Judas Iscariote pierde el poder de milagros. La parábola del cultivador
La vía que conduce a Sefet deja la llanura de Corazín para arremeter contra un grupo montañoso bastante notable y muy poblado de árboles. Un curso de agua desciende de estos montes para dirigirse ciertamente al lago de Tiberíades. Los peregrinos esperan en este puente a que lleguen los otros, los que habían sido enviados al lago de Merón. No esperan mucho. Puntuales a la cita, vienen ligeros, y se reúnen alegres con el Maestro y los compañeros. Luego refieren cómo se ha desarrollado su viaje, que ha sido bendecido por algunos milagros hechos a turno por «todos los apóstoles» dicen; pero Judas de Keriot corrige: «Menos por mí, que no he logrado hacer nada», y su bochorno al confesarlo es penoso. -Ya te hemos dicho que era porque estábamos frente a un gran pecador – le responde Santiago de Zebedeo. Y explica: «¿Sabes, Maestro? Era Jacob. Estaba muy enfermo. Te invoca por este motivo. Porque tiene miedo a la muerte y al juicio de Dios. Pero ahora es más avaro que nunca, porque prevé un verdadero desastre para su cosecha, que ha sido completamente destruida por el hielo. Ha perdido toda la simiente de trigo, y no puede sembrar más porque está enfermo, y la sierva, agotada de fatigas y hambre – porque él economiza incluso la harina para el pan, pues tiene miedo a quedarse un día sin comer -, no tiene fuerzas para arar el campo. Nosotros – quizás hemos pecado, porque trabajamos todo el viernes, y después de la puesta del sol, hasta la última luz, e incluso con antorchas y hogueras encendidas para ver -, nosotros aramos una gran extensión de terreno. Felipe, Juan y Andrés saben, y yo también. ¡Lo que hemos currado!… Simón, Mateo y Bartolomé venían detrás de nosotros limpiando las glebas del trigo nacido pero luego muerto. Judas fue, en tu nombre, a pedir un poco de simiente a Judas y Ana, y les prometió nuestra visita de hoy. Se la dieron, y además selecta. Entonces dijimos: «Mañana sembramos». Por este motivo hemos tardado un poco. Porque empezamos al principio de la puesta del sol. Que el Eterno nos perdone por el motivo por el que hemos pecado. Judas, mientras tanto, estaba al pie de la cama de Jacob para convertirlo. Él sabe hablar mejor que nosotros. Al menos eso es lo que dijeron también Bartolomé y el Zelote. Pero Jacob se mostraba sordo a toda razón. Quería la curación porque la enfermedad le cuesta, e injuriaba a la mujer llamándola holgazana. Para calmarlo, visto que decía «Me convertiré si me curo», Judas le impuso las manos. Pero Jacob siguió enfermo como antes. Judas, desconsolado, nos lo dijo. Lo intentamos nosotros antes de irnos a dormir. Pero no obtuvimos el milagro. Ahora Judas sostiene que es porque él, habiéndote disgustado, ha caído en desgracia tuya; y está deprimido. Pero nosotros decimos que es porque teníamos frente a nosotros a un pecador obstinado, que pretende obtener todo lo que quiere, poniendo condiciones y dando órdenes hasta a Dios. ¿Quién tiene razón? -Vosotros siete. Es como habéis dicho. ¿Y Judas y Ana? ¿Sus campos? -Muy dañados. Pero tienen recursos y ya está todo solucionado. ¡Pero ellos son buenos! Ten. Te mandan este donativo y estos alimentos. Esperan verte en alguna ocasión. Lo que entristece es el estado espiritual de Jacob. Habría deseado curarle el alma más que el cuerpo… – dice Andrés. -¿Y en los otros lugares? -¡Oh! En el camino de Debaret, cerca del pueblo, curamos – fue Mateo – a uno que tenía fiebres y que volvía de un médico que lo había desahuciado. Nos hospedamos en su casa y la fiebre no volvió desde la puesta del sol hasta la aurora, y él afirmaba que se sentía bien y fuerte. Luego, en Tiberíades, fue Andrés el que curó a un barquero que se había roto un hombro cayendo en el puente. Le impuso las manos y el hombro quedó curado. ¡Imagínate el hombre! Nos quiso llevar sin pagar a Magdala y a Cafarnaúm, luego a Betsaida, y allí se ha quedado, porque allí están los