La Madre confiada a Juan. Encuentro con Manahén y lección sobre el amor a los animales. Conclusión del tercer año.
Están ya en las tierras que acusan la cercanía del Mar Muerto. Apartados de los caminos de caravanas, yendo directamente hacia el nordeste, la marcha -salvo la aspereza del terreno, que está lleno de piedras cortantes y lastras de sal y salpicado de matas bajas y espinosas- es buena y, sobre todo, tranquila, porque no hay alma viviente hasta donde alcanza la vista y la temperatura es suave y el terreno está seco. Van conversando. Deben haber encontrado en los días anteriores a algunos pastores en cuya compañía han debido hacer un alto, porque hablan de ellos. Hablan también de un niño curado. Dulcemente, queriéndose. Aun cuando callan, se hablan con sus corazones, mirándose con la mirada de quien se siente feliz de estar con un amigo íntimo. Se sientan para descansar y comer algo, reanudan la marcha, siempre con ese aspecto de paz que da paz a mi corazón sólo con verlo. -Allí está Galgala – dice Jesús señalando hacia delante, a un grupo de casas que albea bajo el sol en un montecito situado hacia el nordeste – Ya estamos cerca del río. -¿Y vamos a entrar en Galgala para la noche? -No, Juan. He evitado todas las ciudades a propósito, y ésta también. Si encontramos a algún otro pastor, iremos con él. Si vemos en el camino al que llegaremos pronto caravanas que estén preparándose para detenerse durante la noche, pediremos que nos acojan bajo sus tiendas. Los nómadas del desierto son siempre hospitalarios. Y en esta época es fácil encontrarlos. Si nadie nos recibe, dormiremos bajo las estrellas, uno al lado del otro bajo nuestros mantos, y nos velarán los ángeles. -¡Oh, sí! ¡Cualquier cosa será mejor que la noche de tristeza, que la última noche que he pasado allá, en Belén! -¿Pero por qué no viniste conmigo inmediatamente? -Porque me sentía culpable. Y además decía: Jesús es tan bueno, que no me va a reprender, es más, me va a consolar, como hiciste. Y, entonces, ¿dónde habría acabado la penitencia que quería hacer? -La habríamos hecho juntos, Juan. Yo también de hecho estuve sin comida ni fuego, a pesar de los alimentos y la leña que encontré por la mañana. -Sí. Pero, estando contigo, nada es nada. Yo, cuando estoy contigo, no padezco nada. Te miro, te escucho, y me siento feliz. -Ya lo sé. Y sé también que en ninguno mi pensamiento se imprime como en mi Juan. Y sé también que sabes comprender y callar cuando hay que callar. Tú me comprendes, sí. Porque me quieres. Juan, escúchame. Dentro de no mucho… -¿Qué, Señor? – pregunta inmediatamente, interrumpiéndole, Juan; y le agarra un brazo y lo para para mirarle a la cara, con ojos de preocupación escrutadora, quebrado el rostro. -Dentro de no mucho, hará tres años que evangelizo. Todo lo que había que decir a las gentes 1o he dicho. Quienes quieren amarme y seguirme tienen ya los elementos para hacerlo, con seguridad. Los demás… Alguno se convencerá con los hechos. La mayor parte permanecerán sordos también a los hechos. Pero a éstos he de decirles unas pocas cosas. Y las diré. Porque también la justicia, además de la misericordia, debe ser satisfecha. Hasta ahora la misericordia ha callado muchas veces y en muchas cosas. Pero, antes de callar para siempre, hablará el Maestro incluso con severidad de juez. Pero no quería hablarte de esto. Quería decirte que dentro de poco, habiendo dicho al rebaño todo aquello que había que decir para hacerlo mío, me recogeré mucho orando y preparándome. Y, cuando no esté orando, me dedicaré a vosotros. Como hice al principio, haré al final. Vendrán las discípulas. Vendrá mi Madre. Nos prepararemos todos para la Pascua. Juan, desde ahora te pido que te dediques mucho a las discípulas. A mi Madre en especial…-¡Mi Señor! ¿Pero qué le puedo dar yo a tu Madre que