La falsa amistad de Ismael ben Fabí, y el hidrópico curado en sábado.
Veo a Jesús que va andando rápidamente por una vía de primer orden que el viento frío de una mañana de invierno barre y endurece. Los campos, aquende y allende la vía, apenas presentan una tímida pelusa de gramíneas que ya brotan, un velo de verde en que hay una promesa de futuro pan, pero una promesa que apenas si ha sido pensada. Los surcos umbrosos carecen todavía de este verde bendito; sólo los que están en lugares más soleados tienen ese verdear, tan leve y ya tan festivo porque habla de próxima primavera. Los árboles frutales están todavía desnudos; ni siquiera una yema se hincha en sus oscuras ramas. Sólo los olivos presentan su eterno pardo verde, triste tanto bajo el sol de Agosto como bajo este claror de reciente mañana invernal. Y, como ellos, también tienen verde – un verde pastoso de cerámicas acabadas de pintar – las carnosas hojas de las cácteas. Jesús camina, como sucede a menudo, dos o tres pasos más adelante que los discípulos. Van todos bien tapados con sus mantos de lana. En llegando a un punto, Jesús se para, se vuelve y pregunta a los discípulos: -¿Conocéis bien el camino? -El camino es éste. Pero… ¿la casa?… no se sabe, porque está en el interior… Quizás allí, donde aquella mata de olivos… -No. Debe estar allá al final, donde aquellos árboles grandes sin hojas… -Debería haber un camino para carros… En definitiva, no saben nada con precisión. No se ven personas ni por la vía ni por los campos. Van sin rumbo definido, hacia delante, buscando el camino. Encuentran una pequeña casita de pobres, con dos o tres terrenitos alrededor. Una niña saca agua de un pozo. -Paz a ti, niña – dice Jesús mientras se detiene en el limen del seto, que tiene una abertura para quien va o viene. -Paz a ti. ¿Qué quieres? -Una información. ¿Dónde está la casa de Ismael el fariseo? -Vas mal por aquí, Señor. Tienes que volver a la bifurcación y tomar el camino que va hacia donde se pone el sol. Pero tienes que andar mucho, mucho, porque tienes que volver allí, a la bifurcación, y luego andar y andar. ¿Has comido? Hace frío y se siente más con el estómago vacío. Entra, si quieres. Somos pobres. Pero tú tampoco eres rico. Te puedes adaptar. Ven. Y llama con voz aguda: -¡Mamá! Se asoma a la puerta una mujer de unos treinta y cinco o cuarenta años. Su cara es honesta, aunque un poco triste. Lleva en brazos a un niño de unos tres años, medio desnudo. -Entra. E1 fuego está encendido. Voy a darte leche y pan. -No vengo sólo. Tengo conmigo a estos amigos. -Que entren todos y que la bendición de Dios descienda sobre los peregrinos mis huéspedes. Entran en una cocina baja y oscura alegrada por un fuego vivo. Se sientan acá o allá en rústicos arquibancos. -Ahora os preparo… Es pronto… No he puesto en orden nada todavía… Perdonad. -¿Vives sola? Es Jesús el que habla. -Tengo marido e hijos. Siete. Los dos mayores están todavía en el mercado de Naím. Tienen que ir ellos porque mi marido está enfermo. ¡Qué pena!… Las niñas me ayudan. Este es el más pequeño. Pero tengo otro muy poco mayor que él. El pequeñuelo, ya vestido con su tuniquita, corre descalzo hacia Jesús y lo mira con curiosidad. Jesús le sonríe. Ya son amigos. -¿Quién eres? – pregunta el niño con confianza. -Soy Jesús. La mujer se vuelve y lo mira atentamente. Se ha quedado ahí, con un pan en las manos, entre el hogar y la mesa. Abre la boca para hablar, pero calla.El niño continúa: -¿A dónde vas? -Voy por los caminos del mundo. -¿Para qué? -Para bendecir a los niños buenos y a sus casas, donde hay fidelidad a la Ley. La mujer hace otra vez un gesto. Luego hace una seña a Judas Iscariote, que es el que está más cerca de ella. Judas se inclina hacia la mujer, y ésta pregunta: -¿Pero quién es tu amigo? Y Judas, todo presumido (parece como si el Mesías fuera tal por su mérito y bondad): -Es el Rabí de Galilea, Jesús de Nazaret. ¿No lo sabes mujer? -¡Esta vía queda apartada y yo tengo muchas penas!