La Iglesia es confiada a la maternidad de María. Discurso, al pie de Gamala, en pro de unos forzados.
Cuando rompe el alba Jesús se despierta y se incorpora en su tosco lecho hecho de tierra y hierba. Luego se pone en pie, coge sus sandalias y el manto que se había echado encima para defenderse del aguazo y del fresco nocturno, y, cautelosamente, pasa por entre la maraña de piernas, brazos, torsos y cabezas de los apóstoles, que dormían alrededor de El. Se aleja algunos metros, aguzando la vista para ver -con la luminosidad insegura del alba, que bajo los árboles frondosos apenas si es un atisbo de luz- en dónde pone los pies, y llega a un prado descubierto, el cual por un trozo entre árboles y rocas muestra un pequeño recorte del lago, que se despierta, y un amplio recorte del cielo, que se hace claro, pasando del pardo cerúleo, propio del firmamento al salir de la noche, al celeste, mientras que a oriente ya se difumina con una pincelada amarillosa, cada vez más afianzada y cargada, hasta pasar del amarillo pálido al amarillo rosado y luego a un pálido coral hermosísimo.
El alba promete un hermoso día, a pesar de una levísima niebla que se resiste a ceder a la luz el campo del cielo, allá abajo, a oriente, y se disgrega en velos de nubes: tan ligeras, que el azul del cielo no se resiente, es más, se adorna como con muselina blanquísima orillada de oro y corales, una muselina que va cambiando sin cesar, que se hace cada vez más bella, como
esforzándose en alcanzar la perfección de su efímera belleza antes de que el día la destruya con el triunfo del sol. A occidente, por el contrario, resiste algún astro aún a la luz creciente, aunque carente ya del resplandor nocturno. La Luna, próxima ya a desaparecer por detrás de las crestas de los montes, navega pálida, sin brillo, como un planeta moribundo.
Jesús, erguido, desnudos los pies sobre la hierba cargada de rocío, cruzado de brazos, la cabeza alta mirando al día que surge, piensa… o habla con el Padre en un coloquio de espíritus. El silencio es absoluto; tal, que se oyen caer al suelo las gotazas del abundantísimo rocío.
Jesús, todavía de pie y con los brazos cruzados, baja la cara, y se abisma aún más en una meditación intensa. Está concentrado totalmente en sí mismo. Sus magníficos ojos bien abiertos miran fijamente al suelo, como para arrancar a las hierbas una respuesta. Pero estoy segura de que no ven ni siquiera el lento movimiento de los tallitos, los cuales es como si se estremecieran con el viento fresco del alba (un estremezón semejante al de uno que sale de un sueño y se despereza y se da la vuelta y se despeja para volver a estar bien despierto, ágil en todos sus nervios y músculos). Mira, pero no ve este despertar de las hierbas y flores silvestres, en las ramitas, en las hojas, en las corolas que forman umbelas o racimos o espigas o ramilletes… Unas flores aisladas en los cálices; otras, que forman nimbos radiados, bocas de dragón, cornucopias, penachos, bayas; algunas, enhiestas sobre sus tallos; otras, sin tersura y colgadas de un tallo no suyo al que se han enroscado; otras, en el suelo, fláccidas, reptantes; unas, reunidas en familias de muchas plantitas bajas y humildes; otras, solitarias, anchas, de color y aspecto violentos… Todas, tratando de sacudirse de los pétalos las gotas de rocío, deseosas ahora ya no de aguazo sino de sol… caprichosas tanto en los deseos como en sus composturas… Muy semejantes en esto a los hombres, que nunca están satisfechos de lo que tienen.
Jesús parece estar escuchando. Pero ciertamente no oye ni el frufrú del viento que va aumentando y se divierte en sacudir las gotas de rocío y hacerlas caer, ni el bisbiseo cada vez mayor de los pajarillos que se despiertan y se cuentan los sueños de la noche, o intercambian sus consideraciones sobre la cuna tibia y cóncava donde, en medio de pelusa y blando heno, los que ayer implumes hoy ya echan las primeras plumas, y abren desmesuradamente los desmedidos picos mostrando, ávidos, las gargantas rojas y chillando con su primera, exigente petición de alimento. Parece estar escuchando. Ciertamente no es el primer reclamo burlón del mirlo, el primer canto dulce del curruco, ni de la alondra la nota de oro trinada alzándose festiva al encuentro de los primeros rayos del sol, ni de las numerosas golondrinas -que dejan las peñas donde han hecho el nido y empiezan a tejer su tela de vuelos incansables de la tierra al cielo- el chillar que rasga el aire quieto. Y tampoco oye el grito roto de una urraca que se columpia en la rama del roble junto al que está Jesús y que parece preguntarle: «¿Quién eres? ¿En qué estás pensando?» y burlarse de Él. Tampoco esto interrumpe su meditación.
