La fe de Abraham de Engadí y la parábola de la semilla de palma.
Jesús, hacia la hora de la puesta del sol, un ocaso de fuego que enrojece las casas blanquísimas de Engadí y da visos de madreperla negra al Mar Muerto, se encamina hacia la plaza principal. Está con Él el joven que lo ha hospedado y que ahora lo guía por las vueltas y revueltas de la ciudad, de arquitectura verdaderamente oriental. Para defenderse del sol – que debe ser muy fuerte en estos lugares tan abiertos, situados cara a la superficie densa del Mar Salado, del cual me da la impresión de que en los meses de verano deben provenir masas de aire abrasador; en estos lugares tan aislados en medio del desierto yermo, sobre el que el sol debe incidir despiadado y poner el suelo incandescente – para defenderse del sol, digo, los habitantes de Engadí han construido calles estrechas, que parecen aún más estrechas a causa de los canalones y los aleros de las casas, que sobresalen mucho, de forma que si se alza la mirada se ve sólo una cintita de cielo, de un azul violento, aparecer arriba.
Las casas son altas, casi todas de dos pisos, coronadas por una terraza hasta la que han trepado, a pesar de la altura, extendiéndose, las vides para dar sombra y deleite de racimos, que deben ser – cumplida su maduración bajo el sol soberano, entre la reverberación de las tapias y del suelo de la terraza – dulces como moscatel paso. Y las vides se hacen la competencia unas a otras en refrescar a los hombres y a los numerosísimos pájaros que, desde el gorrión a la paloma, hacen sus nidos en Engadí, con sus palmeras nacidas por todas partes y que agitan sus ramas; con sus árboles frutales de magnífica opulencia, que se alzan en los patios, en los huertos comprendidos entre las casas, y se asoman a las callejuelas, y rebosan, colgantes, por las tapias blancas con sus ramas ya cargadas de fruta que madura bajo el sol festivo, y sobrepasan los numerosísimos arcos, que en ciertos lugares forman verdaderas galerías, interrumpidas acá o allá por exigencias arquitectónicas, y se elevan hacia el cielo azul, un cielo tan uniforme, de un color tan pastoso, que da la impresión de que, si fuera posible tocarlo, sería como tocar tupido terciopelo o cuero liso, pintados o teñidos por un sabio artífice con tintura perfecta, más cargada de turquesa, menos cargada de zafiro, bellísima, inolvidable.
Y agua… ¡Cuántos manantiales y fuentes deben gorgotear en los patios y jardines de las casas, entre el verdor de mil plantas! Pasando por las callejuelas aún desiertas – porque los habitantes están o trabajando o en sus casas – se oye su gorgoteo y el caer de las gotas y el frufrú de las frondas, como notas de arpa arrebatadas por una arpista escondida. Y aumentan su hechizo los arcos arquitectónicos y los continuos rincones de las calles, recogiendo esas voces de aguas, amplificándolas, aumentando su número con los ecos, haciendo de ellas todo un arpegiar de acordes.
Y palmeras, palmeras, palmeras. Dondequiera que haya una placita, que puede ser no más grande que una habitación normal, allí se ven lanzarse hacia el cielo sus esbeltos, altísimos tallos; y allá arriba apenas oscila la copa de hojas susurrantes abrazadas en forma de pincel en la cúspide del tallo; mientras la sombra, que a mediodía cae perpendicular sobre las minúsculas plazas cubriéndolas enteras, ahora se refleja caprichosamente en los muretes de las terrazas más altas.
Pero la ciudad está limpia respecto a las otras ciudades palestinas. Quizás las casas, tan pegadas unas a otras, o el hecho de que todas tengan patios y jardines cultivados, ha sido lo que ha contribuido a enseñar a los habitantes a no arrojar basura a las calles, sino a reunirla, junto con las suciedades animales, en estercoleros ya dispuestos para ello, y así abonar los árboles y parterres… o quizás es un caso muy raro de orden. Las callecitas están limpias, secas por el sol, y no se encuentran esas poco graciosas exposiciones de desechos de verduras, sandalias rotas, trapos sucios, excrementos y cosas semejantes, que se ven en la propia Jerusalén, en cuanto una calle es un poco periférica.