… Pero… ¿podría hablarle? -Puedes – dice con entono Judas. Me parece como una persona importante del mundo concediendo audiencia… Jesús sigue hablando con el niño, que le pregunta si tiene también Él niños. Mientras la niña vista antes y otra más mayorcita traen leche y avíos de mesa, la mujer se acerca a Jesús. Un momento de pausa y luego un grito ahogado: -¡Jesús, piedad de mi marido! Jesús se levanta. La domina con su estatura, pero la mira con tanta bondad, que ella recobra la seguridad. -¿Qué quieres que haga? -Está muy enfermo. Hinchado como un odre. No puede ya agacharse y trabajar. No puede descansar porque se ahoga, y se agita… Y nuestros hijos son todavía pequeñitos… -¿Quieres que lo cure? ¿Pero, por qué lo quieres de mí? -Porque Tú eres Tú. No te conocía, pero había oído hablar de ti. La fortuna te ha conducido a mi casa después de haberte buscado yo tres veces en Naím y en Caná. Dos veces estaba también mi marido. Ir en carro le hace sufrir mucho, y, no obstante, te buscaba… Está también fuera ahora, con su hermano… Nos habían comunicado que el Rabí, dejada Tiberíades, iba hacia Cesárea de Filipo. Ha ido allí a esperarte… -No he ido a Cesárea. Voy a casa del fariseo Ismael y luego hacia el Jordán… -¿Tú, que eres bueno, donde Ismael. -Sí. ¿Por qué? -Porque… porque… Señor, sé que dices que no hay que juzgar, que hay que perdonar y que tenemos que amarnos. No te había visto nunca. Pero he tratado de saber de ti lo más que podía, y rogaba al Eterno poderte escuchar al menos una vez. No quiero hacer nada que te desagrade… Pero, ¿cómo se puede no juzgar a Ismael, y amarlo? No tengo nada en común con él, y, por tanto, no tengo nada que perdonarle. Nos sacudimos las insolencias que nos lanza cuando encuentra nuestra pobreza en su camino, con la misma paciencia con que nos sacudimos el barro y el polvo que nos echa cuando pasa rápido con sus carruajes. Pero amarlo y no juzgarlo es demasiado difícil… ¡Es muy malo! -¿Es muy malo? ¿Con quién? -Con todos. Subyuga a sus siervos, presta con usura, y es exigente hasta la crueldad. Sólo se ama a sí mismo. Es el más cruel de la comarca. No lo merece, Señor. -Lo sé. Dices la verdad. -¿Y Tú vas allí? -Me ha invitado. -Desconfía, Señor. No lo habrá hecho por amor. No te puede amar. Y Tú… no lo puedes amar. -Yo amo también a los pecadores, mujer. He venido para salvar a quien está perdido… -Pero a éste no lo salvarás. ¡Oh, perdón por haber juzgado! Tú eres sabio… Todo lo que haces está bien hecho. Perdona a mi necia lengua y no me castigues. -No te castigo. Pero no lo vuelvas a hacer. Ama a los malvados también. No por su maldad, sino porque con el amor es como se obtiene para ellos la misericordia que convierte. Tú eres buena y tienes deseos de serlo más todavía. Amas la Verdad, y la Verdad que te está hablando te dice que te ama porque eres compasiva para con el huésped y el peregrino, según la Ley, y así has educado a tus hijos. Dios será tu recompensa. Yo tengo que ir a casa de Ismael, que me ha invitado para presentarme a muchos amigos suyos que me quieren conocer. No puedo esperar más a tu marido. Has de saber que está regresando. Pero, exhórtale a sufrir todavía un poco y dile que venga enseguida a casa de Ismael. Ven tú también. Lo curaré. -¡Oh, Señor!