La fe de la mujer cananea y otras conquistas. Llegada a Akcib.
-¿El Maestro está contigo? – pregunta el viejo campesino Jonás a Judas Tadeo, que entra en la cocina, donde la lumbre ya resplandece para calentar la leche y el lugar, que está un poco frío en estas primeras horas de una bellísima mañana de finales de Enero, creo, o primeros de Febrero; bellísima, pero bastante punzante. -Habrá salido a orar. Sale frecuentemente al alba, cuando sabe que puede estar solo. Regresará pronto. ¿Por qué lo preguntas? -Lo he preguntado también a los otros, que se han desperdigado para buscarlo, porque hay una mujer allí, con mi esposa. Es una del pueblo de allende el confín. La verdad no sabría decir cómo ha podido saber que está aquí el Maestro. Pero lo sabe. Y quiere hablar con Él. -Bien. Hablará con Él. Quizás es la mujer que Él está esperando, con una hijita enferma. La habrá guiado aquí su espíritu. -No. Está sola. No tiene hijos consigo. Los pueblos están tan cercanos… por eso la conozco… y el valle es de todos. Yo, además, pienso que para servir al Señor no hace falta ser crueles con los vecinos si son fenicios. Estaré equivocado, pero… -El Maestro también dice siempre que tenemos que ser compasivos con todos. -Él lo es, ¿no es verdad. -Lo es. -Me ha dicho Anás que también esta vez lo han tratado mal. ¡Mal, siempre mal!… En Judea, en Galilea, en todos los lugares. ¿Por qué, me pregunto yo, Israel es tan malo con su Mesías? Me refiero a los principales de Israel. Porque el pueblo lo ama. -¿Cómo sabes estas cosas? -Vivo aquí, lejos; pero soy un fiel israelita. ¡Basta ir para las fiestas de precepto al Templo para saber todo lo bueno y todo lo malo! Y el bien se sabe menos que el mal. Porque el bien es humilde y no hace autoalabanza. Deberían proclamarlo los que han sido agraciados. Pero pocos son los agradecidos después de recibir una gracia. El hombre acepta el beneficio y lo olvida… El mal, sin embargo, toca fuerte sus trompetas y hace escuchar sus palabras incluso a quienes no quieren oírlas. ¡Vosotros, sus discípulos, no sabéis cuánto abundan en el Templo las críticas y acusaciones contra el Mesías! Los escribas ya sólo tratan de esto en sus lecciones. Yo creo que se han hecho un libro de lecciones sobre cómo acusar al Maestro, y de hechos que presentan como objetos de acusación verosímiles. Y se necesita una conciencia muy recta, firme y libre, para saber resistir y juzgar con cordura. ¿Él está al corriente de todas estas maniobras? -De todas. Y también nosotros, más o menos, las conocemos. Pero Él no se intranquiliza. Continúa su obra, y los discípulos o las personas que creen en Él aumentan cada día que pasa. -Dios quiera que perseveren hasta el final. Pero el hombre es de pensamiento mudable. Y débil… Está viniendo el Maestro hacia la casa, con tres discípulos. Y el viejo sale afuera, seguido por Judas Tadeo, para venerar a Jesús, que, lleno de majestad, viene hacia la casa.-La paz sea contigo hoy y siempre, Jonás. -Gloria y paz contigo, Maestro, siempre. -Paz a ti, Judas. ¿Andrés y Juan no han vuelto todavía? -No. Y no los he oído salir. A ninguno. Estaba cansado y dormía profundamente. -Entra, Maestro. Entrad. El ambiente está fresco esta mañana. En el bosque debía hacer mucho frío. Ahí hay leche caliente para todos. Están bebiendo la leche, y – excepto Jesús – mojando en ella unos recios trozos de pan, cuando he aquí que llegan Andrés y Juan, junto con Anás, el pastor. -¡Ah! ¿Estás aquí? Volvíamos para decir que no te habíamos encontrado… – exclama Andrés. Jesús dirige su saludo de paz a los tres, y añade: -Pronto. Tomad