Pero está llegando el primer labriego. Vuelve de su trabajo a lomos de un borrico gris. Como defensa contra las moscas, el hombre ha puesto toda una gualdrapa de ramas de jazmín a su borrico, que va dando trotecillos y meneando las orejas y los cascabeles en medio de la ondeante y perfumada cubierta de ramas. El hombre mira y saluda. El joven dice:
-Ven a la plaza grande, para oír al Rabí que está en mi casa»
También un rebaño de ovejas. Invade la calle, encanalándose en ella proveniente de una placita allende la cual se ve la campiña como fondo. Van encajonadas unas con otras, metiendo las pezuñitas en los mismos sitios que las otras; todas con la cabeza agachada, como si fueran cabezas demasiado pesadas para el cuello delgado en relación al cuerpo obeso; trotando con su paso extraño y sus cuerpos regordetes que parecen fardos apoyados en cuatro estacas… Jesús, Juan y Pedro, hacen lo mismo que el hombre que está con ellos y se pegan contra la pared caliente de una casa para dejarlas pasar. Un hombre y un mozalbete siguen al rebaño. Miran y saludan. El joven dice:
-Meted las ovejas en el aprisco y venid a la plaza grande con vuestros parientes. Tenemos con nosotros al Rabí de Galilea. Nos habla.
Y también la primera mujer que sale, rodeada de una nidada de hijos, para ir quién sabe a dónde. El joven dice: -Ven con Juan y los hijos a oír al Rabí que llaman Mesías.
Las casas se van abriendo al caer de la tarde, y permiten ver fondos verdes de jardines, o serenos patios en que las palomas comen su última comida. El joven introduce la cabeza en cada una de las puertas abiertas y grita: ¡Venid a oír al Rabí, el Señor!
Aparecen, en fin, en una calle recta, la única recta en esta ciudad, que no se ha construido como habría querido, sino como han querido las palmeras o los robustos árboles de pistachos, sin duda centenarios, y respetados como a ciudadanos ilustres por los vecinos, que a ellos deben el no morir de insolación. Y se ve, en el fondo, una plaza en que hacen de columnas los troncos de numerosas palmas: parece una de esas salas hipóstilas de templos y palacios antiquísimos, hechas de un amplio espacio colmado de columnas colocadas a distancias constantes para formar una selva de piedra que sujete el techo. Aquí las palmeras hacen de columnas, y, siendo muchas y bien juntas, forman, con las hojas que se besan, un techo de esmeralda para la blanca plaza, en medio de la cual hay una alta y cuadrada fuente colmada de aguas cristalinas que brotan de una columnita
situada en el centro de la taza, que caen en pilas más bajas, donde pueden beber los animales. En este momento las palomas, domésticas, pacíficas, la han tomado al asalto y beben o se mueven a ritmo de minué con sus patitas rosas en el borde más alto; o se salpican las plumas, que brillan aumentando sus tornasoles por las gotas de agua suspendidas un instante de las barbas de las plumas.
Hay gente. También están los ocho apóstoles que habían ido a distintos sitios en busca de alojamiento, y cada uno ha
juntado a sus fieles, deseosos de oír a Aquel que han indicado como el Mesías prometido. Los apóstoles, provenientes de todas
las partes, acuden presurosos hacia el Maestro, y, como las cometas, arrastran tras sí a los grupitos de sus conquistas. Jesús levanta la mano para bendecir a los discípulos y a los de Engadí.
Judas de Alfeo habla por todos:
-Maestro y Señor: Hemos hecho lo que nos dijiste. Éstos saben que hoy la Gracia de Dios está enmedio de ellos. Pero desean también la Palabra. Muchos te conocen de oídas. Algunos porque te han visto en Jerusalén. Todos, especialmente las mujeres, querían verte, y el primero de todos el jefe de la sinagoga. Aquí está. Ven, Abraham.