… – la mujer está de rodillas a los pies de Jesús, y lo mira con sonrisa y llanto. Luego dice: « ¡Pero hoy es sábado!…». -Lo sé. Necesito que sea sábado para decirle a Ismael algo al respecto. Todo lo que Yo hago lo hago con una finalidad clara y sin error. Sabedlo todos, también vosotros, amigos míos que tenéis miedo y querríais que me comportara según las conveniencias humanas para no recibir, de lo contrario, daño. Os guía el amor. Lo sé. Pero tenéis que saber amar mejor a quien amáis. No posponiendo nunca el interés divino al interés de vuestro amado. Mujer, voy y te espero. La paz sea perenne en esta casa en que se ama a Dios y a su Ley, se respeta el vínculo matrimonial, se educa santamente a la prole, se ama al prójimo y se busca la Verdad. Adiós. Jesús pone la mano en la cabeza de la mujer y de las dos mocitas y luego se agacha para besar a los niños más pequeños, y sale. Ahora un solecillo de invierno templa el aire crudo. Un muchacho de unos quince años espera con un rústico carro muy desvencijado. -Sólo tengo esto, Señor. Pero, en todo caso, llegarás antes y con más comodidad. -No, mujer. Conserva fresco tu caballo para venir a casa de Ismael. Indícame sólo el camino más corto.El muchacho se pone a su lado y, por campos y prados, van hacia una ondulación del terreno, tras la cual hay una depresión de algunas hectáreas, bien cultivada, en cuyo centro hay una hermosa casa ancha y baja, circundada por una faja de jardín bien cultivado. -La casa es aquélla, Señor – dice el muchacho. «Si no te hago más falta, vuelvo a casa para ayudar a mi madre. -Ve, y sé siempre un hijo bueno. Dios está contigo… …Jesús entra en la suntuosa casa de campo de Ismael. Gran número de siervos acuden al encuentro del Huésped, ciertamente esperado. Otros van a avisar al amo, y éste sale al encuentro de Jesús haciendo profundas reverencias. -¡Bien vienes, Maestro, a mi casa! -Paz a ti, Ismael ben Fabí. Deseabas mi presencia. Vengo. ¿Para qué querías verme? -Para ser honrado con tu presencia y para presentarte a mis amigos. Quiero que lo sean también tuyos. De la misma forma que deseo que Tú seas amigo mío. -Yo soy amigo de todos, Ismael. -Lo sé. Pero, ya sabes… Conviene tener amistades en las altas esferas. Y la mía y las de mis amigos son de ésas. Tú – perdona si te lo digo – pasas por alto demasiado a quienes te pueden apoyar… -¿Y tú eres de ésos? ¿Por qué? -Yo soy de ésos. ¿Por qué? Porque te admiro y quiero tenerte como amigo. -¡Amigo! ¿Pero sabes, Ismael, el significado que doy Yo a esta palabra? Para muchos, «amigo» quiere decir «conocido»; para otros, «cómplice»; para otros, «siervo». Para mí quiere decir «fiel a la Palabra del Padre». Quien no es tal no puede ser amigo mío, ni Yo suyo. -Pero si quiero tu amistad precisamente porque quiero ser fiel, Maestro. ¿No lo crees? Mira: ahí llega Eleazar. Pregúntale cómo te he defendido ante los Ancianos. Eleazar, te saludo. Ven, que el Rabí quiere preguntarte una cosa. Grandes saludos y recíprocas ojeadas indagadoras. -Di tú, Eleazar, lo que dije del Maestro la última vez que nos reunimos. -¡Oh, un verdadero elogio! ¡Una defensa apasionada! Ismael habló de ti tanto (como del Profeta más grande que haya venido al pueblo de Israel), Maestro, que sentí apetencia de escucharte. Recuerdo que dijo que ninguno tenía palabra más profunda que la tuya, ni atractivo mayor que el tuyo, y que, si como sabes hablar sabes sujetar la espada, no habrá ningún rey más grande que Tú en Israel. -¡Mi Reino!