Ella no posea sobreabundantemente; con tanta sobreabundancia, que tiene para darnos a todos nosotros?» -Tu amor. Ponte en el caso de que eres como un segundo hijo para Ella. Ella te ama y tú la amas. Tenéis un único amor que os une: el amor por mí. Yo, su Hijo de carne y corazón, cada vez estaré más… ausente, absorto en mis… ocupaciones. Y Ella sufrirá, porque sabe… sabe lo que pronto va a venir. Tú debes consolarla incluso por mí, hacerte tan amigo de Ella, que pueda llorar en tu corazón y sentirse consolada. Ya estás familiarizado con mi Madre, has vivido ya con Ella; pero, una cosa es hacerlo como un discípulo que ama reverencialmente a la Madre de su Maestro, y otra cosa es hacerlo como hijo. Quiero que lo hagas como hijo, para que Ella sufra un poco menos cuando ya no me tenga. -Señor, ¿vas a morir? ¡Hablas como uno que esté para morir! Me apenas… -Os he dicho varias veces que debo morir. Es como si hablara a niños distraídos o a personas con pocas luces. Sí. Voy a morir. Se lo diré también a los otros. Pero más tarde. A ti te lo digo ahora. Recuérdalo, Juan. -Yo me esfuerzo en recordar tus palabras, siempre… Pero éstas son tan dolorosas… -Que haces de todo para olvidarlas. ¿Quieres decir eso? ¡Pobre muchacho! No eres tú el que olvida, ni eres tú el que recuerda. Tú con tu voluntad. Es tu misma humanidad la que no puede recordar esta cosa que supera con mucho su capacidad de resistencia, esa cosa demasiado grande -y no sabes siquiera cabalmente cuán grande, monstruosa, será-; esa cosa tan grande, que te atonta como un peso caído de lo alto encima de tu cabeza. Y, a pesar de todo, es así. Ya pronto iré a la muerte. Y mi Madre se quedará sola. Moriré con una gota de dulzura en mi océano de dolor si te veo «hijo» para con mi Madre… -¡Oh, mi Señor! Si voy a ser capaz… si no me sucede como en Belén, sí, lo haré. Velaré con corazón de hijo. ¿Pero qué podré darle que la consuele si te pierde a ti? ¿Qué le voy a poder dar, si yo también estaré como uno que ha perdido todo, entontecido por el dolor? ¿Cómo lograré hacer esto, yo que no he sabido velar y padecer ahora, en la calma, durante una noche y por un poco de hambre? ¿Cómo voy a lograr hacer eso? -No te intranquilices. Ora mucho en este tiempo. Te tendré mucho conmigo y con mi Madre. Juan, tú eres nuestra paz. Y lo seguirás siendo cuando llegue el momento. No temas, Juan. Tu amor hará todo. -¡Oh, sí, Señor! Tenme mucho contigo. A mí, ya lo sabes, no me seduce el hacerme patente, el hacer milagros; yo sólo quiero y sólo sé amar… Jesús lo besa una vez más en la frente, hacia la sien, como en la gruta. Tienen ya a la vista el camino que va hacia el río. Ahí hay algún peregrino que aguija a las cabalgaduras o acelera el paso para estar antes de que sea de noche en los lugares de parada. Pero todos van arrebujados en el manto, porque, habiéndose ocultado el sol, el aire se hace crudo, y ninguno advierte la presencia de los dos viandantes que caminan ligeros hacia el río. Un caballero al trote cochinero, casi al galope, llega a ellos y los supera, pero se para después de unos metros, debido a una acumulación de asnos en un pequeño puente horcado, tendido sobre un ancho río que quiere aparentar ser torrente y va espumando hacia el Jordán o el Mar Muerto. Mientras espera su turno de paso, el caballero se vuelve. Se ve que se sorprende. Baja de la silla y, sujetando de las riendas al caballo, vuelve hacia atrás, hacia Jesús y Juan, que no lo han visto. -¡Maestro! ¿Cómo por aquí, y sólo con Juan? – pregunta el caballero echando hacia atrás las alas de la prenda que cubre su cabeza y que había extendido sobre la cara como capucha y, podría decir, como máscara- para protegerse del viento y del polvo. Aparece el rostro moreno y viril de Manahén. -La paz a ti, Manahén. Voy hacia el río para cruzarlo. Pero dudo