La curación de un ciego de nacimiento.
Jesús sale junto con sus apóstoles y José de Seforí en dirección a la sinagoga. El día alegra, terso y sereno, cual promesa de primavera, después de días de viento y nubes llenas de invierno. Así que muchos de Jerusalén están en las calles: unos, camino de las sinagogas; otros, volviendo de éstas o de otros lugares; otros, con la familia y con la intención de salir de la ciudad para disfrutar del sol del campo. Por la puerta de Herodes, visible desde la casa de José de Seforí, se ve salir a la gente buscando alegres entretenimientos fuera de las murallas, al aire libre. Una zambullida en el verde del campo, en la amplitud, en la libertad; fuera de las calles, angostas entre las altas casas. Creo que la cintura agreste que rodeaba a Jerusalén era espontáneamente estimada por los habitantes de la ciudad, que querían conciliar la medida del sábado con su deseo de aire y sol (tomados por los caminos y no sólo en las solanas de las casas). Pero Jesús no va hacia la puerta de Herodes. Es más, vuelve las espaldas a esta puerta para dirigirse al interior de la ciudad. Pero, habiendo recorrido sólo unos pocos pasos por la calle más ancha -en la cual desemboca la callecita donde se encuentra la casa de José de Seforí-, Judas de Keriot le señala la presencia de un joven que viene en dirección contraria, tentando la pared con un bastón, hacia arriba la cabeza carente de ojos, con el típico modo de andar de los ciegos. Sus vestidos son pobres, pero limpios, y debe ser una persona conocida por muchos de los habitantes de Jerusalén, porque más de uno lo señala, y algunas personas se acercan a él y le dicen: -Hombre, hoy has confundido el camino. Todos los caminos del Moria están ya atrás. Ya estás en Beceta. -Hoy no pido limosna de dinero – responde el ciego con una sonrisa, y sigue andando, sonriente todavía, hacia el norte de la ciudad. -Maestro, obsérvalo. Tiene los párpados soldados. Es más, yo diría que no tiene párpados. La frente se une a las mejillas sin ninguna oquedad, y parece como si debajo no estuvieran los globos de los ojos. El pobre ha nacido así. Y así morirá, sin haber visto una sola vez la luz del Sol ni el rostro de los hombres. Ahora, dime, Maestro: para recibir este castigo tan grande, sin duda pecó; pero, si es ciego de nacimiento, como lo es, ¿cómo pudo pecar antes de nacer? ¿Será que pecaron sus padres y Dios los castigó haciéndole nacer así? También los otros apóstoles e Isaac y Margziam se arriman a Jesús para escuchar la respuesta. Y, acelerando el paso, como atraídos por la altura de Jesús, que domina al resto de la gente, acuden dos jerosolimitanos de aspecto educado y que estaban un poco detrás del ciego. Con ellos está José de Arimatea, que no se acerca, sino que, adosándose a un portal elevado sobre dos escalones, mira a todas las caras observando todo. Jesús responde. En el silencio que se ha formado, se oyen nítidamente las palabras: -No han pecado ni él ni sus padres más de lo que pecan todos los hombres, y quizás menos; porque frecuentemente la pobreza es un freno para el pecado. No. Ha nacido así para que en él se manifiesten -una vez más- el poder y las obras de Dios. Yo soy la Luz que ha venido al mundo, para que aquellos del mundo que han olvidado a Dios, o han perdido su imagen espiritual, vean y recuerden, y para que aquellos que buscan a Dios o son ya de Él se vean confirmados en la fe y en el amor. El Padre me ha enviado para que, en el tiempo que todavía se le concede a Israel, complete el conocimiento de Dios en Israel y en el mundo. Así que debo llevar a cabo las obras de Aquel que me ha enviado, como testimonio de que puedo lo que Él puede, porque soy Uno con Él; y para que el mundo sepa y vea que el Hijo no es desemejante del Padre y crea en mí en lo que Yo soy. Después llegará la noche, en la cual ya no se puede trabajar; la tiniebla. Y el que no se haya grabado mi signo y la fe en mí, ya no podrá hacerlo en las tinieblas y en