Pero ¿quién no sabe que las urracas hacen desaires? Ésta, cansada de ver a un intruso en su pradito, que quizás es su lugar de placer, arranca del roble dos hermosas bellotas unidas en un solo pecíolo y, con precisión de campeón de tiro, las deja caer sobre la cabeza e Jesús. No es un proyectil pesado, que pueda herir, pero, por la altura desde la que viene, adquiere en todo caso la consistencia suficiente como para hacer reaccionar al Meditabundo, que mira hacia arriba y ve al ave que con las alas abiertas y jocosas inclinaciones de cabeza se complace del tiro llevado a cabo. Jesús sonríe levemente, menea la cabeza, suspira como para coronar sus meditaciones y empieza a andar arriba y abajo. La urraca, con sonora risa y un gué gué de mofa, baja a aletear, buscar, escarbar en la hierba liberada del Intruso.
Jesús busca agua. Pero no la encuentra. Se resigna a volver donde los apóstoles. Pero los pájaros le enseñan dónde hallarla. A manadas bajan hacia unas flores anchísimas en forma de cáliz, cada una de ellas una pequeña copa con agua; o se posan en unas hojas anchas, peludas, que en cada uno de esos pelos tienen retenida una gota de rocío, y ahí beben o hacen sus abluciones. Jesús los imita. Recoge en el cuenco de las manos el agua de los cálices y se refresca la cara, toma las anchas hojas peludas y con ellas se quita el polvo de los pies descalzos… se limpia las sandalias, se las ata… con otras se lava las manos, hasta que las ve limpias; y sonríe mientras susurra:
-¡Las divinas perfecciones del Creador!
Ahora está refrescado, aseado -con la mano húmeda se ha ordenado también los cabellos y la barba-, y, mientras el primer rayo de sol hace del prado una alfombra sembrada de diamantes, va a despertar a los apóstoles y a las mujeres.
Las unas y los otros se muestran tardos en despertarse porque están cansados. Pero María está despierta, inmovilizada por el niño que duerme abrazado a su pecho, con la cabecita debajo de su mentón. Y la Madre, viendo aparecer a su Jesús por la entrada de la gruta, le sonríe con sus dulces ojos celestes, colorándose de rosa por 1a alegría de verlo. Y se libera del niño, el cual gimotea un poco al sentir que lo mueven; y se pone de pie y va donde Jesús con su silencioso paso levemente ondeante, de paloma pudorosa.
-Dios te bendiga, Hijo mío, en este día.
-Dios sea contigo, Mamá. ¿Has pasado una noche incómoda?
-No, no. Es más, bien feliz. Me parecía tenerte a Ti, cuando eras pequeñito, entre mis brazos… Y he soñado que de tu boca manaba un río de oro, emitiendo un sonido de inefable dulzura, y como si una voz dijera,… ¡oh, qué voz!: «Ésta es la Palabra que enriquece al mundo y da beatitud a quien la escucha y obedece. Salvará sin limites de poder ni de tiempo ni de espacio». ¡Oh, Hijo mía! ¡Y esta Palabra eres Tú, mi Hijo! ¿Cómo podría vivir tanto y hacer tanto como para poder agradecer al Eterno el haberme hecho Madre tuya?
-Que no te preocupe eso, Mamá. Cada uno de los latidos de tu corazón contenta a Dios. Tú eres la viviente alabanza a Dios, y lo serás siempre, Mamá. Tú le das gracias desde que existes…
-No creo hacerlo suficientemente, Jesús. ¡Es tan grande, tan grande lo que Dios me ha hecho! Y, a fin de cuentas, ¿qué hago yo de más respecto a lo que hacen todas las mujeres buenas que son, como yo, tus discípulas? Hijo mío, dile a nuestro Padre, díselo Tú, que me dé la forma de darle gracias como el don merece.