que pueda hacerlo antes de que sea de noche. ¿Y tú a dónde ibas? -A Maqueronte. A la sucia guarida. ¿No tienes dónde dormir? Ven conmigo. Yo iba con prisa a una posada que hay en el camino de las caravanas. O, si lo prefieres, monto la tienda debajo de los árboles del río. Tengo todo en la silla. -Eso prefiero. Pero tú, sin duda, prefieres la posada. -Yo te prefiero a ti, mi Señor. Haberte encontrado lo considero una gracia. Vamos, entonces. Conozco las orillas como si fueran los pasillos de mi casa. A1 pie del collado de Galgala hay un bosque resguardado del viento, rico en hierba para el animal, y en leña para los fuegos de los hombres. Allí estaremos bien. Van a buen paso, torciendo netamente hacia Oriente, dejando el camino que va hacia el vado o hacia Jericó. Llegan pronto a los lindes de un tupido bosque que desciende de las pendientes del collado y se extiende en la llanura hacia las orillas del río. -Voy a aquella casa. Me conocen. Voy a pedir leche y paja para dos – dice Manahén, y se marcha con su caballo. Pronto regresa, seguido por dos hombres que traen fajos de paja en los hombros y un pequeño cubo de cobre colmado de leche. Entran bajo el bosque sin decir nada. Manahén indica que echen al suelo la paja y despide a los dos hombres. De los bolsillos de la silla saca yesca y eslabón y hace fuego con las muchas ramas que hay en el suelo. El fuego alegra y da calor. El caldero, colocado encima de dos piedras que ha traído Juan, se calienta, mientras Manahén, que ya ha quitado la silla al caballo, extiende la tienda de suave lana de camello atándola a unas estacas clavadas en el suelo y arrimándola al robusto tronco de un árbol secular. Abre sobre la hierba una piel de oveja, que también estaba atada a la silla, y pone ésta encima luego dice: -Maestro, ven. Un refugio de caballeros del desierto. Pero defiende del rocío y la humedad del suelo. Para nosotros será suficiente la paja. Te aseguro, Maestro, que las alfombras preciosas y los baldaquinos, los asientos del palacio, me parecerán menos, mucho menos hermosos que este trono tuyo y que esta tienda y esta paja, y las viandas suculentas que en distintas ocasiones he saboreado no habrán tenido nunca el sabor del pan y la leche que vamos a tomar aquí debajo juntos. ¡Me siento feliz, Maestro! -Yo también, Manahén; y, sin duda, también Juan. La Providencia nos ha reunido esta noche para nuestra recíproca alegría. -Esta noche y mañana, Maestro, y también pasado mañana, hasta que no te vea en seguro entre tus apóstoles. Pienso que vas a reunirte con ellos…-Sí. Voy donde ellos. Me esperan en la casa de Salomón. Manahén lo observa. Luego dice: -He pasado por Jerusalén… Y he sabido lo ocurrido. Por Betania. Y he comprendido por qué no te has detenido allí. Haces bien en retirarte. Jerusalén es un cuerpo lleno de veneno y de podredumbre. Más que el pobre Lázaro… -¿Lo has visto? -Sí. Afligido por los tormentos del cuerpo y del corazón, por ti. Muere muy afligido Lázaro… Pero quisiera morir yo también, antes que ver el pecado de nuestros compatriotas. -¿Estaba revuelta la ciudad? – pregunta Juan mientras cuida el fuego. -Mucho. Dividida en dos partidos. Y, cosa extraña, los romanos han sido clementes con algunos que habían sido detenidos por sedición el día antes. Se dice en secreto que eso es para no aumentar la agitación. Se dice también que pronto el Procónsul irá a Jerusalén. Antes de lo normal. Si ello va a ser un bien o no, no lo sé. Lo que sí sé es que Herodes hará lo mismo, lo cual, ciertamente, será un bien para mí, porque podré estar cerca de ti. Con un buen caballo -las caballerizas de Antipas tienen árabes veloces- ir de la ciudad al río será cosa rápida. Si vas a detenerte allí… -Sí. Voy a estar allí. Por ahora al menos… Juan lleva la leche caliente, donde todos introducen su pan después