discípulos Timoneo de Aera, Felipe de Arbela, Hermasteo y Marcos de Josías, uno de los liberados del demonio cerca de Gamala. Quiere ser discípulo también José el barquero… Los niños, en casa de Juana, están bien. Ya no parecen los mismos. Estaban en el jardín jugando con Juana y Cusa… -Los he visto. Yo también he pasado por allí. Seguid. -En Magdala fue Bartolomé el que convirtió a un corazón vicioso y curó un cuerpo vicioso. ¡Qué bien habló! Explicó que el desorden del espíritu genera desorden en el cuerpo, y que toda concesión a la deshonestidad degenera en pérdida de la tranquilidad, de la salud y al final del alma. Cuando lo vio arrepentido y convencido, le impuso las manos y el hombre quedó curado. Querían retenernos en Magdala. Pero nosotros obedecimos: pasada la noche, proseguimos para Cafarnaúm. Allí había cinco que pedían les concedieras una gracia. Y ya estaban para marcharse desconsolados. Los curamos. No vimos a ninguno porque embarcamos de nuevo enseguida para Betsaida, para evitar preguntas de Elí, Urías y sus compañeros. ‘¡En Betsaida!… ¡Cuenta tú, Andrés, a tu hermano!… – termina Santiago de Zebedeo, que era el que hablaba.-¡Oh! ¡Maestro! ¡Simón! ¡Si vierais a Margziam! ¡No se le reconoce!… -¡Maldición! ¿Qué?, ¿es mujer ahora? – exclama y pregunta Pedro. -¿Pero qué dices, hombre? Un jovencito muy majo, alto, delgado, porque ha crecido mucho… ¡Una cosa maravillosa! Nos costó reconocerlo. Está tan alto como tu mujer y yo… -¡Hombre, ni yo ni tú ni Porfiria somos palmas! A1 máximo se nos podrá comparar con una zarza… – dice Pedro (pero exulta de alegría al oír que su hijo adoptivo se ha desarrollado). -Sí, hermano. Pero en las Encenias, no más, era todavía un niñito escasamente desarrollado, que apenas si nos llegaba a los hombros. Ahora es verdaderamente un hombre joven, por la estatura, la voz y la gravedad. Ha hecho como esas plantas que no crecen durante años y luego, al improviso, se desarrollan de forma asombrosa. Tu mujer ha estado muy ocupada en alargar túnicas o hacerlas nuevas. Y las hace con dobladillos muy anchos y amplios pliegues en la cintura, porque prevé, con razón, que Margziam seguirá creciendo. Y en sabiduría crece todavía más. Maestro, la humildad de Natanael no te había dicho que durante casi dos meses Bartolomé ha sido maestro del más pequeño y heroico de los discípulos, que se levanta antes del amanecer para llevar a pastar a las ovejas, cortar la leña, sacar agua, encender el fuego, barrer, hacer las compras por amor a su mamá de adopción, y luego, por la tarde y hasta bien de noche, estudia y escribe como un pequeño doctor. ¡Fíjate! Ha reunido a todos los niños de Betsaida y los sábados les imparte pequeñas lecciones evangélicas. Así, los pequeños, excluidos de la sinagoga porque no molesten en las funciones, tienen su jornada de oración como los mayores. Y me han dicho las madres que es bonito oírle hablar, y que los niños lo quieren y le obedecen con respeto y se hacen mejores. ¡Qué discípulo va a ser! -¡Pues fíjate!, ¡fíjate! Yo… estoy emocionado… ¡Mi Margziam! Pero ya también en Nazaret, ¿eh?: ¡qué heroísmo por… aquella niña! ¿Raquel, verdad? Pedro se para a tiempo, y se pone como la púrpura por el miedo a haber dicho demasiado. Por suerte, Jesús viene en su auxilio, y Judas está meditabundo o distraído. 0 finge estarlo. Jesús dice: -Raquel. Tienes buena memoria. Está curada. Y sus campos producirán mucho trigo. Hemos pasado por allí Yo y Santiago. Mucho puede el sacrificio de un niño justo. -En Betsaida fue Santiago el que realizó un milagro en aquel pobre lisiado; y Mateo, por el camino, yendo a la casa de Jacob, curó a un niño. Y precisamente hoy, en la plaza de aquel pueblecito que está al pie del puente, Felipe y Juan han hecho curaciones: el primero a un enfermo de los ojos; el segundo, a un niño endemoniado. -Lo habéis hecho todos bien. Muy bien. Ahora vamos a ir hasta aquel pueblo de las laderas. Nos detendremos en alguna casa