vuestra parte y pongámonos en marcha. Quiero estar, antes de que anochezca, al menos en las faldas del monte de Akcib. Esta noche empieza el sábado. -¿Y mis ovejas? – pregunta, perplejo, el pastor. Jesús sonríe y responde: -Estarán curadas después de la bendición. -¡Pero yo estoy a oriente del monte! Tú vas hacia poniente para ir a ver a esa mujer… -Déjalo en manos de Dios y Él a todo proveerá. Terminado el desayuno, los apóstoles suben por los talegos de viaje, preparándose para partir. -Maestro… ¿no vas a escuchar a esa mujer que está allí? -No tengo tiempo, Jonás. El camino es largo, y además Yo he venido para las ovejas de Israel. Adiós, Jonás. Que Dios te recompense por tu caridad. Mi bendición a ti y a todos tus parientes. Vamos. El viejo, entonces, se pone a gritar con todas sus fuerzas: -¡Hijos! ¡Mujeres! ¡El Maestro se marcha! ¡Venid! Y, como responde a la voz de la clueca que los llama una nidada de pollitos desperdigados por un pajar, de todas las partes de la casa acuden mujeres y hombres, ocupados en sus labores o todavía medio dormidos, y niños semidesnudos con su carita sonriente recién salida del sueño… Se apiñan en torno a Jesús, que está en medio de la era, las madres envuelven en sus amplias faldas a los niños para protegerlos del aire, o los estrechan entre sus brazos hasta que una criada llega con los vestiditos, que enseguida son empleados. Pero viene también una que no es de la casa. Una pobre mujer que llora. Se la ve abochornada. Camina encorvada, casi arrastrándose. Llegada cerca del grupo en cuyo centro está Jesús, se pone a gritar: -¡Ten piedad de mí, Señor, Hijo de David! Mi hija vive malamente atormentada por el demonio, que le hace hacer cosas vergonzosas. Ten piedad, porque sufro mucho y todos se burlan de mí por esto. Como si mi hija tuviera la culpa de hacer lo que hace… Ten piedad, Señor, Tú que lo puedes todo. Alza tu voz y tu mano y ordena al espíritu inmundo que salga de Palma. Sólo tengo a esta criatura, y soy viuda… ¡Oh, no te vayas! ¡Piedad!… Jesús, efectivamente, una vez que ha terminado de bendecir a cada uno de los componentes de la familia, después de haber amonestado a los adultos por haber hablado de su venida – ellos se disculpan diciendo: « ¡Créenos, Señor, no hemos hablado!» – se marcha, inexplicablemente duro para con la pobre mujer, que se arrastra sobre sus rodillas, tendidos los brazos en actitud de congojosa súplica, ,mientras dice: -¡Yo, yo te vi ayer cuando pasabas el torrente, y oí que te llamaban: «Maestro». He venido siguiéndoos, ocultándome entre las matas. Oía lo que iban diciendo éstos. He comprendido quién eres… Y esta mañana, todavía de noche, he venido a ponerme aquí a la puerta como un perrito; hasta que se ha levantado Sara y me ha invitado a entrar. ¡Señor, piedad! ¡Piedad de una madre y de una niña! Pero Jesús camina ligero, sordo a toda apelación. Los de la casa dicen a la mujer: -¡Resígnate! No te quiere escuchar. Ya ha dicho que ha venido para los de Israel… Pero ella se pone en pie desesperada, y al mismo tiempo llena de fe, y responde: -No. Suplicaré tanto, que me escuchará. Y se echa a seguir al Maestro suplicando a gritos sin parar. Sus súplicas hacen que salgan a las puertas de las casas del pueblo todos los que están despiertos, los cuales, como los de la casa de Jonás, se ponen a seguir a la mujer para ver en qué termina la cosa. Los apóstoles, por su parte, se miran recíprocamente con estupor, y susurran: -¿Pero por qué hace esto? ¡No lo ha hecho nunca! … Y Juan dice: -En Alejandrocena ha curado incluso a aquellos dos. -Pero eran prosélitos – responde Judas Tadeo. ¿Y esta a la que va a curar ahora? -También es prosélito – dice el pastor Anás. -¿Y cuántas veces ha curado también a gentiles o a paganos? ¿Y la niña romana, entonces?