… Este Reino no es humano, Eleazar. -¿Pero el Rey de Israel? «Ábranse vuestras mentes para comprender el sentido de las palabras arcanas. Vendrá el Reino del Rey de los reyes. Pero no en la medida humana. No respecto a lo perecedero, sino a lo eterno. A él se accede no por florida vía de triunfos ni sobre purpúrea alfombra de sangre enemiga, sino por empinado sendero de sacrificio y por benigna escalera de perdón y amor. Las victorias contra nosotros mismos nos darán este Reino. Y quiera Dios que la mayor parte de Israel pueda entenderme. Mas no será así. Vosotros pensáis lo que no es. En mi mano habrá un cetro puesto por el pueblo de Israel. Regio y eterno. Ningún rey podrá ya arrebatárselo a mi Casa. Pero muchos en Israel no podrán verlo sin estremecerse de horror, porque tendrá un nombre atroz para ellos. -¿No nos crees capaces de seguirte? -Si quisierais, podríais. Pero no queréis. ¿Por qué no queréis? Sois ya ancianos. La edad debería haceros comprender y ser justos. Justos incluso con vosotros mismos. Los jóvenes… podrán errar y luego arrepentirse. ¡Pero vosotros! La muerte está siempre muy cerca de los ancianos. Eleazar, tú estás menos envuelto en las teorías de muchos de tus iguales. Abre tu corazón a la Luz… Vuelve Ismael con otros cinco pomposos fariseos: -Venid, pues, adentro – dice el amo de la casa. Y, dejado el atrio, rico de sillas y alfombras, entran en una estancia. Traen ánforas y palanganas para las abluciones. Luego pasan al comedor, muy ricamente preparado. -Jesús a mi lado, entre yo y Eleazar – ordena el amo. Y Jesús, que había permanecido en el fondo de la sala, junto a los discípulos, un poco arredrados y olvidados, debe sentarse en el sitio de honor. Empieza el banquete, con numerosos servicios de carnes y pescados asados. Vinos y, según me parece, jarabes, o por lo menos aguamieles, pasan una y otra vez. Todos tratan de hacer hablar a Jesús. Uno, un viejo todo tembloroso, pregunta con voz bronca de decrépito: -Maestro, ¿es verdad lo que se dice, que pretendes modificar la Ley? -No cambiaré ni una iota a la Ley. Es más – y Jesús recalca las palabras -, he venido realmente para devolverle su integridad, como cuando le fue dada a Moisés. -¿Insinúas que ha sido modificada? -De ninguna manera. Ha sufrido la suerte de todas las cosas excelsas que han sido puestas en manos del hombre, nada más. -¿Qué quieres decir? Especifica. Quiero decir que el hombre, por la antigua soberbia o por el antiguo fomes de la triple lujuria, quiso retocar la palabra clara, e hizo de ella una cosa opresiva para los fieles; mientras que para los autores de los retoques no es más que un cúmulo de frases que… bueno, que es para los demás. -¡Pero, Maestro! Nuestros rabíes… -¡Esto es una acusación! -¡No frustres nuestro deseo de favorecerte!… -¡Ah, ya! ¡Tienen razón cuando te llaman rebelde! -¡Silencio! Jesús es mi invitado. Que hable libremente. Nuestros rabíes comenzaron su esfuerzo con la santa finalidad de facilitar la aplicación de la Ley. Dios mismo dio comienzo a esta escuela cuando a las palabras de los diez mandamientos añadió explicaciones más detalladas. Para que el hombre no tuviera la excusa de no haber sabido comprender. Obra santa, pues, la de los maestros que desmenuzan para los pequeñuelos de Dios el pan que Dios ha dado al espíritu: santa si persigue recto fin. No siempre fue así. Y ahora menos que nunca. Pero, ¿por qué me queréis hacer hablar, vosotros que os ofendéis