para dormir. -¿Y tú, Maestro mío, qué has hecho? ¿Cómo está María? ¿Y la otra María? – pregunta Juan. -Están bien y os saludan a todos. Están preparando túnicas y cuanto se necesita para el peregrinaje de primavera. Están ya deseando que llegue, para estar con nosotros. -Susana y Juana y nuestra madre tienen la misma ansia – dice también Juan. Bartolomé dice: -También mi mujer, con las hijas, quiere ir este año, después de tantos, a Jerusalén. Dice que nunca volverá a ser tan bonito como este año… No sé por qué lo dice. Pero ella sostiene que lo siente en el corazón. -Entonces seguro que vendrá también la mía. No me lo ha dicho… Pero lo que hace Ana lo hace siempre María – dice Felipe. -¿Y las hermanas de Lázaro? Vosotros que las habéis visto… – pregunta Simón Zelote. -Obedecen con sufrimiento a la orden del Maestro y a la necesidad… Lázaro está muy enfermo, ¿verdad, Judas? Casi siempre está en la cama. Pero esperan con mucha ansia al Maestro – dice Tomás. -Pronto será Pascua e iremos a casa de Lázaro. -¿Pero Tú qué has hecho en Nazaret y Corazín? -En Nazaret he saludado a los parientes y amigos y a los parientes de los dos discípulos. En Corazín he hablado en la sinagoga y he curado a una mujer. Nos hemos detenido donde la viuda. Se le ha muerto la madre. Un dolor y un alivio al mismo tiempo, por los pocos recursos y por el tiempo que la asistencia a la enferma quitaba del trabajo de la viuda, que se ha puesto a hilar por cuenta de terceros. Pero ya no está desesperada. Tiene asegurado lo necesario y se siente satisfecha con eso. José va todas las mañanas donde un carpintero del Pozo de Jacob para aprender el oficio. -¿Son mejores los de Corazín? – pregunta Mateo. -No, Mateo. Son cada vez peores – confiesa con franqueza Jesús – Y nos han tratado mal. Los notables, es natural, no el pueblo llano. -Es un lugar muy poco recomendable. No vuelvas – dice Felipe -Sería causa de dolor para el discípulo Elías, y para la viuda y la mujer curada hoy y las otras personas buenas. -Sí. Pero son tan pocos, que… yo no me ocuparía más de ese lugar. Tú lo has dicho: «Es imposible de labrar» – dice Tomás. -Una cosa es la resina y otra los corazones. Algo permanecerá, como semilla hundida bajo muchas glebas muy compactas. Tardará mucho en nacer, pero, al final, nacerá. Lo mismo Corazín. Un día nacerá lo que he sembrado. No hay que desmoralizarse ante las primeras derrotas. -Oíd esta parábola. Podría ser titulada: «La parábola del buen labrador». Un rico tenía una grande y hermosa viña. En ella había también higueras de distintas variedades. A la viña se dedicaba un sirviente, experto viñador y podador de árboles frutales, que cumplía con su deber con amor a su señor y a las plantas. Todos los años, el rico, en el mejor período del año, iba reiteradas veces a su viña para ver madurar las uvas y los higos y probar estos frutos cogiéndolos de las plantas con sus manos. Un día, pues, se acercó a una higuera de muchísima calidad, el único árbol de esa calidad que había en la viña. Pero también aquel día, como en los dos años anteriores, la encontró todo follaje y nada fruta. Llamó al viñador y dijo: «Hace tres años que vengo a buscar fruta a esta higuera y no encuentro sino hojas. Se ve que el árbol ha terminado de dar frutos. Córtalo, pues. Es inútil que esté aquí ocupando sitio y ocupando tu tiempo, para después no acabar en nada. Córtala, échala al fuego, limpia de raíces el terreno, y en el lugar suyo planta un arbolito nuevo. Dentro de algunos años dará fruto». El viñador, que era paciente y amoroso, respondió: «Tienes razón. Pero déjame todavía un año. No corto el árbol. Es más, con mayor dedicación aún, le cavaré el suelo de alrededor, lo abonaré, lo podaré. ¿Quién sabe, a lo mejor da todavía fruto? Si después de esta última prueba no da fruto, obedeceré tu deseo y lo cortaré». Corazín es la higuera que no da frutos. Yo soy el buen Labrador. El rico impaciente sois vosotros. Dejad actuar al buen