medio de la confusión, el dolor, la desolación y destrucción que cubrirán a estos lugares y aturdirán los espíritus con la agitación producida por las angustias. Pero mientras estoy en el mundo soy Luz y Testimonio, Palabra, Camino y Vida, Sabiduría, Poder y Misericordia. Ve, pues, llégate donde el ciego de nacimiento y tráemelo aquí. -Ve tú, Andrés. Yo quiero quedarme aquí y ver lo que hace el Maestro – responde Judas señalando a Jesús, que se ha agachado hacia el camino polvoriento, ha escupido en un montoncito de tierrilla y con el dedo está mezclando la tierra con la saliva y formando una pelotita de barro, y que, mientras Andrés, siempre condescendiente, va por el ciego, que en este momento está para torcer hacia la callecita donde está la casa de José de Seforí, se 1a extiende en los dos índices y se queda con las manos como las tienen los sacerdotes en la Santa Misa, durante el Evangelio o la Epístola. Pero Judas se retira de su lado diciendo a Mateo y a Pedro: -Venid aquí, vosotros que tenéis poca estatura, y veréis mejor. Y se pone detrás de todos, casi tapado por los hijos de Alfeo y por Bartolomé, que son altos. Andrés vuelve, trayendo de la mano al ciego, que se esfuerza en decir: -No quiero dinero. Dejadme que siga mi camino. Sé dónde está ese que se llama Jesús. Y voy para pedir… -Éste es Jesús, éste que está enfrente de ti – dice Andrés deteniéndose delante del Maestro. Jesús, contrariamente a lo habitual, no pregunta nada al hombre. Enseguida le extiende ese poco de barro que tiene en los índices, sobre los párpados cerrados, y le ordena: -Y ahora ve, lo más deprisa que puedas, a la cisterna de Siloé, sin detenerte a hablar con nadie. El ciego, embadurnada la cara de barro, se queda un momento perplejo y abre los labios para hablar. Luego los cierra y obedece. Los primeros pasos son lentos, como de uno que esté pensativo o se sienta defraudado. Luego acelera el paso, rozando con el bastón la pared, cada vez más deprisa (para lo que puede un ciego, aunque quizás más, como si se sintiera guiado…). Los dos jerosolimitanos ríen sarcásticamente, meneando la cabeza, y se marchan. José de Arimatea -y me sorprende el hecho- los sigue, sin siquiera saludar al Maestro, volviendo sobre sus pasos, o sea, hacia el Templo, siendo así que por esa misma dirección venía. Así, tanto el ciego como los dos como José de Arimatea van hacia el sur de la ciudad, mientras que Jesús tuerce hacia occidente y lo pierdo de vista, porque la voluntad del Señor me hace seguir al ciego y a los que le siguen. Superada Beceta, entran todos en el valle que hay entre el Moria y Sión -me parece que he oído otras veces llamarle Tiropeo- y lo recorren todo hasta Ofel; orillan Ofel; salen al camino que va a la fuente de Siloé, siempre en este orden: primero, el ciego, que debe ser conocido en esta zona popular; luego los dos; último, distanciado un poco, José de Arimatea. José se para cerca de una casita miserable, semiescondido por un seto de boj, que sobresale rodeando el huertecillo de la mísera casa. Pero los otros dos van hasta la misma fuente y observan al ciego, que se acerca cautamente al vasto estanque y, palpando el murete húmedo, introduce en la cisterna una mano y la saca rebosando de agua, y se lava los ojos, una, dos, tres veces. A la tercera aprieta también contra la cara la otra mano, deja caer el bastón y lanza un grito como de dolor. Luego separa lentamente las manos y su primer grito de pena se transforma en un grito de alegría: -¡Oh! ¡Altísimo! ¡Yo veo! – y se arroja al suelo como vencido por la emoción, las manos puestas para proteger los ojos, apretadas contra las sienes, por ansia de ver, por el sufrimiento de la luz, y repite: -¡Veo! ¡Veo! ¡Ésta es entonces la tierra! ¡Ésta es la luz! ¡Ésta es la hierba que conocía sólo por su frescura!