… – dice desconsolado Andrés, que no logra tranquilizarse ante la dureza de Jesús hacia la mujer cananea. -Yo os digo lo que pasa – exclama Santiago de Zebedeo – Lo que pasa es que el Maestro está indignado. Su paciencia se acaba ante tantos asaltos de maldad humana. ¿No veis cómo ha cambiado? ¡Tiene razón! De ahora en adelante se dedicará sólo a los que conoce convenientemente. ¡Y hace bien! -Sí. Pero, mientras tanto, ésta viene aquí detrás de nosotros gritando, y la sigue una buena cola de gente. Si quiere pasar inadvertido, ha encontrado la manera de llamar la atención hasta de los árboles… – se queja Mateo.-Vamos a decirle que la despida… ¡Fijaos aquí qué lindo cortejo tenemos a nuestras espaldas! ¡Si llegamos así a la vía consular, estamos frescos! Y ésta, si no le dice que se marche, no nos deja… – dice, molesto, Judas Tadeo, el cual, además, se vuelve y conmina a la mujer: -¡Calla y vete! Y lo mismo hace Santiago de Alfeo, solidario con su hermano. Pero ella no se impresiona por las amenazas y órdenes y sigue suplicando. -Vamos a decirle al Maestro que la eche Él, dado que no quiere concederle lo que pide. ¡Así no se puede seguir! – dice Mateo, mientras Andrés susurra: «¡Pobrecilla!», y Juan repite sin tregua: «No comprendo… no comprendo…». Juan está confundido por el modo de actuar de Jesús. Mas ya, acelerando el paso, han alcanzado al Maestro, que camina raudo como un perseguido. -¡Maestro! ¡Dile a esa mujer que se vaya! ¡Es un escándalo! ¡Viene gritando detrás de nosotros! ¡Nos señala ante todos! El camino se va poblando cada vez más de gente… y muchos se ponen detrás de ella. Dile que se marche. -Decídselo vosotros. Yo ya le he respondido. -No nos escucha. ¡Díselo Tú, hombre! Y además severamente. Jesús se detiene y se vuelve. La mujer interpreta ello como signo de gracia; acelera el paso y alza el tono, ya agudo, de la voz; su rostro palidece por la aumentada esperanza. -Calla, mujer. Vuelve a casa. Ya lo he dicho: «He venido para las ovejas de Israel». Para curar a las enfermas y buscar a las perdidas. Tú no eres de Israel. Pero la mujer ya está a sus pies y se los besa, adorándolo, sujetándolo fuerte por los tobillos como si fuera una náufraga que hubiera encontrado un escollo de salvación, y gime: -¡Señor, ayúdame! Tú lo puedes, Señor. Dale una orden al demonio, Tú que eres santo… Señor, Señor, Tú eres el amo de todo: de la gracia y del mundo. Todo está sometido a ti, Señor. Yo lo sé. Lo creo. Toma, pues, tu poder y úsalo para mi hija. -No está bien tomar el pan de los hijos de la casa y arrojarlo a los perros de la calle. -Yo creo en ti. Creyendo, he pasado de ser perro de la calle a ser perro de la casa. Ya te he dicho que he venido antes del alba a acurrucarme a la puerta de la casa donde estabas, y, si hubieras salido, habrías tropezado en mí. Pero has salido por el otro lado y no me has visto. No has visto a este pobre perro lacerado, hambriento de tu gracia, que esperaba entrar, arrastrándose, adonde Tú estabas, para besarte los pies así, pidiéndote que no la arrojaras de tu presencia… -No está bien echar el pan de los hijos a los perros – repite Jesús. -Pero los perros entran en la habitación donde come el amo con sus hijos, y comen lo que cae de la mesa, o los desperdicios que les dan los de la familia, lo que ya no sirve. No te pido que me trates como a una hija, no te pido que me invites a sentarme a tu mesa; te pido al menos las migas… Jesús sonríe. ¡Cómo se transfigura su rostro con esta sonrisa de gozo!