Labrador. -De acuerdo. Pero tu parábola no concluye. ¿La higuera, al año siguiente, dio fruto? – pregunta el Zelote. -No dio fruto y fue cortada. Pero el labrador quedó justificado de haber cortado un árbol que todavía era joven y pujante, porque había hecho todo su deber. Yo también quiero ser justificado por aquellos a quienes tenga que meter la segur y separarlos de mi viña, donde son árboles estériles o plantas venenosas, cobijos de serpientes, acaparadores de jugos nutritivos, parásitos o elementos tóxicos, que deterioran y dañan a los compañeros discípulos; o bien, que entran sin haber sido llamados, reptando con sus malignas raíces para proliferar en mi viña, rebeldes a todo injerto, venidos sólo para espiar, menoscabar y hacer estéril mi campo. A éstos los cortaré cuando todo haya sido intentado para convertirlos. Por ahora, antes de la segur, alzo las tijeras y el cuchillo del podador, desramo e injerto… Será un trabajo duro, para mí, que lo hago, y para los que lo sufran. Pero hay que hacerlo. Para que se pueda decir en el Cielo: «Ha cumplido todo. Pero ellos, cuanto más los ha podado, cuanto más ha injertado o removido la tierra de alrededor o abonado, con sudor y lágrimas, fatiga y sangre, ellos se han hecho cada vez más estériles y malos»… Hemos llegado al pueblo. Id todos adelante y pedid alojamiento. Tú, Judas de Keriot, quédate conmigo. Se quedan solos y, en la penumbra de la noche, caminan uno al lado del otro en el máximo silencio. Por fin Jesús dice, como hablando consigo mismo: -Y, no obstante, aunque se haya caído en desgracia de Dios por haber infringido su Ley, siempre podemos volver a ser lo que éramos, renunciando al pecado… Judas no responde nada. Jesús sigue: -Y si hemos comprendido que no podemos seguir recibiendo de Dios el poder, porque Dios no está donde está Satanás, con facilidad se puede solucionar, prefiriendo lo que Dios concede a lo que quiere nuestra soberbia. Judas calla. Jesús – y ya están a la altura de la primera casa del pueblo – todavía como hablando consigo mismo, dice: -Y pensar que he sufrido áspera penitencia para que se enmiende y torne al Padre suyo… Judas se estremece, levanta la cabeza, lo mira… pero no dice nada. También Jesús lo mira… y luego pregunta: -Judas, ¿a quién estoy hablando? -A mí, Maestro. Por ti ya no tengo poder. Porque me lo has quitado para aumentárselo a Juan, a Simón, a Santiago, a todos, excepto a mí. ¡No me amas, eso es lo que pasa! Y acabaré por no amarte y por maldecir la hora en que te amé, y me hundí ante los ojos del mundo por un rey imbele que se deja supeditar incluso por la plebe. ¡No esperaba esto de ti! -Ni Yo tampoco de ti. Pero nunca te he engañado, ni te he obligado. ¿Por qué, pues, permaneces a mi lado? -Porque te amo. No puedo ya separarme de ti. Me atraes y me produces repulsión. Te deseo como el aire que respiro y… me das miedo. ¡Ah, soy un maldito! ¡Estoy condenado! ¿Por qué no arrojas de mí el demonio, Tú que puedes? La cara de Judas está lívida y descompuesta, enajenada, llena de miedo y odio… Recuerda ya, aunque pálidamente, la máscara satánica del Judas del Viernes Santo. Y el rostro de Jesús recuerda el del Nazareno flagelado, que, sentado en el patio del Pretorio encima de la artesa puesta boca abajo, mira a los que se burlan de Él con toda su piedad amorosa. Dice, y parece que hay ya un sollozo en su voz: -Porque no hay arrepentimiento en ti, sino solamente ira contra Dios, casi como si El fuera el culpable de tu pecado. Judas dice entre dientes una fea imprecación… -¡Maestro, hemos encontrado lo que buscábamos. Cinco en un sitio, tres en otro, dos en otro, y uno y uno en otros dos. No hemos podido mejor – dicen los discípulos. -Está bien. Yo voy con Judas de Keriot – dice Jesús. -No. Prefiero estar solo. Estoy inquieto. No te dejaría descansar… -Como quieras… Entonces iré con Bartolomé. Vosotros haced lo que queráis. Entretanto vamos a donde haya más sitio, para poder cenar juntos.