si os enumero las culpas de los poderosos? -¿Culpas? ¿Culpas? ¿No tenemos sino culpas? -¡Quisiera que tuvierais sólo méritos! -Pero no los tenemos: eso es lo que piensas, y tu mirada lo delata. Jesús, no se logra la amistad de los poderosos criticando. No reinarás. No conoces el arte de reinar. -No pido reinar a la manera que vosotros creéis. Ni mendigo amistades. Quiero amor. Pero un amor honesto y santo. Un amor que vaya de mí a aquellos a quienes amo, y que se demuestre usando con los pobres lo que predico que se use: misericordia. -Yo, desde que te oí hablar, no he vuelto a prestar con usura – dice uno. -Dios te recompensará. -El Señor me es testigo de que no he vuelto a pegar a los siervos que merecían azotes, desde que me refirieron una parábola tuya – dice otro. -¿Y yo? ¡He dejado en los campos, para los pobres, más de diez moyos de cebada! – dice un tercero. Los fariseos se alaban excelsamente. Ismael no ha hablado. Jesús pregunta: -¿Y tú, Ismael? -Oh, ¿yo? Siempre he usado misericordia. Sólo debo seguir actuando como siempre. -¡Bien para ti! Si es realmente así, eres el hombre que no conoce remordimientos. -¡Ciertamente no! Jesús lo perfora con su mirada de zafiro. Eleazar le toca en el brazo: -Maestro, escúchame. Tengo un caso especial que someter a tu consideración. Recientemente he adquirido de un pobre desdichado una propiedad; este hombre se ha echado a perder por una mujer. Me ha vendido la propiedad, pero sin decirme que en ella hay una sierva anciana, su nodriza, ya ciega y medio chiflada. El vendedor no la quiere. Yo… no la querría. Pero, ponerla en plena calle… ¿Qué harías tú, Maestro? -¿Tú qué harías, si tuvieras que dar a otro un consejo? -Diría: «Quédate con ella, que no va a ser un pan lo que te arruine». -¿Y por qué dirías eso? -Bueno, pues… porque creo que yo actuaría así y querría que hicieran eso conmigo… -Estás muy cerca de la justicia, Eleazar, y el Dios de Jacob estará siempre contigo. -Gracias, Maestro. Los otros murmuran entre sí. -¿Qué tenéis que criticar? – pregunta Jesús – ¿No he hablado rectamente? ¿Y éste?, ¿no ha hablado también rectamente? Ismael, defiende a tus invitados, tú que siempre has usado misericordia. -Maestro, hablas bien, pero… ¡si se actuara siempre así!… Seríamos víctimas de los demás. -Y es mejor, según tú, que sean los demás víctimas nuestras ¿no? No digo eso. Pero hay casos… -La Ley dice que hay que tener misericordia… -Sí, hacia el hermano pobre, hacia el forastero, el peregrino, la viuda y el huérfano. Pero esta vieja que ha venido a parar a los brazos de Eleazar no es su hermana, ni peregrina, forastera, huérfana o viuda. Para él no es nada; ni menos ni más que un objeto viejo del ajuar – no suyo -, olvidado en la propiedad vendida por quien es su verdadero dueño. Por eso Eleazar podría incluso echarla sin escrúpulos de ningún tipo. A fin de cuentas, la culpa de la muerte de la vieja no sería suya, sino de su verdadero amo… -…El cual, siendo también pobre, no la puede seguir manteniendo; de forma que también está exento de obligaciones. Así que, si la anciana se muere de hambre, la culpa es de la anciana. ¿No es así? -Así, Maestro. Es la suerte de los que… ya no sirven. Enfermos, viejos, incapaces, están condenados a la miseria, a la mendicidad. Y la muerte es lo mejor para ellos… Así es desde que el mundo existe, y así será… -¡Jesús, ten piedad de mí! Un lamento entra a través de las ventanas trancadas (porque la sala está cerrada y las lámparas encendidas; quizás por el frío). -¿Quién me llama? -Algún importuno. Haré