-Madre mía, ¿tú crees que el Padre necesita que pida esto para ti? Ya te ha preparado el sacrificio que habrás de consumar para esta alabanza perfecta. Y perfecta serás cuando lo hayas cumplido…
-¡Jesús mío!… Comprendo lo que quieres decir… ¿Pero seré capaz de pensar en esa hora?… Tu pobre Mamá… -¡La bienaventurada Esposa del Amor eterno! Esto eres, Mamá. Y el Amor pensará en ti.
-Lo dices Tú, Hijo, y yo descanso en tu Palabra. Pero Tú… ora por mí, en aquella hora incomprendida por todos éstos… y que es ya inminente… ¿No es verdad? ¿No es, acaso, verdad?
Describir la expresión del rostro de María mientras mantiene este diálogo es imposible. No existe escritor que pueda traducirla en palabra sin deteriorarla con melosidades o colores inciertos. Solo quien tiene corazón, y corazón bueno, aun siendo corazón viril, puede, dar mentalmente al rostro de María la expresión real que tiene en este momento.
Jesús la mira… Otra expresión intraducible en pobre palabra. Y le responde:
-Y tú ora por mí en la hora de la muerte… Sí. Ninguno de éstos comprende… No es por su culpa. Es Satanás quien crea los vapores para que no vean, y estén como ebrios y no comprendan, y no estén preparados por consiguiente… y sean más fáciles de doblegar… Pero Yo y tú los salvaremos, a pesar de la asechanza de Satanás. Desde ahora te los confío, Madre mía. Recuerda estas palabras mías: te los confío. Te doy mi herencia. No tengo nada en la Tierra sino una Madre, que ofrezco a Dios: Hostia con la Hostia; y mi Iglesia, que te confío a ti. Sé Nutriz para ella. Hace poco pensaba en todos aquellos en quienes, a lo largo de los siglos, revivirá el hombre de Keriot con todas sus taras. Y pensaba que uno que no fuera Jesús rechazaría a este ser tarado. Pero Yo no lo rechazaré. Soy Jesús. Tú, en el tiempo que permanezcas en la Tierra, segunda respecto a Pedro como jerarquía eclesiástica (él cabeza, tú fiel), primera respecto a todos como Madre de la Iglesia, habiéndome dado a luz a mí, Cabeza de este Cuerpo místico, tú no rechaces a los muchos Judas, sino socorre y enseña a Pedro, a los hermanos, a Juan, Santiago, Simón, Felipe, Bartolomé, Andrés, Tomás y Mateo, a no rechazar, sino a socorrer. Defiéndeme en mis seguidores, y defiéndeme contra aquellos que quieran dispersar y desmembrar a la naciente Iglesia. Y a lo largo de los siglos, oh Madre, siempre tú sé la Mujer que intercede y protege, defiende, ayuda a mi Iglesia, a mis sacerdotes, a mis fieles, contra el Mal y el Castigo, contra sí mismos… ¡Cuántos Judas, oh Madre, a lo largo de los siglos! Y cuántos semejantes a limitados mentales que no saben entender, o a ciegos y sordos que no saben ver y oír, o a tullidos y paralíticos que no son capaces de venir… ¡Madre, todos bajo tu manto! Eres la única que puede y podrá cambiar los decretos de castigo del Eterno para uno o para muchos, porque nada podrá negar nunca la Tríada a su Flor.
-Así lo haré, Hijo. Por lo que depende de mí, ve en paz a tu meta. Tu Mamá está aquí para defenderte en tu Iglesia,
siempre.
-Dios te bendiga, Mamá… ¡Ven! Voy a recoger para ti unos cálices de flor llenos de rocío perfumado, así te refrescas la cara como he hecho Yo. Nos los ha preparado el Padre nuestro Santísimo y los pájaros me los han señalado. ¡Mira como todo sirve en la ordenada Creación de Dios! Este rellano elevado y cercano al lago, muy fértil por las nieblas que suben del mar galileo y por los árboles altos que atraen el rocío, permitiendo esta exuberancia de hierbas y flores incluso en medio de la quemazón estiva; esta abundante lluvia de gotas de rocío para llenar estos cálices y que sus amados hijos puedan lavarse el rostro… Ve lo que el Padre ha preparado para quien lo ama. Ten. Agua de Dios, en cálices de Dios, para refrescar a la Eva del nuevo Paraíso.
Y Jesús coge estas anchísimas flores -no sé cómo se llaman-vierte en las manos de María el agua recogida en el fondo…
Los otros, entretanto, se han arreglado y vienen buscando a Jesús, que se ha alejado algunos metros del lugar de descanso.