… Se levanta y, estando encorvado, como uno que lleva un peso, su peso de alegría, va al arroyo que se lleva el agua que sobra, y mira cómo fluye brillante y risueña, y susurra: -Y esto es el agua… ¡Claro! Así la sentía entre los dedos (introduce la mano en ella), fría y que no se sujeta. Pero no te conocía… ¡Ah, hermosa, hermosa! ¡Qué hermoso es todo! Levanta la cara y ve un árbol… Se acerca a él, lo toca, alarga una mano, acerca hacia sí una ramita, la mira, y ríe, ríe, y da sombra a los ojos con la mano y mira al cielo, al Sol, y dos lágrimas descienden de los párpados vírgenes abiertos para contemplar el mundo… Y baja los ojos hacia la hierba, donde una flor ondea en la cima de su tallo, y se ve a sí mismo, reflejado en el agua del arroyo, y se mira y dice: -¿Así soy yo? – y observa, asombrado, a una tórtola que ha venido a beber un poco más allá, y a una cabrita que arranca las últimas hojas de un rosal agreste, y a una mujer que viene hacia la fuente con un hijito contra su pecho. Y esa mujer le recuerda a su madre, a su madre de desconocido rostro, y, alzando los brazos al cielo, grita: -¡Bendito seas, Altísimo, por la luz, por la madre, y por Jesús! – y se echa a correr, dejando en el suelo su bastón, ya inútil… Los dos no han esperado a ver todo esto. En cuanto han visto que el hombre veía, han ido raudos hacia la ciudad. José, sin embargo, se queda hasta el final, y, cuando el ciego que ya no es ciego pasa por delante de él como una flecha para entrar en el dédalo de callejuelas del popular barrio de Ofel, deja a su vez su lugar y vuelve sobre sus pasos, hacia la ciudad, muy pensativo… E1 barrio de Ofel, siempre ruidoso, ahora está se puede decir alborotado: unos corren hacia la derecha, otros hacia la izquierda; preguntas, respuestas. -Pero lo habréis confundido con otro… -Te digo que no. Le he preguntado: «¿Pero eres realmente tú, Sidonio, llamado Bartolmái?», y él me ha dicho: «Lo soy». Quería preguntarle cómo sucedió, pero se fue corriendo.-¿Dónde está ahora? -Donde su madre, sin duda. -¿Quién? ¿Quién lo ha visto? – preguntan nuevos llegados. -¡Yo! -¡Yo!- responden varios. -¿Y cómo ha sucedido? -…Yo lo he visto correr sin bastón, con dos ojos en la cara, y he dicho: «¡Mira! Así sería Bartolmái si…» « -Te digo que estoy temblando a más no poder. Entrando, ha dicho: «¡Madre, te veo!» -Una gran dicha para los padres. Ahora podrá ayudar al padre y ganarse su pan… -¡Esa pobre mujer se ha sentido mal de la alegría! ¡Una cosa! ¡Una cosa! Yo había ido a pedir un poco de sal y… -Vamos, deprisa, a oírselo a él… José de Arimatea se encuentra aprisionado en medio de este jaleo no sé si por curiosidad o si por espíritu de imitación, sigue la corriente y acaba en un callejón que no tiene salida, que si prosiguiera iría al Cedrón, donde la gente se apiña y sobrepuja con sus voces el frufrú de las aguas del torrente, engrosado por las lluvias de otoño. José llega allí cuando, por otra callecita que desemboca en ésta, vienen los dos de antes con otros tres: un escriba, un sacerdote y otro que no identifico por el indumento. Se abren paso con arrogancia y tratan de entrar en la casa abarrotada de gente. La casa es: una cocina grande, negra como el alquitrán, con un rincón aislado por un rústico tabique de tablas, tras el cual hay una yacija y una puerta que da a otro cuarto que tiene una cama más grande; una puerta, abierta en la pared opuesta, deja ver un huertecito de pocos metros cuadrados. Eso es todo. E1 ciego curado habla arrimado a la mesa, respondiendo a los que le preguntan, que son todos gente pobre como él, población modesta de Jerusalén, de este barrio que es quizás el más pobre de todos. Su madre, en pie al lado de él, lo mira y llora secándose los ojos en su velo. El padre, un hombre ajado por el trabajo, se manosea la barba con su mano trémula. Entrar en la casa es imposible hasta para la prepotencia judía y doctoral, y los cinco tienen que escuchar desde fuera las palabras del curado. -¿Que cómo se me han abierto? Ese hombre que se llama Jesús me ha ensuciado los ojos con tierra mojada y me ha dicho: «Ve a lavarte en 1a fuente de Siloé». He ido, me he lavado