que lo manden afuera. O algún mendigo. Diré que le den un pan. -Jesús, estoy enfermo. ¡Sálvame! -Ya decía yo. Un importuno. Castigaré a los siervos por haberlo dejado pasar. Y se levanta Ismael. Pero Jesús, al menos veinte años más joven que él, y todo el cuello y la cabeza más alto, lo sienta de nuevo poniéndole la mano en el hombro mientras ordena: -Quédate ahí, Ismael. Quiero ver a este que me busca. Que entre.Entra un hombre de cabellos todavía negros. Puede tener unos cuarenta años. Pero está hinchado como una cuba y amarillo como un limón; violáceos los labios en la boca jadeante. Le acompaña la mujer de la primera parte de la visión. El hombre avanza con dificultad, por la enfermedad y por temor. ¡Se ve tan mal mirado!… Pero ya Jesús ha dejado su sitio y ha ido hasta el infeliz. Luego lo ha tomado de la mano y lo ha llevado al centro de la sala, al espacio vacío que hay entre las mesas, colocadas en forma de «u» justo debajo de la lámpara. -¿Qué quieres de mí? -Maestro… te he buscado mucho… desde hace mucho… Nada quiero aparte de salud… por mis hijos y mi mujer… Tú puedes todo… Ya ves mi mísero estado… -¿Y crees que te puedo curar? -¡Vaya que si lo creo!… Cada paso que doy me hace sufrir… cada movimiento brusco es un dolor para mí… y, no obstante, he recorrido kilómetros para buscarte… y luego, con el carro, te he seguido aún… pero no te alcanzaba nunca… ¡Vaya que si lo creo! Me extraña no estar ya curado desde que mi mano está en la tuya, porque todo en ti es santo, ¡oh, Santo de Dios! El pobrecillo resopla como un fuelle por el esfuerzo de tantas palabras. La mujer mira a su marido y a Jesús, y llora. Jesús los mira y sonríe. Luego se vuelve y pregunta: -Tú, anciano escriba (habla al viejo tembloroso que ha hablado el primero), respóndeme: ¿es lícito curar en sábado? -En sábado no es lícito hacer obra alguna. -¿Ni siquiera salvar a uno de la desesperación? No es trabajo manual. -El sábado está consagrado al Señor. -¿Cuál obra más digna de un día sagrado que hacer que un hijo de Dios diga al Padre: «Te amo y te alabo porque me has curado»?». -Debe hacerlo aunque sea infeliz. -Cananías, ¿sabes que en este momento tu bosque más hermoso está ardiendo y toda la ladera del Hermón resplandece envuelta en purpúreas llamas? El viejecillo pega un salto como si le hubiera mordido un áspid: -Maestro, ¿dices la verdad o estás bromeando? -Digo la verdad. Yo veo y sé. -¡Oh, pobre de mí! ¡Mi más hermoso bosque! ¡Miles de siclos reducidos a ceniza! ¡Maldición! ¡Malditos sean los perros que me lo han prendido fuego! ¡Que ardan sus entrañas como mi madera! El viejecillo está desesperado. -¡No es más que un bosque, Cananías, y te lamentas! ¿Por qué no alabas a Dios en esta desventura? Éste no pierde madera, que renace, sino la vida y el pan para los hijos, y debería dar a Dios esa alabanza que tú no le das. Entonces, escriba, ¿no me es lícito curar en sábado a éste? -¡Maldito Tú, él y el sábado! Tengo otras cosas mucho más graves en que pensar… – y, dando un empujón a Jesús, que le había puesto una mano en el brazo, sale enfurecido, y se le oye dar gritos con su voz bronca para que le traigan su carro. -¿Y ahora? – pregunta Jesús mirando a los que tiene alrededor. -Y ahora, decidme, ¿es lícito o no? Ninguna respuesta. Eleazar agacha la cabeza. Antes había entreabierto los labios, pero vuelve a cerrarlos, sobrecogido por el hielo que reina en la sala. -Bien, pues voy a hablar Yo – dice Jesús, con majestuoso aspecto y voz tronante, como siempre cuando está para realizar un