-Estamos ya listos, Maestro.
-Bien. Vamos por esta parte.
-¿Pero es buen camino? Aquí terminan los bosques; y la otra vez estábamos en los bosques… – objeta Santiago de Zebedeo.
-Porque subíamos del lago, pero ahora podemos tomar el camino bueno. ¿Veis? Gamala está allí, entre oriente y mediodía, y el único camino es éste. Porque los otros tres lados son impracticables para quien no es una cabra agreste.
-Tienes razón. Evitaremos la hoz árida de la que vimos venir a los endemoniados – dice Felipe.
Caminan a buen paso y pronto dejan atrás el bosque en el que han dormido. Van por un camino pedregoso allende una pequeña hoz que se va acentuando a medida que se acerca al caprichoso monte al que está aferrada Gamala, escarpado por tres partes, o sea, al este, norte y oeste, y unido al resto de la comarca por este único camino que sigue la dirección sur-norte; camino alto, entre dos pedregosos y agrestes valles que lo separan de las campiñas de oriente y de los bosques de encinas de occidente.
Muchos cuidadores de cerdos pasan en medio de su hozadora manada, en dirección a los encinares. Carros cargados de piedras labradas pasan chirriando, tirados por lentos bueyes enyugados. Algún que otro caballero pasa al trote levantando nubes de polvo. Equipos de cavadores -creo que la mayor parte son esclavos o condenados a trabajos por algún motivo- pasan andrajosos y consumidos, hacia los trabajos, bajo la vigilancia dura de los sobrestantes.
A medida que el monte se acerca y ya el camino sube, se ven cárcavas fortificadas que cortan el monte como anillos que ciñen sus laderas. Cavar esas cárcavas allí no debe ser fácil, especialmente en ciertos lugares casi cortados a pico. Y, a pesar de todo, muchos hombres trabajan arreglando fortificaciones ya existentes, preparando otras, llevando sobre sus desnudas espaldas cubos de piedra (que hacen plegarse a estos infelices y dejan surcos sangrantes en sus desnudas espaldas).
-¿Pero qué hacen los de esta ciudad? ¿Estamos, acaso, en tiempo guerra para trabajar de ese modo? ¡Están locos! – comentan entre sí los apóstoles, mientras las mujeres muestran su compasión por los infelices semidesnudos, mal nutridos, obligados a fatigas superiores a sus fuerzas.
-¿Pero quién los hace trabajar? ¿El Tetrarca o los romanos? – preguntan los apóstoles y arguyen entre sí, porque parece que Gamala es -así diría yo- independiente de la Tetrarquía de Filipo y de la Tetrarquía de Herodes, y porque les parece imposible a muchos de los apóstoles que los romanos se preocupen de construir en casa ajena fortificaciones que mañana
podrían ser usadas contra ellos. Y la eterna idea, fija como una idea maniática, del reino temporal del Mesías, se esgrime como enseña de una victoria ya segura y de gloria e independencia nacionales.
Gritan tanto, que algunos sobrestantes se acercan y escuchan. Son hombres rudos, de raza visiblemente no hebrea, bastantes ya camino de la vejez. Bastantes de ellos tienen cicatrices en el cuerpo. Pero lo que son lo dice la salida despreciativa de uno de ellos:
-¡”Nuestro reino»! ¿Has oído, Tito? ¡Narigudos! Vuestro reino está ya aplastado debajo de estas piedras. Quien se sirve del enemigo para construir contra el enemigo sirve al enemigo. Palabras de Publio Corfinio. Y, si no comprendéis, pues vivid, que las piedras os explicarán el enigma – se ríe mientras alza el azote, porque ve que uno de los trabajadores, agotado, vacila y se sienta, y le golpearía si Jesús no lo detuviera, adelantándose y diciendo:
-No te es lícito. Es hombre como tú.
-¿Quién eres, que te entrometes y defiendes a un esclavo?
-Yo soy la Misericordia. Mi nombre de hombre no te diría nada. Pero este atributo mío te recuerda que seas misericordioso. Has dicho: Quien se sirve del enemigo para construir contra el enemigo sirve al enemigo». Has dicho una dolorosa verdad. Pero Yo te digo otra, luminosa: «Quien no emplea misericordia no hallará misericordia».
-¿Eres un orador?
-Soy la Misericordia, ya te lo he dicho.