y se han abierto los ojos y he visto. -¿Pero cómo es que has encontrado al Rabí? Siempre decías que eras un desdichado porque nunca lo encontrabas, ni siquiera cuando pasaba siempre por aquí para ir a casa de Jonás al Getsemaní. Y hoy, ahora que no se sabe nunca dónde está… -¡Hombre! Ayer al anochecer vino un discípulo suyo y me dio dos monedas: Me dijo: «¿Por qué no tratas de ver?». Le dije: «He buscado, pero no encuentro nunca a ese Jesús que hace los milagros. Lo busco desde que curó a Analía, de mi mismo barrio, pero si voy acá Él está allá…», y él me dijo: «Yo soy un apóstol suyo y lo que yo quiero lo hace. Ven mañana a Beceta y busca la casa de José el galileo, el del pescado seco, José de Seforí, cerca de la puerta de Herodes y del arco de la plaza, por la parte oriental, y verás que antes o después Él pasa por allí o entra en la casa, y yo le señalaré tu presencia». Dije: «Pero mañana es sábado». Quería decir que Él no haría nada en sábado. Me dijo: «Si quieres curarte, es el día, porque después dejamos la ciudad, y no sabes si podrás volver a encontrarlo». Yo insistí: «Sé que lo persiguen. Lo he oído en las puertas de la muralla del Templo, donde voy a pedir limosna. Por eso digo que ahora que lo persiguen así menos todavía querrá ser perseguido y no curará en sábado». Y él: «Haz lo que te digo y en sábado verás el Sol». Y he ido. ¿Quién no habría ido? ¡Si lo dice un apóstol suyo! También me dijo: «A mí es al que más escucha, y vengo expresamente porque me inspiras compasión y porque quiero que resplandezca su poder ahora que lo han ultrajado. Tú, ciego de nacimiento, harás que resplandezca. Sé lo que digo. Ven y verás». Y he ido. No había llegado todavía a la casa de José, cuando un hombre me ha tomado de la mano, pero por la voz no era el de ayer, y me ha dicho: «Ven conmigo, hermano». No quería ir. Creía que me quisiera dar pan y dinero, o quizás vestidos, y le decía que me dejara seguir mi camino porque había sabido dónde encontrar al llamado Jesús; y el hombre me ha dicho: «Éste es Jesús, este que está delante de ti». Pero yo no he visto nada, porque era ciego. He sentido dos dedos embadurnados en tierra mojada que me tocaban aquí y aquí, y he oído una voz que me decía: «Ve rápido a Siloé y lávate y no hables con nadie». Y lo he hecho. Pero estaba desalentado, porque esperaba ver enseguida, y casi he creído que hubiera sido una broma de jóvenes sin corazón, y casi no quería ir. Pero he sentido dentro una especie de voz decir: «Ten esperanza y obedece». Y entonces he ido a la fuente y me he lavado y he visto. Y el joven se detiene, extático, y piensa de nuevo en la alegría de su primer momento de ver… -¡Que salga ese hombre! ¡Queremos hacerle una serie de preguntas! -gritan los cinco. El joven se abre paso y sale a la puerta. -¿Dónde está el que te ha curado? -No sé – dice el joven, al cual un amigo le ha susurrado: «Son escribas y sacerdotes». -¿Cómo que no lo sabes? Decías ahora que lo sabías. ¡No mientas a los doctores de la Ley y al sacerdote! ¡Ay de aquel que trate de engañar a los magistrados del pueblo! -Yo no engaño a nadie. Ese discípulo me dijo: «Está en esa casa» y era verdad, porque yo estaba cerca cuando me han tomado de la mano y conducido donde Él. Pero, dónde está ahora, no lo sé. El discípulo me dijo que se marchaban. Podría haber salido ya por la puerta. -¿Pero a dónde iba? -¿Y yo qué sé?! Irá a Galilea… ¡Teniendo en cuenta cómo lo tratan aquí!… -¡Necio e irrespetuoso! ¡Ten cuidado de cómo hablas, hez del pueblo! Te he dicho que digas por qué camino iba. -¿Y cómo queréis que lo sepa si estaba ciego? ¿Puede un ciego decir por dónde va otro? -Está bien. Síguenos. -¿A dónde queréis llevarme?