del ofrecimiento y bendición llevados a cabo por Jesús. Manahén pasa unos dátiles blondos como la miel. -¿Pero dónde tenías tantas cosas? – pregunta Juan maravillado. -La silla de un caballero es un pequeño mercado, Juan; en ella hay de todo para el hombre y el animal – responde Manahén con una sonrisa leal en su cara morena. Piensa un momento y luego pregunta: -Maestro, ¿es lícito amar a los animales que nos sirven y que muchas veces lo hacen con más fidelidad que el hombre? -¿Por qué esta pregunta? -Porque recientemente se han burlado de mí y me han criticado algunos que me vieron cubrir con la manta que ahora nos hace de tienda a mi caballo sudado por la carrera que había hecho. -¿Y no te dijeron nada más? Manahén mira desorientado a Jesús… y calla. -Habla con sinceridad. No es murmurar ni ofenderme el decir lo que ellos te han dicho para lanzar un nuevo puñado de fango contra mí. -Maestro, Tú lo sabes todo. Verdaderamente, Tú lo sabes todo y es inútil querer celarte nuestros pensamientos o los de otros. Sí. Me dijeron: «Se ve que eres discípulo de ese samaritano. Eres un pagano como Él, que viola los sábados por hacerse impuro tocando animales impuros». -¡Ah, esto seguro que ha sido Ismael! – exclama Juan. -Sí. Él y otros con él. Yo me opuse diciendo: «Os comprendería si me llamarais impuro por vivir en la Corte de Antipas; no por mirar por un animal que ha sido creado por Dios». Y, como en el grupo había también herodianos -lo cual, de un tiempo a esta parte fácilmente se ve, y también es sorprendente, porque hasta ahora la disidencia entre ellos era fuerte-, me respondieron: «Nosotros no juzgamos los actos de Antipas, sino los tuyos. También Juan el Bautista estaba en Maqueronte y tenía contactos con el rey. Pero fue siempre un justo. Tú, por el contrario, eres un idólatra…». Se concentraban personas y me frené para no alterar a la gente de la ciudad. Desde hace un tiempo, la gente es mantenida en agitación por algunos de tus falsos seguidores, que la incitan a rebelión contra los que te hostigan, o por otros, que cometen abusos presentándose como discípulos enviados por ti… -¡Esto es demasiado! Maestro, ¿a dónde van a llegar? – pregunta inquieto Juan. -No más allá del límite que podrán alcanzar. Tras ese límite, Yo sólo continuaré adelante y resplandecerá la Luz y ya nadie podrá dudar que Yo era el Hijo de Dios. Pero venid aquí a mi lado y escuchad Primero alimentad el fuego. Los dos, bien contentos, se echan sobre la compacta piel de oveja que está extendida en el suelo bajo los pies de Jesús. Él está sentado en la silla escarlata, contra la tienda, que está pegada al tronco del árbol. Manahén está casi echado: el codo hincado en el suelo, la cabeza apoyada en la mano, los ojos en los ojos de Jesús. Juan se sienta sobre los calcañares y, en su postura habitual, apoya la cabeza en el pecho de Jesús y lo ciñe con un brazo. -Cuando el Creador hizo la Creación y le dio como rey al hombre creado a su imagen y semejanza, mostró al hombre todas las criaturas creadas y quiso que el hombre les diera un nombre para distinguir a unas de otras. Y se lee en el Génesis «que todo nombre que Adán dio a los animales era bueno, era el verdadero nombre». Y también se lee en el Génesis que Dios, habiendo creado al hombre y a la mujer, dijo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, para que domine sobre los peces del mar, las aves del cielo, los animales y toda la Tierra y sobre los reptiles que serpean en ella». Y, cuando hubo creado la compañera a Adán, la mujer, como él hecha a imagen y semejanza de Dios, no siendo conveniente que la Tentación, que estaba al acecho, tentase y corrompiera aún más ruinmente al varón creado a imagen de Dios, dijo Dios al hombre y a la mujer: Creced, multiplicaos, y poblad la Tierra y