Algunos, de Gamala o que se dirigen a esta ciudad, dicen:
-Es el Rabí de Galilea. El que manda a las enfermedades, a los vientos, a las aguas y a los demonios, y convierte las piedras en pan y nada se le resiste. Vamos corriendo a la ciudad a decirlo. ¡Que vengan los enfermos! Que escuchemos su palabra. ¡También nosotros somos de Israel! – y una parte de ellos se marchan rápidamente, mientras otra parte se queda en torno al Maestro.
El sobrestante de antes dice:
-¿Es verdad lo que éstos dicen de ti?
-Es verdad.
-Haz un milagro y creeré.
-No se piden milagros para creer. Se pide fe para creer, y obtener así el milagro. Fe y piedad hacia el prójimo. -Soy pagano yo…
-No es razón válida. Vives en Israel, que te da dinero…
-Porque trabajo.
-No. Porque haces trabajar.
-Yo sé hacer trabajar.
-Sí, sin piedad. ¿No has pensado nunca que si en vez de ser romano hubieras sido de Israel habrías podido estar en el lugar de uno de éstos?
-¡Hombre, claro!… Pero no lo soy, por protección de los dioses.
-No podrían defenderte tus ídolos vanos, si el verdadero Dios quisiera castigarte. Todavía no has muerto. Sé, pues, misericordioso para obtener misericordia…
El hombre quisiera rebatir, discutir, pero luego se encoge de hombros despreciativamente y, volviendo las espaldas, se marcha a pegar a uno que ha parado de trabajar con el pico en una veta tenaz de roca.
Jesús mira al infeliz que recibe los golpes y mira al que golpea: dos miradas de igual, y al mismo tiempo distinta, piedad; y de una tristeza tan profunda, que me recuerda ciertas miradas de Cristo durante la Pasión. ¿Pero qué puede hacer? Impotente para intervenir, reanuda su camino, con el peso de las desventuras que ha visto y que le cargan el corazón.
Pero bajan apresuradamente algunos habitantes de Gamala, personas importantes ciertamente, y llegan donde Jesús, a quien saludan con gran veneración, invitándolo a que entre en la ciudad para hablar a los habitantes, los cuales, por su cuenta, están viniendo en nutridos grupos.
-Vosotros podéis ir a donde queráis. Ellos -y señala a los trabajadores- no pueden. La hora es aún fresca y la posición
nos resguarda del sol. Vamos cerca de aquellos desdichados, para que también tengan ellos la palabra de Vida – responde Jesús. Y es el primero en encaminarse, volviendo sobre sus pasos y tomando luego un sendero accidentado que lleva monte
abajo al lugar en que el trabajo es más penoso. Se vuelve entonces hacia las personalidades de la ciudad y dice: -Si tenéis facultad para hacerlo, ordenad que sea suspendido el trabajo.
-¡Claro que podemos hacerlo! Pagamos nosotros. Si pagamos horas vacías, nadie podrá quejarse – dicen los de Gamala, y van a hablar con los sobrestantes. Pasados unos momentos, veo que éstos se encogen de hombros como diciendo:
-Si estáis contentos vosotros, ¿a nosotros qué nos importa?
Y luego silban a los equipos una señal ciertamente de descanso.
Jesús, entretanto, ha hablado con otros de Gamala. Veo que éstos hacen gestos de asentimiento y que se marchan a paso rápido, de nuevo hacia la ciudad.
Los laborantes, temerosos, acuden donde los sobrestantes y se ponen en torno a ellos.
-Cesad el trabajo. El estrépito molesta al filósofo – ordena uno de éstos, quizás el jefe de todos. Los laborantes miran
con ojos cansados a aquel que ha sido indicado como «filósofo» y que les concede el don de un alto en el trabajo. Y este «filósofo», mirándolos con piedad, responde a su mirada y a las palabras del sobrestante diciendo: -No me molesta el estrépito, sino que me da pena su miseria.
Y añade:
-Venid, hijos. Dad descanso a vuestros miembros, y más al corazón, junto al Cristo de Dios.
Pueblo, esclavos, condenados, apóstoles, discípulos se apiñan en el espacio libre que hay entre el monte y las trincheras, y quien allí no halla sitio trepa al anillo de trincheras más altas, o se coloca en los bloques que han sido volcados al suelo, y los menos afortunados se resignan a ir al camino, adonde ya llegan los rayos del sol. Y va viniendo continuamente gente nueva, de Gamala; o se detienen los que, procedentes de otros lugares, se dirigían a ella.