-A los jefes de los fariseos. -¿Por qué? ¿Qué tienen que ver conmigo? ¿Acaso me han curado ellos para que tenga que agradecérselo? Cuando estaba ciego y pedía limosna, mis manos no sentían nunca sus monedas; mi oído, nunca su palabra compasiva; mi corazón, nunca su amor. ¿Qué tengo que decirles? Sólo a uno debo decir «gracias», después de a mi padre y a mi madre, que durante tantos años me han amado siendo un desdichado. Y es a este Jesús que me ha curado amándome con su corazón, como mis padres con el suyo. No voy donde los fariseos. Me quedo aquí con mi madre y mi padre, a gozar de ver su rostro y ellos mis ojos que han nacido ahora, después de tantas primaveras desde aquella en que nací pero no vi la luz. -No tantas palabras. Ven y síguenos. -¡Que no! ¡Que no voy! ¿Habéis, acaso, enjugado alguna vez una lágrima de mi madre, abatida por mi desventura, o una gota de sudor de mi padre, agotado por el trabajo? Ahora puedo hacerlo yo con mi vista. ¿Debería, acaso, dejarlos y seguiros? -Te lo ordenamos. No eres tú el que ordena, sino el Templo y los jefes del pueblo. Si la soberbia de estar curado te ofusca la mente para recordar que mandamos nosotros, nosotros te lo recordamos. ¡Vamos! ¡Camina! -¿Pero por qué tengo que ir? ¿Qué queréis de mí? -Que declares sobre esta cosa. Es sábado. Obra llevada a cabo en sábado. Debe registrarse, por el pecado. Pecado tuyo y de ese diablo. -¡Diablos, vosotros! ¡Pecado, vosotros! ¡Y voy a ir a declarar contra el que me ha hecho un bien? ¡Vosotros estáis borrachos! Al Templo iré. Para bendecir al Señor. Y nada más que eso. Durante muchos años he estado en la sombra de la ceguera. Pero los párpados cerrados han creado tiniebla sólo para los ojos. E1 intelecto ha estado igual en la luz, en gracia de Dios, y me dice que no debo dañar al único Santo que hay en Israel. -¡Basta! ¿No sabes que hay castigos para quien se opone a los magistrados? -Yo no sé nada. Aquí estoy y aquí me quedo. Y no os conviene hacerme ningún daño. Ya veis que todo Ofel está de mi parte. -¡Sí! ¡Sí! ¡Dejadlo! ¡Ventajistas! Dios lo protege. No lo toquéis ¡Dios está con los pobres! ¡Dios está con nosotros! ¡Explotadores, hipócritas! La gente grita y amenaza, con una de esas espontáneas manifestaciones populares, que son las explosiones de indignación de los humildes contra quien los oprime, o de amor hacia quien los protege. Y gritan: -¡Ay de vosotros si agredís a nuestro Salvador! ¡Al Amigo de los pobres! A1 Mesías tres veces Santo. ¡Ay de vosotros! No hemos temido la ira de Herodes ni la de los Gobernadores, cuando ha hecho falta. ¡No tememos las vuestras, viejas hienas de mandíbulas desdentadas! ¡Chacales de uñas desmochadas! ¡Inútiles prepotentes! Roma no quiere tumultos y no importuna al Rabí porque Él es paz. Pero a vosotros os conoce. ¡Marchaos! ¡Fuera de los barrios de los oprimidos por vosotros con diezmos superiores a sus fuerzas, para tener dinero para saciar vuestros apetitos y realizar torpes comercios. ¡Descendientes de Jasón! ¡De Simón! ¡Torturadores de los verdaderos Eleazares, de los santos Onías. (2 Macabeos 4-6)¡Vosotros que pisoteáis a los profetas! ¡Fuera! ¡Fuera! El tumulto se enciende, cada vez más fiero. José de Arimatea, aplastado contra un murete, espectador de los hechos, hasta ahora atento pero inactivo, con una agilidad insospechable en un viejo -y menos todavía estando tan arrebujado en túnicas y mantos-, salta al murete y, en pie, grita: -¡Silencio, ciudadanos! ¡Escuchad a José el Anciano! Una, dos, diez cabezas se vuelven en la dirección del grito. Ven a José. Gritan su nombre. Debe ser muy conocido el de Arimatea y debe gozar del favor del pueblo, porque los gritos de indignación se transforman en gritos de alegría: -¡Está José el Anciano! ¡Viva él! ¡Paz y larga vida al justo! ¡Paz y bendición al benefactor de los indigentes! ¡Silencio, que habla José! ¡Silencio! Con dificultad se hace silencio, y durante unos momentos se oye el susurro del Cedrón al otro lado de la callejuela. Todas las cabezas -habiendo ya olvidado todos el objeto que antes los hacía mirar en dirección opuesta: hacia los cinco desdichados e inconsiderados que han suscitado el tumulto- se dirigen hacia José. -Ciudadanos de Jerusalén, hombres de Ofel, ¡por qué permitís que os cieguen la