dominadla, y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todos los animales que se mueven en la Tierra», y dijo también: «Ved que os he dado todas las hierbas de semilla que existen en la Tierra, y todos los árboles que llevan en sí semilla de la propia especie, para que os sirvan de alimento a vosotros y también a todos los animales de la Tierra y a las aves del cielo y a cuanto se mueve sobre la Tierra y lleva en sí alma viviente, para que tengan vida». Los animales y las plantas y todo lo que el Creador ha creado para beneficio del hombre representan, pues, un don de amor y un patrimonio entregado por el Padre a los hijos para su custodia, para que lo usen con beneficio y con gratitud hacia el Dador de todo favor. Por eso, deben ser amados y tratados con justo cuidado. ¿Qué diríais vosotros de un hijo al que el padre le diera vestidos, muebles, dinero, campos, casas, diciendo: «Te los doy para ti y tus sucesores, para que tengáis con qué ser felices. Usad todo esto con amor en memoria del amor mío que os lo da», y que luego su hijo o los hijos de éste dejasen que se estropeara todo o dilapidaran todos los bienes? Diríais que no han hecho honor a su padre, que no han amado ni a su padre ni el don recibido. Igualmente, el hombre debe cuidar de todo lo que Dios con cuidado providencial ha puesto a su disposición. Cuidado no quiere decir idolatría, ni inmoderado apego hacia los animales o las plantas, o cualquier otra cosa. Cuidado quiere decir sentido de afecto de gratitud hacia las cosas menores que nos son útiles y que tienen su vida, o sea, su sensibilidad. E1 alma viviente de las criaturas menores de que habla el Génesis no es el alma como la tiene el hombre. Es la vida, simplemente la vida, o sea, el ser sensible a las cosas actuales, tanto materiales como afectivas. Cuando un animal está muerto es insensible, porque con la muerte, para él, ha llegado el verdadero final. No hay futuro para él. Pero, mientras vive, sufre hambre, frío, cansancio; está sujeto a herirse y sufrir, a gozar, a amar, a odiar, a enfermarse y morir. Y e1 hombre, en recuerdo de Dios, que le ha dado ese medio para hacerle menos desapacible el exilio en la Tierra, debe ser humano para con sus siervos menores que son los animales. ¿En el Libro mosaico (Deuteronomio 22, 1-4.6-7) no está, acaso, prescrito tener sentimientos de humanidad también lacia los animales, sean aves o cuadrúpedos? En verdad os digo que hay que saber ver con justicia las obras del Creador. Si se miran con justicia, se ve que son «buenas». Y lo bueno ha de ser amado siempre. Se ve que son cosas dadas con un fin bueno y por un impulso de amor, y, como tales, podemos, debemos amarlas, viendo, más allá del ser finito, al Ser infinito que las ha creado para nosotros. Se ve que son útiles, y como tales han de ser amadas. Nada -recordad esto bien- ha sido hecho sin finalidad en el Universo. Dios no desperdicia su perfecta potencia en cosas inútiles. Este tallito de hierba no es menos útil que el poderoso tronco en que se apoya nuestro pasajero refugio. La gota de rocío, la pequeña perla, escarcha, no son menos útiles que el inmenso mar. El mosquito no menos útil que el elefante; ni el gusano que está en el fango de una zanja es menos útil que la ballena. Nada hay inútil en la creación. Dios ha hecho todo con fin bueno, con amor hacia el hombre. El hombre debe usar todo con recto fin y amor a Dios, que le ha dado todo lo que hay sobre la Tierra, para que ello sea súbdito del rey de la creación. Tú has dicho, Manahén, que el animal, a menudo, sirve a 1os hombres mejor que los hombres. Yo digo que los animales, las plantas, los minerales, los elementos, superan, todos, al hombre en obediencia a la finalidad para la que han sido creados: siguiendo pasivamente las leyes creativas, o siguiendo activamente el instinto inculcado por el Creador, o