Mucha gente. Y entre ella se abren paso los que poco antes se habían marchado. Traen cestos y recipientes pesados. Se abren paso hasta Jesús, que ha ordenado a los apóstoles que lleven a la primera fila a los laborantes. Ponen cestos y ánforas a los pies de Jesús.
-Dad a éstos las ofrendas de la caridad – ordena Jesús.
-Ya han recibido su comida y allí hay todavía posca y pan. Si comen demasiado, están pesados en el trabajo – grita un sobrestante.
Jesús lo mira y repite la orden:
-Dad a éstos comida de hombres y traedme a mí su comida.
Los apóstoles, ayudados de gente solícita, lo llevan a cabo.
¡Su comida! Una especie de costra oscura, dura, indigna de ser dada a los animales, poca agua mezclada con vinagre: ¡éste es el alimento de estos forzados! Jesús mira y manda que apoyen en el monte esta miserable comida. Y mira a los que debían consumirlo, cuerpos desnutridos en los que sólo resisten los músculos, excesivamente desarrollados debido a los esfuerzos superiores a lo común, y haces de fibras que sobresalen bajo la piel fláccida; ojos febriles y atemorizados, bocas ávidas, animalescas incluso, en el acto de morder el alimento bueno, abundante, inesperado, y de beber el vino, el verdadero vino fortalecedor, fresco…
Jesús espera, paciente, a que terminen la comida. Y no tiene que esperar mucho, porque la avidez es tal, que pronto todo está terminado.
Jesús abre los brazos con el gesto habitual de cuando está para hablar, para atraer la atención e imponer silencio. Dice:
-En este lugar, ¿qué observan los ojos del hombre? Valles excavados más profundamente de cuanto lo fueran por la naturaleza que los creó, colinas formadas con masas de rocas y taludes fabricados por el hombre, caminos sinuosos que penetran en el monte como guaridas de animales. ¿Y todo esto para qué? Para detener un peligro que no se sabe de dónde viene, pero que se presiente amenazador como granizada de un cielo borrascoso.
En verdad, aquí se ha actuado humanamente, con fuerzas humanas y medios humanos, y también inhumanos, para defenderse y preparar medios de ofensiva, olvidando las palabras del Profeta, (Isaías 40, 1-8; 56, 4-7; 61, 1) que enseña a su pueblo cómo se puede defender de las desventuras humanas con medios sobrehumanos, los más válidos: «Consolaos… confortad a Jerusalén, porque su esclavitud ha terminado, su iniquidad está expiada, pues ha recibido de la mano del Señor el doble de sus pecados». Y después de la promesa explica la forma que debe seguirse para traducirla en realidad: «Preparad los caminos del Señor, enderezad en la soledumbre los senderos de Dios. Todo valle será colmado; toda montaña, rebajada; los caminos tortuosos se harán derechos, los escabrosos se harán lisos. Entonces aparecerá la gloria del Señor y todos los hombres, sin excepción, la verán, porque la boca del Señor ha hablado». Palabras pronunciadas de nuevo por el hombre de Dios, Juan el Bautista, y apagadas en sus labios sólo con muerte.
Ésta es, oh hombres, la verdadera defensa contra las desventuras del hombre. No armas contra armas, defensa contra ofensa, no orgullos, no la crueldad; sino armas sobrenaturales, virtudes conquistadas en la soledumbre, o sea, en el interior del individuo, solo consigo mismo, que trabaja en santificarse elevando montes de caridad, bajando cimas de soberbia, enderezando caminos tortuosos de concupiscencia, apartando de su camino obstáculos de sensualidad. Entonces aparecerá la gloria del Señor, y el hombre gozará de la defensa de Dios contra las asechanzas de los enemigos espirituales y materiales. ¿Pero qué creéis que son unas pocas trincheras, unas pocas escarpas, unos pocos fortines contra el castigo de Dios provocado por las iniquidades o incluso sólo por las tibiezas del hombre? Contra estos castigos, que tendrán un nombre (romanos, como en otros tiempos tuvieron el de babilonios o filisteos o egipcios), pero que en realidad son castigo divino, nada más que castigo, y un castigo provocado por los demasiados orgullos, sensualidades, codicias, mentiras, egoísmos, desobediencias a la Ley santa del Decálogo. El hombre, aun el más fuerte, puede morir por una mosca, y la ciudad mejor pertrechada puede ser expugnada: cuando el uno o la otra no gozan ya de la protección de Dios, protección desvanecida, rechazada, por causa de los pecados del hombre o de la ciudad.