sospecha y la ira? ¿Por qué faltar al respeto y a las costumbres, vosotros que siempre habéis sido tan fieles a las leyes de los padres? ¿De qué tenéis miedo? ¡Acaso de que el Templo sea un Mólek que no devuelva lo que recibe? ¿Acaso de que vuestros jueces sean todos ciegos, más que vuestro amigo, ciegos en el corazón y sordos respecto a la justicia? ¿No es, acaso, costumbre el que un hecho prodigioso sea declarado, escrito y conservado por quien deba hacerlo para las crónicas de Israel? Dejad, pues, incluso por honor del Rabí a quien amáis, que el curado milagrosamente suba a declarar la obra por Él realizada. ¿Todavía titubeáis? Bien, pues yo me hago garante de que nada malo le sucederá a Bartolmái. Y sabéis que no miento. Como a un hijo amado de mi corazón lo escoltaré hasta allá arriba, y os lo traeré aquí después. Creed en mí. Y del sábado no hagáis un día de pecado con la rebelión contra vuestros jefes. -¡Es como dice! No debemos. Podemos creerlo. Es un justo. En las buenas deliberaciones del Sanedrín siempre su voz está presente. La gente intercambia sus ideas y al final grita: -¡A ti sí, te confiamos nuestro amigo! Y, dirigiéndose al joven: -¡Ven! No temas. Con José de Arimatea estás tan seguro como con tu padre y más – y se abre para que el joven pueda ir donde José, que ha bajado de su púlpito improvisado; y, mientras pasa, le dicen: -Vamos también nosotros. ¡No temas!José, ricamente vestido de espléndida lana, pone una mano en un hombro del joven y se pone en camino. La túnica cenizosa y gastada del joven, su pequeño manto, van rozando contra la amplia túnica rojo oscura y el pomposo manto aún más oscuro del anciano miembro del Sanedrín. Detrás, los cinco; después de éstos, muchos, muchos de Ofel… Ya están en el Templo, tras haber atravesado las calles centrales llamando la atención de muchos. Y la gente recíprocamente se señala al que antes era ciego, diciendo: -¡Pero si es el que pedía limosna ciego! ¡Y ahora tiene ojos! Bueno, quizás es uno que se le parece. No. Es él, sin duda, y lo llevan al Templo. Vamos a oír – y la fila aumenta cada vez más, hasta que los muros del Templo se tragan a todos. José guía al joven a una sala -no es el Sanedrín- donde hay muchos fariseos y escribas. Entra. Y con él entran Bartolmái y los cinco. A los lugareños de Ofel los echan para atrás reteniéndolos en el patio. -Aquí está el hombre. Yo mismo os le he traído, pues, sin ser visto, he asistido a su encuentro con el Rabí y a su curación. Y os puedo decir que fue totalmente casual por parte del Rabí. El hombre, lo oiréis también vosotros, fue conducido -o mejor: invitado a ir- donde estaba el Rabí, por Judas de Keriot, a quien conocéis. Y yo he oído, y también estos dos que están conmigo han oído porque estaban presentes, cómo fue Judas el que tentó a Jesús de Nazaret en orden al milagro. Ahora aquí declaro que si hay que castigar a uno no es ni al ciego ni al Rabí, sino al hombre de Keriot, que -Dios ve si miento al decir lo que mi intelecto piensa- es el único autor del hecho, en el sentido de que lo ha provocado con intencionada maniobra. He dicho. -Lo que dices no anula la culpa del Rabí. Si un discípulo peca, no debe pecar el Maestro. Y Él ha pecado curando en sábado. Ha realizado obra servil. -Escupir en el suelo no es hacer obra servil. Y tocar los ojos de otro no es hacer obra servil. Yo también toco al hombre y no creo pecar. -Él ha realizado un milagro en sábado. En esto está el pecado. -Honrar el sábado con un milagro es gracia de Dios y su bondad. Es su día. ¿No puede, acaso, el Omnipotente celebrarlo con un milagro que haga resplandecer su poder? -No estamos aquí para escucharte a ti. Tú no eres el encausado. Al que queremos interrogar es a ese hombre. Responde tú. ¿Cómo has obtenido la vista? -Ya lo he dicho. Y éstos me han oído. El discípulo de ese Jesús ayer me dijo: «Ven y haré que te cures». Y fui. Y he sentido ponerme barro aquí y una voz que me decía que fuera a Siloé a lavarme. Lo he hecho