rindiéndose a la domesticación. El hombre que debería ser la perla en la creación, demasiadas veces es la fealdad de la creación. Debería ser la nota más acorde con el coro de 1os habitantes del Cielo en la alabanza a Dios, y demasiadas veces es la nota discorde que impreca o blasfema o se rebela o dedica su canto a alabar a las criaturas en vez de al Creador. Por tanto, la idolatría; por tanto, la ofensa; por tanto, la inmundicia. Y esto es pecado. Quédate, pues, en paz, Manahén. Esta piedad tuya hacia un caballo, que está sudado por haberte servido, no es pecado. Pecado son las lágrimas que se hacen derramar a los semejantes y los desenfrenados amores que son ofensa a Dios, digno de todo el amor del hombre. -¿Pero yo, estando cerca de Antipas, peco? -¿Con qué finalidad estás? ¿Para gozar? -No, Maestro. Para velar por ti. Tú lo sabes. También ahora iba por esto. Porque sé que han mandado mensajeros a Herodes para incitarlo contra ti. -Entonces no hay pecado. ¿No te gustaría más estar conmigo, en mi pobreza de vida? -¿Y me lo preguntas? Lo he dicho al principio. Esta noche bajo la tienda, el pobre alimento que hemos comido, no tienen comparación para mí. ¡Si no fuera porque para oír los silbos de las serpientes hay que estar junto a su madriguera, yo estaría contigo! He comprendido la verdad de tu misión. Un día erré. Pero me sirvió para comprender y ya no volveré a salir de la justicia. -¡Ya lo ves! Nada hay inútil. Incluso el error, para quien tiende al Bien, es medio para el Bien. El error cae como camisa de crisálida, y sale la mariposa, que no es deforme, que no huele mal, que no repta, sino que vuela en busca de cálices de flores y rayos de luz. Las almas buenas también son así. Pueden dejarse envolver un momento por miserias y mortificantes angosturas. Pero luego se liberan de ello y vuelan de flor en flor, de virtud en virtud, hacia la Luz, hacia la Perfección. Alabemos al Señor por sus obras de continua misericordia, que actúan incluso sin que el hombre lo sepa en el corazón del hombre y alrededor del hombre. Y Jesús ora, poniéndose de rodillas, porque la tienda, baja y limitada, no permite otra postura. Luego, alimentado el fuego delante de la tienda, trabado el caballo, se preparan para descansar, proponiéndose sustituirse en vigilar por turno el fuego y el animal, sobre el cual Manahén ha echado la zalea gruesa como capa para protección del frescor nocturno. Jesús y Manahén se echan encima de los fajos de paja y se envuelven en el manto para dormir. Juan, por miedo a quedarse dormido, va y viene, fuera de la tienda, alimenta el fuego, observa al caballo, que, a su vez, lo mira con sus inteligentes ojos negros y golpea rítmicamente la pezuña y menea la cabeza, haciendo tintinear las cadenitas de plata de los jaeces y rompiendo aromáticos tallitos de hinojos agrestes nacidos al pie del árbol al que está atado. Y, como Juan le ofrece otros mejores, crecidos poco lejos, relincha de placer y trata de rozar los blandos y rosados ollares contra el cuello del apóstol. De más lejos, en el gran silencio de la noche, se oye venir el tranquilo frufrú del río. Dice Jesús: -Y termina también el tercer año de vida pública. Viene ahora el período preparatorio de la Pasión. Ese período en que, a primera vista, todo parece limitarse a pocas acciones y a pocas personas. Como si disminuyera mi figura y mi misión. En realidad, Aquel que parecía vencido y excluido era el héroe que se preparaba para la apoteosis, y, en torno a Él, las pasiones -no las personas, sino las pasiones de las personas- se condensaban, llevadas a los máximos límites. Todo lo anterior -y quizás algunos episodios, a los lectores con mala disposición de ánimo o superficiales, les haya parecido cosa sin finalidad- aquí se ilumina con su luz resplandeciente o tétrica. Y especialmente las