El hombre, muy anciano (mucho), se acerca. Está emocionado. Querría hablar, hablar, pero, con la emoción que tiene, ya no encuentra ninguna palabra de las que se había preparado. Se inclina para arrodillarse apoyándose en su bastón, pero Jesús se lo impide y lo primero que hace es abrazarlo, luego dice:
-¡Paz al anciano y justo siervo de Dios! – y el otro, cada vez más emocionado, sólo sabe responder:
-¡Alabado sea Dios! ¡Mis ojos han visto al Prometido! ¿Qué más podría pedir a Dios? – y, levantando los brazos, con postura hierática, entona el salmo de David (el 40°): «»Esperé ansiosamente al Señor y Él se inclinó hacia mí»». Pero no lo dice entero. Recita los puntos más adecuados al acontecimiento:
«»Escuchó mi grito y me sacó del abismo de la miseria y del fango del pantano…
Puso en mi boca un canto nuevo.
Dichoso el hombre que ha puesto su esperanza en el Señor. Muchas cosas maravillosas has hecho, oh Señor Dios mío. Ninguno es comparable a ti en tus designios. Quisiera enunciarlos, manifestarlos, mas su número excede toda cuenta.
No has querido sacrificio ni oblación, pero has abierto mis oídos… (se emociona cada vez más).
Está escrito que debo hacer tu voluntad… Tu ley está en el centro de mi corazón.
He anunciado tu justicia en la gran asamblea. No, Tú sabes, Señor, que no he tenido mis labios cerrados. No he escondido tu justicia dentro de mí, he proclamado tu verdad y la salvación que de ti viene…
Pero Tú, Señor, no alejes de mí tu compasión…
Desgracias sin fin (y ahora ya llora abiertamente, diciendo las palabras con voz aún más vieja y temblorosa a causa del llanto) me han envuelto…
Soy un mendigo, un necesitado, pero el Señor me cuida. Tú eres mi auxilio, mi protector, ¡oh Dios mío, no tardes!…».
-Éste es el salmo, mi Señor, y añado cosas mías: Dime: «Ven» y te responderé lo que dice el salmo: «¡Sí, voy!»». Y guarda silencio, llorando, con toda la fe concentrada en sus ojos nublados por los años.
La gente explica:
-Se le ha muerto su hija y le ha dejado nietos de corta edad. Su mujer se ha quedado ciega y alelada por las muchas penas. Y de su único hijo varón no se sabe nada. Desapareció, sin más, de la noche a la mañana…
Jesús pone la mano encima del hombro del anciano y le dice:
-Los sufrimientos de los justos pasan veloces como las golondrinas, respecto a la duración del premio eterno. Pero devolveremos a tu Sara los ojos que tenía y la mente de sus veinte años, para que dé consuelo a tu vejez.
-Se llama Paloma – observa uno del pueblo…
-Para él es su princesa. Mas ahora escuchad la parábola que os propongo…
-¿No vas a liberar antes de las tinieblas los ojos y la mente de mi mujer para que pueda también ella saborear la Sabiduría? – pregunta ansioso el viejo arquisinagogo.
-¿Eres capaz de creer que Dios lo puede todo, y que su poder va desde un mundo al otro?
-¡Sí, Señor! Recuerdo un atardecer de hace muchos años. Entonces yo era feliz. Pero era creyente aun viviendo en la alegría. ¡Porque es así! El hombre mientras es feliz puede a lo mejor olvidarse de Dios. Yo creía en Dios incluso en aquel tiempo de alegría, cuando mi mujer era joven y estaba sana, y crecía mi Elisa, ya novia, una jovencita bonita como una palmera, y Eliseo la igualaba en hermosura y la superaba en fuerza, como es natural en el hombre… Yo había ido con el niño a las fuentes que están rayanas con las viñas de la dote de Paloma. Había dejado a mi mujer y a mi hija en los telares, donde se tejía el ajuar nupcial… Pero quizás te estoy aburriendo. El mísero sueña la pasada alegría recordando… pero a los demás no les interesa…
-¡Habla, habla!