milagro. -Voy a hablar Yo. Hablo. Digo: hombre, hágase en ti según crees. Estás curado. Alaba al Eterno. Ve en paz. El hombre se queda desorientado. Quizás pensaba que iba a volverse de golpe esbelto, como tiempo atrás. Y le da la impresión de no estar curado. Pero… a saber lo que siente… Emite un grito de alegría, se arroja a los pies de Jesús y se los besa. -¡Ve, ve! Sé siempre bueno. ¡Adiós! El hombre sale, seguido de la mujer, la cual hasta el último momento se vuelve a saludar a Jesús. -Pero, Maestro… En mi casa… En sábado… -¿No das tu aprobación? Ya lo sé. Por esto he venido. ¿Tú, amigo? No. Enemigo mío. No eres sincero ni conmigo ni con Dios. -¿Ofendes ahora? -No. Digo la verdad. Has dicho que Eleazar no está obligado a socorrer a esa anciana porque no es de su propiedad. Pero tú tenías a dos huérfanos en tu propiedad. Eran hijos de dos de tus siervos fieles, que se han muerto trabajando, uno de ellos con la hoz en el puño, la otra matada por la excesiva fatiga por haberte tenido que servir – como le exigías para no despedirla -, servirte por ella y por su marido. Tú decías: «He hecho contrato por dos personas que trabajaran, y para seguirte teniendo, quiero el trabajo tuyo y el del muerto». Y ella te lo ha dado, y ha muerto con el fruto de su concebimiento; porque esa mujer era madre. Y no hubo para ella la piedad que se tiene con la bestia encinta. ¿Dónde están ahora esos dos niños? -No lo sé… Desaparecieron un día. -No mientas ahora. Basta haber sido cruel. No es necesario añadir el embuste para que Dios aborrezca tus sábados, a pesar de su total carencia de obras serviles. ¿Dónde están esos niños? -No lo sé. Ya no lo sé. Créelo. -Yo lo sé. Los encontré una noche de Noviembre, fría, lluviosa, oscura. Los encontré hambrientos y temblando, cerca de una casa, como dos perrillos en busca de un pedazo de pan que llevarse a la boca… Maldecidos y despedidos por quien tenía entrañas de perro más que un perro verdadero. Porque un perro habría tenido piedad de aquellos dos huerfanitos. Y ni tú ni aquel hombre la habéis tenido. ¿Ya no te servían sus padres, verdad? Estaban muertos. Los muertos sólo lloran, en sus sepulcros, al oír los sollozos de esos hijos infelices de que los demás no se ocupan. Pero los muertos, con su espíritu, elevan sus llantos y los de sus huérfanos a Dios, y dicen: «Señor, vénganos tú, porque el mundo aplasta cuando ya no le es posible seguir explotando». ¿No te servían todavía los dos pequeñuelos, verdad? Apenas si la niña podía servir para espigar… Y tú los despediste negándoles incluso aquellos pocos bienes que pertenecían a su padre y a su madre. Podían morir de hambre y frío como dos perros en un camino de carros. Podían vivir y hacerse el uno ladrón, la otra prostituta. Porque el hambre porta al pecado. ¿Pero a ti qué te importaba? Hace un rato citabas la Ley como apoyo de tus teorías. ¿Es que la Ley no dice: «No vejéis a la viuda y al huérfano, porque, si lo hacéis y elevan su voz hacia mí, escucharé su grito y mi furor se desencadenará y os exterminaré y vuestras mujeres se quedarán viudas y vuestros hijos huérfanos»? ¿No dice eso la Ley? Y entonces, ¿por qué no la observas? ¿Me defiendes ante los demás? ¿Y por qué no defiendes mi doctrina en ti mismo? ¿Quieres ser amigo mío? ¿Y por qué haces lo opuesto de lo que Yo digo? Uno de vosotros va corriendo a más no poder, arrancándose los pelos, por la destrucción de su bosque. ¡Y no se los arranca ante las ruinas de su corazón! ¿Y tú a qué esperas a hacerlo? ¿Por qué queréis siempre creeros perfectos, vosotros