… La gente, los apóstoles, la mujer, lo miran admirados… sintiendo que está para suceder algo. Y Jesús dice: -¡Oh, mujer! ¡Grande es tu fe! Con tu fe consuelas mi espíritu. Ve, pues, y te suceda como quieres. Desde este momento, el demonio ha salido de tu hijita. Ve en paz. Y, de la misma forma que, como perro extraviado, has sabido querer ser perro de casa, sabe ser hija en el futuro, sentada a la mesa del Padre. Adiós. -¡Oh! ¡Señor! ¡Señor! ¡Señor!… Quisiera echarme a correr, para ver a mi Palma amada… ¡Quisiera estar contigo, seguirte! ¡Bendito! ¡Santo! -Ve, ve, mujer. Ve en paz. Y Jesús reanuda su camino, mientras la cananea, más ligera que una niña, regresa corriendo por el mismo camino que había venido; tras ella la gente, curiosa de ver el milagro… -¿Pero, por qué, Maestro, la has hecho suplicar tanto, si luego la ibas a escuchar? – pregunta Santiago de Zebedeo. -Por causa tuya y de todos vosotros. Esta no es una derrota, Santiago. Aquí no me han expulsado, no se han burlado de mí, no me han maldecido… Sirva ello para levantar vuestro espíritu abatido. Yo ya he recibido mi dulcísimo alimento. Y bendigo a Dios por ello. Y ahora vamos a ver a esta otra que sabe creer y esperar con fe segura. -¿Y mis ovejas, Señor? Dentro de poco tendría que tomar un camino distinto del tuyo para ir a mi pastura… – Pregunta de nuevo el pastor Anás. Jesús sonríe, pero no responde. Es bonito andar, ahora que el sol calienta el aire y hace brillar como esmeraldas las hojitas nuevas de los bosques y la hierba de los prados, transformando en engastes los cálices de las flores para las gotas de rocío que brillan en los aros radiados multicolores de las florecillas del campo. Jesús camina, sonriente. Los apóstoles, en seguida animados de nuevo, lo siguen sonrientes… Llegan a la desviación. El pastor Anás, afligido, dice: -Y aquí tendría que dejarte… ¿Entonces no vienes a curar a mis ovejas? Yo también tengo fe, y soy prosélito… ¿Me prometes, al menos, que vendrás después del sábado? -¡Anás! ¿Pero no has comprendido todavía que tus ovejas están curadas desde que alcé mi mano hacia Lesemdán? Ve, pues, tú también a ver el milagro y a bendecir al Señor. Creo que la mujer de Lot, después de su petrificación en sal, no sería distinta del pastor, que se ha quedado en la posición en que estaba, un poco encorvado e inclinado, con la cabeza vuelta hacia arriba para mirar a Jesús, un brazo semiextendido a media altura… Parece una estatua. Podría tener debajo el cartel: «El suplicador». Mas luego vuelve en sí, se postra y dice: -¡Bendito! ¡Bueno! ¡Santo!… Pero te había prometido mucho dinero y aquí solamente tengo algunas dracmas… Ven, ven a visitarme después del sábado… -Iré. No por el dinero, sino para bendecirte una vez más por tu fe sencilla. Adiós, Anás. La paz sea contigo. Y se separan… -Y tampoco ésta es una derrota, amigos. Aquí tampoco se han burlado de mí, ni me han expulsado o maldecido… «¡Venga, raudos! Hay una madre esperándonos desde hace días… Y la marcha prosigue, con un breve alto en el camino para comer pan y queso y beber en un manantial… El sol está en mediodía cuando se ve aparecer la bifurcación del camino. Allá en el fondo empieza la escalera de Tiro – dice Mateo. Y se alegra al pensar que la mayor parte del trayecto está ya recorrido. Apoyada en el mojón romano hay una mujer. A sus pies, en un traspuntín, hay una pequeñuela de unos siete u ocho años. La mujer mira en todas las direcciones: hacia la escalera excavada en el monte rocoso, hacia la vía de Tolemaida, hacia el camino recorrido por Jesús. Y, de vez en cuando, se inclina para acariciar a su niña, para proteger su cabeza del sol con un paño, o cubrirle los pies y las manos con un chal. -¡Ahí está la mujer! Pero, ¿dónde habrá dormido estos días? – pregunta Andrés. -Quizás en aquella casa de cerca de la bifurcación. No hay otras casas cercanas responde Mateo. -O al raso dice Santiago de Alfeo. -No, por la niña – responde su hermano. -¡Con tal de obtener la gracia!