-Había ido con el niño… Las fuentes… Si has venido por el camino de occidente, sabes dónde están… Las fuentes estaban en el límite del lugar bendito, y mirando se veía, en el fondo, el desierto, y el camino blanquecino por las piedras romanas (entonces todavía bien visibles en las arenas de Judá)… Después… se borró también aquella señal. Al fin y al cabo, no importa que una señal se pierda en las arenas. Lo que sí es una mala cosa es que se haya borrado la señal de Dios, enviada para señalarte, en los espíritus de Israel. ¡En demasiados espíritus!
Mi hijo dijo: «¡Padre! ¡Mira! Una gran caravana y caballos y camellos y pajes y señores en dirección a Engadí. Quizás vienen a las fuentes antes de que anochezca…». Levanté los ojos de los sarmientos que estaba trabajando, mis ojos cansados después de mucha vendimia, y vi… Sí, los hombres venían precisamente a las fuentes. Y bajaron y me vieron y preguntaron si podían acampar en ese lugar durante una noche.
«Engadí tiene casas hospitalarias, y está cerca» respondí.
«No. Estamos alerta para estar preparados para huir, porque nos busca Herodes. Los que estén de guardia desde aquí verán todos los caminos, y será fácil escaparnos de quien nos busca».
«¿Qué pecado habéis cometido?» pregunté asombrado y ya dispuesto a indicarles las cavernas de nuestros montes, como es nuestra sagrada costumbre hacia los perseguidos. Y añadí: «Sois extranjeros, y de lugares distintos… No sé cómo habréis podido pecar contra Herodes…».
«Hemos adorado al Mesías que ha nacido en Belén de Judá. Nos había guiado a Él la estrella del Señor. Herodes lo busca, y por eso nos busca también a nosotros, para que le indiquemos dónde se encuentra. Y lo busca para darle muerte. Nosotros quizás muramos en los desiertos, o a causa del camino largo y desconocido, ¡pero no denunciaremos al Santo que ha bajado del Cielo!».
¡El Mesías! ¡El sueño de todo verdadero israelita! ¡Mi sueño! ¡Y estaba en el mundo! ¡Y en Belén de Judá, según lo predicho!… Pedí, abrazando contra mi pecho a mi hijo, todas las noticias que pudieran darme, y decía: «¡Escucha, Eliseo! ¡Recuerda! ¡Tú lo verás sin duda!». Yo tenía ya cincuenta años y no esperaba verlo… ni esperaba vivir tanto como para verlo ya adulto… Eliseo… ya no lo puede adorar…
El anciano llora nuevamente. Pero recobra ánimos. Dice:
-Los tres Sabios hablaron con paciente dulzura y te describieron como eras en tu santidad niña, y a tu Madre, y a tu padre… Habría transcurrido con ellos la noche… Pero Eliseo se adormecía en mi pecho. Saludé a los tres Sabios con la promesa de guardar silencio para no permitir posibles delaciones contra ellos. Pero a Paloma, en la habitación nupcial, le conté todo… y esto fue el sol en las desventuras que habían de ocurrirnos después. Luego se tuvo noticia de la matanza… y durante años no supe si te habías salvado. Ahora lo sé. Pero sólo yo, porque Elisa ha muerto, Eliseo no está, y Paloma no puede entender la feliz noticia… Pero la fe en el poder de Dios, que ya era viva, se hizo perfecta desde aquel lejano atardecer en que tres hombres, de distinta raza, testimoniaron la potencia de Dios con su unión, por la voz de los astros y de las almas, en el camino de Dios, para adorar a su Verbo.
-Y tu fe será premiada. Ahora escuchad.