Sigue diciendo el Profeta: «Todo hombre es como la hierba, y toda su gloria como la flor del campo: se seca la hierba, cae la flor en cuanto las toca el soplo del Señor».
Vosotros, por deseo mío, miráis hoy con piedad a estos a los que hasta ayer habíais mirado como a máquinas obligadas a trabajar para vosotros. Hoy, porque os los he puesto como a hermanos entre hermanos, pobres hermanos en medio de vosotros, ricos y felices, hoy los veis como lo que son: hombres. El desprecio o la indiferencia han caído de muchos corazones para dejar lugar a la piedad. Pero consideradlos más íntimamente, más allá de la carne avasallada. Dentro de ésta, dentro de ellos, hay un alma, un pensamiento, sentimientos como en vosotros. Un día eran como vosotros: estaban sanos, eran libres, vivían felices. Luego dejaron de serlo. Porque, si la vida del hombre es como hierba que se seca, aún más frágil es su bienestar. Los que hoy están sanos mañana pueden estar enfermos, los que hoy son libres mañana pueden ser esclavos, los que hoy viven felices mañana pueden vivir infelices. Entre éstos hay quienes ciertamente son culpables. Mas no juzguéis su culpa ni gocéis de su expiación. Mañana, por muchos motivos, podríais ser culpables también vosotros y veros obligados a duras expiaciones. Sed, pues, misericordiosos, porque no conocéis vuestro mañana, que podría verse necesitado de toda la misericordia divina y humana: efectivamente, muy distinto del hoy podría ser. Sed propensos al amor y al perdón. No hay hombre sobre la Tierra que no necesite de perdón por parte de Dios y por parte de alguno de sus semejantes. Perdonad, pues, para ser perdonados.
Sigue diciendo el Profeta: «La hierba se seca, la flor cae; mas la palabra del Señor permanece eterna».
Ésta es el arma y la defensa: la Palabra eterna, hecha ley de todas vuestras acciones. Levantad este verdadero baluarte contra el peligro que amenaza, y seréis salvos. Acoged, pues, a la Palabra, Aquel que os habla, pero no la acojáis materialmente, durante una hora en el recinto de la ciudad; antes bien, en vuestro corazón y para siempre. Porque Yo soy Aquel que sabe y que obra y gobierna con poder. Y soy el Pastor bueno que apacienta el rebaño que a Él se confía y no desatiendo a ninguno: ni al pequeño ni al cansado ni al herido – maltratado por la suerte ni al que llora por sus errores ni al que, rico y dichoso, margina todo en aras de la verdadera riqueza y dicha: la de servir a Dios hasta la muerte.
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha enviado a anunciar la Buena Nueva a los mansos, a vendar los corazones de aquellos que lo tienen roto, a predicar la libertad a los esclavos, la liberación a los prisioneros. Y no se me puede llamar agitador, porque no incito a la insurrección, ni aconsejo la evasión a los esclavos y prisioneros; sino que, al hombre encadenado, al hombre que padece esclavitud enseño la verdadera libertad, la verdadera liberación, la que no puede ser arrebatada y tampoco limitada, la que, en la medida en que más se abandona a ella el hombre, más crece: la libertad espiritual, la liberación del pecado, la mansedumbre en el dolor, a saber ver a Dios más allá de los hombres que encadenan, el saber creer que Dios ama a quien lo ama, y perdona donde el hombre no perdona, saber tener esperanza en un lugar eterno, de premio, para quien sabe ser bueno en la desventura, para quien sabe arrepentirse de sus pecados, ser fiel al Señor.
No lloréis, vosotros para quienes hablo especialmente. He venido a consolar, a recoger a los desechados, a poner luz en sus tinieblas, paz en sus almas, a prometer una morada de gozo, tanto a quien se arrepiente como al no culpable. Y no hay pasado que impida este Presente que espera en el Cielo a los que saben servir al Señor en la condición en que se encuentran.