… – dice Juan. Jesús no habla. Pero sonríe. Todos en fila (El en el centro, tres de esta parte, tres de la otra), ocupan toda la vía, en esta hora de pausa de viandantes, que se han parado a comer en los respectivos lugares en que los ha sorprendido el mediodía. Jesús sonríe, alto, hermoso, en el centro de la fila. Su rostro está tan radiante que parece como si toda la luz del sol se hubiera concentrado en él. Parece emanar rayos. La mujer levanta los ojos… Ya están a unos cincuenta metros de distancia. Quizás ha llamado su atención, distraída al oír llorar a su hija, la mirada de Jesús fija en ella. Mira… Se lleva las manos al corazón con un gesto involuntario de ansia, de sobresalto. Jesús aumenta su sonrisa. Y esa fúlgida sonrisa, inefable, debe decirle tantas cosas a la mujer, que, ya sin ansia, sonriente, como si va fuera feliz, se agacha a coger a su niña y, sosteniéndola en su jergoncillo, con los brazos extendidos, como si se la estuviera ofreciendo a Dios, da unos pasos hacia Jesús. En llegando a los pies de Él, se arrodilla levantando lo más que puede a la niña, que está en posición echada y que mira, extática, el hermosísimo rostro de Jesús. La mujer no dice ni una palabra. ¿Qué podría decir que fuera más profundo que lo que dice con toda su figura?… Jesús dice solamente una palabra, corta pero poderosa, letificante como el «Fiat» de Dios en la creación del mundo: -Sí». Y apoya la mano sobre el pequeño pecho de la niña echada. Entonces la niña, emitiendo un grito de calandria liberada de la jaula, exclama: -¡Mamá! – se sienta de golpe, pasa a poner pie en tierra, abraza a su madre, la cual – ella sí -, exhausta, vacila y está a punto de caerse boca arriba, desmayada por el cansancio, por la cesación del ansia, por la alegría que sobrecarga las ya debilitadas fuerzas del corazón por tanto dolor pasado. Jesús está atento a sujetarla: una ayuda más eficaz que la de la niñita, que, recargando con su peso los miembros maternos, no es, ciertamente, el más indicado factor para sujetar a su madre sobre las rodillas. Jesús la ayuda a sentarse y le transfunde fuerzas… Y la mira, mientras mudas lágrimas descienden por la cara, cansada y dichosa al mismo tiempo, de la mujer. Luego es el momento de las palabras: -¡Gracias, mi Señor! ¡Gracias y bendiciones! Mi esperanza ha sido coronada… Te he esperado mucho… Pera ahora soy feliz… La mujer, superado su semidesmayo, se arrodilla de nuevo, adorando, teniendo delante de sí a la niñita curada y que ahora recibe las caricias de Jesús. Y explica: -Hacía dos años que un hueso de la columna se le consumía, la paralizaba y la llevaba a la muerte lentamente y con grandes dolores. La habíamos llevado a que la vieran médicos de Antioquía, Tiro, Sidón, y también de Cesárea y Panéade. Hemos gastado tanto en médicos y medicinas, que hemos vendido la casa que poseíamos en la ciudad para retirarnos a la de campo. Habíamos despedido a los sirvientes de la casa y nos habíamos quedado sólo con los de los campos. Habíamos puesto en venta los productos que antes consumíamos nosotros… ¡Nada aprovechaba! Te vi. Tenía noticia de lo que hacías en otros lugares. He esperado la gracia también para mí… ¡Y la he obtenido! Ahora vuelvo a casa, aligerada, dichosa… Le daré una alegría a mi esposo… a mi Santiago, que me puso en el corazón la esperanza, narrándome lo que por tu poder sucede en Galilea y Judea. ¡Si no hubiéramos tenido miedo de no encontrarte, habríamos venido con la niña! ¡Pero Tú estás siempre en camino!