figuras más importantes, esas cuyo conocimiento muchos no quieren reconocer útil, precisamente porque en ella se ve la lección para los actuales maestros, que deben ser instruidos más que nunca para hacerse verdaderos maestros de espíritu. Como he dicho a Juan y Manahén, nada de lo que hace Dios es inútil, ni siquiera el grácil tallito de hierba. De la misma manera, nada es superfluo en este trabajo: no lo son las figuras espléndidas, no lo son las débiles y tenebrosas; es más, para los, maestros de espíritu, más útiles son las figuras débiles y tenebrosas que no las formadas y heroicas. Como desde lo alto de un monte, en la cima, puede abarcarse toda la configuración del monte y la razón de ser de los bosques, de los torrentes, de los prados y declives, que hay para llegar desde la llanura hasta la cima, y se ve toda la belleza del panorama, y más fuerte viene la persuasión de que todas las obras de Dios son útiles y estupendas, y de que una sirve y completa a la otra y todas están presentes para formar la belleza de la Creación; así -naturalmente para quien tiene espíritu recto-, todas las distintas figuras, o lecciones o episodios de estos tres años de vida evangélica, contemplado-como desde lo alto de la cima del monte de mi obra de Maestro, sirven para dar la visión exacta de aquel complejo político, religioso, social, colectivo, espiritual, egoísta hasta el delito o altruista hasta la oblación, en que Yo fui Maestro y en el que me constituí en Redentor La grandiosidad del drama no se ve en una escena, sino en todas las partes de él. La figura del protagonista sobresale con las distintas luces con que lo iluminan las partes secundarias. Llegando ya a la cima, y la cima era el Sacrificio para que me había encarnado, develados todos los recónditos pliegues de los corazones y todos los manejos de las sectas, sólo queda por hacer lo que hace el viandante que llega a la cima: mirar. Mirarlo todo y mirar a todos. Conocer el mundo hebreo. Conocer lo que Yo era: el Hombre que estaba por encima de la sensualidad, del egoísmo, del rencor; el Hombre que debió ser tentado por todo un mundo, tentado a la venganza, al poder, a las alegrías, incluso las honestas de las nupcias y de la casa; el Hombre que debió soportarlo todo viviendo en contacto con el mundo y sufrir por ello -porque infinita era la distancia entre la imperfección y el pecado del mundo y mi Perfección-; y que a todas las voces, a todas las seducciones, a todas las reacciones del mundo, de Satanás y del yo, supo responder «no» y permanecer puro, manso, fiel, misericordioso, humilde, obediente, hasta la muerte de Cruz. ¿Comprenderá todo esto la sociedad de ahora, a la cual brindo este conocimiento de mí para fortalecerla contra los asaltos, cada vez más fuertes, de Satanás y del mundo? Hoy también, como hace veinte siglos, habrá contradicción entre aquellos para quienes me revelo. Yo soy signo de contradicción una vez más. Pero no Yo, por mí mismo, sino Yo respecto a lo que en ellos suscito. Los buenos, los de buena voluntad, tendrán las reacciones buenas de los pastores y de los humildes. Los otros tendrán reacciones malas, como los escribas, fariseos, saduceos y sacerdotes de aquel tiempo. Cada uno da lo que tiene. El bueno que entra en contacto con los malos desencadena en éstos una efervescencia de mayor maldad. Y ciertamente habrá un juicio sobre los hombres, como lo hubo el Viernes de Parasceve, según hayan juzgado, aceptado y seguido al Maestro que, con un nuevo intento de infinita misericordia, se ha dado a conocer una vez más. ¿A cuántos se les abrirán los ojos y me reconocerán y dirán: «Es Él. Por eso nuestro corazón ardía en nuestro pecho mientras nos hablaba y nos explicaba las Escrituras»? Mi paz a éstos y a ti, pequeño, fiel, amoroso Juan (nombre que Jesús daba a María Valtorta)