No es difícil, pobres hijos, servir al Señor. Él os ha dado un modo fácil de servirle, porque os quiere felices en el Cielo. Servir al Señor es amar. Amar la voluntad de Dios porque amáis a Dios. La voluntad de Dios se cela incluso en las cosas más aparentemente humanas. Porque -os hablo a vosotros, que quizás habéis derramado sangre de hermanos-, porque, si es cierto que no era voluntad de Dios que fuerais violentos, ahora es voluntad suya que en la expiación canceléis vuestras deudas para con el Amor. Porque, si no era voluntad de Dios que os rebelarais contra vuestros enemigos, es ahora voluntad el que os hagáis humildes, como entonces fuisteis soberbios para perjuicio vuestro. Porque, si no era voluntad de Dios que con robo, grande o pequeño, os apropiarais de lo que no era vuestro, ahora es voluntad de Dios que recibáis la pena para no llegar a Dios con vuestro pecado en el corazón.
Y esto no deben olvidarlo los que ahora viven dichosos, los que se creen seguros, los que, por esta torpe seguridad, no preparan en sí el reino de Dios, y serán en la hora de la prueba como hijos lejanos de la casa del Padre, a merced de la tempestad, bajo el flagelo del dolor.
Obrad todos con justicia, y alzad los ojos a la Casa paterna, al Reino de los Cielos que, cuando tenga abiertas de par en par sus puertas por mano de Aquel que ha venido a abrirlas, no se negará a recibir a ninguno que haya alcanzado la justicia. Mutilados en las carnes, tullecidos, eunucos; o mutilados en el espíritu, tullecidos, eunucos en las potencias del espíritu, excluidos en Israel, no temáis no tener sitio en el Reino de los Cielos. Las mutilaciones, tullimientos, minoraciones de la carne cesan con la carne. Las morales, como la prisión y la esclavitud, cesan también un día; las del espíritu, o sea, los frutos de las culpas pasadas, se reparan con la buena voluntad. Y las mutilaciones materiales no cuentan a los ojos de Dios, y las espirituales se anulan ante sus ojos cuando el arrepentimiento amoroso las cubre.
Y el ser extranjeros del Pueblo santo ya no es impedimento para servir al Señor. Porque ha llegado el tiempo en que las fronteras de la Tierra cesan ante el único Rey, el Rey de todos los reyes y pueblos, que congrega a todos los pueblos en uno solo para hacer de ellos su pueblo nuevo. Ese pueblo del que serán excluidos sólo los que traten de engañar al Señor con una falaz obediencia a su Decálogo, a ese Decálogo que todos los hombres de buena voluntad pueden seguir, sean hebreos o gentiles o idólatras. Porque donde hay buena voluntad hay tendencia natural a la justicia, y quien tiende a la justicia no halla dificultad en adorar al Dios verdadero, cuando llega a conocerlo, a respetar su Nombre, a santificar sus fiestas, a honrar a los padres, a no matar, robar, testificar con falsedad, a no ser adultero y fornicador, a no codiciar lo que no es suyo. Y si hasta ahora no lo ha hecho, hágalo de ahora en adelante, para que se salve su alma y para conquistar su puesto en el Cielo. Está escrito: «Les daré un lugar en mi Casa, si mantienen mi pacto, y los alegraré». Y esto se dice para todos los hombres de santa voluntad, siendo el Santo de los santos el Padre común de todos los hombres.
He dicho. No tengo dinero para éstos. Y tampoco les sería útil. Pero os digo a vosotros de Gamala, que tanto habéis progresado en el camino del Señor desde la primera vez que nos encontramos, que levantéis la mejor defensa para vuestra ciudad, la del amor entre vosotros y hacia éstos, socorriéndolos en mi Nombre mientras trabajan para vosotros. ¿Lo haréis?
-Sí, Señor – grita la multitud.
-Entonces vamos. No habría entrado en vuestro recinto, si la dureza de los corazones hubiera respondido «no» a mi petición. Y bendición para vosotros que os quedáis… Vamos…
Regresa al camino, ya todo lleno de sol. Sube a la ciudad, construida casi en roca como una ciudad troglodita, pero dotada de casas bien cuidadas y de un panorama bellísimo y variado (según desde el punto desde el que se mire, da a los montes de la Auranítida o al Mar galileo, o al lejano Gran Hermón o al verde valle del Jordán). La ciudad es fresca por cómo está construida: en alto y con calles protectoras del sol intenso. Parece más un enorme castillo que una ciudad. Las casas, mitad muro mitad montaña excavada, tienen tal aspecto de fortines, que Gamala parece una sucesión de fortalezas.
En la plaza mayor, la más alta de todas, el punto más alto de la ciudad -de modo que los ojos se deleitan en el vasto horizonte de los montes, bosques, lagos, ríos que tienen bajo su mirada- están los enfermos de Gamala. Y Jesús pasa curando…