… -Caminando he venido a verte… Pero, ¿dónde has pasado estos días? -En aquella casa… Bueno, por la noche, se quedaba sólo la niña. Hay allí una buena mujer, que me la cuidaba. Yo he estado siempre aquí, por miedo a que pasaras de noche. Jesús le pone la mano sobre la cabeza: -Eres una buena madre. Dios te ama por ello. ¿Ves cómo te ha ayudado en todo? -¡Oh, sí, lo he sentido precisamente mientras venía. Había venido de casa a la ciudad con la confianza de encontrarte; por tanto, con poco dinero, y sola. Luego, siguiendo el consejo de aquel hombre, seguí por este lugar. Mandé un aviso a casa y vine… y no me ha faltado nunca nada, ni pan, ni refugio, ni fuerza. -¿Siempre con ese peso en los brazos? ¿No podías servirte de un carro?… – pregunta enternecido Santiago de Alfeo. -No. Ella habría sufrido demasiado: hasta morir incluso. En los brazos de su mamá ha venido mi Juana a la Gracia. Jesús acaricia en el pelo a las dos: -Ahora podéis marcharos. Sed siempre fieles al Señor. El Señor esté con vosotras y con vosotras mi paz. Jesús reanuda su camino por la vía que conduce a Tolemaida. -Esta tampoco es una derrota, amigos. Tampoco aquí me han expulsado, ni se han burlado de mí, ni me han maldecido. Siguiendo la vía directa, pronto se llega al taller del herrador que está al lado del puente. El herrador romano está descansando al sol, sentado contra el muro de la casa. Reconoce a Jesús y lo saluda. Jesús devuelve el saludo y añade: -¿Me dejas estar aquí, para descansar un poco y comer un poco de pan? -Sí, Maestro. Mi mujer quería verte… porque le he referido la parte de tu discurso que ella no había oído la otra vez. Ester es hebrea. Pero, siendo romano, no me atrevía a decírtelo. Te la habría mandado… -Llámala, entonces. Y Jesús se sienta en el banco que hay contra la pared, mientras Santiago de Zebedeo distribuye pan y queso… Sale una mujer de unos cuarenta años, turbada, roja de vergüenza. -Paz a ti, Ester. ¿Tenías deseos de conocerme? ¿Por qué? -Por lo que dijiste… Los rabíes nos desprecian a nosotras, casadas con un romano… Pero he llevado a todos mis hijos al Templo, y los varones están todos circuncidados. Se lo dije antes a Tito, cuando me quiso como esposa… Y él es bueno… Siempre me ha dejado libertad de acción con los hijos. Costumbres, ritos, ¡aquí todo es hebreo!… Pero los rabíes, los arquisinagogos, nos maldicen. Tú no… Tú tienes palabras de piedad para nosotras… ¡No sabes cuánto significa eso para nosotras! Es como sentirnos abrazadas por el padre y la madre que nos han repudiado y maldecido, o que se muestran severos con nosotras… Es como volver a poner pie en la casa que hemos dejado y no sentirse extranjeras en ella… Tito es bueno. Durante nuestras Fiestas cierra el taller, con gran pérdida de dinero, y me acompaña con nuestros hijos al Templo. Porque dice que sin religión no se puede estar. Él dice que su religión es la de la familia y el trabajo, como antes era la del deber de soldado… Pero yo… Señor… quería hablar contigo por una cosa… Tú dijiste que los seguidores del verdadero Dios deben separar un poco de su levadura santa y meterla en la buena harina para hacerla fermentar santamente. Yo lo he hecho con mi esposo. He tratado, en estos veinte años