y veo. -¿Pero tú sabes quién te ha curado? -¡Claro que lo sé! Jesús. Ya os lo he dicho. -¿Pero sabes exactamente quién es Jesús? -Yo no sé nada. Soy un pobre y un ignorante. Y hasta hace poco estaba ciego. Esto es lo que sé. Y sé que Él me ha curado. Y, si lo ha podido hacer, sin duda, Dios está con Él. -¡No blasfemes! Dios no puede estar con quien no observa el sábado – gritan algunos. Pero José y los fariseos Eleazar, Juan y Joaquín observan: -Tampoco puede un pecador hacer esos prodigios. -¿Acaso estáis seducidos también vosotros por ese poseído? -No. Somos justos. Y decimos que, si Dios no puede estar con quien realiza obras en sábado, tampoco puede el hombre sin Dios hacer que un ciego de nacimiento vea – dice con calma Eleazar. Y los otros asienten. -¿Y al demonio dónde lo dejáis? – gruñen los malévolos. -No puedo creer, y tampoco vosotros lo creéis, que el demonio pueda realizar obras que tengan la virtud de hacer alabar al Señor – dice el fariseo Juan. -¿Pero quién lo alaba? -El joven, sus padres, todo Ofel, y yo con ellos, y conmigo todos los que son justos y temen santamente a Dios – rebate José. Los malévolos, cortados, no sabiendo qué objetar, arremeten contra Sidonio, llamado Bartolmái: -¿Tú qué dices del que te ha abierto Is ojos? -Para mí es un profeta. Y más grande que Elías con el hijo de la viuda de Sarepta. Porque Elías hizo que el alma volviera al niño (1 Reyes 17,17-24). Pero este Jesús me ha dado lo que nunca había perdido, porque no lo había tenido nunca: la vista. Y si me ha hecho los ojos, así, en un instante y con nada, excepto un poco de barro, mientras que en nueve meses mi madre con carne y sangre no había logrado hacérmelos, debe ser tan grande como Dios, que con barro hizo al hombre. -¡Fuera! ¡Fuera! ¡Blasfemo! ¡Embustero! ¡Vendido! – y echan afuera al hombre como si fuera un réprobo. -Ese hombre miente. No puede ser verdad. Todos pueden decir que uno que ha nacido ciego no se puede curar. Será uno que asemeja a Bartolmái, y preparado por el Nazareno… o… Bartolmái no ha estado nunca ciego. Ante esta sorprendente afirmación, José de Arimatea reacciona sin vacilar: -Que el odio ciegue se sabe desde los tiempos de Caín; pero que vuelva necia a la gente no se sabía aún. ¿Os parece lógico que uno llegue a la madurez de la juventud fingiéndose ciego por… esperar un presumible hecho estrepitoso y muy futuro? ¿O que los padres de Bartolmái no conozcan a su hijo o se presten a esta mentira? -El dinero lo puede todo. Y son pobres. -El Nazareno es más pobre que ellos. -¡Mientes! Sumas de sátrapa pasan por sus manos. -Pero no se paran en ellas ni un instante. Son de los pobres esas sumas; usadas para el bien, no para el engaño. -¡Cómo lo defiendes! ¡Y eres uno de los Ancianos! -José tiene razón. La verdad hay que decirla independientemente del cargo que un hombre ocupe – dice Eleazar.-Corred a llamar al ciego. Y traedlo otra vez aquí. Y que otros vayan donde los padres y los traigan aquí – grita Elquías (ha abierto de par en par la puerta y ha dado la orden a algunos que estaban afuera esperando). Y su boca está casi recubierta de baba, de tanto como lo ahoga la ira. Unos corren en una dirección, otros en otra. El primero que vuelve es Sidonio, llamado Bartolmái, sorprendido y molesto. Lo encajan en un rincón y lo miran al igual modo que una jauría de perros acecha a la caza… Luego, después de un buen rato, llegan los padres de él, rodeados de gente. -Entrad vosotros. ¡Los demás, afuera! Los dos entran asustados, y ven a su hijo allí, en el fondo, sano pero en situación de arresto. La madre, gimiendo, dice: -¡Hijo mío’. ¡Y debía ser día de fiesta para nosotros! -Escuchadnos. ¿Es vuestro hijo este hombre? – pregunta rudamente un fariseo. -¡Sí que es nuestro hijo! ¿Quién creéis que puede ser, sino él? -¿Estáis completamente seguros? El padre y la madre están tan asombrados de la pregunta, que antes de responder se miran. -¡Responded! -Noble fariseo, ¿cómo piensas que un padre y una