo; si, sobre todo, al bajar por un atajo con fuerte declive, y yendo a chocar contra un tronco porque su pie ha resbalado, no puede reprimir un quejido; si se le pone otra vez roja de sangre la venda (tanto que, en la primera casa de un pueblo, al que llegan hacia el crepúsculo, se detienen y piden agua y aceite para medicarle la mano, la cual, quitadas las vendas, aparece muy hinchada y de un color aturquesado en el dorso, con la herida rojiza en el centro). Mientras esperan a que la mujer de la casa llegue con lo que han pedido, se arriman todos a la mano herida para observarla, y hacen sus respectivos comentarios. Pero Juan se retira un poco más allá para esconder su llanto. Jesús lo llama: -Ven aquí. No es una cosa grave. No llores. -Lo sé. Si lo tuviera yo, no lloraría. Pero lo tienes Tú; y no dices todo el daño que te hace esta amada mano, que no ha dañado nunca a nadie – responde Juan. Jesús le ha dejado la mano relajada. Juan la acaricia dulcemente, en la punta de los dedos, en la muñeca, todo alrededor de la moradura, y la vuelve con dulzura, para besar su palma y apoyar su mejilla en el cuenco de la mano, y dice: «Está ardiendo… ¡Cuánto te debe doler! – y lágrimas de piedad caen sobre ella. La mujer trae el agua y el aceite. Con un pedazo de tela, Juan quiere limpiar la mano manchada de sangre; con delicadeza, hace circular agua tibia sobre la parte herida; luego la unge, la venda con unas tiras limpias de tela, y en el lazo pone un beso. Jesús le coloca la otra mano en la cabeza, que tiene agachada. La mujer pregunta: -¿Es tu hermano? -No. Es mi Maestro, nuestro Maestro. La mujer sigue preguntando, esta vez a los otros: -¿De dónde venís? Del Mar de Galilea. ¡Lejos! ¿Para qué? Para predicar la Salud. -Es casi de noche. Quedaos en mi casa. Casa de pobres, pero de gente honrada. Puedo daros leche en cuanto vuelvan mis hijos con las ovejas. Mi marido os acogerá con gusto. -Gracias, mujer. Si el Maestro quiere, nos quedamos aquí. La mujer va a sus labores mientras los apóstoles le preguntan a Jesús qué deben hacer. -Sí. Bien. Mañana vamos a ir a Quedes y luego hacia Panéade. He reflexionado, Bartolomé. Conviene hacer como dices. Me has dado un buen consejo. Espero encontrar así a otros discípulos y enviarlos delante de mí a Cafarnaúm. Sé que a estas alturas ya deben haber estado algunos discípulos en Quedes, entre los cuales los tres pastores libaneses. Vuelve la mujer y pregunta: -¿Entonces? -Sí, buena mujer. Pasamos aquí esta noche. -Y cenáis. Aceptadlo. No me pesa. Y, además, algunos, que son discípulos de ese Jesús de Galilea, al que llaman Mesías, que hace tantos milagros y predica el Reino de Dios, nos han enseñado la misericordia. Pero El no ha venido nunca aquí. Quizás porque estamos en los confines sirofenicios. Pero sí han venido sus discípulos. Y ya es mucho. Para Pascua, los del pueblo queremos ir todos a Judea para ver si vemos a este Jesús. Porque tenemos enfermos y los discípulos han curado a algunos, pero a otros no. Y entre éstos está un hijo, joven, de un hermano de la mujer de mi cuñado. -¿Qué le pasa? – pregunta Jesús sonriendo. -Es… No habla y no oye. Nació así. Quizás un demonio entró en el vientre de la madre para hacerla desesperarse y sufrir. Pero es bueno. Un endemoniado no sería así. Los discípulos han dicho que para él es necesario Jesús de Nazaret, porque debe faltarle algo, y sólo este Jesús… ¡Ah, aquí están mis hijos y mi marido! Melquías, he acogido a estos peregrinos en nombre del Señor. Estaba hablando de Leví… Sara, ve pronto a ordeñar la leche, y tú, Samuel, baja a la gruta por aceite y vino, y trae manzanas del desván. Date prisa, Sara; preparamos las camas en las habitaciones altas. -No te afanes, mujer. Estaremos bien en cualquier sitio. ¿Podría ver al hombre de que hablabas? -Sí… Pero… ¡Oh! ¡Señor! ¿No serás Tú el Nazareno? -Soy Yo. La mujer cae de rodillas, y grita: -¡Melquías, Sara, Samuel! ¡Venid a adorar al Mesías! ¡Qué gran día! ¡Qué gran día! ¡Y yo lo tengo en mi casa! ¡Y estaba hablando con Él, así! ¡Y le he traído el agua para lavar la herida!… ¡Oh!… – se ahoga de emoción. Y corre a donde el barreño. Lo ve vacío: « ¿Por qué habéis tirado esa agua? ¡Era santa! ¡Melquías! ¡El Mesías en nuestra casa! -Sí. Pero tranquilízate, mujer. Y no se lo digas a nadie. Más bien, ve por el sordomudo y tráemelo… – dice Jesús sonriendo… …Y pronto regresa Melquías con el joven sordomudo, los parientes de él y medio pueblo al menos… La madre del infeliz adora a Jesús y le suplica. -Sí, será como tú quieres. Toma de la mano al sordomudo, le separa un poco de la masa de personas que se apiña, mientras los apóstoles, por compasión hacia la mano herida, luchan por mantener a la gente separada. Jesús arrima a sí bien al sordomudo; le pone los índices en las orejas y la lengua en los entreabiertos labios; luego, alzando los ojos al cielo ya algo oscurecido, expele su aliento sobre el rostro del sordomudo y grita fuertemente: «¡Abríos!» y lo suelta. El joven lo mira por un momento, mientras la gente cuchichea. Es sorprendente el cambio de la cara del sordomudo: primero apática y triste, ahora sorprendida y sonriente. Se lleva las manos a las orejas. Aprieta y suelta… Se convence de que realmente oye… Abre a boca y dice: -¡Mamá! ¡Oigo! ¡Oh, Señor, yo te adoro! Se apodera de la gente el entusiasmo habitual; mucho más todavía, porque se preguntan: -¿Y cómo puede saber hablar, si nunca, desde que nació, oyó palabra alguna? ¡Un milagro en el milagro! Le ha soltado el habla y al mismo tiempo le ha enseñado a hablar. ¡Viva Jesús de Nazaret! ¡Hosanna al Santo, al Mesías! Y se apiñan contra Él, que levanta su mano herida para bendecir, mientras algunas personas, informadas por la mujer de la casa, se mojan la cara y los miembros con las gotas de agua que habían quedado en el barreño. Jesús los ve y grita: -Por vuestra fe, quedad todos curados. Id a vuestras casas. Sed buenos, honestos. Creed en la palabra del Evangelio. Y conservad para vosotros lo que sabéis, hasta que llegue la hora de proclamarlo en las plazas y por los caminos de la tierra. Mi paz sea con vosotros. Y entra en la amplia cocina, donde resplandece el fuego y tiemblan las luces de dos lámparas.