que llevamos juntos, de trabajar su alma, que es buena, con la levadura de Israel. Pero no se decide nunca… es ya mayor… Querría tenerlo conmigo en la otra vida… Unidos por la fe como lo estamos por el amor… No te pido riquezas, bienestar, salud. Lo que tenemos es suficiente, y bendito sea Dios por ello. Pero sí que querría esto… ¡Pide por mi esposo! Que sea del verdadero Dios… -Lo será. Puedes estar segura. Pides una cosa santa y te será dada. Has comprendido los deberes de la esposa hacia Dios y hacia su esposo. ¡Si así fueran todas las esposas! En verdad te digo que muchas deberían imitarte. Sigue así y recibirás la alegría de tener a tu Tito a tu lado, en la oración y en el Cielo. Muéstrame a tus hijos. La mujer llama a la numerosa prole: «Jacob, Judas, Leví, María, Juan, Ana, Elisa, Marco». Y luego entra en la casa y vuelve a salir con una que apenas si sabe andar todavía y con uno de tres meses como mucho: -Y éste es Isaac, y esta pequeñita es Judit – dice terminando la presentación. -¡Abundancia! – dice riendo Santiago de Zebedeo. Y Judas exclama: -¡Seis varones! ¡Y todos circuncisos! ¡Y con nombres puros! ¡Sí señora, muy bien! La mujer está contenta, y hace elogios de Jacob, Judas y Leví, los cuales ayudan a su padre «todos los días menos el sábado, el día en que Tito trabaja solo, poniendo las herraduras ya hechas» dice. Elogia también a María y a Ana, «ayuda de su mamá». Pero no deja de elogiar también a los cuatro más pequeños «buenos y sin caprichos. Tito, que ha sido un soldado disciplinado, me ayuda a educarlos» dice mientras mira con mirada afectuosa al hombre, el cual, apoyado en la jamba, con una mano en la cadera, ha escuchado todo lo que ha dicho su mujer, con una franca sonrisa en su rostro claro, y que ahora, al oír la memoria de sus méritos de soldado, rebosa complacencia. -Muy bien. La disciplina de las armas no repugna a Dios, cuando se cumple con humanidad el propio deber de soldado. Todo consiste en ser siempre moralmente honestos, en todos los trabajos, para ser siempre virtuosos. Tu pasada disciplina, que ahora transfundes en tus hijos, te debe preparar para incorporarte a un más alto servicio: el de Dios. Ahora vamos a despedirnos. Tengo el tiempo justo para llegar a Akcib antes de que se cumpla el ocaso. Paz a ti, Ester, y a tu casa. Sed, dentro de poco, todos del Señor». La madre y los hijos se arrodillan, mientras Jesús alza la mano bendiciendo. El hombre, como si de nuevo fuera el soldado de Roma ante su emperador, se cuadra, saludando a la romana. Y se ponen en marcha… Después de unos metros, Jesús pone la mano en el hombro de Santiago: -Una vez más aún, la cuarta de hoy, te hago la observación de que ésta no es una derrota, ni es ser expulsado, satirizado o maldecido. ¿Qué dices ahora? -Que soy un necio, Señor – dice impetuosamente Santiago de Zebedeo. -No. Tú, como todos vosotros, sois todavía demasiado humanos. Todas vuestras opciones son las propias de quien está más sujeto a humanidad que a espíritu. El espíritu, cuando es soberano, no se altera ante cualquier soplo del viento, que no siempre puede ser brisa perfumada… Podrá sufrir, pero no se altera. Yo oro siempre porque alcancéis esta soberanía del espíritu. Pero vosotros me tenéis que ayudar con vuestro esfuerzo… ¡Bueno, este viaje ha terminado! En él he sembrado lo necesario para prepararos el trabajo, para cuando seáis vosotros los evangelizadores. Ahora podemos iniciar el reposo sabático con la conciencia de haber cumplido nuestro deber. Y esperaremos a los otros… Luego proseguiremos… todavía… siempre… hasta que todo quede cumplido…