¿Qué es la fe? Semejante a una dura semilla de palma, algunas veces es minúscula, formada por una breve frase: «Dios existe», nutrida con una sola aserción: «Yo lo he visto». Como fue la de Abraham en mí por las palabras de los tres Sabios de Oriente. Como fue la de nuestro pueblo, desde los más lejanos patriarcas, transmitida de uno a otro, desde Adán a los descendientes, desde Adán, pecador, pero que fue creído cuando dijo: «Dios existe, y nosotros existimos porque Él nos ha creado. Y yo lo he conocido». Como fue – cada vez más revelada y por tanto cada vez más perfecta – la que vino después y es para nosotros herencia, refulgente de manifestaciones divinas, de apariciones angélicas, de luces del Espíritu. En todo caso, minúsculas semillas respecto al Infinito. Minúsculas semillas. Pero, echando raíces, hendiendo la dura corteza de la animalidad con sus dudas y tendencias, triunfando sobre las hierbas nocivas de las pasiones, de los pecados, sobre el moho de los desalientos, sobre las carcomas de los vicios, triunfando sobre todo, se alza en los corazones, crece, se eleva impetuosa hacia el Sol, hacia el cielo, y sube, sube… hasta que se libera de la restricción de la carne y se funde con Dios, en su conocimiento perfecto, en su completa posesión, más allá de la vida y la muerte, en la verdadera Vida.
Quien posee la fe posee el camino de la Vida. El que sabe creer no yerra. Ve, reconoce, sirve al Señor y tiene la salvación eterna. Para él es vital el Decálogo, y cada mandamiento que contiene es una gema con la que adorna su futura corona. Para él es salud la promesa del Redentor. ¿Ha muerto ya el creyente que creía antes de que Yo viniera a la Tierra? No importa. Su fe lo equipara a aquellos que ahora se acercan a mí con amor y fe. Los justos ya fallecidos exultarán pronto, porque su fe está para recibir el premio. Yo iré, después de cumplir la voluntad de mi Padre, y diré: «¡Venid!», y todos los que murieron en la fe subirán conmigo al Reino del Señor.
Imitad en la fe a las palmeras de vuestra tierra, nacidas de una pequeña semilla, pero con este gran deseo de crecer, y de crecer tan derechas, olvidadas del suelo y enamoradas del sol, de los astros, del cielo. Tened fe en mí. Sabed creer lo que demasiados pocos en Israel creen, y Yo os prometo que poseeréis el Reino celeste, por el perdón del pecado de origen y por la justa recompensa a todos los que practican mi doctrina, que es la dulcísima perfección del perfecto Decálogo de Dios.
Voy a quedarme aquí con vosotros hoy y mañana, que es sábado sacro, y partiré al alba del día después del sábado. ¡El que esté afligido que venga a mí! ¡El que dude que venga a mí! ¡E1 que quiera la Vida venga a mí! Sin temor, porque Yo soy la Misericordia y el Amor.
Y Jesús hace un amplio gesto de bendición para despedir a los que lo están escuchando, de forma que puedan ir a cenar y a descansar; y hace ademán de moverse, cuando he aquí que una ancianita, hasta ahora ocultada por la esquina de una callejuela, hiende la multitud que aún quiere estar con el Maestro, y, entre el asombrado clamor de la misma muchedumbre, va a arrodillarse a los pies de Jesús gritando:
-¡Bendito seas! ¡Y el Altísimo que te ha enviado! ¡Y las entrañas que te engendraron, que son más que de mujer, si han podido llevarte a ti!
Un grito de hombre se funde con el suyo:
-¡Paloma! ¡Paloma! ¡Ves! ¡Comprendes! ¡Hablas con sabiduría reconociendo al Señor! ¡Oh! ¡Dios! ¡Dios de mis padres! ¡Dios de Abraham, Isaac y Jacob! ¡Dios de los profetas! ¡Dios de Juan, el Profeta! ¡Dios! ¡Dios mío! ¡Hijo del Padre! ¡Rey como el Padre! ¡Salvador en obediencia al Padre! ¡Dios como el Padre, y Dios mío, Dios de tu siervo! ¡Bendito seas, y amado, seguido, adorado eternamente!
Y el anciano jefe de la sinagoga cae de rodillas al lado de su ancianita, y abrazándola con el brazo izquierdo, apretándola contra su corazón, se inclina y la mueve a inclinarse para besar los pies del Salvador, mientras un clamor exultante de toda la gente hace vibrar los troncos, de tan intenso como es; y hace que se asusten las palomas, las cuales, ya posadas en sus nidos, ahora alzan de nuevo su vuelo, y rolan por Engadí como para difundir por todos los rincones de la ciudad buena la nueva de que el Salvador está en ella.