madre puedan engañarse respecto a su hijo? – dice humildemente el padre. -¿Pero… podéis jurar… sí, que por ninguna suma os ha sido pedido decir que éste es vuestro hijo, mientras que es uno que le asemeja? -¿Pedido decir? ¿Y quién habría sido? ¿Jurar? ¡Mil veces, y por el altar y el Nombre de Dios, si quieres! -Es una afirmación tan segura que desalentaría hasta al más obstinado. Pero los fariseos no se desalientan! Preguntan: -¿Pero vuestro hijo no había nacido ciego? -Sí. Así había nacido. Con los párpados cerrados y, debajo, el vacío, la nada… -¿Y cómo es que ahora ve, tiene los ojos y, sobre ellos, abiertos los párpados? ¿No querréis decir que los ojos pueden nacer así, como flores en primavera, y que un párpado se abre exactamente como el cáliz de una flor!… – dice otro fariseo, y se ríe sarcásticamente. -Sabemos que este hombre es verdaderamente nuestro hijo desde hace casi treinta años, y que nació ciego; pero no sabemos cómo es que ahora ve, ni tampoco quién le ha abierto los ojos. Y… ¿por qué no le preguntáis a él? No es un idiota ni un niño. Tiene ya sus buenos años. Preguntadle y os responderá. -Vosotros mentís. Él, en vuestra casa, ha contado cómo ha sido curado y por quién. ¿Por qué decís que no sabéis? – grita uno de los dos que habían seguido siempre al ciego. -Estábamos tan atónitos por la sorpresa, que no hemos oído – se justifican los dos. Los fariseos se vuelven hacia Sidonio, llamado Bartolmái: -Acércate ¡Y da gloria a Dios, si es que puedes! ¿No sabes que quien te ha dado los ojos es un pecador? ¿No lo sabes? Bueno, pues ya lo sabes. Lo decimos nosotros, que lo sabemos. -¡Bueno…! Será como decís vosotros. Yo si es pecador no lo sé. Sé solo que antes estaba ciego y ahora veo, y bien nítido. -Pero ¿qué te ha hecho? ¿Cómo te ha abierto los ojos? -Ya os lo he dicho y no me habéis escuchado. ¿Queréis oírlo otra vez? ¿Por qué? ¿Es que queréis haceros discípulos de Él? -¡Necio! Sé tú discípulo de ese hombre. Nosotros somos discípulos de Moisés. Y de Moisés sabemos todo, y que Dios le habló. Pero de este hombre no sabemos nada, ni de dónde viene ni quién es, y ningún prodigio del Cielo lo señala como profeta. -¡Aquí precisamente está lo increíble! Que no sabéis de dónde es y decís que ningún prodigio lo señala como justo. Pero Él me ha abierto los ojos y ninguno de nosotros de Israel había podido hacerlo jamás, ni siquiera el amor de una madre y los sacrificios de mi padre. Pero hay una cosa que sabemos todos, tanto yo como vosotros, y es que Dios no presta oídos al pecador, sino a aquel que tiene temor de Dios y hace su voluntad. No se ha oído nunca que ninguno, en todo el mundo, haya podido abrir los ojos a un ciego de nacimiento; pero este Jesús lo ha hecho. Si no viniera de Dios, no habría podido hacerlo. -Has nacido enteramente en el pecado, eres deforme en el espíritu igual y más de lo que lo fuiste en el cuerpo, ¿y te las das de poder enseñarnos a nosotros? ¡Fuera, maldito aborto, y hazte diablo con tu seductor! ¡Fuera! ¡Fuera todos, plebe necia y pecadora! – y echan fuera a hijo, padre y madre, como si fueran tres leprosos. Los tres se marchan raudos, seguidos por los amigos. Pero, llegado afuera de la muralla, Sidonio se vuelve y dice: -¡Para vosotros la perra gorda! Decid lo que queráis. La verdad es que yo veo, y alabo a Dios por ello. Y diablos seréis vosotros, no el Bueno que me ha curado. -¡Calla, hijo! ¡Calla! ¡Basta que no nos perjudique!… – gime la madre. -¡Oh, madre! ¿El aire de aquella sala te ha envenenado el alma, a ti que en mi dolor me enseñabas a alabar a Dios y ahora en la alegría no le sabes dar gracias y temes a los hombres? Si Dios me ha amado tanto, y te ha amado tanto, que nos ha dado el milagro, ¿no sabrá defendernos de un puñado de hombres? -Nuestro hijo tiene razón, mujer. Vamos a nuestra sinagoga a alabar al Señor, dado que del Templo nos han echado. Y vamos raudos, antes de que termine el sábado… Y, acelerando el paso, desaparecen por los caminos del valle.