a quienes la suerte ha hecho subir? Y, suponiendo que lo fuerais en algo, ¿por qué no tratáis de serlo en todo? ¿Por qué me odiáis porque os destapo las llagas? Yo soy el Médico de vuestro espíritu. ¿Puede un médico curar si no destapa y limpia las llagas? ¿No sabéis que muchos – y esa mujer que ha salido es uno de ellos – merecen, a pesar de su pobre apariencia, el primer puesto en el banquete de Dios? No es lo externo, es el corazón, es el espíritu, lo que vale. Dios os ve desde lo alto de su trono. Y os juzga. ¡Cuántos ve mejores que vosotros! Por tanto, escuchad. Como regla comportaos así, siempre: cuando os inviten a un banquete de bodas, elegid siempre el último puesto. Recibiréis doble honor cuando el amo de la casa os diga: “Amigo, ven adelante». Honor de méritos y honor de humildad. Mientras… ¡Oh, triste hora para un soberbio, ser puesto en evidencia y oír que le dicen: «Ve allá, al final, que aquí hay uno que es más que tú»! Y haced lo mismo en el banquete secreto del desposorio de vuestro espíritu con Dios. Quien se humilla será ensalzado y quien se ensalza será humillado. Ismael, no me odies porque te medico. Yo no te odio. He venido para curarte. Estás más enfermo que aquel hombre. Tú me has invitado para darte lustre a ti mismo y satisfacción a los amigos. Invitas a menudo, pero es por soberbia y gusto. No lo hagas. No invites a ricos, a parientes y a amigos. Abre, más bien, la casa, abre el corazón, a los pobres, mendigos, lisiados, cojos, huérfanos y viudas. La única compensación que te darán serán bendiciones. Pero Dios las transformará para ti en gracias. Y al final… ¡oh, al final, qué feliz ventura para todos los misericordiosos, que serán retribuidos por Dios en la resurrección de los muertos! ¡Ay de aquellos que acarician solamente una esperanza de ganancia y luego cierran su corazón al hermano que ya no puede ser útil! ¡Ay de ellos! Yo vengaré a los abandonados. -Maestro… yo… quiero complacerte. Tomaré de nuevo a esos niños. -No. -¿Por qué? -¿Ismael?!… Ismael agacha la cabeza. Quiere aparentar humildad. Pero es una víbora a la que se le ha hecho soltar el veneno, y no muerde porque sabe que no lo tiene, pero espera la ocasión para morder… Eleazar trata de instaurar de nuevo la paz diciendo: -Dichosos los que participan en el banquete con Dios, en su espíritu y en el Reino eterno. Pero, créelo, Maestro, a veces es la vida la que supone un obstáculo. Los cargos… las ocupaciones… Jesús dice aquí la parábola del banquete, y termina: -Has dicho los cargos… las ocupaciones. Es verdad. Pero por eso te he dicho al principio de este convite que mi Reino se conquista con victorias sobre uno mismo y no con victorias de armas en el campo de batalla. E1 puesto en la gran Cena es para estos humildes de corazón que saben ser grandes con su amor fiel que no mide el sacrificio y que todo lo supera para venir a mí. Una hora basta para transformar un corazón. Si ese corazón quiere. Y basta una palabra. Yo os he dicho muchas. Y miro… En un corazón está naciendo una planta santa. En los otros, espinos para mí, y dentro de los espinos hay áspides y escorpiones. No importa. Yo voy por mi camino recto. El que me ame que me siga. Yo paso llamando. Los que sean rectos que vengan a mí. Paso instruyendo. Los buscadores de justicia acérquense a la Fuente. Respecto a los otros… respecto a los otros juzgará el Padre santo. Ismael, me despido de ti. No me odies. Medita. Siente que fui severo por amor, no por odio. Paz a esta casa y a sus habitantes. Paz a todos, si merecéis paz.